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Los
sueños de la Ninfálida
David
Martín del Campo*
Revista
Los Universitarios
Universidad Nacional Autónoma de México. N°13,
Octubre de 2001
En 1959, a los 20 años
de edad, Hernán Lavín Cerda, un muchacho que en verdad no sabía
para qué había nacido, descubrió repentinamente que para
cantante no, por el momento. Guardaba siete dólares en el bolsillo, estaba
anclado, sí, varado en Managua, y tenía la cara tumefacta, así
que envió un telegrama a su padre, don Julio, en Santiago de Chile, para
que una vez más el patrimonio familiar sirviera de rescate.
¿Qué
hacía aquel joven Hernán Lavín Cerda en la capital nicaragüense
con la cara, frente al espejo, como una chirimoya? Inspirado en el ruidoso éxito
de Lucho Gatica, el cantante chileno entonces de moda, fue que decidió
conquistar el mundo con su voz (no por nada la prensa lo comenzaba a llamar
"el Pat Boone chileno"), y soñando con la inspiración
lírica de Javier Solís, de los cubanos José Antonio Méndez
y César Portillo de la Luz, así como de Alvaro Carrillo, Roberto
Cantoral, Vicente Garrido y Armando Manzanero, fue que aceptó la propuesta
de uno de sus compañeros en la Universidad de Chile, un nicaragüense
adinerado que lo convenció acerca del beneficio de conquistar el mundo
en equipo (uno cantando, el otro administrando), y así aterrizaron en aquella
Managua que aún era gobernada por Luis Somoza Debayle.
Lo del canto
no le venía de modo artificial. Su madre, doña Graciela, siendo
aún una niña, había tocado al piano un nocturno de Frédéric
Chopin para Claudio Arrau, el excelso pianista, a principios del siglo XX, y en
casa eran habituales los solfeos, las composiciones de Johann Sebastian Bach,
Franz Liszt, Robert Schumann y Franz Schubert. No por nada, en sus momentos de
melancolía, doña Graciela confesaba que "nunca debió
casarse más que con el piano", y por eso, a los 51 años, luego
de recibir una herencia a la muerte de su padre, viajó en el barco Marco
Polo desde Valparaíso rumbo al puerto de Ñápoles, y desde
allí en tren hacia Roma, para seguir sus estudios de concertista en la
Academia de Claudio Arrau, que estaba dirigida por el maestro y musicólogo
Rafael de Silva. Es por eso que lo de la música le venía en la sangre
a Hernán Lavín Cerda, o, por lo menos, en el oído. Y la experiencia
de Managua, donde cantó durante algunos días en el Club Español,
acompañado por 18 músicos, aquellas melodías de moda como
Contigo en la distancia, La gloria eres tú, No me platiques, etcétera,
quedó como su gran aventura de los años juveniles. Aquel buen amigo
de Nicaragua, a quien llamaremos Argumedo, desapareció de improviso con
el dinero de la gira artística, y sólo quedaron los mosquitos feroces
que en una cruel y mala noche de hotel "parejero", deformaron a piquetes
la cara del joven aprendiz de cantante melódico.
Frustrado por no
ingresar a la Facultad de Medicina (otra de sus vocaciones de juventud), Lavín
Cerda se decidió por el campo humanístico e ingresó al Instituto
Pedagógico de la Universidad de Chile para estudiar Ciencias de la Comunicación
y Literatura, especialmente de América Latina. En 1960, luego del fracaso
de su aventura melódica en Managua ("Mi objetivo era pasar a México
y hablar con Lucho Gatica, pero no fue posible"), y a raíz de la trágica
muerte de Albert Camus, quien obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1957, publicó
su primer ensayo sobre la vida y la obra del autor de El mito de Sísifo
y El extranjero, en el periódico La Libertad. Hizo periodismo
de todo tipo, desde notas de fusilamientos hasta crónicas sobre la actividad
en el Palacio de la Moneda, aunque donde mejor se desempeñó, según
hoy confiesa, fue como "reportero volante" o reportero especial. Después
de trabajar de 1962 a 1966 en la sección de Literatura Iberoamericana de
la Biblioteca Nacional, donde leyó con una voracidad indomable, se fue
al diario vespertino Las Noticias de Última Hora, que era dirigido
por José Tohá, quien llegó a ser Ministro del Interior y
Vicepresidente de la República durante el gobierno de Salvador Allende.
Tohá tuvo una muerte dramática en uno de los hospitales de las Fuerzas
Armadas, en los primeros años de la dictadura castrense. Además
de su labor reporteril, Hernán Lavín Cerda mantuvo por algún
tiempo dos secciones que él escribía: Cosas de Palacio, firmada
con el seudónimo de El Pope, y Última Hora, en Artes y Letras.
