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APROXIMACIÓNES A OCTAVIO PAZ
A TRAVÉS DE LA MIRADA DE ROBERTO HOZVEN

Hernán Lavín Cerda


 


 


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Alguna vez tuve una hermana, Marita, Marilú, que vivía en la Ciudad de Washington, y fuimos a visitarla desde México en el otoño de 1983. Estando en su casa, y como Vuestro Inseguro Servidor, alias Su Majestad el Lobo Sapiens, era ya tan reconocido y admirado como Luis Miguel, quien aún no nacía o estaba a punto de ser depositado por la cigüeña en este mundo de locura ingobernable, se difundió la noticia y muy pronto, a los pocos días, fui invitado a un diálogo con maestros de literatura hispanoamericana en la Universidad Católica de Washington, y luego a una especie de recital poético o algo por el estilo. Fue un día que se quedó palpitado o más bien levitando en nuestra memoria. Quien fue fundamental para la realización de dicho evento, nos acompaña hoy y recibe el nombre de Roberto Hozven. Hicimos muy buenas migas, más y más migas, para decirlo quijotescamente. No me pregunten por qué digo lo que digo y cómo lo digo, puesto que todo está en el Quijote desde siempre, incluso desde antes que existieran, gracias a Dios, las endiabladas y celestiales páginas del Quijote. Así que para seguir en esta línea no muy doctoral, por parte mía, les confieso que estoy muy contento de estar hoy con ustedes, junto a Fabienne Bradu, quien no deja de investigarnos literariamente y nos abre mundos relacionando o entrecruzando nuestras escrituras para descubrir lo que no hemos descubierto aún. Desmiéntame, si no digo lo que debo decir, nuestro inolvidable maestro Gonzalo Rojas, dondequiera que se encuentre. Ahí están esas Otras sílabas sobre Gonzalo Rojas, y aquel volumen de dimensiones rokhianas que se titula Íntegra, una obra magna, electrizante por la hondura de sus visiones, alrededor de la vida y la obra del poeta nacido en Lebu, al sur de Chile, allí donde la geografía empieza a convulsionarse.

Pero de lo que hoy se trata es de Octavio Paz y de esta gran obra de investigación y análisis que ha escrito Roberto Hozven. Se subtitula Viajero del presente. Otra vuelta. Una obra provocadora que invita al diálogo y al debate, a la certeza y la incertidumbre, como los buenos libros. Empecé subrayándolo por aquí, por acá, por acullá, y terminé por subrayarlo hasta por debajo de la lengua. Pido perdón por esta imagen no muy elegante. No resisto la tentación de irme por el sendero de las citas más o menos textuales, pero confieso que no sé por dónde empezar. ¿Tal vez por el principio? Y en el principio, poco después del Caos primigenio, estaba Dios y por supuesto nuestra madre de cada día. Hozven comienza en uno de sus punto y aparte, en la página 46, “Una vislumbre fulgurante de las enseñanzas del orden femenino, en la obra de Paz, son unos versos que nos asoman al abismo matricial de su madre (¿ven ustedes cómo la poesía también aparece en el tejido hozbeniano?). Dice Paz: “Mi madre, niña de mil años,/ madre del mundo, huérfana de mí,/ abnegada, feroz, obtusa, providente,/ jilguera, perra, hormiga, jabalina, carta de amor con faltas de lenguaje,/ mi madre: pan que yo cortaba,/ con su propio cuchillo cada día”. A juicio de Roberto Hozven, “Esta figura poética converge con los hitos implicados por un ‘acto’ primero: La madre se desgrana como divisibilidad infinita a través de diversos órdenes del ser, desde actitudes humanas a clasificaciones zoológicas incongruentes (jilguera a perra). Segundo: la madre --que se hace fruto en el hijo-- aparece en el poema como un tránsito del devenir del hombre, una contingencia necesaria que se deshace a medida que el hijo se hace hombre”. Y vuelve siempre, va y viene el tono poético en el corpus de la escritura del propio Hozven, quien dice a la letra: “Abnegada como el perro, providente como la hormiga, compañía como el canto del jilguero, torpe como una carta de amor mal escrita, la madre está y faculta el ser del hijo sin mostrarse como tal. Más adelante se nos dice que la madre alumbra para ser inmediatamente abandonada: “Madre del mundo, huérfana de mí”. Mujer que da sin recibir otra cosa que el logro de su vocación. En fin, esta “madre del mundo y niña de mil años” pone en suspenso cualquier origen unívoco: el devenir del niño en hombre se hace por avidez plural, fluye a través de matrices contrastantes (orfandad/amparo, sabiduría/ ignorancia, ferocidad/dulzura) sin atribuirse ni agarrarse a ninguna. Por el cuerpo materno, según la acertada visión de Hozven, el deseo del hijo viaja “por las colinas del mundo” que lo ungen por inmenso. Por cierto, esta madre mexicana es la antítesis de la madre madrastra chilena”, a juicio del notable poeta, ensayista y memorialista chileno Luis Oyarzún, otro de los autores fundamentales no sólo de Chile y quien fue esencial para el desarrollo de nuestra generación, junto a Enrique Lihn y a Jorge Teillier; me refiero a los autores que empezamos a publicar en la década de 1960. Dicha generación ha sido rebautizada actualmente en la República de Chile por los escritores que vinieron después del golpe de estado. Pienso en Teresa Calderón, Thomas Harris y Lila Calderón, quienes nos ubican hoy como la Generación de los 60 o de la dolorosa diáspora.

