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Entrevista a Hernán Lavín Cerda
Por Marcela Meléndez
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Hernán Lavín Cerda es uno de los autores fundamentales de aquella generación llamada del exilio chileno. Su labor docente, sus publicaciones en diversos géneros, su inquietante lucidez, su humor ingobernable, hace de este escritor una figura de primer orden en un país que le abrió las puertas hace cuarenta años y que hoy lo ve como uno de los suyos.
--Su último libro La rinconada de la luna es una extensa novela que empezó a escribir antes de su salida de Chile en 1973. Nos podría contar algunos pormenores de esta obra.
--Es una larga historia. Como de película. No me es fácil ser breve en este punto, pero debo ceñirme a la guillotina del espacio y del tiempo. Confieso que empecé a escribir esa novela en Santiago de Chile, algunos meses antes del Golpe de Estado que ya era inminente. Había perdido mi trabajo en la Editorial Quimantú y me puse a escribir como en un estado de trance; permití que los ángeles y los demonios se alimentaran entre sí, novelísticamente. ¿Qué autores estaban detrás y soplándome al oído? Algunos del llamado boom latinoamericano, como es obvio: García Márquez, Rulfo, Carpentier, Guimaraes Rosa, Cortázar, Lezama Lima, Vargas Llosa, Marechal, Sábato, Donoso. Y entre los poetas, los que he nombrado tantas veces: Neruda, Vallejo, Huidobro, Rojas, Parra, Lihn y tantos más… Probablemente olvido a otros que fueron muy significativos para mí en aquel momento. Hay también un sustrato de apoyo en historiadores como en algunas crónicas de maestros y colegas en el oficio periodístico. Bueno, el asunto es que hasta la noche del 10 de septiembre de 1973 yo estaba intentando el exorcismo de tantísimos demonios por medio de la escritura. Y todo se interrumpió al otro día con el golpe que derrocó a Salvador Allende e interrumpió la vida democrática en Chile. Como ustedes saben, yo me asilé en la Embajada de México, y mi madre, por fortuna, pudo hacerme llegar alrededor de 300 cuartillas de aquella obra escrita a máquina. Entonces conseguí que uno de los miembros de la Cancillería de México en Santiago de Chile, aprovechando uno de sus viajes, se llevara por valija diplomática esos originales en papel de un color hoja seca. Debo decir que tiempo después, un buen día, estando yo y mi familia en la Ciudad de México, recibí una llamada telefónica de dicho funcionario, don Raúl Valdés, para que lo visitara en su oficina del Ministerio de Relaciones Exteriores. Fuimos allí con mi esposa y tuvimos un muy cordial encuentro. Hicimos recuerdos de aquellos días tan crueles y dolorosos en Chile. De pronto suspendió la plática y me dijo que fuera con él hasta una caja fuerte. La abrió poco a poco y del fondo extrajo los originales de mi novela. “Aquí tiene, maestro, no he podido leerla, pero espero que algún día, cuando se publique”. Varios años después reencontré a don Raúl en Bogotá, con motivo de un encuentro de escritores latinoamericanos. En ese instante, él era Embajador de México en Colombia. Nos recibió con la misma fraternidad. Nunca olvidaremos aquellos días tan emotivos.
Te cuento, querida Marcela, que pasaron varios años antes de que me pusiera a reescribir esa novela múltiple y poliédrica, plagada de personajes, historias, mitos, leyendas, apariciones, desapariciones, realismos fantásticos y de toda índole, donde el lenguaje asciende hacia las nubes, pero aterrizadamente, y se juega el todo por el todo, como viene ocurriendo desde mi primer intento narrativo, esos relatos de La crujidera de la viuda, Siglo XXI, México, 1971. (No …de la vida, como lo han dicho por escrito, a veces, aunque en el fondo es muy posible que toda viuda siga formando parte de la vida. ¿Se entiende o ya no se entiende?). Durante algún tiempo subí aquellas cuartillas a un clóset y me olvidé del asunto. Entonces empecé a llamarla de este modo: La novela de arriba. Escribí y publiqué varios libros en aquella época, ya en México, en el campo de la novelística, el ensayo, los cuentos o relatos, y por cierto la poesía, que sin duda es el ombligo materno de todo cuanto escribo. Un buen día hice descender a La novela de arriba desde el túnel del clóset, y comencé a reescribir todo como si estuviera poseído por los ángeles y los demonios de la creación, hasta llegar al punto final. En medio de la temperatura creativa de aquel tiempo se publicaron algunas de mis novelas que considero esenciales para descubrir mi poética. Por ejemplo: Memorias casi póstumas del Cadáver Valdivia (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1995), Historia de aquel verano en Valparaíso (Plaza y Janés, México, 1997), y Los sueños de la Ninfálida (Plaza y Janés, México, 2001).
