WOODY ALLEN SALTA DEL AIRE AL AIRE
COMO UN ANIMAL DEL MONTE
Hernán Lavín Cerda
Ahora se escucha una detonación bajo las ramas de aquellos árboles ya muy antiguos, y Woody Allen, como por arte de magia que parece venir de muy lejos, empieza a dar saltos en el aire a la manera de algún animal del monte. Su perro Mickey agita las orejas casi microscópicas, sólo las orejas y nunca el rabo, en un signo de profunda alegría. Digamos que las orejas son de un color no muy preciso y están a punto de volar hacia las nubes. Más que orejas de la raza perruna, son hélices enloquecidas. Cayo Valerio Lavín Cerdus podría sufrir un ataque de pánico en cualquier instante, pero al fin logra conjurarlo con mucho éxito, gracias a la autobservación y al método milenario que consiste en el arte de respirar de un modo cada vez más consciente y más profundo. Mientras esto sucede, yo no dejo de observar la escena con un entusiasmo envidiable y muy difícil de olvidar. Allen sigue bailando y deslizándose a través de Broadway Avenue, como si no hubiera salido nunca de la película más larga del cine mudo. De improviso es Groucho Marx, aunque sin bigotes, o más bien su hermano Harpo, pero con la cabellera lacia y casi invisible. “Si me quedan siete pelos allá arriba, hay que celebrarlo, oh my God, si me quedan siete pelos en la cumbre del Empire State Building”.
Sin duda que vamos descendiendo por la avenida con un ritmo lento y de pronto rápido, pero el paisaje no cambia ni se detiene: son las mismas nubes abriéndose y cerrándose allá arriba, entre el color gris, rojo y amarillo, un amarillo cercano a las tonalidades que más bien son propias del azul, aquel azul cuyo espíritu se contamina a cada instante porque así son los cielos de New York. Nunca el cielo fue aquí una criatura en singular. Lo celestial se pluraliza y no deja de multiplicarse al modo de algunas alucinaciones. Aquel soplo de Ramón Gómez de la Serna, como el cielo que no interrumpe su viaje sobre nuestras cabezas, tampoco dejará de renacer o de multiplicarse sin tregua. Todo se ha vuelto lúdico y lúcido y tal vez lúbrico en el horizonte de la ciudad donde habitan, se aman y respiran los rascacielos. Súbitamente nos llega en el aire la voz siempre melancólica y enigmática de Édith Piaf. En ese momento el Lobo Sapiens, alias ¿Yo?, tal vez uno mismo, casi el mismo de ayer y de mañana, como hubiera dicho Fernando Pessoa con sus brazos abiertos hacia las nubes, se aproxima al director de La rosa púrpura del Cairo y le pregunta muy cerca del oído y sin levantar la voz, luego de apuntarlo con el dedo cordial de su mano derecha:
--¿No oyes ladrar los perros? Aunque no haya perros por ningún lado, yo siempre escucho los lamentos y los ladridos de los perros. Se trata de una música que viene de muy lejos. Es muy posible que venga de las profundidades de la Historia con mayúscula, aquel espacio tal vez infinito donde sólo gobiernan el error, la incertidumbre y el horror. El péndulo va de la comedia a la tragedia, deslizándose con su propio ritmo, y de la tragedia al júbilo habitualmente cruel o gracioso de la tragicomedia. ¿Todavía no oyes ladrar los perros?
--Yo nací entre los perros y me siento muy bien con ellos. El buen Mickey no me dejará mentir. Desde que fui un adolescente que iba y venía por los rincones, las alturas y las honduras de Manhattan, quise hacer una película donde los actores y las actrices fueran perros de muy distinto humor, profundidad filosófica, religión, aptitud deportiva, así como nivel social o más bien cultural. Me gustaría que el film tuviera el humor de Federico Fellini y la hondura existencial de Ingmar Bergman, de Andrey Tarkovski o de Werner Herzog. Lo dije alguna vez y siempre lo repito: “Creo que todos sufrimos y rabiamos de impotencia ante la débil condición humana. Ahí está la demencia senil o el Alzheimer, que es lo mismo de lo mismo, aunque tal vez no sea cierto. Sólo sé que nada sé, como dijo Sócrates al observar el perfil endemoniado de la cicuta. ¿Sólo sé que nadie en mí sabe nada de nadie y de nada? Cada día se alarga más, demencialmente, nuestra pobre vida. Por esta razón yo hago cine y me río del Todo y de la Nada: sollozando me muero de risa para soportar el peso de Su Majestad la Angustia. ¿Qué es el éxito? Habría que preguntarles a los perros o al buen Mickey de ojos muy profundos, quien me acompaña desde el siglo de las luces. ¿Dejad que los perros ladren? ¡Más bien dejad que los perros vengan a mí!”
Continuamos nuestro viaje, paso a paso, a través de Broadway Avenue. Avanzamos y retrocedemos sin conservar un ritmo uniforme, ya que sólo así es posible sobrevivir con plenitud en New York. Nos vamos cayendo desde la piel al alma, como diría un poeta casi metafísico, pero sin dejar de mover el zapato derecho y en seguida el zapato del lado del corazón. Así está escrito en el aire. Lo nuestro es como cruzar desde el fondo y a través de las páginas de un diccionario enciclopédico: leerlo y releerlo en voz alta, en voz baja y a media voz, sin perder el ritmo o más bien el embrujo de la marcha.
Emergen de improviso algunas tiendas de ortopedia, así como los sastres desde cierto rigor que se suma a la amabilidad de sus sombras, y las cafeterías junto al perfil de los hot-dog ambulantes, no muy lejos de los chinos con sus negocios en forma de túneles donde se vende hasta lo que sutilmente no se vende, y no es un juego de palabras: lápices, gomas triangulares o rectangulares, sacapuntas que emiten un quejido de naturaleza vespertina, pájaros de latón con sus alas multicolores, pequeños o medianos o grandes laberintos de cristal donde uno puede hundirse sin salir nunca, y un abanico de músicas en miniatura que nadie sabe de dónde vino, sin duda. Casi todo es un abanico y la musiquilla aparece durante siete segundos, desaparece y reaparece durante otros siete segundos, y es como una tortura china envuelta en un papel celofán de color inigualable.
--En esta ciudad se anulan el todo y la nada, puesto que la nada y el todo van muriendo y resucitando a cada instante --sonríe Jack Livi, alias el Lobo Sapiens, con un entusiasmo sobrecogedor--. Aquí todo se pudre y vuelve a nacer. Tengo la impresión de que los muertos y los vivos no están vivos ni muertos y vienen de otra parte, de muy lejos, histórica y religiosamente de otra parte. ¿Alcanzas a oír la voz coral de los negros? Los espíritus de Langston Hugues, Bessie Smith y Duke Ellington se deslizan por el aire de Harlem y de todos los rincones. ¿Alcanzas a percibir cómo va de jazz en jazz aquel ritmo invisible?
--No pensé que fueras tan sutil y misterioso --murmura Woody Allen y vuelve de inmediato a sus obsesiones--. Tus palabras son como las de algunos personajes que aún circulan por mis películas. No se sabe muy bien lo que dicen, más bien lo que quisieran decir, como sucede con algunos novelistas del sur de Estados Unidos, quienes padecen la influencia de los latinoamericanos de ayer y de hoy, para bien y para mal. Pero así es la vida desde los tiempos de Charlie Chaplin y de Cantinflas, y hay que levantarse temprano, señoras y señores, comer algunas papas fritas y seguir adelante. El porvenir nos pertenece a pesar de nosotros, y eso es al fin lo único que importa. Manhattan es nuestro y hay que aprovecharlo. Aquel azul del cielo, a veces, me provoca una inquietud o más bien una exaltación de todas las neuronas, y soy capaz de ponerme a dar saltos de naturaleza medieval en medio del aire. Alguna vez, hace ya varios años, Diane Keaton y yo nos pusimos a brincar en medio de un ataque de estornudos que duró un poco más de tres minutos: tres minutos con veintisiete segundos, para ser más precisos. Recuerdo que la escena del crimen fugaz de los estornudos, ¿por qué digo crimen?, ocurrió bajo uno de los castaños más antiguos del Central Park. ¿Habrá sido un castaño? Yo no sé mucho de árboles y les tengo miedo porque me provocan alergias múltiples. Diane también es alérgica, aunque uno termina por adorarla cuando descubre su sentido del humor sin límites. Ella se viste de ella misma, más allá de toda vanguardia, y es muy existencial y más profunda que el pobre Boris Grushenko. Sería muy difícil sobrevivir sin el recuerdo de los estornudos insuperables de la magnífica Diane Keaton. Honor a quien honor merece, como decían los antiguos españoles que conquistaron México.
