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SONATA CRÍTICA ALREDEDOR DE PABLO NERUDA EN AQUEL TIEMPO

Por Hernán Lavín Cerda
Pablo Neruda en el corazón de México: en el centenario de su nacimiento
UNAM, 2006


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Luego de sufrir y observar los caprichos de la Historia, esa Historia en cuyo vientre aún habita el horror, hemos 1legado a la sospecha que más bien es una certidumbre: no hay convivencia más fúnebre que la de una próstata melancólica, sí, la rispida y ensortijada próstata de un singular y ensimismado poeta, con una junta militar de gobierno implacable, compuesta por los cuatro jinetes del Apocalipsis, aquella junta dirigida con guante de hierro por Augusto Pinochet.

En el texto "Sin embargo me muevo", de ecos galileanos, y que pertenece a uno de sus ocho libros postumos, El corazón amarillo (Editorial Losada, Buenos Aires, 1974), Pablo Neruda escribe después de sostener un diálogo con el médico especialista en urología: "Tal vez no había salvación/ para mis dientes averiados,/ uno por uno se extraviaron los pelos de mi cabellera:/ mejor era no discutir sobre mi tráquea cavernosa:/ en cuanto al cauce coronario/ estaba lleno de advertencias/ como el hígado tenebroso/ que no servía de escudo/ o este riñon conspirativo./ Y con mi próstata melancólica y los caprichos de mi uretra/ me conducían sin apuro/ a un analítico final". El poeta observa los ojos del facultativo, así decía mi padre, como queriendo descubrir algo de luz en su mirada, y el especialista observa los ojos del poeta y no sabe qué decir, ya todo fue dicho. Sólo después de aquella escena, Neruda vuelve sobre los pasos de "Sin embargo me muevo", y escribe: "Desde entonces no estoy seguro/ de si yo debo obedecer/ a su decreto de morirme/ o si debo sentirme bien/ como mi cuerpo me aconseja.// Y en esta duda yo no sé/ si dedicarme a meditar/ o alimentarme de claveles".

La salud carnal y espiritual de Pablo Neruda es doliente, convulsa y dubitativa. Ha recibido el Premio Nobel en 1971, pero aquel tictac de la gota de sangre se escucha, aun desde antes, en sordina y puertas adentro, cuando en Francia escribe otro de sus libros fundamentales, casi una obra de adioses. Me refiero a su Geografía infructuosa. Cómo olvidar aquellas líneas de "Sonata con dolores": "Cada vez resurrecto,/ entrando en agonía y alegría,/ muriendo de una vez/ y no muriendo,/ así es, es así y es otra vez así". Y qué decir de aquel texto desgarrador, "El cobarde", escrito en Normardía. Como buen cronista de la física y la metafísica, la encarnadura y la previsible desencarnadura, el poeta es una especie de místico mientras va hundiéndose como un buzo hiperestésico en la materia corporal y dolorosa. Confiesa entonces con aquella angustia en el hueco de su mano: "Y ahora, a dolerme el alma y todo el cuerpo,/ a gritar, a escondernos en el pozo/ de la infancia, con miedo y ventarrón:/ hoy nos trajo el sol joven del invierno/ una gota de sangre, un signo amargo/ y ya se acabó todo: no hay remedio,/ no hay mundo ni bandera prometida:/ basta una herida para derribarte:/ con una sola letra/ te mata el alfabeto de la muerte,/un solo pétalo del gran dolor humano/ cae en tu orina y crees/ que el mundo se desangra.// Así, con el sol frío de Francia en el mes de marzo,/ a fines del invierno dibujado/ por negros árboles de la Normandía/ con el cielo entreabierto ya al destello/ de dulces días, flores venideras,/ yo encogido, sin calles ni vitrinas,/ callada mi campana de cristal./ Con mi pequeña espina lastimosa/ voy sin vivir, ya mineralizado,/ inmóvil esperando la agonía,/ mientras florece el territorio azul/ predestinado de la primavera.// Mi verdad o mi fábula revelan/ que es más tenaz que el hombre/ el ejercicio de la cobardía".

Neruda fue una criatura tardígrada por excelencia: una especie de tapir que se movía en círculos con suprema lentitud. El asombrado de origen, que se alumbra y se deslumhra por casi todo lo que sucede en la naturaleza, empezando por aquel ritmo de la lluvia: el piano lento, persistente y pluvial de su infancia. Un ser cayéndose de la piel al alma, sin tregua, lentísimo, un ser de carne y hueso, aunque también imaginario y envolvente, al modo de aquella música que aún emerge del océano Pacífico en Isla Negra. Una especie de místico y erótico de la materia. Todo en él, desde su respiración y su ritmicidad sinuosa o más bien hipnótica, es un intento por entrar proféticamente en la materia, sí, en aquel espacio interior que ocupan las materias profanas y sagradas del mundo.

