—¡Mamá! ¿Quién fue Dios?
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Sin el infierno, Florita, no sería necesario el talento.
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Homo homini lupus. Sí, Plauto: como en los días del péndulo marino.
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La muerte no tiene futuro, pero el futuro la convoca.
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El capitán Pedro Ruiz de Ahumada cambió su profesión del que funda por la del amero, y en la huerta del Convento de Tepotzotlán, bajo el vuelo de los pájaros rojos, dejó encinta a la bella de ojos tardíos, la novia del saltamuertos.
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¿Sabes quién inventó la tortilla?
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Qué tortura llegar a ser un cuervo cabal.
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A carcajadas la doncella persigue a la muerte y la muerte le hace el gesto taurino y la esquiva y la deja pasar, y la muerte persigue a la doncella pero la doncella corre hacia el cocotero y desentierra el cuchillo y le devuelve el gesto taurino y la esquiva y lo entierra en el pecho de la muerte, y la muerte le hace la mueca mortuoria y desangrándose se muere a carcajadas.
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—La mujer que yo quiero me ató a sus dudas —confiesa Jack Livi comiéndose las uñas—: pero por favor no se lo digas nunca.
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Un día te levantas de la silla turca y desnuda te miras al espejo y ves cómo tu infancia se aleja, y sólo quedan tus botas de antílope y tus medias negras y tus labios temblando.
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Non omnis moriar: no nos moriremos del todo, viejo Horacio tremendo. Pero hemos de morir como la pobre abeja que zumba y que ilumina. ¿O desesperadamente, río abajo, cielo abajo como el mayor de los rotos chilenos hijo de Heráclito: dejando los sesos botados en los nidos de los mitos?
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Nació como mueren los reyes y los santos: decapitado.
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Soy autor de los cielos concéntricos: al entreabrir los ojos vi que la bella duerme desnuda entre mis brazos, con su boca tan grande como la de un falconete todavía ardiendo. ¿Viviré de olvidarme?
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El estrellado cielo del infierno, donde el pavor baila de smoking.
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¡Sólo el tiempo del mito crea una nueva rumba!
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El alma es un hueso cervical, dorsal, lumbar, cómicamente sacro.
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Dame vino, vino, inmundo vino desangrado: desde aquí vemos cómo sube el nivel de los muertos.
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No te me mueras. Enigma fuiste. No volarás conmigo. Voy a pintar tu rostro en un relámpago tal como eres: dos ojos para tocar lo visible y lo invisible. Desde aquí estoy llamándote en el aire para decirte nada y aquí te dejo tu figura. Ponte al fin el vestido rojo que le viene a tu boca y a tu sangre.
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Perpetrándolo todo: te amo miserablemente.
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Con romanticismo de can y volando por encima de todo sacramento, dos perros velludos se unen a vista del cielo y mantienen sus ojos blancos, en flujo y reflujo, hasta dar con lo irreal.
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Los animales de piedra tienen los ojos abiertos sobre la presa enemiga.
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Un cuarto lleno de trastos viejos, una silla coja, un candelabro oxidado, una mesa cubierta de polvo, un fragmento de espejo. Hernán acercó su rostro al espejo roto como si algo inimaginable fuera allí a aparecer:
—¿Esta cabeza de toro que me pesa sin que yo pueda recordarte?
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Menos tu vientre, todo es difunto, cenizo, solitario: un hachazo invisible, un trueno, un baco pequeñito y un esplín homicida.
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Un trago de bacanora me hizo ver el cielo de rodillas.
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Con la cabellera furiosa y blanca como la del Minotauro, Rafael Alberti desciende a los infiernos y entra en connubio con Proserpina, la hembra de Plutón, y echa a correr su emoción pánica y dionisiaca cuando ve que una columna rea de siete satanes pequeñitos se le viene encima para matarlo, pero él gana la batalla con tres cornadas y cuatro aullidos descomunales como los perros de Tamayo.
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Encanallada por un bandoneón y una guitarra, te veo cantando tu conversión a la vida, como en las antiguas leyendas del corrido y el tango.
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Nos duele que no estés. Y en tus heridas los siete clavos, las siete vidas del poeta por vivir: como en un miserere canyengue o una toccata rea.
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Chile retumba en los bramidos de las viudas bajo el dolor de los hermosos loros tristes, y el palomo casi bruno, cenizo, solitario, está llorando con locura y descorazonamiento la huida final de su paloma capuchina, y nunca más, ya nunca se pondrá pancho, eufórico, elegante, porque el tajo le va sangrando pianísimo por adentro del alma, como un puñal incendiándose o un frío por morir o un vuelo malevo.
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Y dile que no soy que no he sido ni seré sino el vaivén de una cuerda en el vacío, el roce de la eternidad en el cuello del que se prepara para la muerte, la herida solar que me tatué para el amor de la mujer ciega que ahora camina con una sombrilla tricolor por mis venas.
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Somos víctimas de aquellas vidas que nunca hubiéramos querido vivir.
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Yo también quisiera escribir un nocturno con perros, pero los sueños todavía me son infieles.
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Ahora que es la hora y las campanas tocan a rebato, tú te rebelas y vienes desnudándote por el camino con una flor tatuada sobre el vientre.
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A los diez años, Haendel había compuesto un libro de sonatas. Su padre quiso que fuera abogado y le prohibió tocar un instrumento, pero el niño se procuró a escondidas un clavicordio mudo y pasaba las noches tocando a oscuras en las teclas sin sonido.
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Desde el fondo de los murales de Bonampak, vienes volando con tus brazos cruzados de luchador olmeca, tu piel de puma latino, y toda la hechicería del coyote.
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Ahora oímos tus lamentos de lobo nupcial, pacífico, y por las noches, cuando algunos creen que vas a reencarnar en un cangrejo bayoneta, te apareces como un nautilo que canta y tienes los ojos asombrados del pez luna del océano.
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Desde entonces llevo la barba crecida como los murciélagos elegantes.
Hernán Lavín Cerda en 1977
Imágenes: obras de Soledad González