--No dejamos de avanzar por Broadway Avenue y parece que la avenida va multiplicándose sin tregua --digo levantando la voz (¿aún soy Jack Livi o la sombra del Lobo Sapiens?) y sin perder de vista las orejas y la cola de Mickey, una cola más de ratón que de perro--. ¡Mira los enanos que aparecieron de improviso y van acercándose a nosotros! Cada uno viene envuelto en una especie de disfraz con mucha fantasía. Y a propósito, ¿cómo apareció Soon-Yi, la coreana? ¿Qué significa ella en tu vida?
--¿Por qué me preguntas por Soon-Yi cuando te refieres a los enanos que acaban de aparecer como por arte de magia? --sonríe el cineasta después de estornudar con un entusiasmo relativo, y en seguida levanta los hombros--. Sin duda que ella ha sido fundamental para mí. Sin su presencia, tal vez yo estaría muy encerrado en mi caparazón, aunque el cine es la gran medicina que me conecta con el mundo. El cine y el humor de todos los colores. Si no me río y no me burlo de mí mismo y de todos, corro el peligro de volverme loco o más bien de recuperar la razón para siempre, lo cual sería muy lamentable. A menudo, como dicen los enanos y las muchachas en flor, yo andaba saliendo de una relación sentimental para entrar en otra, sin que ninguna de ellas me acabara de convencer, hasta que de pronto y de la manera más fortuita y absurda, acabo por meterme a trompicones en una relación con una joven coreana con la que no tengo casi nada en común y la cosa funciona a las mil maravillas. En el campo de las relaciones sentimentales, mi teoría ha sido que por mucho que lo intentes, tienes que haber sido tocado por la buena suerte, y yo he tenido suerte. De no ser así, ¿qué hago junto a una mujer que tiene una maestría en educación especial, cuyo mayor interés es dar clases a niños con dificultad de aprendizaje, que nunca ha visto Annie Hall ni tres cuartas partes de mi filmografía, y que a la hora de comer piensa en una tostada de atún y queso? En fin. Uno se pregunta cómo he durado tanto en un negocio tan corrupto y feroz como el cine. (Allen siente un poco de frío y se muerde la mano del corazón a la altura de la muñeca). Cómo he durado tanto con mis defectos sobre los hombros: las fobias, las manías, las pretensiones artísticas, las exigencias creativas sin tener las condiciones y con un talento menor como arma única. Creo que la respuesta es la siguiente: de niño me encantaba la magia y podría haberme dedicado a Su Majestad la Magia si no me hubiera ido por otros derroteros. Y así, echando mano de todas mis aptitudes para la prestidigitación, así como de mis malas artes, mis sutiles subterfugios y mi sentido de la teatralidad, es decir, de todo lo que aprendí estudiando mis libros de magia cuando era un niño, he sido capaz de crear una fantástica ilusión que dura desde hace más de cincuenta años e incluye un montón de películas. No diré montículo porque esa palabra no suena muy bien y es muy obscena, aunque algunos espectadores piensen lo contrario, si es que todavía piensan. Sin duda que Houdini, Thursthon y Blakstone, así como otros prestidigitadores de mi juventud, habrían estado orgullosos de mí, a pesar del malhumor que a veces me persigue. Pero todo, al fin y al cabo, se cura con una buena dosis de aspirinas, tranquilizantes y neurotransmisores que son aún más fantásticos o efectivos que las piernas de……. ¡Al demonio con el colesterol, las grasas saturadas e insaturadas, lo trans, todo lo génico, lo transgénico y aquel maldito cortisol, ¿así se llama?, de la maldita y bendita melancolía! Hasta aquí llego en lo verbal, por ahora, luego de poner en el aire de esta ciudad maravillosa y enloquecida los siete puntos suspensivos, así es, los siete puntos que desde los tiempos más remotos pertenecen a Su Majestad la Magia.
Durante nuestra larguísima caminata que nunca ha sido nuestra, como hubiera dicho Fernando Pessoa desde la rua dos Douradores, allá en Lisboa, cruzan por nuestros ojos los taxis de color negro y amarillo, así como los autobuses y algunas bicicletas. Hay un oleaje de rascacielos entre las nubes, con sus cabezas aún más filudas que el espíritu siempre movedizo de Cayo Valerio Lavín Cerdus, acaso el amigo menos hipócrita y más fiel de Woody Allen. (Si persisten las dudas, sería recomendable consultar El Cuaderno, aquel blog casi póstumo de José Saramago). Algunos enanos brincan sin mucho equilibrio, aunque otros lo hacen de un modo ejemplar. Sus gestos evocan en la memoria de Allen aquella figura enigmática de Werner Herzog. Alguna vez saltaron de júbilo en el Jardin du Luxembourg, durante la primavera. De pronto se escuchan sonidos no muy armoniosos que parecen venir de muy lejos. Sonidos que van y vienen, articulándose y desarticulándose con algo de ritmo pero sin mucha filosofía, como si vinieran de las entrañas de los rascacielos más antiguos.
--Los enanos no me caen muy bien desde el siglo veinte, aun cuando hay excepciones, por supuesto --digo sin interrumpir mis pasos cuyo destino es Washington Square--. La verdad es que me causan vértigo no sólo en la boca del estómago sino también en lo más profundo de la cabeza, como le pasaba al poeta Rosamel del Valle cuando vivía en New York. (Ahora estoy a punto de descubrir que algo semejante me sucede mientras observo con atención los movimientos de Mickey, aunque al fin no abro la boca, esta boca es mía, y me muerdo la punta de la lengua). ¿Quién me habrá metido esto en la cabeza? Suena a discriminación casi racial, pero ni modo, para decirlo en mexicano. Sospecho que el moco mental va multiplicándose a lo largo y lo ancho del mundo. ¿Es así o no es así? ¿Voy bien al decir estas cosas o ya ni soy cuando digo al fin lo que digo?
--Se te enredó la lengua, sin duda, pero así ocurre con los que vienen de México y de otros rincones de Latinoamérica --sonríe Woody Allen mientras piensa con algo de nostalgia en sus aspirinas que casi nunca dejan de acompañarlo--. Ustedes son menos tenaces y más barrocos que la cola o más bien las orejas del buen Mickey. Es un asunto de origen y no hay por qué preocuparse. La porfiada y sublime vida es así, aunque no sea cierto, y eso es al fin lo único que importa. Dejemos que los enanos vengan a nosotros porque su simpatía, su aparente desequilibrio y su gran sentido del humor nos ayudan a sobrevivir en este mundo de irracionalidad no solamente simbólica. Mickey tiene algo de ellos y yo no podría vivir sin la compañía de Mickey con cola o sin cola, así como de la enigmática Soon-Yi. A veces pienso que ella también es una enana que vino desde algún rincón asiático para alegrarnos la vida. Es un ser humano maravilloso como el buen Mickey, cuyo rabo se enrosca y se desenrosca con un equilibrio artístico y sin mucho esfuerzo. El buen Mickey, a menudo, es tan formidable como Bob Hope o Groucho Marx, aunque sus bigotes microscópicos no llegan a tener la plenitud o la abundancia que brilla en los bigotes del inolvidable Groucho. ¿Qué sería de mi pobre figura sin la presencia de mis hijas y de Soon-Yi? Tal vez yo no hubiera sido mucho más que el esqueleto de un fantasma sobrevolando sin rumbo entre las nubes del Central Park. Vuelvo al cine y te aseguro que nunca veo mis películas antiguas porque da mucho miedo. ¡Horror de horrores! Y si por desgracia te califican de genio, como tal vez llegue a suceder cuando descubran tu obra, lo recomendable es echarse a correr con rumbo desconocido, pues habría que preguntarse: Si yo soy un genio rabiosa y profundamente genial, ¿qué son entonces William Shakespeare, Amadeus Mozart o Albert Einstein? Por mi parte, no tengo ningún interés en mi legado porque sospecho que cuando uno está en el más allá convertido en polvo, el hecho de que alguna calle pueda llevar tu nombre con mayúsculas no sirve de mucho a tu metabolismo… No hay más que ver cómo acabaron Rembrandt, Sócrates, Platón y tantos otros personajes insignes. Ahí están bajo el polvo y en silencio absoluto, criando malvas. Es posible que yo deje algún legado económico a mis hijas, nada desorbitante, pero cuando me haya convertido en un cadáver no propiamente exquisito, les sugiero que reúnan todas mis películas, con los negativos incluidos, sin dejar de ser fieles a un propósito altruista… ¡Arrojarlas de inmediato por el retrete! El gran Shakespeare no está mejor que cualquier vago sin talento que escribía obras de teatro en la Inglaterra isabelina y que no conseguía producirlas, y si alguna vez lo lograba, entonces la gente salía huyendo del teatro. No es que yo crea que no tengo ningún talento, pero la verdad es que no dispongo del suficiente para lograr que siga bombeando la sangre de mi pobre cuerpo una vez que éste caiga en el rigor mortis. De modo que el tema del legado no me preocupa en absoluto. Dispongo de algunas frases que lo expresan a la perfección: “En lugar de vivir en el corazón y la mente de mis congéneres, preferiría vivir en mi departamento”. Hace algunos días, casi en el fin del siglo pasado, alguien se acercó para decirme que yo era inmortal. Lo dijo con una seguridad indomable y más bien obscena. Recuerdo que yo le dije después de mirarlo melancólicamente a los ojos: “¿Y con eso, uno no se muere?”
