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Hernán Lavín Cerda
"Creo en la Literatura por Encargo"
Por Pedro Pablo Guerrero
Revista de Libros de El Mercurio, Santiago de Chile, 29 de mayo de 1999
Radicado en México desde hace décadas, el escritor y académico chileno Hernán Lavín Cerda (1939) vino a nuestro país a presentar "Música de fin de siglo" (Editorial Fondo de Cultura Económica), antología que recoge más de treinta años de creación poética
Llegó a México el 13 de octubre de 1973, exiliado. Unas conferencias dedicadas a la cultura chilena y la publicación, al año siguiente, de un ensayo sobre Pablo de Rokha le abrieron las puertas de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se desempeña hasta hoy como profesor de literatura, impartiendo un taller de creación y la cátedra de poesía latinoamericana contemporánea.
—Si tengo algo de lo que preciarme, y lo digo sin escudarme en ninguna falsa modestia —afirma— es de ser un embajador cultural de mi país. Desde que llegué me he preocupado de transmitir la locura visionaria de la gran poesía chilena.
A cambio, advierte, el país anfitrión ha potenciado los rasgos más festivos de su obra:
—México es un carnaval permanente. Aunque por un lado tiene un poderoso sustrato indígena, el mexicano es un hedonista al que le gusta mucho el histrionismo. Por algo el sentido de la fiesta es tan fuerte. El hecho de vivir allá desata todas mis raíces. Yo tengo un origen mediterráneo-latino por ambos lados. Italiano por el de mi madre y español por los Lavín, que son de Santulona del Mar y de la Cantabria de Santander.
Teñida a estas alturas de un suave acento mexicano y una estupenda pronunciación que —dicen— ya tenía antes de irse, la charla de Hernán Lavín Cerda no tarda en llenarse de recuerdos de Chile que surgen apenas se menciona algún tema, libro o nombre cualquiera.
De su adolescencia, evoca a los profesores del Liceo San Agustín y, en especial, al padre Alfonso Escudero, quien durante los años cincuenta alternaba la crítica literaria con los "talleres" de lectura y creación que organizaba para sus alumnos.
—Nos inducía a leer —recuerda— textos determinantes, sobre todo de cronistas chilenos como Vicente Pérez Rosales y Joaquín Edwards Bello, pero también los artículos breves y evanescentes de Augusto D'Halmar y, de vez en cuando, algunas prosas de Gabriela Mistral que cada vez me parecen más seductoras.
«Toma, lee», la conocida expresión que escuchó alguna vez el santo patrono del liceo, era el título de la revista donde aparecieron los primeros textos del escritor novato: híbridos de prosa y poesía que ya conjugaban ficción y realidad, aludiendo a sus primeras influencias literarias. Rasgos que su escritura jamás abandonaría, marcados a fuego por el padre Escudero, fiel seguidor de la imitatio retórica:
—El otoño, el verano, el liceo, las calles del centro... "¿Alguien se atreve a escribir algo con ecos de otros autores?", nos preguntaba. Y así empezábamos a hacer nuestras primeras composiciones. Yo creo mucho en la literatura por encargo, uno mismo se encarga de ciertas cosas, o los dioses o fantasmas le piden a uno ocuparse sobre tal o cual tema.
Otro "encargo" le permitió, más tarde, ingresar a la escena literaria de los años sesenta, mientras estudiaba periodismo en la Universidad de Chile:
— Lenka Franulic murió en 1961, y el centro de alumnos me encomendó decir unas palabras en su funeral. Yo escribí una despedida que más tarde se publicó en la revista «En viaje». Una semana después, Camilo Morí habló con mi madre y le dijo que Pablo Neruda me había escuchado en el Cementerio General y que tenía intención de conocerme. Me llevaron a una comida en su honor y en la sobremesa él me preguntó: "Joven, ¿ha traído algún poema nuevo?". Y yo, ni corto ni perezoso, le dije "Sí, don Pablo", y ahí leí otros poemas.
Neruda mediante, Enrique Bello los publicó en la revista «Ultramar». Fue el espaldarazo que necesitaba: al año siguiente autoeditó su primer libro, La altura desprendida, saludado en su momento por críticos como Edmundo Concha, Ricardo Latcham y Hernán del Solar.
"¿Qué hacíamos con Neruda?"
—¿Qué poetas leía cuando empezó a escribir?