Eran los días en que este asustadizo aprendiz de escritor, de pronto, es
invitado a cenar en casa de un matrimonio amigo de Pablo Neruda, junto al parque
Gran Bretaña. Todo ocurrió en abril de 1961, después del
fallecimiento de Lenka Franulic, periodista y ensayista, traductora de Virginia
Woolf, gran amiga de Neruda, y maestra inolvidable del joven Hernán en
la Universidad de Chile. Neruda apareció acompañado de su esposa,
Matilde Urrutia, La Chascona, como la llamaba Diego Rivera. Lavín Cerda
recuerda que el gran poeta estuvo particularmente divertido, chispeante y feliz;
se refirió a la sonrisa del cosmonauta soviético Yuri Gagarin, recordó
en voz alta los versos de Francisco de Quevedo, hizo la parodia de otros poetas
menores de España, se burló de algunos y de sí mismo, contó
alguna historia a partir de los juguetes populares que siempre hay en los mercados
de México, y no pudo olvidarse de su amiga Lenka Franulic ("Me puse
corbata negra para despedirte, Lenka"). Al término de la cena, Neruda
se dirige a Hernán Lavín, aquel joven de 23 años, y le dice:
—Quiero
imaginar que este joven aprendiz de poeta habrá traído algún
poema para deleitarnos.
—No, don Pablo, traje dos, sí, dos poemas —dice
Hernán mientras tumba su copa de vino.
—¿Por qué no los
lees ahora mismo?
Luego de la lectura nerviosa, pero con buen ritmo, Neruda
exclama: "Muy bien, te felicito, es el mejor homenaje a Lenka. Publicaremos
tus poemas en la revista Ultramar".
Como la veta literaria
asomaba, una y otra vez, en aquellos desempeños, y luego de la aparición
de su primer poemario, La altura desprendida, en 1962, Lavín Cerda
empezó a escribir su libro de relatos La crujidera de la viuda.
Con esa obra obtuvo el Premio Vicente Huidobro en 1970. El galardón consistía
en un viaje redondo a México, con estancia pagada en el Hotel Lincoln.
Fue una circunstancia muy feliz que le permitió conocer al editor Arnaldo
Orfila Reynal, uno de los fundadores de la Editorial Siglo XXI, quien publicó
aquel volumen en 1971. También hizo amistad con Efraín Huerta, el
cocodrilo poeta, y con David Huerta, que estaba a punto de editar su primer libro.
Supo del joven Alejandro Aura y descubrió las obras de Jaime Sabines y
de José Emilio Pacheco. Ese viaje fue como la maduración continental
del escritor Hernán Lavín Cerda, pues regresó a Santiago
de Chile con la maleta llena de libros mexicanos, entre ellos algunos definitivos
como Dormir en tierra, de José Revueltas; La noche de Tlatelolco,
de Elena Poniatowska, y Ladera este, de Octavio Paz.
Después
vendrían los días del gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular,
y Lavín Cerda, que nunca ha sido miembro de partido político alguno,
fue un intelectual y un periodista muy entregado al allendismo. Colaboró
en los semanarios Ahora y Mayoría, de la editorial del estado
Quimantú que, según nos confiesa el autor de Los sueños
de la Ninfálida, eran como la revista Proceso, aunque a veces
más exacerbados. Ocho meses antes del golpe militar de septiembre de 1973,
la crisis financiera lo llevó al desempleo. Así permaneció
en su casa verde de la calle Asunción, no muy lejos del cerro San Cristóbal,
hasta que en una madrugada de insomnio se le ocurrió iniciar una novela
que, en parte, ahora estamos celebrando. Sostenido económicamente por su
esposa, la maestra de literatura Nora Figueroa de la Fuente, Hernán Lavín
Cerda resistió aquellos días de ostracismo y descomposición
política en los que logró reunir 311 cuartillas de una novela sin
título. Después vinieron el golpe y el exilio, un mes esperando
el salvoconducto para abandonar su país en la Embajada de México,
cuya resistencia enarbolaba Gonzalo Martínez Corbalá, y aquel funcionario
del servicio exterior, Raúl Valdés, quien se encargó de trasladar
el manuscrito, en valija diplomática, hasta la Secretaría de Relaciones
Exteriores en Tlatelolco.
Así llegó Lavín Cerda el
13 de octubre de 1973 a México, este país que ahora su hijo, Boris
Iván, ha adoptado como propio. Muy pronto se incorporó a las labores
académicas en la Universidad Nacional Autónoma de México
y en el Instituto Nacional de Bellas Artes, y también tuvo acogida en los
diarios más dignos de entonces, donde pudo ejercer el periodismo cultural.
Son recordables aún, por ejemplo, sus colaboraciones en las páginas
de El Nacional, que coordinaba el poeta de origen español Juan Rejano,
o en el suplemento Sábado de Unomásuno, donde hizo
amistad con Fernando Benítez, Huberto Batis y José de la Colina.