Mientras se enrolla y se desenrolla nuestro diálogo, Wooy Allen y yo seguimos caminando sin misericordia por Broadway Avenue. ¿Por qué introduzco la palabra misericordia en este contexto que no tiene mucho que ver con los orígenes de la misericordia? (Se trata más bien de un descuido que debería ser estudiado por los analistas con un rigor científico a la altura de los acontecimientos). Repentinamente van apareciendo algunos pájaros del mar entre los edificios donde aún predomina el color gris, aquel gris de principios del siglo XX, un gris no muy lejano del rigor mortis con sus palpitaciones más bien invisibles. Aquel gris del otro mundo, aunque Allen no deja sospechar que el otro mundo es éste, aquí abajo, hoy por hoy, el mundo de ahora o de tal vez nunca, sí, nunca jamás, como lo pensaba y lo repetía el poeta Jorge Teillier durante la primavera de 1964 en Santiago de Chile.
Ahora son tres jóvenes de origen chino los que parecen volar sobre sus patinetas amarillas, mientras un mulato de más de dos metros de altura los persigue con un júbilo contagioso. Los cuatro se ríen, gritan sin piedad y vuelven a reírse, como sucede con algunos niños mexicanos. La vibración del aire no tiene límites. Qué espectáculo tan maravilloso: digno de los hermanos Marx. De pronto se hace visible aquel trío de músicos cuya edad parece alejarse del tiempo: son dos que más bien parecen tres. El de menor estatura es una mujer casi enana y recibe el nombre de Cathy. El de mayor estatura tiene aspecto dominicano y cuelga de un saxofón envejecido. Hay una sombra entre ambos y desde allí emerge la dulzura de una armónica. No dejamos de seguir nuestro camino, aun cuando los estímulos externos son muy variados y estimulantes. (Valga la redundancia. ¿Qué sería de nuestra humanidad sin el arte de la redundancia?) No es fácil mantener el equilibrio y conservar la sangre fría. Convertido a menudo en el Lobo Sapiens, yo repito algunas palabras casi inverosímiles que descubrí por primera vez en la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Si no me preguntan por ellas, las recuerdo, sí, es posible que las recuerde. Si me preguntan por ellas, no las recuerdo, sí, es absolutamente imposible que las recuerde. Pero no, nunca, siempre no. Lo que acabo de explicar no es un juego de palabras. El asunto es muy complejo: mucho más que algunas páginas de James Joyce en su plenitud.
Alguien transcurre, casi inmóvil, mientras vende un hot-dog de mediana estatura detrás de otro hot-dog que se desliza más allá de la mediana estatura. Los va sacando desde el fondo de un carrito de color azul que más bien parece de juguete. No hay melancolía en el aire porque vende un hot-dog con mayonesa y luego otro y otro más, aunque no siempre con mayonesa. De pronto sube una espiral de vapor que escapa a través de la chimenea no muy amarilla del carrito: ese amarillo un tanto débil con líneas sinuosas de un rojo oscuro. “Se me antoja, venid a mí, se me antoja”, piensa el Lobo Sapiens, alias Jack Livi, cuando súbitamente se escucha una explosión como si estuviéramos en el túnel de Ese oscuro objeto del deseo, una de las películas más enigmáticas de Luis Buñuel. Casi todo pertenece al reino del enigma. De inmediato y como por arte de magia impura, para utilizar aquel lugar común de la época surrealista, aparecen cuatro policías muy bien armados. (“Armados hasta más allá de los dientes y las muelas”, de acuerdo con otro lugar común que estuvo muy de moda entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, aquel periodo de barbarie no muy sutil y de humor más bien canibalístico, aunque esta última palabra suene a música de carácter envolvente y guapachoso). Sin embargo, la vida es así, aun cuando no sea cierto, y transcurre del equilibrio al desequilibrio, y así nos vamos, como dice la canción, infinitamente.
Debiéramos referirnos un poco más al gran Mickey, ese perro casi microscópico que pertenece a la familia de Woody Allen, puesto que se lo merece por el simple fenómeno de estar vivo, aún más vivo que Allen o que el pobre Cayo Valerio Lavín Cerdus, aquel condenado por desconfiado. Digamos que Mickey se encoge y se alarga como un hot-dog con mayonesa más bien impura, porque así está escrito desde que el mundo es mundo: se alarga y se encoge de un modo a veces simultáneo. Cuesta creerlo, pero es la pura y santa verdad. Don Francisco de Quevedo y Villegas subiera dicho: la pura y santa verdura. Sus ojos, su cola ensortijada y sus orejas, así como su hocico, no están muy lejos de la fisonomía o más bien del espíritu de los hot-dogs. ¿Así se dice? ¿Dog, hot o dogs? Algo similar ocurre con Woody Allen en su vida privada y no sólo privada. Mickey tiene predilección por la metamorfosis, y el creador de La rosa púrpura de El Cairo no podría sobrevivir sin experimentar en carne viva el prodigio de la metamorfosis permanente. “Si no soy Zelig cada siete minutos, aquel personaje que surgió en mi película de 1983, no somos nada, sí, no soy nadie”, dice con una sonrisa melancólica y apura el paso. “¿No te parece que avanzamos apenas? Las tortugas se burlarían de nosotros. ¿No tienes frío ni hambre? Esos perros calientes, para decirlo en la lengua de Cervantes, son muy atractivos por su apariencia física, aunque sean más neuróticos que yo y que el recuerdo de mi madre. Ahora siento un poco de frío en la punta de la nariz. Toda la culpa es de aquellas ondas que vienen del mar. ¿No sientes el peso del frío? Sin embargo, no podríamos vivir sin los ríos y el mar. Así es la vida. Sospecho que tu nariz no es un artefacto muy sensible. Los tres chiflados tampoco fueron muy sensibles. Ahora recuerdo que sus narices nunca trascendieron tanto como ellos. Debo reconocer, sin embargo, que a menudo se retorcían las narices con sus dedos no muy sutiles. ¡Qué narices más humanas, más profundas y más simbólicas! Los tres chiflados fueron insuperables en el difícil arte de torcer las narices sin mucha sabiduría, obviamente, pero con un entusiasmo muy artístico y difícil de olvidar. ¡Ah qué tiempos aquellos! Yo era casi un niño, si la memoria no me es infiel, y dedicaba muchas horas de mi vida a ver las películas de Los tres chiflados. Luego vivieron Los hermanos Marx, y algunos años antes Charlie Chaplin y Buster Keaton, y luego Laurel y Hardy, aquel gordo empecinado y la orfandad en las lágrimas del flaco, y años después Bob Hope, aunque la lista se interrumpe aquí porque la memoria dice basta, basta, y hay que seguir adelante.
--Vuelan los taxis aún más negros y más amarillos, mientras nosotros volamos en sentido contrario, ¿no te parece? --digo cuando bajo la vista y me subo el cuello de la chamarra--. Tienes razón. Apuremos el paso al estilo de James Joyce por las calles de Dublín. Tienes toda la razón del mundo, aunque habitualmente te equivocas, y eso es lo que más aprecio de tu personalidad. No me atraen los perfeccionismos y tú eres profundamente imperfecto, gracias a Dios. Vámonos apurando como aquel Joyce que todos llevamos dentro: ese Joyce que no deja de transfigurarse hasta ser el doble casi perfecto de Groucho Marx. ¡Sueeeñññooo con aquel Arco de los Misterios en Washington Square! Pero no hay que comer ansias, como dicen los mexicanos, porque las ansias pueden intoxicarnos no sólo el cuerpo sino también el espíritu.
--Sospecho que hay cordura en tus palabras --sonríe Woody Allen sin olvidarse de los retorcimientos que aparecen a menudo en la cola de Mickey--, aun cuando la cordura no es lo máximo en este mundo de locos sin la suficiente imaginación que quisiéramos. De cualquier modo, la realidad es así, ni un paso más, y hay que soportarla por encima y por debajo. Quien no la soporta, no sobrevive. ¿Okey, mamey, okey? That is the question en este mundo de locos sin ningún consuelo, y no creas que yo estoy muy lejos de perder la razón para siempre. Mis hijas y Soon-Yi son mi tabla de salvación: una tabla con agujeros, ruidos insoportables y mosquitos y ratones y piojos y chinches que están muy de moda. Así es la posmodernidad, según dicen los especialistas mientras van rascándose, como pueden, con sus propias uñas que jamás han sido suyas porque nada es al fin de nadie. Cuando uno se va de este mundo no se lleva nada, ¿okey?, ni un pedacito de uña, de sombra o de luz se lleva uno. Por eso no me importa si dicen que soy un genio o más bien un loco. Yo les pregunto: ¿Los locos y los genios ya no se mueren? No me hagan reír porque la cara, vuestra cara que también es la mía, se me cae de pura vergüenza.