Quisiera poder transmitirles toda la emoción que ha surgido en mí a partir de la lectura o más bien relectura sobre la marcha, de este ensayo de Roberto Hozven que gira, va y viene, gira y vuelve a girar alrededor de la vida y la obra de Octavio Paz.  Pero mientras suceden esos giros va emitiendo sabiduría, perspicacia, entusiasmo, y desde ahí nos proyecta alumbramientos más allá de las creaciones del luminoso autor de El mono gramático, entre tantos otros libros no solamente de poesía o acerca del fenómeno poético, sino también en el campo del ensayo sin ataduras. Lo cierto es que Paz es una especie de renacentista o enciclopedista que se ocupa de todo lo que sucede en el reino sin corona de las ciencias sociales o de las artes de la más variada índole. No muy lejos de su desaparición física de este mundo, Octavio Paz escribió otro libro fundamental. Me refiero a La otra voz, poesía y fin de siglo, que se edita en septiembre de 1990, poco antes de que el poeta abandonara para siempre este mundo de locura a menudo ingobernable, sí, esta palpitante dimensión de lo real.  En el último ensayo que da título al volumen, el poeta dice textualmente: “Hoy las artes y la literatura se exponen a un peligro distinto: no las amenaza una doctrina o un partido político omnisciente sino un proceso económico sin rostro, sin alma y sin dirección. El mercado es circular, impersonal, imparcial e inflexible. Algunos me dirán que, a su manera, es justo. Tal vez. Pero es ciego y sordo, no ama a la literatura ni al riesgo, no sabe ni puede escoger. Su censura no es ideológica: no tiene ideas. Sabe de precios, no de valores”. Y ya casi al fin de su ensayo que lleva la fecha del 1 de diciembre de 1989 en México, el poeta dice con luz que no se agota: “Espejo de la fraternidad cósmica, el poema es un modelo de lo que podría ser la sociedad humana (…) Prueba viviente de la fraternidad universal, cada poema es una lección práctica de armonía y de concordia, aunque su tema sea la cólera del héroe, la soledad de la muchacha abandonada o el hundirse de la conciencia en el agua quieta del espejo. La poesía es el antídoto de la técnica y del mercado. A esto se reduce lo que podría ser, en nuestro tiempo y en el que llega, la función de la poesía. ¿Nada más? Nada menos. La cuestión del principio, cuántos y quiénes leen poemas?, se enlaza naturalmente con la de la supervivencia de la poesía en el mundo moderno. A su vez, esta pregunta se desdobla en otra de mayor urgencia y gravedad: la supervivencia de la humanidad misma. El poema es un modelo de supervivencia fundada en la fraternidad –atracción y repulsión— de los elementos, las formas y las criaturas del universo. La poesía es tan antigua como la historia del ser humano. Esto es una obviedad, sin duda, pero en la obviedad también palpita jubilosamente la luz. Los seres humanos se han visto “simultáneamente como creadores de imágenes y como imágenes de sus creaciones”. Así ocurre con toda actividad artística. Es por esto, a juicio de Octavio Paz y no sólo de él, como resulta obvio, que puede decirse “con un poco de seguridad que mientras haya hombres, habrá poesía. Pero la relación puede romperse. Nació de la facultad humana por excelencia, la imaginación; puede quebrarse si la imaginación muere o se corrompe. Si el hombre olvidase a la poesía, se olvidaría de sí mismo. Regresaría al caos original”.

Y uno se pregunta, tartamudeando desde los abismos del alma, como hubiera dicho algún poeta de palpitaciones románticas, ¿qué nos pasa, cómo pudo ser, qué está sucediendo en nuestro querido México?  Hasta aquí llego, por el momento, escucho las voces de Elena Poniatowska, de José Emilio Pacheco, de Fernando del Paso, entre tantos otros, y empiezo a llorar por dentro, tal vez por fuera y por dentro. Les pido que me perdonen por lo que fuimos, tal vez, ¿por lo que nunca, por lo que pudimos haber sido? ¿Qué diría Octavio Paz si apareciera súbitamente en su muy querido país nuestro de cada día y viera lo que sucede en esta región y en otras del mundo, de nuestro mundo que nunca ha sido nuestro, por fortuna, y por encima del agua o por debajo de la multiplicación no muy ecuánime de las aguas?

Permítanme felicitar una vez más al muy querido maestro y ensayista de muy alta temperatura, Roberto Hozven, a quien tuve la fortuna de conocer en la Universidad Católica de Washington durante el otoño de 1983, ese mismo año en que el legendario Puente de Brooklyn cumplía sus primeros 100 años en la ciudad de Nueva York. Y ahora los invito a que se tomen el tiempo necesario para acercarse, de vuelta en vuelta, sí, en otra vuelta, al espíritu y a la obra de Octavio Paz, aquel viajero del presente proyectándose hacia el futuro que a menudo suele palpitar, como toda criatura viva, desde el pasado. ¿Y eso es todo?, como diría Su Majestad el Lobo Sapiens, alias ¿Hernán Lavín Cerda? No hay más remedio que levantar el ánimo y ser felices, ahora ¿o tal vez nunca? Coman frutas y verduras, caminen y no contaminen, lo que Vuestro Inseguro Servidor ya casi no hace o hace muy poco. Bailen, ríanse por dentro y por fuera, como alguna vez le oí decir a Gonzalo Rojas, quien nunca dijo lo que yo digo que dijo, obviamente. Pido perdón a diestra y siniestra, a partir de este momento, pero no me declaro culpable. ¿Sefiní?



 



 

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Por Hernán Lavín Cerda