--Háblenos de su proceso creativo con esa multiplicidad de voces y registros que aparecen en su obra, donde nada le es ajeno; incluso, su desliz hacia la microficción. Todo parece venirle a usted como anillo al dedo. ¿A qué obedece esto? ¿A sus lecturas, sus influencias, su permanente capacidad de asombro?
--Pienso que en la pregunta aparece el germen de mi respuesta: una multiplicación de hablantes y un permanente desliz desde la poesía hacia la prosa y desde la prosa hacia la poesía. Pero de un modo natural. Sospecho que el ejercicio del periodismo en Chile me abrió el camino hacia nuevas formas dentro de la experimentación o exploración narrativa. Multiplicidad de voces y registros en mi escritura literaria: diríamos que desde siempre. Mis maestros en la Universidad de Chile, como Lenka Franulic, entre otros, allá por la década que se inaugura en 1960, me lo señalaban con frecuencia. Decían que yo estaba a un paso de la ficción. Quizá por eso me entusiasmaban y aún me entusiasman aquellos textos donde la línea divisoria entre el periodismo informativo y la crónica de temperatura múltiple es cada vez más delgada. Por otro lado, sospecho que el día que deje de ser un niño en estos campos de la creación artística, dejaré simplemente de ser.
--Lo lúdico en su obra, sin duda, es un elemento central; pero también la ironía, el sarcasmo, el humor negro, el absurdo, esa notable facilidad para llevarnos del drama a la comedia y viceversa. De pronto usted cambia los estados de ánimo en el lector y nos deja, la mayoría de las veces, citando a Nicanor Parra, con un palmo de narices…
--¡Oh espíritus celestiales! Si es así como tú dices, me doy por muy bien servido. ¡Aleluya! Y ya que apareció en el aire la figura de Nicanor Parra, debo decirte que el propio Nicanor, luego de leer algunos de mis textos que aparecen en aquel pequeño libro Neuropoemas, de 1966, dijo que se trataba de una especie de bomba atómica envuelta en papel celofán. Julio Cortázar también dijo algo semejante a través de una carta que generosamente me envió desde su domicilio en Francia. Fueron dos estímulos muy importantes para mí. Me impulsaron a seguir en los caminos del Oficio Mayor, como le gustaba decir a Gonzalo Rojas. ¿Cómo llegué tan joven al cultivo de esos tonos? La verdad es que no lo tengo muy claro. Sospecho que dichos tonos viajan por el torrente sanguíneo, son de natura, y se traen o no se traen. En mí el gran juego se dio así desde el principio. Como que hubiera estado en la pepita del alma y despertó de repente. Una especie de convulsión espiritual y carnal que llegó para quedarse. La belleza será convulsa o no será, como lo dijo por allí alguien. Te arriesgas o no te arriesgas. Hay que atreverse a atreverse, como les digo a mis alumnos desde el siglo pasado, pero con el mayor conocimiento del oficio. De otra manera, estaremos descubriendo eternamente el hilo negro y el agua tibia. ¿Horror de horrores?