Es obvio decir que el paisaje urbano cambia de rascacielos en rascacielos, aunque algunas líneas arquitectónicas permanecen. Cuadrados, torres como agujas y rectángulos. El color del acero, del ladrillo oscuro y del verde metálico en aquellas cúpulas que aparecen allá en el fondo. De improviso es posible descubrir la presencia de alguna cruz que sube al cielo desde la cumbre de una iglesia que tal vez tuvo su origen en algún paisaje parisino. José Lezama Lima hubiera disfrutado con estos estímulos no sólo visuales. No solamente él: también Julio Cortázar, aquel viejo amigo del Lobo Sapiens, y a quien le fascinaban los deslizamientos de las cúpulas a través de los cielos que todavía cubren a las ciudades del mundo. Y por supuesto Juan Emar, tal vez nuestro Kafka, como lo llamaba Pablo Neruda en aquel tiempo. Emar vivió durante muchos años en París y fue casi un desconocido en Chile y en Latinoamérica. Pero la incomprensible y caprichosa vida es así: una cosa de locos aún más desmemoriados que Su Majestad la Locura. ¿No que no?, como dicen a lo largo de México los que sonríen, desconfían, sospechan, tal vez nada saben y lo ignoran casi todo, pero la vida es así, por fortuna, aunque no sea cierto. Algo me dice desde lo más profundo que deberíamos meter colores, muchos colores, sí, más bien pintar la escritura como en la época de Vincent van Gogh. Y en honor a su memoria van apareciendo esos amarillos, ocres, verdes al estilo de algunas lenguas del fuego que suben hacia las nubes en transformación permanente. Allí están, como invitados de honor, los azules abriéndose para dar el paso a los púrpuras y a la luz sinuosa del blanco de ayer, de mañana y de siempre. Más allá del aire, el amasijo de colores cubre a los edificios que configuran el paisaje urbano en Broadway Avenue, una de las avenidas más embrujantes de New York, como lo dijo Rubén Darío en su tiempo, luego de beberse no sólo un whisky en las rocas.
Ahora es el momento de la aparición de algunos chinos y judíos con sus vestimentas milenarias, aun cuando el narrador de esta escritura no sabe muy bien lo que significa la palabra milenario. Hay sombreros negros de ala ancha, no muy ancha, sobre las cabezas de los judíos cuyas barbas pueden llevar rizos o no llevar rizos, que probablemente es lo mismo de lo mismo, aunque no lo sea. Casi todo es sepulcral y triste en los judíos, como aquel sombrero del saxofonista Ben Webster, quien viene de la negritud y no es judío. “¿Alcanzan a oír esa música maravillosa en Time after time, una de las melodías de Webster?”, pregunta Woddy Allen y levanta los ojos al cielo. “Es una gloria de la armonía y del feeling que viene de muy lejos. La música de aquel sax melancólico pertenece a las honduras sentimentales de Manhattan. Es como los cimientos donde se apoyan muchos edificios. ¿Verdad que sí, my dear Mickey, ohhh Dear Sir? Alguna vez filmaré una película de humor filosófico donde tú seas el personaje principal, acaso el único o más bien el último. ¿Te parece bien? Si estás de acuerdo, puedes mover la cola en el sentido contrario a las manecillas de un reloj. Si no es así, quédate mudo, no digas nada, así es, nada de nada, y deja tu cola en un estado de inmovilidad absoluta. Okey? That is the question. Okey? Así van transcurriendo las calles y las luces de los semáforos: rojas, ambarinas y verdes. Ahí se interrumpe sin saber cómo el tiempo. Los chinos van sin sombrero de ala corta o ancha. Se visten al modo occidental, con o sin corbata, pero no dejan de ser chinos por su forma de comportarse en público: saludan caballerosamente con un movimiento de cintura y no dejan de sonreír en silencio. Uno de ellos encabeza la fila india sin perder el equilibrio, más bien la fila china, y agita su brazo derecho en dirección opuesta al movimiento de su brazo del lado del corazón. Todo sucede de un modo sutil y hasta elegante. Hay cierto júbilo en la fila de los chinos, y nada se parece al sombrero del saxofonista Ben Webster, quien viene de la negritud y no es judío ni chino.
Ha vuelto el aroma de los perros calientes. Mickey agita su cola y con ella nos señala el porvenir. De improviso, el paisaje se cubre de colores. Como por arte de magia, brotan algunos enanos que parecen venir de una película de Werner Herzog, como ocurre a menudo en los barrios más alejados de New York y no sólo en Broadway Avenue. Uno de ellos encabeza la fila y recibe el nombre de Frank, así es, como Sinatra, pues ambos se parecen mucho, aunque Sinatra ocupe otra dimensión de lo real desde hace un buen tiempo. Frank brinca al modo de un caballito azul, más azul que el espíritu de Rubén Darío, y los otros enanos, que son siete, lo imitan con un entusiasmo contagioso e inolvidable. Mediante un estilo rigurosamente espontáneo, cada enano grita y salta de la acera a la calle y de la calle a la acera, sin abandonar nunca su forma cadenciosa, aunque no es fácil pensar en Su Majestad la Cadencia cuando se trata de enanos. Por una insólita combinación neuronal, a Woody Allen se le vienen algunos apellidos a la memoria: Schumacher, Schindler, Shaw, Shakespeare, Schultzendorff. Al fin descubro que Mickey tiene la virtud de leer el pensamiento, aun cuando soy incapaz de descifrar en lo profundo su lectura. Sólo indicios, para ser exacto, únicamente indicios. ¿Cómo me atrevo a hablar de exactitud? No debo estar muy bien de la cabeza. Si yo fuese un especialista en telepatía animal, mi acercamiento al mundo de Mickey sería mucho más preciso. La verdad es otra, no hay duda, siempre es otra, con Mickey o sin Mickey, y James Joyce no me dejará mentir desde el otro mundo. Ahora son los chinos los que se aproximan suspicazmente a los judíos, mientras el más viejo de los judíos con su barba muy filuda, quien tal vez se llama Jonathan Selman, da un grito y levanta los brazos al cielo como aspas a punto de perder el control. Entonces los chinos se asustan e intentan huir de aquel espacio, aunque dibujan en el aire algunas morisquetas que van y vienen al modo de las musarañas de hocico muy puntiagudo. De repente, el menos joven de los chinos abre la boca con entusiasmo y se parece peligrosamente a Mao Tse-tung, sí, más en la corpulencia que en el rostro, aunque uno de sus brazos, el derecho, es un poco más largo que el brazo del corazón.
Ha llegado por fin el momento de referirnos a nuestros pies, incluidas las patas del buen Mickey, que no son muy largas ni muy cortas, para decirlo con la ecuanimidad que aún se utiliza en México. ¿Sí o no? Así como en Mao Tse-tung existió un brazo más largo que el otro, en Mickey sucede el mismo fenómeno, pero no en los brazos sino en las patas. Las de atrás son más largas que las de adelante, sin duda, y es por eso que Mickey, perrunamente, parece estar a punto de derrumbarse hacia el abismo de su propio hocico, para decirlo con certidumbre científica. Los pies de Woody Allen dan una impresión de inmovilidad, aunque dicha impresión no es muy precisa. La verdad es que sus pies se mueven a buen ritmo y no dejan de avanzar por Broadway Avenue en medio del viento. Mientras más descendemos en nuestra búsqueda de Washington Square, más poderoso es el viento frío, aquella ventolera que parece venir de las profundidades del mar. Mickey avanza como puede, balanceándose, pero avanza con su cola cada vez más divertida. Yo me quedo atrás y mantengo un ritmo que se sostiene entre el aire y el suelo, y eso me gusta, a pesar de mis zapatos que no gozan de muy buena salud. A este fenómeno le llamaban metonimia mis maestros universitarios, si la memoria sigue en pie y no me falla por donde suele fallar la memoria: me refiero a la exactitud de carácter científico. Lo único cierto es que uno mete la pata a cada instante, puesto que la metonimia es otra cosa, por fortuna, siempre ha sido y será otra cosa. Una vez más, aquel Joyce levanta su mano y me saluda desde lejos. Allen también alcanza a percibir aquel saludo y se pone muy contento, pues admira a James Joyce tanto como a Ingmar Bergman.
