Proyecto
Patrimonio - 2008 | index | Hernán Lavín Cerda | Autores |
HERNÁN LAVÍN CERDA
O LA FEROCIDAD DEL HUMOR
Por Fernando Alegría
Stanford University / California, Julio de 1975
Como todos saben, la literatura chilena está hoy en el exilio y se expresa con un valor, una fuerza y una hondura que parecen señales de renacimiento.
Libros claves, publicados en Europa y América, alumbran vivamente el drama de nuestro pueblo, callado pero resistente, bajo la regla violenta de los quebradores de dedos. Creo que algunos de estos testimonios vienen ya con aura clásica, empezando por el sombrío y duro recuento de Armando Uribe en El libro negro de Chile, y siguiendo con la iluminada, alucinada belleza de El poema negro de Chile, de Efraín Barquero, el más sobresaliente de los poetas chilenos de su generación, y con Tejas Verdes, diario espeluznante de las torturas y prisiones que vivió su autor, el novelista Hernán Valdés.
Poemas, cuentos, novelas, ensayos, aparecen como repentinos Vietnams en la vasta e informe geografía del exilio chileno y, sin duda, surgirán otros más igualmente señeros anunciando la épica del regreso.
Pensando en estos escritores que viven en Argentina, Perú, México, Italia, Francia, España, Alemania, la Unión Soviética o Bulgaria, siento que ellos heredan dignamente la ley de exilio que Andrés Bello convirtió en fecunda y visionaria desde su Repertorio Americano londinense.
El que a hierro mata (Editorial Seix Barral, Barcelona, 1974) es, sin lugar a dudas, una de las expresiones más auténticamente revolucionarias de esta nueva literatura chilena en el exilio. Para quienes no conocen la obra anterior de Hernán Lavín Cerda, este libro debe sonar como una serie de disparos a quemarropa: prosa desenfadada, abrupta, frenética, hilarante. En realidad, este libro ¿de cuentos, aforismos, poemas?, es la culminación de una intensa evolución literaria que comenzó con Poemas para una casa en el cosmos (1963), Neuropoemas (1966), Cambiar de religión (1967), Ka enloquece en una tumba de oro y el toqui está envuelto en llamas, publicado por el artista plástico Guillermo Deisler (1968), La conspiración, editorial Universitaria (1971), y La crujidera de la viuda, editorial Siglo XXI, México (1971).
Lavín Cerda forma parte de una promoción que, rompiendo con los sofisticados decadentistas del 50, extiende un puente hacia la vieja guardia de 1938: me refiero a poetas como Enrique Lihn, Efraín Barquero, Jorge Teillier, Fernando Lamberg, Rolando Cárdenas, Waldo Rojas, y a cuentistas como Antonio Skarmeta, Poli Délano, Jaime Valdivieso, y a novelistas como José Miguel Varas, Patricio Manns, Hernán Valdés. Esto significa un movimiento hacia la denuncia de una condición de crisis social después de los extensos y repetidos buceos en el aparato esperpéntico de la arruinada burguesía chilena.
En el caso de Hernán Lavín Cerda es preciso reconocer otro nexo literario porque su humor brutal se entronca con una tradición que no ha sido estudiada por los críticos chilenos y a la cual yo me siento ligado fuertemente. Me refiero, para empezar, a los libros de Juan Emar, ese Pope de la Quinta Anormal. Es un militar con escopetan de palo, creacionista de “El chancho con chaleco”, la otra cara de esa Moneda que se llamó Vicente Huidobro. Emar se burló de todos los mitos chilenos a carcajadas que se convierten en gritos, hipos y vientos en El que a hierro mata. La risa estentórea de Pablo de Rokha resuena en el fondo de estas narraciones, pero la suya es una risa épicamente poética (no olvidar La escritura de Raimundo Contreras). Emar y Lavín Cerda se ríen adentro de un closet, revolviendo la chupilca con el dedo. He aquí la épica de las onces chilenas, de la agüita de apio y las cataplasmas, de los terremotos en el zoológico y en el Cementerio Católico. Juan Emar pasó sus mejores años en Francia y los peores bebiendo pisco en el Parque Forestal. Hay capítulos en sus libros (Ayer, Miltin) que hoy le valdrían una tortura en el Estadio Nacional.
Hernán Lavín Cerda comparte con Juan Emar su olfato clínico para captar el escamoteo criollo detrás de los mitos; conoce su clase media, las renuncias sobre todo, conoce el hogar—dulce hogar y sus olores, la seca y la meca de nuestra loca geografía. Dos partes de su libro, “El cóndor enjaulado” y “La silla de ruedas se arrastra por el centro del salón”, contienen en esencia la chilenidad de su mundo. Allí gimen, juran y se descoyuntan las abuelas, el tío de ojo cruel y milonga maldita, el joven de la Juventud Católica, los afuerinos en diálogo con Salvador Allende, el ahogado de la familia, etcétera. La cuidad es, por supuesto, Santiago de Chile, empapelada en uno de los más cómicos collages de avisos económicos que pueda imaginarse.