--¿Con qué poetas chilenos sintió mayor afinidad? Sabemos que perteneció a una generación muy importante que luego fue llamada de la diáspora o del exilio, pero también de su amistad entrañable con algunos poetas mayores…
--Bueno, como lo he dicho en más de una ocasión, Pablo Neruda fue muy importante para mí. Su impulso, su estímulo, la intención que tuvo de publicar mi poemario Agua de Curimón en 1963, dentro de una colección de poetas jóvenes que él pretendía dirigir. Aquel proyecto no pasó de ser un proyecto. Hubo dificultades económicas. Por otra parte, es necesario recordar que Neruda pasaba poco tiempo en Chile: vivía viajando por el mundo. Cómo olvidar a otros artistas de la palabra que fueron mis maestros: Rosamel del Valle, Pablo de Rokha, Humberto Díaz Casanueva, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn, Efraín Barquero, Miguel Arteche, Alberto Rubio, Jorge Teillier (quien hizo publicar mi segundo libro, Poemas para una casa en el cosmos, en la colección El Viento en la Llama, que dirigía el mítico e inolvidable Armando Menedín). Todos esos maestros han dejado más de una huella en mi trabajo como eterno aprendiz o artesano de la palabra. Lo cierto es que uno se siente muy bien cuando descansa sobre una tradición tan sólida. No podría olvidarme de Gabriela Mistral y de sus memorables poemas en prosa. Cuánto rigor y potencia existencial en su poesía. Los grandes poetas chilenos son atrevidos, pero con conocimiento de causa: atrevimiento en lo temático y lo formal, combate amoroso con Chile o su muy loca geografía, para recordar a Benjamín Subercaseaux. Todos ellos, de un modo u otro, han dejado huellas en el torrente sanguíneo de mi escritura poética; dicha pulsión escritural aparece en mis textos poéticos, así como en las novelas, los relatos y los volúmenes ensayísticos. También es posible apreciar ese fenómeno en aquellos libros un poco extraños en relación a su género: me refiero, por ejemplo, a Metafísica de la fábula, que se publicó en 1979.
--Su relación con algunos autores mexicanos ha sido preponderante en muchos aspectos, pero también con otros paisanos de Latinoamérica, como decía Gonzalo Rojas. Pienso fundamentalmente en Eliseo Diego y Ernesto Cardenal.
--A Ernesto Cardenal lo conocí epistolarmente, allá por la década de 1960, y desde Santiago de Chile. Fue el propio Ernesto quien me vinculó con otra figura fundamental. Me refiero al poeta, filósofo y monje trapense Thomas Merton, con quien sostuve, asimismo, un diálogo epistolar desde Chile. Merton vivía en Estados Unidos. Su pensamiento establecía un contacto enriquecedor y evidente con la llamada teología de la liberación. Una especie de cristianismo fundacional, de origen, y en contacto con los dolores físicos y espirituales de nuestros pueblos. Me refiero, como es obvio, a los humildes, a los de corazón fraterno, a los que sufrían y aún sufren en esta Latinoamérica tan adolorida por dentro y por fuera. Qué mundo tan cruel y tan inmundo, Dios mío, como a veces le oí decir a mi madre, doña Graciela Cerda, quien me enseñó a llorar cuando interpretaba a Chopin o a Mozart en su piano de color caoba, allá en la calle Bellavista 220, en Santiago de Chile, y no muy lejos del inolvidable cerro San Cristóbal. Recuerdo que Cardenal me envió un ejemplar de su libro de 1965, Oración por Marilyn Monroe y otros poemas, publicado en Medellín; por esos días tomó los hábitos de sacerdote. Mantuvimos un nutrido y enriquecedor diálogo epistolar. Posteriormente viajó a Santiago de Chile, en 1971, y tuve la fortuna de acompañarlo por algunos lugares donde ofreció lecturas de su obra y dialogó con estudiantes, obreros, campesinos, maestros y profesionales. Al fin escribí un extenso reportaje sobre su visita que se publicó en el semanario Ahora, de la Editorial Quimantú. Sobre Eliseo Diego, qué quieres que te diga. Un escritor espléndido y un ser humano excepcional. Generoso y sin ínfulas egolátricas, con un humor elegante y sutil. Fue el gran amigo y magnífico poeta