Hay bullicio a lo largo de la avenida, y también sube hacia las nubes aquella música de los tres ciegos que no dejan de tocar el violín, la armónica y el saxofón. En menos de tres minutos, la música se debilita porque seguimos caminando sin perder nuestro ritmo. ¿Ya no es el mediodía? Las nubes neoyorkinas también parecen deslizarse hacia el Arco de los Misterios, allá en Washington Square, donde algunos jóvenes siguen y seguirán bailando al estilo del inolvidable Michael Jackson, pues así está escrito en el cielo de Manhattan. No sólo quedan atrás las jugueterías de los japoneses, los restaurantes de comida italiana, las tiendas de ropa donde las tallas van de lo mínimo a lo máximo, y hay calcetines, más y más calcetines multicolores como para un carnaval de naturaleza cada vez más circense. Casi todo lo real se ha vuelto un circo sin principio y sin fin. Carnaval, barullo, juego y circo. Federico Fellini lo dijo en su momento: “El mundo es un gran espectáculo donde los payasos nunca dejan de funcionar con alboroto, dicción y contradicción, sutileza, vicisitudes, mucho estrépito y profunda melancolía”. Woody Allen es por fortuna un payaso cuya vibración viene de los tiempos más antiguos, cuando todo gesto, por mínimo que fuera, significaba más de algo. Es muy posible que el Lobo Sapiens pertenezca a la misma familia de aquellos comediantes que aún respiran, paso a paso y como pueden, a través de las profundas e inagotables telarañas del mundo. En este mismo instante, el director de Todos dicen I love you vuelve a reflexionar en voz alta: “Olvídense de mí. Yo puedo aceptar una crítica como verdadera, pero nada puedo hacer para incorporarla en la nueva película que realice. No voy a cambiar mi estilo por una crítica. No podría hacerlo, aunque quisiera. Soy limitado. Marshall Brickman lo dijo con una frase brillante: ‘Estás jodido por ser quien eres, y punto’. O dicho con otras palabras: ‘La felicidad consiste en no alcanzar lo que se desea’. Eso es todo. Pienso que la mayor parte de la obra de casi todo el mundo, la mía incluida, es mala porque cuesta mucho hacer algo bueno. Hay que dar por sentado, entonces, que la mayoría del trabajo de cineastas, escritores, dramaturgos y pintores no es de primer orden. De vez en cuando aparece un verdadero talento o incluso un genio, pero no es algo muy común. Sospecho que todos estamos a salvo porque el público no es muy exigente y no hace falta que una cosa sea muy buena para que triunfe. De cualquier modo, yo he tenido mucha suerte. No me quejo, aunque algún día se olvidarán de mí. Mi triste destino es que nunca se me tome en serio: hasta cuando no hablo en serio. ¿Se entiende o no se entiende? Ya casi no entiendo nada. No es más que la ley de la vida desde que el mundo es mundo, y tal vez es muy conveniente que así suceda. Yo no he influido a nadie, por lo menos de un modo sustancial, como ocurre con Scorsese, Coppola o Spielberg. Con ello me refiero a otros directores de mi generación que sí han influido a los cineastas jóvenes, como también es el caso de Stanley Kubrick. ¿No sería mejor que se olvidaran de mí?
--¿Alcanzas a oír el vuelo de la música? --le pregunta Jack Livi, alias el Lobo Sapiens, mientras va levantándose el cuello de la chaqueta de gamuza que descubrió durante el otoño de 1997 en una tienda de Viña del Mar. No es fácil saber si la gamuza es real o imaginaria.
Entonces Woody Allen, después de dibujar una especie de morisqueta en el aire de New York, responde abriendo y cerrando los ojos a un ritmo que no es habitual en su persona. Digamos persona porque repentinamente es más bien una visión o un fantasma de sí mismo.
--Yo no alcanzo a ver la música por ningún lado. ¿De qué música me hablas? Apenas vislumbro mi nada hundiéndose en el fondo de la Nada, para decirlo con mayúscula, como aún lo dicen desde las nubes algunos personajes de Bergman.
--Parece que nuestra ruta es más larga que el camino hacia los siete cielos --sonríe Jack Livi sin saber por qué sonríe--. A veces pienso que la vida es otra cosa, otro fenómeno, siempre otra cosa. Y si en verdad nos atrevemos a decir lo que pensamos, seremos infinitamente incomprendidos. Así le sucedió a Sócrates y no sólo a Sócrates. La historia de la humanidad es un infinito galimatías y un matadero no menos infinito. Ya nadie entiende lo que sucede a nivel mundial. El desconcierto es absoluto. Que arroje la primera piedra el que aún cultive la soberbia de asegurar que lo comprende todo. La farándula mundial no es más que la máscara de Su Majestad el Dinero penetrando en la vagina de su Majestad el Poder, una vagina que dejó de ser sagrada desde los tiempos antiguos. Ya lo dijo Oscar Wilde con mucha sabiduría: “Actualmente no sabemos casi nada y ya no hay tiempo para ser feliz. ¿Será verdad que sólo la muerte es más absurda que la vida?” Hubiera querido ser un galicursi de nacimiento, pero no se me dio nunca la lengua sensual y musical de Charles Baudelaire. Ni siquiera se me dio en plenitud la lengua múltiple de Rubén Darío, aquel liróforo parisinamente celeste. Digo París aunque también estoy pensando en Managua, en Valparaíso, en Buenos Aires y en otros lugares que Darío amó con entusiasmo y mucho fervor. Sin temperamento no es posible que aparezca el milagro de la escritura. Aunque tal vez no venga al caso, se me vienen a la memoria estas palabras: “Todo moralista es muy aburrido, y toda moralista es más fea y más hedionda que la comida de los locos”. Algo semejante ocurre con los hoyos negros, aun cuando se piense lo contrario. El Lobo Sapiens dijo alguna vez, si no recuerdo mal, que desde siempre nos persigue un hoyo negro. Estuve a punto de informar que nos persigue salvajemente, pero la verdad es que me arrepiento. Confieso entonces que lo salvaje no me consta, sin duda, aunque no me atrevería a meter las manos al fuego en este asunto confusamente enmarañado, como sucede con casi todo lo que se relaciona con la existencia humana.
--Hablas como mi psicoanalista --sonríe Allen con algo de angustia--. Se llama Vanessa Chevalier y nació en París, no muy lejos de Notre-Dame, pero vive en Manhattan desde el siglo pasado. Su método de análisis es una mescolanza sublime. Creo que sólo funciona en los labios de Vanessa porque la Chevalier, como yo le digo, es un fenómeno insuperable. Cuando estoy con ella en su estudio que más bien parece un espacio donde reina el arte de la posvanguardia, yo me siento muy bien y vuelvo a ser el que siempre fui: una especie de mago o más bien de antimago muy entusiasta y profundamente sentimental. Un ser cuya conducta es de Groucho Marx con algo de Bob Hope, a veces, y cuyo glamour masculino lo aproxima cada vez más a Humphrey Bogart. Yo me confieso de este modo porque seguimos caminando con energía por Broadway Avenue, la vieja avenida que de pronto puede ser más enigmática y sinuosa que un dragón del Oriente, y no dejan de aparecer por los rincones, desaparecer y aparecer una vez más, algunos objetos aún más insólitos que las cabezas de los chinos y las barbas de los judíos. A pesar de mis avances con la terapia psicoanalítica, no puedo alejarme de la viejísima idea de que toda la conducta humana pertenece al reino de lo absurdo, así es, un disparate de dimensiones infinitas, aunque con algún fundamento “científico”. Lo digo entre comillas porque todo lo que hacen los seres humanos cuelga del aire sin saber cómo, ahhh el cómo y la nada, “científicamente”, del aire al aire. A menudo se me ocurre subir el tono hasta el desmadre absoluto y casi fúnebre a través de lo que dicen y hacen mis personajes que no sólo son míos, como es obvio, pero resucitando, siempre así, resucitando. Y no es que yo sea muy religioso. Nadie puede moverse a engaño conmigo. Las cosas son como son desde mucho antes que existieran Bob Hope, Groucho Marx, Humphrey Bogart y por supuesto Ingmar Bergman. ¿Te sientes bien? El viento no es una buena compañía. ¿No tienes frío? ¿Dónde está mi sombrero que se parece a cualquier cosa menos a un sombrero?
--New York es puro viento --dice Cayo Valerio Lavín Cerdus, quien a veces no se parece mucho al Lobo Sapiens--. La ciudad es maravillosa, pero no sé cómo pueden sobrevivir en medio de tanta ventolera. Ya ni siento mis dientes y mis huesos con tanto frío, y las rodillas son una especie de engranajes oxidados. ¡Un, dos, tres, cuatro! ¡Cuatro, tres, dos, uno! ¿Algún día llegaremos a la plaza mitológica de Washington Square? Me siento muy feliz, a pesar del frío, porque soy adicto a tus películas: tanto a las buenas como a las malas. Tú piensas que no eres más que un humorista de Brooklyn y Broadway que ha tenido mucha suerte. Sospecho que tienes algo de razón en este sentido, aunque una razón no muy precisa. Ya te aplauden y te veneran en casi todos los países. ¿Verdad que sí?