—Antes de descubrir a Neruda, autores románticos como Manuel Magallanes Moure, Daniel de la Vega, Jorge Hübner Bezanilla o Ángel Cruchaga Santa María, que me parece un estupendo poeta.
—¿Y de quién aprendió el gusto por los lugares exóticos, a veces abiertamente orientalista, que aflora en parte de su obra?
—Ahí están los ecos de D'Halmar, pero sobre todo de Salvador Reyes, un escritor exquisito, maravilloso, que hacía una literatura abierta al mundo. Esos viejos mestizaban la escritura, no le tenían miedo ni celos al periodismo y transitaban del libro a las páginas de las revistas o los diarios sin ningún problema: podían escribir sobre un poeta francés y al día siguiente estar haciendo un artículo de costumbres sobre el Mercado de Valparaíso. Esa amplitud de registro me sigue resultando muy atractiva.
—A usted se le adscribe a la generación del sesenta, que pretendía separar aguas de Neruda. ¿Cómo usted, un poeta apadrinado por él, escapó a su influencia?
—Bueno, ese era un asunto crucial para todos, no sólo para mí. ¿Qué hacíamos con Neruda?, cómo lo absorbíamos y aprovechábamos y cómo nos liberábamos también, para ir encontrando nuestro propio camino. Era tal el peso de su obra, de su estilística y de su mundo que ya se había convertido en un verdadero pulpo, en el sentido más amplio del término. Entonces aparecieron ciertas figuras que se transformaron en nuestros maestros: Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Armando Uribe, Miguel Arteche. En ese instante se produjo además el redescubrimiento de
Huidobro. Todo esto nos permitió hacer una revisión del mundo nerudiano con más distancia.
—¿Por qué en su antología «Música de fin de siglo» no aparecen los libros que publicó en Chile durante esos años?
—Hay dos formas de responder a eso. Una es que varios textos están incluidos en libros posteriores. De hecho, el primero que aparece, Ciegamente los ojos es ya una antología que publiqué en México el año 77, y que trae varios textos de ediciones originales hechas acá. Además, obras como Cambiar de religión o Neuropoemas, que estaban incluidas al principio, las tuve que dejar fuera por un mal cálculo, pues el libro estaba excedido en más de cien páginas.
—En su primera antología, «Ciegamente los ojos», usted aparece muy interesado por los santos, sus imágenes religiosas y los milagros que se les atribuyen.
—Sí, claro, eso corresponde al libro Las tiernas súplicas y la fuente es el antiguo Museo de Culturas Indígenas que estaba en la cumbre del cerro Santa Lucía, que visité dos o tres veces seguidas por esos años. Allí había oraciones étnicas basadas en el santoral católico, pero que estaban en lengua castellana. Esos textos sincréticos y populares me impresionaron mucho. No te olvides de mi formación en el San Agustín. Yo soy casi un agustino o pude serlo. Ayer no más estuve en su iglesia y sentí una emoción muy grande frente al Señor de Mayo y a Santa Rita de Casia, la única santa que cuando la tocan, grita (se ríe)...
—¿Es muy beato usted?
—Bueno, son devociones de la infancia. Mi madre era muy devota, yo viajé ahora de México a Chile con una imagen que ella me dio. Son cosas que aparecen en mis sueños nocturnos y diurnos, y también en mi escritura de modo directo u oblicuo.
—El cine es otra de sus influencias, ¿no?
—Efectivamente. Hay tres poetas del cine que me han impactado: Luis Buñuel, Federico Fellini y Andrei Tarkovsky. A los primeros los descubrí en Chile a través de películas como «Belle le jour» y «Viridiana», que vi por primera vez en el cine El Golf. Por esos años llegaron también «El Satiricón» y «La dolce vita». En todos esos artistas el mundo de lo religioso está muy presente, con sus pros y sus contras, y al mismo tiempo con la incorporación del erotismo, que a algunos les pareció una blasfemia, pero que a mi entender era una forma de oxigenarlo.
—Es una de las licencias del carnaval que se toma su poesía.
—Claro, cae dentro de ellas, pero está además en casi todos los poetas chilenos que se acercaron al tema religioso. Si no, pregúntenle a Armando Uribe y a José Miguel Ibáñez. O lean al mismo De Rokha, que era un volcán en erupción constante y que salió del seminario en Talca.