Jorge Teillier el que me dijo alguna vez en Chile: “Si algún día viajas a Cuba, no dejes de visitar a Eliseo”. Así lo hice en 1972, cuando fui como jurado del Premio Casa de las Américas. Lo vi en la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), y allí me obsequió algunos de sus libros con dedicatorias muy bellas y humanamente profundas. Qué gran ser humano. Luego participamos en un Encuentro de Escritores Latinoamericanos, aquí en México, y tuvo palabras de aliento para nosotros, quienes ya no vivíamos en aquella República de Chile dominada por la dictadura castrense y el poder de Su Majestad el Dinero de adentro y de afuera. Recuerdo que lo acompañamos a Guadalajara para recibir el Premio Juan Rulfo. También asistí a varias disertaciones que hizo en nuestra Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, sobre su vida y su obra. Pocas veces he aprendido tanto como en aquel curso que nos ofreció. Aún conservo algunos apuntes de aquella sabiduría en un viejo cuaderno. Modestia aparte, Eliseo se refirió de pronto a mi trabajo literario con palabras muy estimulantes y enriquecedoras. Qué gran poeta en verso y prosa, ensayista de alcurnia, y ser humano ejemplar, como por desgracia no hay muchos en este oficio tan egolátrico, y no sólo en este oficio…
--Ha vivido más tiempo en México que en su país de origen. Acá es una figura reconocida en el ámbito de la cultura ¿Qué sensación le produce volver a Chile?, pensando en un verso de Antonio Cisneros… “Las ciudades son las gentes que dejas”.
--Hacía siete años que no viajaba a Chile. Fuimos en diciembre de 2012. Te confieso que cada vez que vamos por allí, el piso emocional se tambalea. ¿Qué hacer, entonces? Sospecho que no hay nada que hacer. Durante los primeros días voy y vengo como un termómetro enloquecido. Emociones encontradas y contradicciones a flor de piel. A veces me percibo como un extranjero en lo que algún día fue mi propia casa. Pero con el paso de los días, los crepúsculos y las noches, me tranquilizo. Aparecen de improviso los lugares sagrados de la infancia y la juventud: los primeros paisajes de aquella educación sentimental. Los cerros Santa Lucía y San Cristóbal, aquel niño que fuimos y el otro, el de hoy, el que tal vez somos. Mi madre al piano y los nocturnos de Chopin en la calle Bellavista, mi paso infructuoso como aprendiz de tenista y el descubrimiento de Lucho Gatica y Antonio Prieto, quienes triunfaban en México. Cómo olvidarme del primer beso adolescente bajo los árboles del Parque Forestal. En fin. El Museo de Bellas Artes, el río Mapocho con su caudal un tanto anémico, y la casa de Pablo Neruda, a los pies del cerro San Cristóbal. Confieso, sin embargo, que hoy no me gusta mucho el paisaje verbal, pero qué diablos, así es la vida. ¡Oh, Dios mío, qué manera de asesinar el idioma de un modo tal vez inconsciente! Ya casi nadie vocaliza, con el perdón de algunos muertos, y algunas expresiones coloquiales están bajo el umbral de lo esquizoide. Por ejemplo: “¿No vihhh que tú soy loco?” Las eses tampoco existen, y cuando existen ya no son eses sino haches aspiradas o cosas por el estilo. Don Roque Esteban Scarpa, gran maestro, poeta y Director de la Academia Chilena de la Lengua, a la que tengo la fortuna de pertenecer desde 1992, nos dijo alguna vez que Chile es uno de los países donde peor se habla nuestro idioma. No obstante, acaso por la divina ley de la compensación, contamos con estupendos escritores y poetas de muy alto vuelo. Sería ocioso dar nombres; sin duda que faltarían los dedos no sólo de una mano. Aquí hago un pequeño corte y pienso en nuestro querido poeta del Perú, Antonio Cisneros, quien ya se fue de este mundo y que alguna vez apareció junto a Enrique Lihn en nuestra casa de Santiago, no muy lejos del cerro San Cristóbal. Allí lo conocí por primera vez. Nos amanecimos hablando de este mundo y del otro. Recién había obtenido el Premio Casa de las Américas, La Habana, 1968, por su estupendo libro Canto ceremonial contra un oso hormiguero.