En esas estaba cuando, varios meses después, recibió una llamada
de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Era el señor Raúl
Valdés (luego Embajador de México en Colombia y en Chile), quien
le recordaba que ahí tenía el paquete con sus papeles y que podía
pasar a retirarlos. Hernán acudió a la cita y el diplomático
abrió la caja fuerte, sacó las 311 cuartillas y las puso en manos
del escritor: "Es un gesto de calidad humana que nunca podré olvidar".
Asustado
por el hallazgo de las cuartillas, Hernán Lavín Cerda guardó
aquel manuscrito en lo alto del clóset, y así lo refiere: "De
inmediato le puse como título La novela de arriba". Hernán
se acordaba de ella cada vez que sacaba los edredones para el invierno, así
que un buen día de 1998 por fin se decidió a trabajar de nuevo en
ese manuscrito que se inició en Chile durante los últimos meses
del gobierno de la Unidad Popular. Han pasado más de 25 años y la
novela, como ahora lo confiesa, se bifurcó porque se trataba, en realidad,
de dos relatos: uno de carácter más bien testimonial, apegado a
lo contingente, y otro más cargado de nostalgia, ensoñación
y fantasía. Esta última novela es la que Plaza & Janes acaba
de publicar y está o estará en manos de sus lectores. La novela
de arriba, bajo el título definitivo de Los sueños de la Ninfálida,
nos cuenta los hallazgos, las aventuras y desventuras del capitán Carlos
García del Postigo, el protagonista que deambula, como la niebla marina,
por las 528 páginas del volumen. También aparecen otros personajes
como Aníbal Scaramuzza, el matemático invadido por las manías,
o Lindolfo Santelices, el inspirado pianista del Bar Neptuno, o la etérea
Venancia de Pichot, la del "verde pálido en la profundidad de los
ojos, o más bien la Ninfálida, el enigma de la Ninfálida
que habitualmente observa la transparencia del aire". El novelista confiesa
en la mesa de un Vips, donde me ha citado después de reconstruir casi totalmente
el material que dio origen a su obra: "Los personajes vuelven, inventan sus
lugares casi míticos, crecen, se multiplican y exigen su espacio. Son como
fantasmas de carne y hueso que van y vienen por su mundo".
La novela
de Hernán Lavín Cerda se presenta como una catedral barroca e inconmensurable,
de la que no podremos conocer todos sus rincones: la cantera labrada de sus campanarios,
el tinte de sus vitrales, el aroma recóndito de su sacristía, el
polvo absuelto de sus confesionarios. Eludiendo abiertamente una propuesta narrativa
formal (o diríase, tradicional), Lavín Cerda nos arroja dentro de
las páginas de un libro que escurre salitre, huele a la rancia humedad
de los puertos (no por nada sus escenarios son, indistintamente, Valparaíso,
Lisboa, Veracruz y, a ratos, San Francisco), y se elabora, prímordialmente,
como un ejercicio de nostalgia, ¿o debiéramos llamado melancolía?
El
autor no pierde la oportunidad de "hacer literatura" (y cualquier cosa
que esta frase pudiera significar) de los recuerdos, las manías de los
personajes, los retratos y las viandas y las copas que se derraman sobre los manteles
manchados de vino y sopa de almejas.
Los sueños de la Ninfálida
constituye un abierto homenaje al trabajo imaginario del poeta portugués
Fernando Pessoa; Lisboa y el cineasta Wim Wenders, la pasión por aquella
ciudad blanca, de techos rojizos y con el aroma de las sardinas asadas, se desborda
en muchísimas de sus descripciones. Podría decirse, sin peligro
de exagerar, que la novela de Lavín Cerda opera, a ratos, como una suerte
de continuación de la prosa elegante, concatenada de un modo cómplice,
que Pessoa nos ofrece, por ejemplo, en su Libro del Desasosiego, a través
del heterónimo Bernardo Soares. Ejecutor de evocaciones de extraordinaria
dulzura ("Doy a luz el Ectoplasma y la Duramáter de mi esencia, y
permanezco, siempre flotando, en el ciclo del tiempo que de soplo en soplo se
disuelve"), Hernán Lavín Cerda no puede esconder, ni lo intenta,
la sombra lírica de su segundo oficio como poeta. No pierde oportunidad,
entonces, de lucir su talento en metáforas y figuras:
Sin
dejar de mover las piernas con lentitud, la Ninfálida observa al hijo del
capitán del San Patricio y abre los labios en un signo de armonía,
no sólo de armonía. Luis Ambrosio también abre los labios
y lentamente levanta los ojos al cielo de la noche, como si estuviera buscando
el resplandor de las estrellas más liquidas y misteriosas que en un descuido
de Neptuno, se pueden precipitar sobre las aguas del océano Pacífico.
