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ELÍSEO DIEGO: EL HABITANTE DE LA MEMORIA

Hernán Lavín Cerda



Aquel fenómeno se repite una vez más: no puedo escribir sobre Elíseo Diego sin lágrimas en los anteojos. Ese gran poeta de Cuba y no sólo de Cuba, que pudo, como en un milagro, recobrar la sumergida voz de la infancia, nuestra infancia individual y universal, decía con equilibrio de espíritu y humor libre, que los latinoamericanos somos capaces de llorar en privado y en público, sí, de llorar antes, durante o después del momento preciso, y a la menor provocación, por el simple hecho de haber nacido alguna vez, a medio morir saltando, en alguno de los países de América Latina.

La primera vez que nos vimos fue en aquella hermosa casa de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), en julio de 1966. Nicolás Guillen nos presentó en su oficina. Recuerdo que mi carta de presentación, aquella carta invisible, fueron los saludos fraternales que le enviaba otro gran poeta-niño de nuestra lengua, Jorge Teillier, desde Santiago de Chile, aquel Chile o País de Nunca Jamás, de siempre, de los dominios perdidos, aquel País de la Infancia sumergida en la bruma que sólo puede alimentarse de memoria. Teillier me había dicho durante el otoño de 1964 en el Parque Forestal, junto al Museo de Bellas Artes: "Si alguna vez viajas a Cuba, pregunta por Elíseo Diego. Es un espíritu sabio y silencioso: un poeta excepcional. En su voz resucita la infancia de todos, que estuvo a punto de extraviarse para siempre. Habla con él, búscalo, no dejes de verlo. Nicolás Guillen es el poeta más conocido y divulgado, pero Elíseo es la otra voz, la visión más íntima, la épica de la niñez prodigiosa, la voz y la imagen sensible de los mundos interiores, la presencia de los espejos familiares que sutilmente rescatan el rostro múltiple de quienes fuimos y seremos durante la infancia. Como yo, Elíseo Diego es un lector muy entusiasta de las novelas David Copperfield, de Charles Dickens, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, y El gran Meaulnes, de Alain Fournier. Aún no lo conozco en persona, pero lo leo y voy descubriéndolo con asombro y devoción. Tuve la fortuna de leer algunos poemas de su libro En la calzada de Jesús del Monte, que se editó por primera vez en 1949, y me sentí deslumhrado. Hay algo misterioso y casi clandestino en la voz de Eliseo: es un soplo subterráneo que hace vibrar los vasos comunicantes entre la vida y la muerte. Ah el terrible esplendor de estar vivo, como dice en uno de sus textos. Si algún día viajas hacia el caribe y llegas a la isla de Cuba, pregunta por él y no dejes de verlo. Búscalo, querido Hernán, y que Nicolás Guillen o Cintio Vitier te digan cómo encontrarlo".

En aquella casa de La Habana, bajo el calor y la humedad indomables, conversamos sobre la nueva poesía de Chile y de Cuba, así como de Teillier y de su libro El árbol de la memoria ("Qué bellos poemas y qué título más afortunado", me dijo), de Pablo Neruda, José Lezama Lima, Juan Ramón Jiménez, César Vallejo y Gabriela Mistral: "He preparado una antología con los principales textos de esa mujer admirable, que es el cuerpo y el espíritu de toda nuestra América. Cómo olvidar aquellos versos: 'Agua, madre mía, e hija mía el agua'. Como José Martí o Nicolás Guillen, la Mistral quiso echar su suerte con los pobres de la tierra. Ella es sacerdotal y salmódica en su escritura de fundación". Nunca olvidaré que me regaló un ejemplar de su libro Por los extraños pueblos, impreso en La Habana el 10 de mayo de 1958. En su Dedicatoria -a manera de prólogo--, que es un arte poética, Eliseo Diego escribe: "¿Y para qué sirve un libro de poemas?, preguntarían ahora, obedientes, mis hijos. Servirá para atender, les respondería. Maestros mayores les dirán, en palabras más nobles o más bellas, qué es la poesía; básteles entretanto si les enseño que, para mí, es el acto de atender en toda su pureza. Sirvan entonces los poemas para ayudarnos a atender como nos ayudan el silencio o el cariño. No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro, sino para dar testimonio. A lo que Dios me dio en herencia he atendido tan intensamente como pude; a los colores y sombras de mi patria; a las costumbres de sus familias; a la manera en que se dicen las cosas; y a las cosas mismas —oscuras, a veces, y a veces leves. Conmigo se han de acabar estas formas de ver, de escuchar, de sonreír, porque son únicas en cada hombre; y como ninguna de nuestras obras es eterna, o siquiera perfecta, sé que les dejo a lo más un aviso, una invitación a estarse atentos. A estar, mejor que estuve yo nunca, en lo que Dios nos dio en herencia".