--Terminemos con un juego, si le parece, una línea para algunos de estos personajes que han sido funcionales en su imaginario y que, para nada, significan en su obra aquello que decía Harold Blomm, la angustia de las influencias, sino todo lo contrario. Se incorporan y cohabitan de una manera vital y armoniosa.
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Lewis Carroll: La imaginación sin límites, aquella imaginación de la infancia al poder, allí donde el poder no existe, afortunadamente.
Vicente Huidobro: Permíteme que me extienda un poco más. En uno de sus textos que se incluye en Pasando y pasando, de 1914, Huidobro dice textualmente: “Yo nací el 10 de enero de 1893. Una vieja medio bruja y medio sabia predijo que yo sería un gran bandido o un grande hombre. ¿Por cuál de las dos cosas optaré? Ser un bandido es indiscutiblemente muy artístico. El crimen debe tener sus deliciosos atractivos. ¿Ser un grande hombre? Según. Si he de ser un gran poeta, un literato, sí. Pero eso de ser un buen diputado, senador o ministro, me parece lo más antiestético del mundo”. Ahí está dicho todo, la vida es así, todo está dicho en el aire del mundo. ¿No te parece?
Eugene Ionesco: Otro de mis padres o de mis abuelos. Tuve la fortuna de conocerlo personalmente en el Auditorio de la Facultad de Ingeniería de la UNAM, hace muchos años, cuando nos habló sobre su vida y su obra. ¡Inolvidable! Su figura y su voz aparecen con mucha frecuencia a lo largo de mis libros. Cuánta lucidez y sentido premonitorio. Se dio muy bien cuenta de lo que venía. ¿Horror de horrores, aun cuando ya había concluido la Segunda Guerra Mundial?
Samuel Beckett: Otro visionario de la misma familia. Yo lo leo y releo con frecuencia. Ahí les va esta joyita como un botón de muestra: “Quand on est dans la merde jusqu’au cou, il ne reste plus qu’a chanter”.
Buster Keaton: Sospecho que nos acompaña desde antes de mi nacimiento. Humorismo con capacidad de levitación. O dicho con otras palabras: divina singularidad y humor elegante, acorbatado y con zapatos blanquinegros. Ramón Gómez de la Serna lo quería muchísimo. Alguna vez me lo dijo por vía inalámbrica desde el Más Allá.
Joan Miró: Otro de mis padres cuyo genio infantil aparece también en mi escritura. Siempre vuelven al corazón y a la mente aquellas imágenes del Museo que lleva su nombre en Barcelona. Pintaba y esculpía como un niño. Dijo alguna vez: “Los niños son más puros. Están menos podridos. Se conmueven más espontáneamente. Nunca preguntan qué representa esto. Nunca. Los niños no son fríos porque no le anteponen al mundo la violencia de la razón razonante”.
Pablo Neruda: Un océano sin límites. Una especie de mastodonte cuyas virtudes y defectos no le impedían volar como una mariposa. Descubrió en mí al creador, aquel aprendiz de creador que no se daba cuenta, aunque lo sospechaba. Eternamente agradecido, y gracias por todo lo que nos dio y nos sigue dando. Cuánta tristeza al final de su vida, por aquel infarto castrense al corazón de Chile, esa república asesinada. Y cuánto dolor un poco antes, en 1970, a través de algunas páginas de su libro Fin de mundo, al presentir el derrumbe del sistema comunista con la invasión soviética a Checoeslovaquia, ese país donde estuvimos en 1966 y que ya no existe.