--No lo sé porque a estas alturas, como diría Federico Fellini, ya nadie sabe nada--. Sin embargo, yo creo que soy algo así como Thelonious Monk, pero sin esa genialidad que lo caracterizaba en el mundo del jazz. El fue un músico inolvidable. Hoy nadie toca ni quiere tocar como Thelonious, aunque, como ya he dicho, él era un genio y yo sólo tengo algo de talento para hacer reír. A veces me río hasta de mi pobre y triste sombra, quijotescamente. Monk decía con mucha certidumbre: “No hay que tocar lo que el público quiera. Hay que tocar lo que uno quiere y dejar que la música atrape al público. Y eso que yo no soy una persona muy modesta que digamos. Cuando consigo algo que cinematográficamente vale la pena, lo sé apreciar. Soy lo bastante inteligente para darme cuenta que he potenciado al máximo mis limitadas dotes. Reconozco haber ganado una fortuna en comparación con mi padre, y lo que es mucho más importante: he tenido una buena salud. Cuando era niño, solía meterme en el cine para evadirme. A veces veía más de doce películas a la semana. De adulto, por fortuna, he podido permitirme una vida más o menos regalada. Sólo me entrego a las películas que me interesa filmar. Debido a ello, durante un año logro vivir en ese mundo irreal lleno de hermosas mujeres, hombres ingeniosos, situaciones dramáticas, jocosidad, trajes de época, decorados y realidades afortunadamente manipuladas. Por no mencionar la música maravillosa y los lugares a los que tengo acceso. Me río de la más pura satisfacción. Es algo formidable. Debo confesar que a veces hasta consigo salir con alguna de las actrices. ¿Qué más se puede pedir en este mundo de locos sin consuelo?
--¿Conoció usted a María Pía Cabezón, a quien le decían “La muñequita que canta sin piedad y sin descanso”? Era una mujer formidable, un auténtico fenómeno de nuestra especie. Vivió durante algunos años en New York, no muy lejos del Battery Park.
--Algo supe de ella --sonríe Woody Allen con mucho frío--, aunque no tuve la fortuna de conocerla o más bien de habitarla en carne viva. ¿No tenía un poco de bigote al estilo de algunas holandesas?
--Sin lugar a dudas --digo levantando los brazos al cielo--. María Pía Cabezón llegó a tener más bigotes que el Espíritu Santo, lo que la convirtió en un ser mitológico dentro del mundo de la farándula. En alguna época llegó a ser aún más bigotuda que el célebre Pancho Villa. Fue mucho más que una leyenda en lo espiritual y en lo carnal: una cosa del otro mundo. Bailaba semidesnuda y cantaba con una voz como de cavernícola, pero románticamente. Una especie de ciclón sensual, inconsútil y exuberante, para decirlo al modo de algunos modernistas latinoamericanos. A su modo, María Pía llegó a convertirse en el antecedente directo del jazz latino, en lo que al bamboleo cadencioso se refiere. Durante su mejor momento, fue capaz de ejecutar la danza del vientre y del ombligo casi autónomo con mucha seducción y perseverancia, hasta conseguir una temperatura sublime o más bien insoportable. Todo su ser, de contorsión en contorsión, fue convirtiéndose en un animal de perfil mitológico a la manera de la sinuosa Tongolele, que también tuvo sus bigotes desde cuyo esplendor se anunciaba gozosamente el futuro. Aun cuando siempre te acompaña ese sombrero del color de la incertidumbre, ¿no sientes un poco de frío en la cabeza? Al igual que a mí, no te quedan muchos pelos en la cumbre, allá donde todo es un enigma. ¿No sientes el poder del frío en lo más alto del cacumen?
--Sin duda que la calvicie avanza a la velocidad de la luz, mientras la luz avanza a la velocidad del pensamiento, y el espíritu se queda muy atrás como si fuese el estudiante menos lúcido de la escuela donde intentamos aprender lo imposible, como viene ocurriendo desde los orígenes de la humanidad --dice el cineasta con los ojos puestos en la cola de Mickey, el amigo fiel que observa el porvenir sin mucha certidumbre--. “¿Algún día llegaremos a Washington Square?”, piensa el perro y no se atreve a decir lo que piensa, aun cuando las condiciones son propicias para decirlo todo. Pero ¿qué significa decirlo todo en este mundo que únicamente piensa en los laberintos de Wall Street? Mickey observa los movimientos sinuosos de su cola casi invisible y no puede interrumpir el entusiasmo que aún palpita en ella.
Mientras el Lobo Sapiens y Woody Allen siguen especulando en voz alta, a media voz y en voz baja, los pies no se detienen y avanzan sin perder el ritmo ni el equilibrio. Algo semejante sucede con las patas traseras y delanteras del buen Mickey, cuya mayor virtud es la obediencia convertida en un fenómeno sublime, algo jocoso y placentero. Tal vez la vida del poeta, pensador y novelista José Lezama Lima en su casa de la Habana Vieja, hubiera sido más venturosa, para decirlo al modo de los descendientes de Rubén Darío, con la presencia de Mickey, ese animal de improviso deslumbrante por su jovialidad, su buen humor, su picardía involuntaria, como venida de muy lejos y a todas luces inequívoca, gracias al instinto perruno y no solamente perruno.
Todo está en movimiento perpetuo. El asfalto y las veredas de Broadway Avenue no son la excepción. También se mueven las jugueterías de los chinos, las tiendas de ortopedia, los termómetros, las camiserías de lujo y los manómetros que nos indican las presiones de los gases y los líquidos, los restaurantes de comida japonesa, coreana y vietnamita, los salones donde no siempre se enseña con mucha fortuna la disciplina habitualmente incierta del billar, la galería de obras de arte que van mucho más allá del arte, hasta tocar esa línea invisible donde al fin se confunde la figuración con la superdesfiguración y la superdesfiguración con la figuración, provocando un cataclismo aún más exuberante que la caída del World Trade Center. “Sucede que me canso de ser hombre”, dijo alguna vez Jack Livi junto a la Cathedral Church of St. John The Divine, al modo de su maestro Cayo Valerio Lavín Cerdus, quien alcanzó la celebridad con las siguientes palabras: “Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza. El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores. Sucede que me canso de mis pies y de mis uñas y mi pelo y mi sombra. Sucede que me canso de ser hombre. Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja. Sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío. No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra, absorbiendo y pensando, comiendo cada día. No quiero para mí tantas desgracias. No quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos y más muertos y más muertos, aterido, sufriendo y muriéndome de pena. Tal vez por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar desde lejos con mi cara de cárcel, ya casi todo es cárcel, y aúlla en su transcurso como una rueda herida, y da pasos de sangre caliente hacia la noche. Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas donde sólo es real la incertidumbre. Voy y vengo a lo largo de los hospitales donde los huesos se deslizan y acaban por derrumbarse a través de las ventanas. Entonces descubro la densidad de la penumbra en aquellas zapaterías con olor a vinagre, y al fin esas calles espantosas como grietas. Hay pájaros del color del azufre y horribles intestinos colgando de las puertas de las casas que odio, hay dentaduras olvidadas en una cafetera, hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto, hay paraguas en todas partes, y más venenos y más ombligos. Por aquí todo es febrilmente umbilical. Sigmund Freud habría llorado de emoción e incertidumbre. Mientras el mundo gira y gira como la cola de Mickey o la cabeza de un loco, yo paseo con calma o apuro el paso. Voy con ojos y zapatos, con furia y olvido. Paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, y luego esos patios donde hay ropas colgadas de un alambre. Calzoncillos, toallas y camisas de color ámbar que lloran lentas lágrimas sucias, cada vez más sucias”. También es posible escuchar cómo ladran algunos perros que no quieren seguir en cautiverio detrás de aquellas vitrinas de un color indefinible. El buen Mickey contempla la escena y no puede creer que sea verdad lo que perciben sus ojos: tres perros de orejas muy largas mordiéndose el rabo sin ninguna misericordia, como si fuesen criaturas humanas en lugar de perros. ¿Estaremos en el umbral de la guerra de los perros a través del mundo? ¿Por qué nos mordemos así, con tanta crueldad y tan rabiosamente? ¿Qué dirían hoy Albert Einstein, el pobre Jack Livi que no sabe si aún está dormido o tal vez despierto, y la Madre Teresa de Calcuta? Ni Chaplin ni los Hermanos Marx saben al fin nada de nada. Ni Laurel ni Hardy. Ni siquiera los Tres Chiflados saben algo de lo que sucede o está a punto de suceder en este mundo de locos que piden a gritos un poco de consuelo y no lo encuentran porque hasta la misma Estatua de la Libertad es un símbolo todavía más hueco que la soledad eterna de algunas muchachas en flor.