Seis años después, en febrero de 1972, viajé de nuevo a La Habana para integrar el jurado del Premio Casa de las Américas. Sostuve un extenso, inquietante y fructífero diálogo con el poeta del tiempo de la infancia recobrada. Intercambiamos nuestros libros. Le obsequié mi poemario La conspiración y el volumen de cuentos La crujidera de la viuda, ambos de 1971. El me regaló su Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña, de 1969, y Versiones, de 1970. Estaba muy preocupado por la situación política en Chile. ¿Qué ocurrirá, finalmente?, me preguntó con su voz profunda. No lo sé, le respondí, confuso: puede suceder cualquier cosa. Todo es allí muy incierto. Hay incertidumbre y mucho ruido entre los civiles. La polarización aumenta y Chile se divide cada vez más. Caminamos dificultosamente sobre el espinazo de una espada tan larga como el país. Volvió a preguntarme por la salud de Jorge Teillier y por su libro Crónica del forastero, publicado en 1968. ¿Dónde está Neruda, ya salió su Geografía infructuosa, aún sigue de embajador en Francia? Cuídate mucho, me dijo al despedirnos en el umbral de aquel viejo hotel de La Habana. Sentí la fragilidad en sus palabras; debe haber sentido lo mismo al escuchar las mías. El peso de una Historia cruel estaba derrumbándose, paso a paso, por encima de la estructura cívica de Chile. Vendría el tiempo de la barbarie y la pulverización del espíritu democrático. Vino entonces lo que se veía venir: la antigua república ensangrentada, con una gran venda en los ojos y en la boca. Luego el exilio. Transcurrieron más de treinta años. Luego el renacimiento desde el vientre del exilio.

Catorce años después, en 1986, nos encontramos nuevamente, pero esta vez en San Ildefonso, junto al espacio del Templo Mayor, y con motivo del Primer Encuentro de Poetas del Mundo Latino. Leímos nuestros poemas en el salón El Generalito, y luego en el teatro de Bellas Artes. Fue un festival de poesía inolvidable, con la asistencia de un público entusiasta. Elíseo me obsequió otras dos obras fundamentales: Entre la dicha y la tiniebla, su antología editada en 1986, y Poesía, que reúne toda su obra poética hasta 1983. En la contraportada de este volumen, Elíseo Diego ofrece otra de sus claves en unas cuantas líneas: "Los niños, o los señores de la sabiduría, son capaces de ver en cada fragmento del universo todas las cosas juntas y por todos sus costados a un tiempo, de un solo golpe absoluto y satisfactorio. Sospecho que el acto de escribir es casi un testimono de pobreza: los demás precisamos de una mirada sostenida al máximo de atención posible, y, además, necesitamos comprobar que no hubo engaño, que se vio de veras, y en consecuencia, compartir nuestra visión con otro".

Lo vi algo nervioso aquel 18 de octubre de 1986, cuando abandonamos el Palacio de Bellas Artes, y con la voz temblorosa; su caligrafía fue aún más temblorosa que su voz. Percibí que no se sentía bien de salud: estaba muy delgado y muy débil. Ay, mi querido Hernán, qué terrible ha sido todo. ¿Cómo te sientes en México? Supe que estabas aquí. El dolor es imborrable, aunque no siempre aparezca sobre la piel, le dije en voz baja. México ha sido como la casa paterna y nuestragratitud es permanente. Yo espero que la angustia, el sufrimiento y la zozobra por lo que sucedió en Chile vayan desapareciendo poco a poco. La inmensa cicatriz no se cerrará durante mucho tiempo. La Historia, a menudo, no es más que el error y el horror. En fin. ¿Sólo la eternidad comienza un lunes? Elíseo Diego me respondió con una sonrisa. Nos dimos un abrazo en silencio. Pensé que me diría algo por aquella eternidad y por aquel lunes, pero permaneció mudo, con la elocuencia enigmática de una piedra en el camino. Había humedad en sus ojos, por lo que recuerdo. El 7 de marzo de 1991 asistí a una lectura poética de su obra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Lo vimos llegar al salón con dificultad, caminando pausadamente. Yo te veo muy bien, dijo con esa voz que parecía venir de muy lejos: una voz ávida de oxígeno. Vengo a escucharte una vez más, le dije, ¿cómo está la familia? Todos muy bien, gracias a Dios, me respondió con la sonrisa de siempre. De nuevo apareció la melancolía en sus ojos que brillaban como los de un niño fuera del tiempo. Soy yo el que no está muy bien; el tabaco me está matando. Así mata el tabaco. Silencioso. Es su estilo.

La ciencia del azar me permitió verlo y escucharlo casi al final de su vida física. Fue nuevamente en la Facultad de Filosofía y Letras, y luego en la Feria Internacional del Libro, allá en Guadalajara, el 27 de noviembre de 1993, durante aquel soleado mediodía en que recibió el Premio Juan Rulfo. Nunca olvidaré sus palabras del 14 de octubre de 1993 en la UNAM: "Si uno echa la vista atrás, aparecen los espacios mágicos. Cuando hemos sido expulsados del Paraíso de la Infancia, debemos luchar porque ese niño no desaparezca. Cuídate para que en el instante de tu regreso, pueda mirarte a la cara ese niño que fuiste algún día. Todos los niños son excepcionales; lo que sucede es que no nos damos cuenta. Para mí, todo es un misterio indescifrable, como el hecho de que ustedes estén sentados allí, respirando. Cuando éramos niños, todos vivíamos en la poesía. Después vienen las cosas que nos enturbian y nos alejan de la infancia, es decir, de la poesía".

Aún me hablan por teléfono para decir que Elíseo se murió de improviso, en la penumbra, aquí en México, mientras soñaba y soñaba. Yo no lo creo. La gente dice tantas cosas. Sea como sea, el atento y parsimonioso poeta de la sabiduría seguirá soñando con nosotros, desde el infinito, y por nosotros. Que siga soñando en paz, Elíseo Diego, aquel niño que fue, que es, que todavía somos: ese niño inagotable, de sapiencia bondadosa. Piedad, parece decirnos de cerca y de lejos; aunque sea un poco de compasión. Y yo repito: un poeta no muere, nadie en él se nos muere. Únicamente resucita.


 

 

 

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