"No he controlar el
fuego de la creación"
—En su poemario «Nueva teoría de la evolución» están presentes los animales, un elemento familiar en la literatura hispanoamericana, desde los bestiarios de Indias hasta Cortázar, Arreóla y Silva Acevedo. ¿Cómo se acerca usted a la zoología?
—La cultura náhuatl considera que cada ser humano tiene un doble, un espíritu que piensa por él. Ese doble es un animal. Puede ser perro, ave o pez, pero siempre te acompaña a lo largo de la vida, como una especie de ángel de la guarda. Es algo muy profundo y ancestral. Alguien podría decir que allí opera el cerebro límbico, el antiguo cerebro-reptil que es la base del humano. Algunos neurobiólogos y psiquiatras hablan incluso de fijaciones que vienen de la memoria biológica de la especie. Tal vez. Para mí es un misterio que no quisiera aclarar del todo, porque tiene mucha potencia.
—Al revisar muchas de sus imágenes poéticas, ¿reconoce una deuda con el surrealismo?
—No la puedo negar, pero no se trata del surrealismo desde el punto de vista académico ni como escuela artificiosa. Hay otros maestros que abonaron el camino. En el caso de Chile lo hizo, a su modo, Nicanor Parra, con lo que se llamó el "surrealchilismo", al sacar al surrealismo de la cosa libresca y meterlo en la vida.
—Y la vertiente barroca y culterana de su poesía, ¿cómo nace?
—Yo creo que empieza el año 71 cuando publiqué mi primer libro de relatos, La crujidera
de la viuda, que editó «Siglo XXI» en México. No sé quién escribió la solapa, pero allí me alineaban en la revolución sintáctica que abrió Guimaraes Rosa y decían que mi prosa era como leer una partitura musical. En realidad, era narrativa que estaba muy cercana a la poesía. Tengo sospechas de que eso me viene de lecturas como Los pasos perdidos, de Carpentier, Rayuela, de Cortázar y Adán Buenosayres, de Marechal, que fueron libros que subrayé muchísimo. Más tarde, al llegar a México vino el descubrimiento de esa prosa fascinante que está de Ecuador hacia el norte: Severo Sarduy, Lezama Lima...
—Pero en poesía tiene que haber algún equivalente.
— Bueno, hay varios que siguen siendo clásicos. Los libros iniciales de Neruda: Tentativa del hombre infinito, Anillos, El hondero entusiasta. Así como Los penitenciales, de Humberto Díaz-Casanueva, uno de mis autores de cabecera. Y especialmente la obra de Saint-John Perse.
—Sin embargo, parece que usted también advierte los límites de la exuberancia verbal cuando escribe: "la gallardía del lenguaje tiene que ver con su destrucción".
—Claro, porque el hablante de esa escritura
está en las fronteras, tratando de pasar al otro lado, casi tocando lo inefable. Cuando el lenguaje alcanza el grado cero de la escritura y uno se queda en el aire, logrando una especie de revelación. A mí esa clase de libros me atrae mucho, pero al mismo tiempo me agobian y de pronto hasta me asustan. Siento vértigo y yo mismo me digo "vamonos a otro campo más claro". Entonces busco algo más contenido y escribo epigramas.
—Con más de veinte libros publicados, usted podría ser considerado un autor prolífico. ¿No tiene miedo de haber escrito páginas que están de sobra?
—Miedo no, lo que ocurre es que yo no he podido controlar el fuego de la creación. Es más, en poetas que podríamos llamar "prolíficos" es inevitable que haya momentos de cumbres y bajadas. Lo asumo desde el comienzo y trato, hasta donde puedo, de cuidar la escritura. Muchos dirán que soy irregular. ¿Y quién no lo es? Pensemos, por ejemplo, en nuestros grandes poetas. Yo no creo que los dos Pablos ni Gabriela fueran regulares.
—Poeta, ensayista, narrador, ¿cómo prefiere ser llamado?
—El origen de todo es la poesía. Como decía Octavio Paz, es difícil encontrar pueblos sin la presencia de la poesía, pero sí se pueden encontrar pueblos sin cuentos ni novelas. Lo primero es el mito y la leyenda, claro, pero la estructura artística inicial es la poesía. Pienso que es el ombligo materno del que viene todo lo demás. Yo transito sin mucha dificultad de un género a otro y tampoco quiero establecer caminos rigurosos. Cada uno tiene sus peculiaridades, pero me parece que todos vamos haciendo textos cada vez más híbridos. Tabucchi habla de una escritura total donde se funden los géneros.