El humor de Lavín Cerda, como el de Emar, funciona a base del absurdo considerado como status quo. Nada se escapa de este ataque frontal contra la decencia de medio pelo: ni el sexo, ni la digestión, ni la profesión, ni la Historia, ni nuestras sacrosantas instituciones. Los percances sexuales, por ejemplo, ocurren en ambientes de violenta hilaridad (ver el relato “En el avión”), y demandan del lector un conocimiento de medicina, antropología, geología y filosofía de la Historia. Sus personajes son seres intempestivos, de mal genio y ninguna paciencia. Jamás oyeron hablar de la ternura, pero son sabios en el ring. Improvisadores del karate. Los antecedentes podrían buscarse en una mezcla del lenguaje de universalista de Ben Turpin, Perla White, Pola Negri, Buster Keaton, Dave Carradine y Raquel Welch. Ofrezco estas referencias porque las chilenas resultarían demasiado localistas.
Lenguaje --tratándose de Hernán Lavín Cerda-- significa acción, conmoción, revolución. Su adiós a la retórica tradicional lo dio temprano y pasó a estructurar una expresión a la medida del más brusco sistema escatológico de raíz chilena. De ahí las crujideras tan comunes en sus relatos. He aquí una muestra que puede ser útil:
“Odilia apesta, huele a carne de chancho cruda, pero no de chancho lechón sino de chancho viejo lleno de humores, de resentimientos, de vanidades. Odilia la veleidosa está en el medio del salón, encuclillada y con un peto blanco de gruesa franela que le pasa por arriba del lomo y la cubre hasta el huesito de la cola como a una perra de raza fina”. (Página 183).
Otra muestra de ojo clínico:
“Bajo el encaje tu piel es tan suave como la suya, pero tu cuerpo es un poco más duro y tus senos más altos, más angostos, menos vibrantes y rosados también como una fruta. Tú, casi sin caderas, de la cintura a la nalga, y en el vientre una tendencia a desbordarte, y ese ombligo pequeño y sin salida. Yo hablé por ti, tú no dijiste una sola palabra, tu blusa cayó a tierra y así tus siete anillos y tu pelo suelto: la cama estaba durísima. Desnuda te pusiste a buscar micrófonos ocultos como si fueras un agente del Servicio de Contraespionaje. Yo me reía de angustia”. (Página 269).
Y para que se reconozca al caballero lacho y dado al cultivo de la chicha fresca, he aquí las líneas siguientes:
“Estoy emocionado --juró mi tío--. Emocionado pero no confundido, y esto me llena de perplejidad. ¿Dominio de la escena, fuerza de carácter, venganza? Sí, tal vez venganza. Conmigo no, yo dije, naca la piriznaca con estos explotadores de ruinas: lo viejo es para mearlo. Cuando mi tío dijo esto último, él estaba mirando de reojo y con desprecio a mi tía Obnubilia que se empujó con el índice la onda de la peluca hacia atrás, por el lado derecho, y después hizo una mueca de hombros, tía coqueta. ¡A mí con ruinas! --exclamó mi tío. Llevaba las canas pintadas de azul y una corbata roja con una perla al medio. ¡Yo sólo acepto las ruinas en hot-pants! ¿No es así, mi vieja? (Página 193).
Es preciso no olvidar que las raíces de Lavín Cerda son poéticas: raíces que buscan el contacto con cierto hermetismo barroco de los poetas del año 1930. De ellas no quiere librarse. Por el contrario, las cultiva y maneja con ellas los ornamentos que decoran edificios enteros aunque vacíos, academias floridas pero pasadas, regimientos destartalados. No creo que haya símbolos ni alegorías aquí: puro baile sin música, farmacias sin remedios, cementerios en condominio.
El que a hierro mata es un libro que ilustra la crisis chilena de los últimos años con crueldad brillante y acuciosidad de computadora. No por cierto a base de imágenes-claves o planteamientos teóricos, sino por medio de acciones de la más fina truculencia y del desatino más patriótico y marcial.
En estos ambientes que hace vivir tan ácidamente Hernán Lavín Cerda existen críticos como Alone, instituciones como la DINA, grupos musicales como Los Quincheros, ilusionistas como Vilarín, estadistas como Pinochet, e inflación incontrolable. Con mucha razón, el autor ha dicho:
“Peinado a muerte, mis poesías no sólo me aburren sino que me aterran”, recordando textualmente al poeta Armando Uribe.