Un soplo de romanticismo y modernismo envuelve al poeta desde su origen. Augusto Winter, Manuel Magallanes Moure, Pedro Prado, Alberto Rojas Jiménez, Carlos Sabat Ercasty, José María Vargas Vila, Henrik Ibsen, están en sus primeras lecturas. También aparecen Paul Verlaine, Charles Baudelaire, y Arthur Rimbaud, luego de la sugerencia de lecturas que le hizo Ernesto Torrealba, su profesor de francés en el Liceo de Temuco, al sur de Chile, y poco antes de 1920 Gabriela Mistral se hace visible, de improviso, y le pide que no deje de leer a los rusos: Fiodor Dostoyevsky, Antón Chejov, Leónidas Andreiev. El rumor de la memoria me dice que el memorialista José Santos González Vera, a quien descubrí durante el otoño de 1963, llegó a Temuco en 1920. Aún conservo en México el prodigio de una botella de agua con piedras, conchas y caracoles minúsculos que provienen del cielo, y que gentilmente me obsequió en su oficina de la Universidad de Chile. En su libro Cuando era muchacho (Editorial Nascimento, Santiago, tercera edición, 1964), con esa perspicacia tan suya, además del humor y la belleza de su espíritu, escribe:

"A los pocos días fui a conocer a Pablo Neruda. Lo esperé en la puerta del Liceo, alrededor de las cinco. Era un muchachito delgadísimo, de color pálido terroso, muy narigón. Sus ojos eran dos puntitos negros. Llevaba bajo su brazo La sociedad moribunda y la anarquía, de Juan Grave. A pesar de su feblez, había en su carácter algo firme y decidido. Era más bien silencioso, y su sonrisa entre dolorida y cordial. (...) En el Liceo tuvo de profesor de francés a Ernesto Torrealba, que le prestaba libros y le recomendaba autores. (...) Además le advertía: "Si quieres escribir, no sigas castellano porque no te podrás librar de la pedagogía". (...) El primer Quijote que leyera fue obsequio de Juvencio Valle, que estudió en el Liceo con anterioridad. En nuestro tiempo eran condiscípulos suyos Gerardo Seguel y Norberto Pinilla. Con éste jugaba al fútbol. Era malísimo. Una vez hicieron un viaje a caballo a Pillanlelbun. A Neruda le gustaba caminar paso a paso y decir, a las perdidas, unas pocas palabras..." Cuando estuvo por primera vez con aquel pálido estudiante, sonríe González Vera desde el Más Allá, su acento le causó mucha extrañeza. "Es el suyo un tono particular, carnoso, en que hay variados matices. Uno se acostumbra a su voz y al releer sus versos se la siente. En cambio, en boca de recitadores son deplorables siempre, suenan a falsificación. Oyendo a los indios me vino el recuerdo de la entonación nerudiana. Traté de explicarme qué fenómeno determinó esa evocación. Durante minutos no pude precisarlo, mas, de repente, entre las palabras de diversos indígenas, una fue emitida con voz gemela a la de Neruda. En consecuencia, lo posible era que otra palabra, aislada también, y oída por mí al azar, me trajera el recuerdo. Aunque escuché con ahínco no conseguí oír nuevamente ese tono peculiar.

"Fuera de los mapuches, iba, y yo a su lado, un cura. Conversamos. Y ya con más confianza le pregunté -pasábamos en ese instante un río-, siguiendo el hilo de mis angustiados pensamientos:

"¿Puede uno entrar a un convento sin creer en Dios?
"No puede —me respondió mirando hacia el río oscuro".

—¿Conoció usted a doña Glasfira, la tía más antigua y casi mitológica de Neruda? —le pregunté en una tarde de invierno santiaguino a González Vera.

—Sospecho que no, allá en ese Temuco fantasmal de 1920, pero quién sabe —me dijo con su mirada de ave nocturna que se acerca a la sabiduría. Un pájaro perspicaz y muy buena gente.