--¿Será cierto que los rascacielos son aquí más oscuros porque ya nos acercamos a nuestro destino? --dice el Lobo Sapiens y enciende un cigarrillo a punto de ser invisible.
--Yo no sabía que tú fumas --dice Woody Allen y acelera el paso, luego de dibujar en el aire una morisqueta destinada a Mickey--. Según Oscar Wilde, en la monarquía absoluta del tabaco, el verdadero culpable es la víctima.
--Estoy de acuerdo --sonríe melancólicamente Jack Livi mientras se agita su oreja del lado del corazón--. Por eso fumo cigarrillos que están compuestos por un tabaco de naturaleza casi invisible. No. Aunque nadie lo crea, fumo cigarrillos que están más allá del bien y del mal porque nadie puede verlos. Ni yo mismo, cuando los enciendo sin prisa, estoy seguro de que la combustión sea un fenómeno real. Jorge Luis Borges me dijo alguna vez en Buenos Aires que las cosas más trascendentes de nuestra vida son irreales, por fortuna. De otro modo, la realidad sería insoportablemente real. Y no se trata de un juego de palabras sino de algo muy concreto. Nuestra existencia contemporánea lo confirma. ¿Sí o no? Lo digo así, con un tono de pregunta que se abre y no se cierra, así lo digo, casi en mexicano.
Allen vuelve a saltar como si estuviera en las nubes, del aire al aire, y hace que su sombrero aparezca y desaparezca de un momento a otro, como por arte de magia pura. “Ahora sí que estamos más cerca de la lejanía que de la cercanía”, para decirlo al modo de Cantinflas, quien fue un experto en los asuntos relacionados con el tiempo y el espacio. Me recuerda mucho a otro comediante inolvidable y cada vez más vespertino: el eminente Drácula de los colmillos en flor, como los hubiera necesitado Marcel Proust en algunos pasajes de A la recherche du temps perdu. Aunque el olfato no es en mi triste figura un fenómeno dominante, alcanzo a percibir aquel aroma un tanto agridulce que viene del Arco de los Misterios, ¿así se dice?, en Washington Square. Apuremos el paso, entonces, y no perdamos de vista esa brújula infalible que es el rabo siempre alerta de Mickey, la criatura que nos acompaña y va guiándonos como un lazarillo fiel, más humano y más fiel que nunca. Mia Farrow y Diane Keaton saben mejor que nadie lo que significa Mickey para mí. Ellas lo conocen, lo respetan y lo quieren como a un hijo: vivieron junto a él en Connecticut y en Southampton. Una voz desconocida murmura desde las profundidades de lo que aún va quedándome de materia gris: “La felicidad matrimonial depende de que la mujer pierda su belleza al mismo tiempo que el marido pierda su ingenio”. ¿Seré yo una víctima que ocupa un lugar deleznable entre todas las víctimas? No sé por qué me gusta atormentarme con un sadomasoquismo que ya no pertenece a ninguna vanguardia. Todo en mí es retaguardia, como dicen los franceses, quienes me han rescatado del agujero negro. Yo era casi un Don Nadie hasta que aparecieron los franceses en mi horizonte, y eso fue un fenómeno absolutamente milagroso, aunque sólo me atrevo a creer en el milagro de la contaminación universal. Ya casi es imposible respirar por la nariz o por la boca. Sospecho que deberíamos abandonar el hábito de la respiración para siempre, sí, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén, como dicen los viejos que sobreviven, inmóviles, en el interior de Saint Patrick’s Cathedral. A raíz de mi película Un final made in Hollywood (El ciego), los parisinos estuvieron a punto de perder la razón para siempre. Llegaron a decir que se trataba de una obra de arte cuyo espíritu se enmarca dentro del más respetuoso y profundo cartesianismo, lo cual me llena de un orgullo que todavía soy incapaz de asimilar en todas sus connotaciones, sobre todo porque mi marco teórico es a menudo como las obras pictóricas de Mark Rothko, aquel expresionista abstracto que se suicidó durante el otoño de 1970 y cuyos rectángulos carecen de todo marco. ¿Qué sería de mí sin los franceses? Y nunca olvidemos el marco teórico y no sólo teórico de las francesas. Yo me siento muy bien cuando estoy en París, donde me quieren con un entusiasmo sobrecogedor. A Soon-Yi también le encantan los bulevares de la Ciudad Luz. Allí hay algunas pizzerías estupendas que están en poder de los chinos cuyas sonrisas son impenetrables. Nos gustan mucho esos chinos porque jamás se lavan la cara con jabón negro. ¡No lo necesitan! Alguna novia que tuve durante mi juventud, sólo podía lavarse la cara con un jabón brutalmente negro porque nunca tuvo el privilegio de elegir una alternativa diferente. ¿Te duelen o no te duelen los pies? Y esto no es metafísica. No sé si Bergman me hubiera celebrado por el espíritu de la pregunta. ¿Te duelen o ya no te duelen?
--Por supuesto que me duelen, pero me aguanto --suspira el Lobo Sapiens mientras enciende otro cigarrillo a punto de ser invisible--. Sin duda que estamos cerca del destino final de nuestro viaje. Observa el vuelo de los pájaros que se parecen cada vez más a las gaviotas del Battery Park, allí donde nada transcurre más allá del vuelo. ¿No te parece un milagro como la cola de Mickey o tal vez como el ritmo de tus mejores películas?
--Hemos llegado al punto donde casi se cruzan Broadway Avenue con Park Avenue, si la memoria no me falla, y pronto aparecerá, no muy lejos de aquí, el gran espacio de Madison Square --sonríe Woody Allen y levanta sus manos al cielo--. ¡Aleluya! ¡Hay que inyectarle feeling, más y más feeling a la vida! ¡Aleluya! Estoy feliz porque ya van apareciendo esos muchachos que son capaces de bailar como Michael Jackson en su juventud. Descúbrelos en sus patines, sin dejar de sonreír, y en sus patinetas. De improviso dan saltos casi fuera del aire, como ya puedes ver, y se olvidan de sus cuerpos que suben y bajan y vuelven a subir más allá de la teoría de la gravedad. ¿No te parece un espectáculo formidable? Algunos son negros y otros son blancos en movimiento permanente. Cuando lleguemos a Washington Square, la fiesta de los contorsionistas y los voladores será todavía mayor. ¿Te imaginas a Charlie Chaplin, Buster Keaton y Groucho Marx volando hacia las nubes que se deslizan sobre Manhattan? Permítanme levantar mi brazo derecho al modo de la Estatua de la Libertad, para decirlo en el idioma de España. “Lo que más me gusta de España es Cataluña”, dijo alguna vez Scarlett Johansson mientras abría un ojo, el del amor, y cerraba el otro, el de la profunda incertidumbre. Sin duda que Scarlett es un mujer monumental por dentro y por fuera. Es muy simpática y tiene la virtud de burlarse de sí misma con un entusiasmo contagioso. Me han dicho que en México hay un aprendiz de payaso con vocación existencial que no deja de reírse. Creo que lo conocen como el Doctor Sutil o más bien el Simpatías. ¿Tú lo conoces?
--Sin duda --sonríe una vez más el Lobo Sapiens y levanta sus manos al cielo--. Lo conozco en cuerpo y alma. Eso del Doctor Sutil me parece excesivo, sí, como un chiste de Gabriel García Márquez. No, siempre no, pero quién sabe. El Simpatías es un personaje aún más popular que Pedro Infante o la Madre Teresa del Ajusco, una mujer que se viste y canta con infinita devoción, como lo hizo en su momento la Madre Teresa de Calcuta. A muchos nos atrae el sex-appeal y la personalidad de la Madre Teresa del Ajusco.
--Cuando me hablas de ese modo, con auténtico fervor y entusiasmo, me dan ganas de viajar a México para sumergirme en la filmación de una película de carácter prehistórico, donde aparezcan detectives más o menos salvajes, santos y bufones. Me han dicho que Alejandro Jodorowsky trabaja en un proyecto que se parece al mío. Debo reconocer que él es mucho más valiente que yo. Mi colaboradora Jennifer Wilkinson viaja a México y vive allí sin preocuparse demasiado, aunque reconoce que las cosas no andan muy bien. Hay mucha violencia y yo no soy muy valiente. Más bien me dan pánico los balazos de verdad. Antes de irme con el propósito de filmar una película en México, yo les pediría a mis amigos Boris Grushenko y Diane Keaton que se vayan a vivir al desierto de Chihuahua con la única intención de ver cómo está el ambiente por esas tierras de Dios. Como Zelig, el personaje del filme que lleva su nombre, yo trataría de mimetizarme en medio de los balazos y las explosiones, aun cuando no estoy muy seguro. A estas alturas, ¿quién puede estar seguro en este mundo de locos cuyo desconsuelo tuvo un principio y tal vez nunca tendrá un fin?
