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Nuevo Elogio de la Locura. Hernán Lavín Cerda. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,
México D.F., 1998

Nuevo elogio de la locura


Por Javier Sicilia
Revista SIEMPRE, México, 12 de Noviembre de 1998

 

México, más allá de su reciente xenofobia gubernamental, ha sido siempre un país abierto a los extranjeros. En su tierra ha acogido a muchos hombres y mujeres que, perseguidos en sus países por amar a sus semejantes y defender la justicia, han tenido que exilarse.

Esos hombres y mujeres han amado nuestro país y en prenda de su amor y de su agradecimiento nos han dado lo mejor de sí mismos. Recordemos simplemente los nombres de José Gaos, de Joaquín Xirau, de León Felipe, de Manuel Altolaguirre, de Luis Cernuda, de Luis Buñuel. A esos nombres habría que agregar el de Hernán Lavín Cerda.

Lavín Cerda, llegó a México en 1973, a raíz del golpe de Estado que la junta militar que Augusto Pinochet dio al gobierno democrático de Salvador Allende; llegó, junto con su esposa Nora: desolado, herido en su ser, huérfano, con una cauda de amigos torturados, destrozados, asesinados. Tenía 34 años y algunos libros de poesía. Entre ellos uno, Adiós a los pelícanos, que, como el propio Lavín Cerda lo dice, "nunca pudo ver, como criatura imaginaria la luz" y cuyo manantial poético pareció haberse agotado, secado, con aquella dolorosa salida. Publicaría, al lado de los magníficos cursos de literatura que imparte en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, otros, como Adiós a las nodrizas o el asombro de vivir y la novela Memoria casi postuma del cadáver Valdivia. Pero ninguno con el estro poético que en aquella "dolorosa y fría mañana de 1973" en que repentinamente, casi con lo puesto, tuvo que abandonar su Santiago de Chile, quedó tapiado, cerrado, oscurecido.

Hoy, cuando Augusto Pinochet es reclamado por sus innumerables crímenes por varios países europeos, cuando el golpista ha pasado en vida como uno de los más grandes criminales de la historia contemporánea; en este momento histórico, Hernán Lavín Cerda, ha recuperado aquel estro poético y publica Nuevo elogio de la locura (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 1998).

No puedo dejar de asociar la aparición de este libro con las palabras que Napoleón le decía a Fontanes: "¿Sabéis lo que más admiro en el mundo? Es la impotencia de la fuerza para fundar algo. No hay más que dos poderes en el mundo: el sable y el espíritu. A la larga el sable es siempre vencido por el espíritu". Nuevo elogio de la locura, es el triunfo del espíritu sobre el poder de una espada que quiso aniquilar en el cuerpo, en la inteligencia y en el alma de los mejores hombres y mujeres de Chile, el espíritu; es la afirmación de que la verdad de la poesía sobrepasa la imbecilidad del crimen.

Si el libro de Erasmo, Elogio de la locura, es una fina ironía lanzada contra las innumerables formas del fanatismo, de la "stultitia", de las limitaciones del espíritu, que Erasmo clasifica en sus cientos de degeneraciones y variedades (la dictadura de Pinochet puede encontrar su lugar en una de ellas), el Nuevo elogio de la locura, de Hernán Lavín Cerda es la afirmación del espíritu que triunfa sobre esas formas de la "stultitia". Es la afirmación del Espíritu de Dios que anima, que funda, que envuelve, que trabaja y sostiene lo creado y lo increado por encima de la imbecilidad humana, y que se expresa a través del flujo poético, de aquella (nos dice el propio Lavín Cerda en su poema prólogo, "Alabanza de la memoria") "memoria onírica: la más antigua y ambigua memoria de los sueños geológicos, la memoria fluvial, ontológica y pluvial (...)".

Aunque Nuevo elogio de la locura peca de surrealismo, el flujo que lo recorre, como un río que se ha salido de madre, nos permite vislumbrar el origen primordial que lo funda: el manantial de Dios. Su impronta no es la contemplación, ni la sabiduría, sino la pasión desbordada. "Elemento —como lo decía Octavio Paz— contradictorio, perpetuamente desgarrado y renaciendo sin cesar de su dispersión". Apenas, Lavín Cerda, en momentos maravillosos, nos deja entrever la unidad de ese Dios que funda y mueve todo, el brillo se extingue y se dispersa. Su poesía parte de la afirmación de un significado primordial que al entrar en la corriente de la vida se hace pasión que emana de cualquier parte: de Cristo, de la muerte de un ser amado, de la música de Hólderlin, del ombligo, de los cormoranes, de los pelícanos y de los escarabajos, de una sonrisa... Dios está ahí, trasegando, fundiendo, acoplando y dirigiendo aquella desbordada y vertiginosa marcha fluvial de palabras hacia Sí mismo: "Al soplo del Ojo de Dios me abandono con deleite, como al viento, después de alimentarme con sus frutos (...) Bajo su sombra estoy tranquilo, alegre y descubro los latidos de la luz en la sombra (...)" ("Viaje alrededor del Ojo de Dios"); "(...) Hijo mío, al fin somos el último cántico, el primero y el último (...) soy el que fui, al fin somos, descubro la eternidad del grado cero en aquel tiempo que no transcurre y todo permanece inmóvil como el olvido en el vértigo del Ojo (...)" ("Monólogo casi postumo"). El poeta no construye sobre tierra firme. Sus poemas son un flujo que se dirige a su origen. Negación de la estulticia de los hombres y afirmación de la locura de Dios, la poesía, dice Lavín Cerda, es un flujo que no consiste ya en profetizar sino en recordarles a los hombres que por encima del Mal y del dolor, hay una esperanza que no quedará traicionada.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés.


 

 

 

 

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Por Javier Sicilia.
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