Yo iba y venía con un ejemplar de Las vidas de Pablo Neruda, la obra de Margarita Aguirre publicada por Zig-Zag en 1967, y le pedí un par de minutos de silencio para leer en voz alta las líneas siguientes:

"Para mejor leer este libro me pareció indispensable visitar Temuco, ciudad donde nace la poesía de Neruda. El mismo y Matilde Urrutia, su mujer, me acompañaron. Fuimos en 1962, durante el verano, ese escaso tiempo en que las lluvias se detienen y el sur chileno florece verde, profundo, húmedo en sus raíces y cristalino en su aire. La primera visita fue a la tía de Pablo, doña Glasfira Masson de Reyes, la más antigua de sus parientes vivos y parienta por los cuatro costados. Cuando supo que pensaba escribir sobre Pablo, me dijo:

"Pablo fue siempre un niño raro. Rarezas del talento, quizá. Una noche, en casa de mi tía, había un corro de amigas íntimas que Pablo observaba con sus ojos enormes. Jugábamos a las adivinanzas. 'Y tú, ¿por qué no dices nada?', le preguntaron. Entonces Pablo, con una voz lenta, mirando hacia el patio, dijo: 'Tiene lana y no es oveja. Tiene garra y no agarra'. Nadie adivinaba. Pablo se pone de pie y señala: 'Ese cuero que está allí". Era el cuero de la oveja recién muerta para comer. Ninguno de nosotros lo había visto, aunque lo estuviéramos mirando colgado de la parra. Pero él, sí. Porque él es un poeta.

"Y la viejita dice con su voz gastada y sabia de mujer de pueblo:

"—Eso es un poeta: el que ve lo que nadie ve.

"Hubo un silencio.

"Pablo era mesurado en el hablar —continúa doña Glasfira—, tranquilo, de apariencia débil, pero de una voluntad de hierro. Sus primeras poesías le costaron azotes. Sin embargo, los azotes no le impidieron llegar a donde se propuso. Nosotros no supimos estimularlo. Nos hubiera gustado más que siguiera una profesión liberal, que ganara dinero. Pero él se entregó por completo a su inspiración poética. ¡Era una inspiración tan honda! Nació con ella. Ningún interés humano pudo desviarlo de su camino. (...) Eso hay que tener: fuerza suficiente para realizar nuestro ideal. Como la t uvo Pablo. Ninguno de nosotros lo alimentó en su carrera poética, pero su fuerza lo llevó a donde él quería. (...) Es el gran mérito que yo le encuentro a Pablo".

Cuando acabé de leer ese fragmento de la biografía de Neruda que escribió Margarita Aguirre, José Santos González Vera puso los ojos en el abismo de su taza de café, extendió su mano para regalarme misteriosamente una pastilla oval de menta de Londres, y al fin dijo a media voz y sin urgencia, midiendo sus palabras:

—Todo eso es verdad, aunque yo no estuve ahí como un testigo que después escribirá un informe. Sin embargo, la memoria me dice que cuando Neruda era pequeño, le daban un libro al revés y lo leía de corrido. Asimismo, sumaba velozmente toda suerte de cantidades sin inquietarle la exactitud. Sus primeros versos debió escribirlos a los doce años. En el hogar de Orlando Masson, dueño de un periódico, el joven aprendiz de poeta oía música y si lo dejaban a comer, prefería que el agua se la sirvieran en copas de color. Decía que así la encontraba más rica. Pienso que Pablo era un poeta desde antes de nacer. Sin duda que oía y veía cosas que nadie veía ni oía. En su boca se transfiguraba la realidad al compás de su lenguaje tan distinto, extraño, imprevisible y muy próximo al enigma.

Walt Whitman, William Blake, T.S. Eliot, Marcel Proust, D.H. Lawrence, Isidore Ducasse o el Conde de Lautréamont, y James Joyce, ocupan el espacio de las nuevas lecturas que motivan al poeta durante su permanencia en aquellos territorios que rodean a la península de la India, y le ofrecen una perturbadora y cautivante visión temporal y espacial. Su escritura poética, entonces, se narrativiza y se vuelve aún más expresiva. Una variante del surrealismo, la menos escolástica, la que no tiene mucho que ver con el dictado automático, aparece en sus textos en verso como en prosa. Se fortalece en Pablo Neruda una visión inaugural a través del idioma castellano de Indias, o más bien del lenguaje de Hispanoamérica. En su caso, casi todo surge como la visión dolorosa de un mundo que renace mientras va destruyéndose en aquel desarrollo dialéctico de la materia. ¿Cómo olvidar el perfume y la gravidez de aquellas "ciruelas que rodando a tierra se pudren en el tiempo, infinitamente verdes", al fin de "Galope muerto", el poema inicial de Residencia en la tierra, aquel libro que cambiaría de algún modo el destino, uno de los destinos, de la escritura poética y no sólo poética en el idioma castellano peninsular e hispanoamericano?