—Borges pensaba también que la literatura es un texto que escriben todos los autores, ¿le agrada la idea?
—Me encanta. Pienso que hay un sentido comunitario, casi eucarístico en la literatura. Es lindo ver que otro está haciendo un texto que yo soñé, y de repente ver a otro soñar algo que voy a escribir. Algo así no suspende lo individual. Todos estamos, de un modo y otro, escribiendo la misma obra. La literatura es un autorregulador del espíritu que nos hace crecer a todos.
La Belleza de lo Efímero
Música de Fin de Siglo
Hernán Lavín Cerda. Fondo de Cultura Económica, Santiago, 1998, 331 páginas
Por Bruno Cuneo
"Música de fin de siglo: cornetas, bombos, pífanos, flautas y platillos. Fuego de artificio; remolinos, voladores y cohetes". Pocas veces un libro ha estado más cerca del ánimo trovadoresco y muy pocas leer equivale a dejarse arrastrar por la irrupción de una fanfarria descarada. Como si el magisterio y la grotesca ternura de Fellini hubiesen saltado desde una cama elástica a las arenas de la poesía, la profusa imaginería de Lavín Cerda, que le tributa abiertamente, no reconoce desde entonces una instancia mayor que la del circo. En el circo el hombre se experimenta a sí mismo como caricatura, compite en gracia con la destreza de las bestias y, a la manera de aquellas antiguas fiestas medievales,
reconoce en el loco o el payaso la imagen más ajustada de su condición patética y finita. Si la poesía de Lavín Cerda detiene y maravilla, si el ostensible oficio se conjuga con soltura, es quizás por haber penetrado agudamente en el secreto del cual brota todo pathos bufonesco, a saber, que la risa es otra forma, y más digna, de temblar frente a la muerte. "El sabio sólo ríe temblando", ha escrito Baudelaire en Acerca de lo cómico y la caricatura, sin saber si la sentencia en verdad le pertenecía.
A quien pertenece en todo caso es a Lavín
Cerda. Poeta versátil, de igual brillo en verso libre o prosa poética, empuja a las palabras a emprender una deriva infinita por los plexos del idioma hasta hacerlas estallar en graciosas paradojas, en sutiles cismas de sentido, dejando tras de sí una iconografía prodigiosa. Acontecimientos, y no hechos estáticos, inventarios, biografías cosmogonías, el poeta simula un tasador, ágil y cosmopolita, que sólo reconoce en la finitud de las cosas y los actos el valor de lo risible. A la manera de un experimentado prestidigitador, extrae la gran broma que recorre el fuero íntimo de cada ser, la paralógica evidencia
inscrita en el origen del sí mismo y del lenguaje: "La gallardía del lenguaje / tiene que ver con su destrucción: sólo se aniquila y se confunde / aquello que parece incólume", escribe en «El vuelo de la mariposa», que bien podría oficiar aquí de arte poética. La poesía parece brotar en Lavín Cerda de esta evidencia incontestable, único aserto que descubre a lo poético el umbral de lo infinito: la belleza de lo efímero, de lo que se afirma y persiste en su propio desvanecimiento, el cariz gozoso que se perfila en todo lo finito. Evidencia infantil, cierto, pues el humor despunta siempre en el niño y sólo en él el sentido se abre desde el sinsentido. Para quien así se conduzca, y al hombre maduro le queda tan sólo la nostalgia, el humor se convierte en la verdad misma revelada: "A eso hemos venido, amor mío: / a llorar, a reír, a desconfiar del llanto /y a confiar en la sonrisa / como cuando éramos niños / y teníamos, de acuerdo con la tradición más antigua, / todo el humor y la nostalgia del mundo por delante" («La tradición más antigua»).
En fin. Música de fin de siglo constituye una contundente antología de la producción poética de este autor chileno, gran parte de la cual ha visto la luz, bajo la protección de Xochipilli, en México, país en el que reside desde 1973. Su poesía está signada por "la temperatura moral" —como decía Taine— de esas tierras, cuyo atractivo principal —dirá Bretón— es "ese poder de conciliación de la vida y la muerte (...) que mantiene abierto un registro inagotable de sensaciones, desde las más benignas hasta las más insidiosas". Lavín Cerda asentiría.