Groucho Marx: Otro de mis ángeles guardianes. ¡Qué inolvidable modo de caminar casi sentado, como cuando yo jugaba futbol en el Parque Forestal de Santiago de Chile, allá por la década de 1950! La verdad es que yo corría como un loco detrás el balón, pero sentado… Así me lo hizo notar Nora, la musa, la musaraña de los milagros, la musísima que nos acompaña casi desde el siglo XIX, sí, la novia de los labios sensuales y la nariz microscópica: una nariz muy educada y con muy buenos principios. ¡Aleluya! Posdata: una lectora indomable e implacable, pero tierna, como buena maestra de literatura.
José Alfredo Jiménez: ¡No vale nada la vida! ¿La vida no vale nada? Empieza siempre llorando, y así llorando se acaba… De cualquier modo, queridísimo e inolvidable José Alfredo, tú también apareces en mis libros. Algo de tu espíritu palpita en nuestra educación sentimental, aunque a veces nos gusta más el atole con el dedo, como se lo dan a los bebés. Dondequiera que estés, José Alfredo, permite que te diga a media voz: hubiéramos querido más canciones escritas con tus palabras y tu sensibilidad de aprendiz de poeta que viene de lejos, como lo somos todos.
Nicanor Parra: Ahhh, Nicanor. Otro de nuestros padres y abuelos. Nos ayudaste a bajar de los olimpos, que es la cosa más aburrida del mundo. Sospecho que hay un antes y un después de Nicanor Parra en la poesía en nuestra lengua. Ni más ni menos. Ahora mismo te paso la guitarra para recordar algunos de tus versos. ¿Te acuerdas de aquellos que dicen, por ejemplo, esto que ahora aparece en mi memoria? Ahí les va una probadita fundamental, extraída de “Padre nuestro”: “Sabemos que el Demonio no te deja tranquilo/ Desconstruyendo lo que tú construyes.// El se ríe de ti/ Pero nosotros lloramos contigo./ No te preocupes de sus risas diabólicas//. Padre nuestro que estás donde estás/ Rodeado de ángeles desleales/ Sinceramente: no sufras más por nosotros./ Tienes que darte cuenta/ De que los dioses no son infalibles/ Y que nosotros perdonamos todo”.
Efraín Huerta: Un maestro, poeta fundamental, con sentido del humor, generoso, que no se creía la muerte, como decían en Sudamérica allá por la década que se inaugura en 1960. Cuando llegamos exiliados a México, Efraín nos abrió los brazos junto a la poeta Thelma Nava. ¡Qué amigos y compañeros tan generosos! Recuerdo que estaba muy entusiasmado con los artefactos de Parra y con mis neuropoemas. En uno de sus libros aparece la reescritura de uno de mis breves textos, y yo pienso que lo mejora. Su muerte nos dejó un tanto huérfanos, sí, huerfanitos. No sé por qué diablos no estuve en su funeral. Perdóname, querido Efraín, dondequiera que te encuentres. Te queremos, te leemos, te recordaremos siempre. ¡Coño, carajo, caballero!, como tú decías con tanta gracia. Esas tres palabras aparecen en algunos de mis libros, y pienso que son un pequeñísimo homenaje. En tu obra hay textos fundacionales y fundamentales. Cada semana le enviabas un billete a nuestro hijo Iván para comprar caramelos o algo por el estilo. Hace algunos días encontré por ahí un sobre blanco y encima tus palabras: “Para nuestro querido Iván, de su tío Efraín”. Hasta aquí llego con algunas lágrimas en mis anteojos. Extiendo mis agradecimientos a su hijo, el muy querido poeta David, como a sus hijas Eugenia, Andrea y Raquel.