Una vez más regreso a la imagen del principio y la pregunta es la misma: ¿Cómo puede coexistir la próstata melancólica y malherida del poeta con la junta castrense de gobierno o desgobierno? ¡Imposible! Por medio de la televisión o de la radio, Pablo Neruda se informa de la insurrección militar contra el presidente de la república, Salvador Allende, aquella mañana del martes 11 de septiembre de 1973. Desde aquel día, todo pierde su equilibrio, precipitándose: la salud democrática de Chile y la salud del poeta en su casa de Isla Negra, junto a su esposa Matilde Urrutia. Al mediodía el Palacio de la Moneda está dominado por las llamas, y a las dos de la tarde se informa que Allende ha muerto. En una especie de delirio no sólo físico, la fiebre se disemina como en un soplo de metástasis a lo largo del organismo nerudiano. El poeta del Canto general, víctima del dolor no solamente físico, es incapaz de gobernar su febril y abrumado cuerpo. Entonces dicta las últimas líneas de sus memorias Confieso que he vivido, para decirle al mundo:

"A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la república de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón, envuelto en humo y llamas.

"Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura compañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile".

Sube la fiebre y no deja de subir como una araña incandescente en el laberinto de su tela. "La muerte subirá al fin por las piernas", le había confesado Neruda a su amigo Fernando Alegría en un taxi amarillo que aún los conduce, a través de la memoria, por Nueva York. Sinuosamente sube la temperatura y el poeta dice como en un estribillo fúnebre: "Los están fusilando, los están matando, los están fusilando". De pronto y para siempre, interrumpe su tratamiento médico y sólo desea morir, escaparse de la pesadilla y desaparecer en el último viaje. Está desilusionado de casi todo, y en primer lugar de la Historia, sí, aquella Historia con mayúscula, concebida como el escenario del error, la estupidez de los dominios políticos, y el horror sin límite. Sospecha que el Becerro de Oro se levantará como la única deidad ecuménica y dominante. La utopía del socialismo mundial, de vieja estirpe staliniana o posterior a José Stalin, se irá debilitando gravemente. ¿Algo permanece en pie, o ya no hay pies que valgan? "Cuánto hemos callado para que florezca el árbol rojo", escribió alguna vez el poeta de las odas. Y aquel árbol que por desgracia creció torcido, no sólo en la Unión Soviética, se desintegró al fin, dramáticamente, hacia el interior de sí mismo, como un castillo de naipes o más bien de espuma, y por su propia pesadumbre material y espiritual. En su libro Fin de mundo (Editorial Losada, Buenos Aires, 1969), Pablo Neruda descubre que no sirvió de mucho el silencio: "Cuánto hemos callado..." Hay textos sobrecogedores en ese volumen, como aquellos que recuerdan el sufrimiento popular que se origina en las raíces de la Historia, y aquellos otros que recuerdan el júbilo de vivir. Allí aparece la magia múltiple de Oliverio Girondo, el inolvidable. "Oh primordial desenfadado!/ Hacía tanta falta aquí/ tu iconoclasta desenfreno! (...) De todos los muertos que amé,/ eres el único viviente".

Me gustaría decir algo sobre el perfil humorístico del animal tardígrado, ese animal de luz que supo verse a sí mismo, más allá de la película a menudo hipnótica de su piel, en una de las composiciones postumas. Sólo viene a mi memoria, paso a paso, aquel dístico "XXXII" del Libro de las preguntas (Editorial Losada, Buenos Aires, 1974): "Hay algo más tonto en la vida/ que llamarse Pablo Neruda?" En mi pequeño volumen La zancadilla celestial (69 Ediciones, México, 1994), hay un texto que continúa sobre esa cuerda de reflexión, y dice tal vez lo mismo, aunque dos gotas de agua serán siempre distintas:

"--¿Hay algo más tonto en la vida que llamarse Pablo Neruda? —me preguntó Matilde Urrutia en Isla Negra, luego de contemplar el desliz y la caída de la espuma sobre las arenas del océano Pacífico. La sal de la espuma, la sal del aire.

"—No lo sé, la tontería es una bendición —sonreí con los ojos cerrados—. ¿Tal vez llamarse Lavín Cerda?



 


 

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SONATA CRÍTICA ALREDEDOR DE PABLO NERUDA EN AQUEL TIEMPO
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Pablo Neruda en el corazón de México: en el centenario de su nacimiento
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