Ahora vuelan las patitas de Mickey, así como los pies de Allen y de Lavín Cerdus. Atrás quedan las sombras cada vez más sombrías de algunos escaparates, para decirlo con el arte supremo de la inconsútil redundancia. ¡Horror de horrores en aquellas sombras alargándose y encogiéndose como la goma de mascar! James Joyce hubiera resucitado de júbilo al oír este discurso desde su tumba. De pronto caen algunas gotas de lluvia y el paisaje cambia. Al frente de nuestros ojos se elevan tres rascacielos con sus cúpulas de color verde y algunas incrustaciones de oro antiguo. El cineasta que vivió su infancia en el Central Park, piensa que todo lo que brilla tal vez no es oro, pero al fin eso tampoco tiene importancia. “Ya nada es trascendental en este mundo de gente tan esquizofrénica o más bien neurótica como yo, vuestro inseguro servidor en el reino de lo público y lo privado. Es una lástima que seamos tan huérfanos desde los orígenes, pero la vida es así, aunque no sea cierto, y la bendita o maldita felicidad se burla de nosotros y nos saluda desde lejos, cada vez más lejos, allí donde no estamos y seguramente no estaremos porque así está escrito en los documentos sagrados. Ya no se entiende nada. Samuel Beckett lo dijo en su tiempo: todo se ha vuelto brutal y babélico en las cuatro esquinas del mundo, por fortuna. Ya nadie entiende nada de nada. Que arroje la primera piedra el que entienda algo, sí, algo sobre nada y sobre nadie. Si continúo con estas reflexiones tan profundas, es muy posible que más pronto que tarde me otorguen el Premio Nobel de la Paz. Yo soy un animal muy pacífico desde el siglo pasado, casi desde el XIX, y por eso corro el peligro de que me dejen caer encima la piedra filosofal del Nobel. Si esto llega a ocurrir, en todo el mundo dirán que el buen Zelig, alias Woody Allen, murió de un filosofalazo de categoría universal. ¡Bienvenido sea el futuro, entonces, y no olviden que el culpable de todo es habitualmente la víctima! O dicho con otras palabras que son lo mismo de lo mismo: Todos somos culpables mientras no se demuestre lo contrario. O mejor aún: Todos tenemos nuestros momentos de profundo y auténtico futurismo. Como cuando, verbigracia, tropezamos o más bien somos capaces de tropezar con una piedra. Si les parece bien, digan que tal vez no estoy muy bien de la cabeza y que Mia Farrow no tiene nada que ver en este asunto, aun cuando todavía me llaman como me llamo: Woody, el otro, siempre el otro, aquel condenado por desconfiado cuya temperatura sube y baja sin mucho equilibrio. Mi madre nunca dejó de hacerme la vida imposible a causa del fenómeno de la temperatura corporal. Sólo al ver la incertidumbre o más bien el pavor en sus ojos, yo jamás supe qué hacer con los míos. Aún hoy, aquella mirada de mi madre me causa pánico y un asombro sustancial e indescriptible, indudablemente, algo más profundo que el pánico escénico. De cualquier modo, yo la recuerdo con muchísimo amor, como si ella fuera el resumen de algunos gestos que algún día descubrí en el rostro inolvidable de Jerry Lewis”. En lo más profundo del cerebro de Woody Allen se proyecta la imagen de la gran aguja que aún parece a punto de levantar el vuelo desde la cumbre del Chrysler Building, allá en el 405 de Lexington Avenue. El Art Decó no sólo ocupa un lugar de privilegio en la base de la cúpula que tal vez nunca dejará de tener un brillo enigmático. Ahora la aguja, como si fuera una lanza cruel, se multiplica en el cerebro de Allen y aparecen aquellas visiones que le causan un gran tormento. Fogonazos que se multiplican en su cerebro con mucho ímpetu. “¿Estaré a punto de desencarnar antes de tiempo, como dicen algunos monjes cuyas narices no dejan de parecerse a la nariz del buen Mickey? ¿Perderé el uso de razón por no usar la razón como debería haberla usado desde que era un niño con más timidez que el Dalai Lama? ¿O acaso estamos a punto de ser devorados íntegramente por un hoyo negro más profundo y más audaz que los caníbales del Matto Grosso? Yo nunca estuve allí, pero supe que al actor Klaus Kinski estuvieron a punto de comérselo por fuera y por dentro en aquella región del mundo. Lo mismo puede suceder en Berlín, en Tanganica, en Estambul, en California, en Beijing, en Budapest o en las profundidades de lo que aún se llama Reino Unido. Sin duda que la antropofagia fue convirtiéndose en una de las Bellas Artes y no deja de multiplicarse por todo el planeta. ¿Aleluya?”
--¡Ya se sienten los murmullos del Greenwich Village! --dice el Lobo Sapiens con entusiasmo--. Desde aquí puedo ver la espesura de los árboles y aquel Arco de los Misterios. ¡Qué emoción tan emocionadamente inmortal, como diría un mal académico de todas las lenguas!
--Tú lo has dicho de un modo que trasciende y va más allá de todos los modus vivendi, qué maravilla, los modus operandi y los modus vivendi, qué maravilla, viva una vez más el pensamiento cacofónico a la manera de los hermanos Marx, tú lo acabas de decir con una densidad y una gracia filosófica insuperable --sonríe Woody Allen y dibuja en el aire un signo tan incomprensible como la palabra de Dios--. Yo nunca supe que habías estado en este insólito rincón de New York, aquí en Washington Square. ¡Observa el baile de esos jóvenes con sus patines, sus ombligos tal vez irreverentes y sus grandes patinetas! Michael Jackson, el contorsionista por excelencia en este mundo de crueldad e ingratitud, debe resucitar a cada instante cuando ve cómo los jóvenes bailan sin tregua y llenos de entusiasmo. Sin duda que el gran bailarín se emociona hasta más allá de las lágrimas desde aquellas nubes que no interrumpen su viaje hacia el Battery Park.
De pronto se abre el cielo. (El narrador omnisciente estuvo a punto de precisar que “el cielo se abre como por arte de magia”, pero él mismo se interrumpe a tiempo, gracias a Dios o a los Dioses, para que ni los monoteístas ni los politeístas se sientan excluidos). Sin duda que de de pronto se abren los cielos y van multiplicándose los rayos de luz. El espectáculo es tan sobrecogedor como suele ocurrir en alguna película de Andrey Tarkovski.
Cayo Valerio Lavín Cerdus quisiera jugar una partida de ajedrez con Ingmar Bergman, Groucho Marx o Andrey Tarkovski, aunque los fantasmas aparecen y desaparecen a la velocidad de la luz.
--¿Me permites darte un gran abrazo de bienvenida? --sonríe Woody Allen con algunas lágrimas en sus anteojos--. ¿O tal vez de melancólica despedida, al estilo de Mia Farrow?
--Lo que usted diga, mi querido maestro --sonríe Jack Livi con algunas lágrimas en los anteojos que ya no existen y tal vez nunca existieron--. Todo es milagro. Sospecho que el mundo todavía no es verdadero, aunque es real, sí, cada vez más real.
En ese mismo instante, Mickey agita su cola y brinca entre las mesas de ajedrez al aire libre, bajo las hojas de aquellos árboles ya muy antiguos. “Si nuestra mente pudiera comprender la eternidad o el infinito, lo sabríamos todo”, piensa el perro desde lo más profundo de su cabeza minúscula. “Hasta que podamos comprender ese fenómeno esencial, no sabremos absolutamente nada. Eso es todo, sefiní, eso es todo en Washington Square o en cualquier lugar del mundo”.
La reencarnación de Michael Jackson junto al Arco de los Misterios, allí donde casi todo se diluye como por arte de magia, es un fenómeno que sigue en plenitud y no dejará de multiplicarse. Sin dejar de mover su cola, Mickey piensa que así ocurrirá porque así fue escrito algún día en medio del aire, lejos, más allá del aire, muy lejos y más allá de aquellas nubes de un color cada vez menos real aunque profundamente auténtico, sin duda.
Ahora se escucha una detonación bajo las ramas de aquellos árboles ya muy antiguos, y Woody Allen, como por arte de magia que parece venir de muy lejos, empieza de nuevo a dar saltos en el aire a la manera de algún animal del monte. Su perro Mickey, entonces, agita una vez más las orejas casi microscópicas y nunca el rabo, en un signo de profunda alegría que no puede apagar la incertidumbre. Digamos que las orejas son de un color no muy preciso y están a punto de salir volando hacia las nubes. Más que orejas de la raza perruna, son hélices enloquecidas, como ya se dijo en aquel tiempo y cuando algún desconocido no dejaba de escribir sobre la piel del aire las primeras líneas de nuestra historia.