Pero
quizá lo más notable del volumen radique en la riqueza narrativa
de sus personajes. Marineros y viejos curtidos de amor y deseo, que a la menor
provocación hacen memoria y ofrecen luminosas semblanzas de hijos, padres,
amigos y mujeres, perdidos todos en los velos de la distancia de ultramar. Personajes
como Lino y Abraham Spilimbergo, Danilo Bentivoglio, Claudia Fabiola Galindo,
Filomena Peragallo de Fernández, Fabiola Cáceres del Espíritu
Santo, Martín de Caparros, Aníbal Scaramuzza, Lindolfo Santelices,
SivanaTarantino, Diego Armando de Filippo, en fin; y desde luego, la etérea
Ninfálida y el capitán Carlos García del Postigo; personajes
que parecen hermanados de esa otra novela monumental, como ésta, que fue
Adán Buenosayres, la obra emblemática de Leopoldo Marechal,
y que algunos consideran como el estribo inspirador de esa otra novela tremebunda
que es Rayuela, del inolvidable cronopio Julio Cortázar.
Debo
decir que no sé, bien a bien, de qué se trata Los sueños
de la Ninfálida, esta novela onírica, como tampoco sabría
decir de qué se tratan En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust,
y La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. Se tratan simplemente de eso:
un tiempo, unos personajes con sus alegrías y sus congojas, su época
(el "gusto" de una época), la memoria que se desvanece en la
distancia, y un cúmulo de frases de absoluta sabiduría. La novela
de Hernán Lavín Cerda tiene esa virtud: habla de una época
muy teñida de ideología (ya lo habrán notado en la semblanza
que sirvió de proemio a estas consideraciones), pero renuncia a esa tentación
contingente y busca elucubrar un relato que vaya más lejos de las pasiones,
siempre tristes, de la ambición política, y llegue más cerca
del corazón. Lo cual agradecen, agradecemos, los lectores que siempre buscamos
espejos para las preguntas esenciales.
También tenemos
el humor. Un humor suave, como la brisa en Valparaíso (queremos suponer)
que en cada página nos contagia con una sonrisa ligera, un esbozo de fatalismo,
un "ni modismo" mexicano que es algo más que la fatalidad ante
la muerte, los amores imposibles, la inercia de la fatiga. Y los diálogos,
qué diálogos en el Bar Neptuno, llenos de agudeza, finura, sabiduría,
y una excesiva racionalidad que revienta, desde luego, en estallidos de agradecible
poesía. Los sueños de la Ninfálida, para decirlo pronto,
es una novela de homenaje a la vida (los días azarosos que le han tocado
a Hernán y a Nora), pero desde un optimismo mesurado, muy mesurado, que
salta en cada capítulo. Para muestra, el siguiente botón como anuncio
de nuestra despedida:
El fotógrafo de los espíritus
también se despide y no puede ocultar su emoción: "Haber estado
con ustedes en el Bar Neptuno fue un milagro. En estos tiempos de miseria moral
y mutua desconfianza, casi nadie habla con nadie. La calidad de vida está
en el suelo, el cielo estrellado está en el suelo, la vida misma está
en el suelo. Sin embargo, hay que sobrevivir con esperanza, como si fuéramos
niños, y confiar en el instante luminoso de la resurrección. No
siempre hablo así, ustedes lo saben, soy una especie de fotógrafo
místico que se ha dejado seducir por el silencio, y tal vez sea el silencio
mi verdadera vocación en este mundo de locura compulsiva, como bien dice
Lino Spilimbergo, el último poeta de la antropología que alumbra
el porvenir. De cualquier modo, esta noche nos reunió el olvido y la memoria
de un auténtico guía espiritual que tanta falta nos hace, el insustituible
capitán Carlos García del Postigo. Lamento no haber traído
mi cámara para fotografiarlos a todos juntos, bajo el poder de metamorfosis
que tienen los grandes espejos. Para otra vez será".
La
novela de Lavín Cerda, finalmente, está poblada por referencias
que nos hacen un guiño coqueto. Detalles que nos hablan de las vidas y
recovecos de personajes como Pirandello, Rubén Darío, Nahui Ollin,
Dámaso Pérez Prado, y sobre todo y en todo momento, la grande Amalia
Rodrigues, ese disco perpetuo con sus fados que nos persiguen a lo largo, de toda
la lectura, y aquel abrazo desnudo al amanecer, mientras los surcos del acetato
y la voz de ella nos despiden con aquello de "Nâo quero cantar amores,/
Amores sâo passos perdidos./ Sâo frios raios solares,/ Verdes garras
dos sentidos./ Nâo quero cantar amores...".
*
Texto leído en la Facultad de Filosofía y Letras durante la presentación
de la novela Los sueños de Ninfálida de Hernán Lavín
Cerda,
publicada por Plaza y Janes este año.(2001)