Andrey Tarkovski: ¿Qué puedo decir de Tarkovski, el gran visionario del cine? Nos cambió la vida, la percepción del mundo, el sentido de la cordura y la locura, la profundidad existencial y poética, las imágenes más allá de la percepción habitual, sí, ni más ni menos. Un profundísimo animal de luz, terrenal y cósmico, de luces y sombras, cómo se agitan esos árboles, con cuánto misterio. Un poeta-visionario que fue hijo de otro gran poeta ruso: Arseni Tarkovski. Sin duda que en el arte del cine hay un antes y un después de Tarkovski. ¡Cómo le hicieron la vida imposible los burócratas de la antigua Unión Soviética! Lo tramitaban, no le daban apoyo, no lo entendían ni deseaban entenderlo. ¡Oh qué mundo tan inmundo y con el cuerpo al revés! No se entiende, todo se ha vuelto muy confuso, ya casi nada se entiende. Al fin, Andrey decidió abandonar su país y se fue a Italia. Anduvo por distintos rincones. Cuando vimos por primera vez su película “Nostalgia” en la Cineteca Nacional, no pude contener las lágrimas. Cuánta emoción estética y cuánto dolor. Ahhh los dolores del alma en el exilio. Podríamos escribir páginas y páginas sobre aquel inolvidable poeta del cine que se nos fue de este mundo cuando se hallaba en plena madurez, dejándonos aún más huérfanos que la orfandad más pura. ¡Cuántas veces dije ante mis alumnos de la UNAM que no dejaran de ver y volver a ver las películas de Andrey Tarkovski, así como las del griego Theo Angelopoulos, quien también tenía lo suyo, sin duda.
Augusto Monterroso: Si breve, dos veces bueno. Yo diría que mucho más de dos veces. Fue el propio Efraín Huerta quien envió a mi casa de Santiago de Chile el ejemplar autografiado de uno de los libros del muy querido Augusto o más bien Tito Monterroso, como todos le decían. Nos veíamos a veces junto a los poetas Ernesto Mejía Sánchez, Carlos Illescas y Otto Raúl González. Ya todos dejaron este mundo ¿para siempre? Qué tertulias más simpáticas: humor, gracia verbal y más humor. Monterroso había vivido algún tiempo en Chile, por aquellos años de exilio(s) y otro tipo de accidentes. Pongo la letra s al final de la palabra exilio, porque así lo escribió en la dedicatoria de uno de sus libros. Entonces le pregunté por qué. Paciencia, querido Hernán, paciencia. Algún día comprenderás que los exilios suelen ir en plural. Habitualmente son más de uno.
Woody Allen: Otro de mis ángeles de la guarda. Su espíritu aparece en los laberintos de mi espíritu desde la antigüedad más antigua. Me atrevo a decir que desde siempre. Descubrí por primera vez su arte en la antigua e inolvidable Cineteca Nacional. Nos cautivó desde el principio. Sentido del humor a raudales, profundidad existencial, dicciones y contradicciones, recuperación de los cómicos antiguos, surgimiento del antihéroe en la sociedad norteamericana que sólo acepta el triunfo, pero entendido como ellos lo entienden. Y de pronto el espíritu de un Groucho Marx o de un Charlie Chaplin o un Buster Keaton, pero mestizado con Ingmar Bergman. Estoy justamente avanzando en la escritura de un nuevo libro de relatos que se titula Encuentros con Woody Allen y otras visiones casi profanas. Lo empecé a escribir en Nueva York, aunque sólo en la partitura de la mente, hace ya varios años: ahí partió el asunto. Tres de esos textos se editaron por primera vez en la revista electrónica Proyecto Patrimonio www. letras.mysite.com que dirige desde Santiago de Chile nuestro querido amigo y promotor cultural Luis Martínez Solorza. Me atrevo también a decir que hay otros ángeles de la guarda que me acompañan y me alimentan desde el siglo pasado. Ahí van esos nombres: Federico Fellini, Luis Buñuel, Ettore Scola, Alfred Hitchcook, Ingmar Bergman, César Vallejo, Pablo Picasso, Fernando Pessoa, Luis Cardoza y Aragón, Laurel y Hardy, Juan Emar, Francisco Tario, Julio Ramón Ribeyro, y un etcétera que no se interrumpe porque diariamente nos alumbra el sol. Posdata: reciban todos ustedes el abrazo cordial de Su Majestad el Lobo Sapiens, ¿alias Hernán Lavín Cerda? Eso nunca se sabe, como dirían los antiguos, y todo está por verse, afortunadamente, señoras y señores. ¡Sefiní! O mejor dicho, ¿sefiní?