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Hernán Lavín Cerda | Autores |


 








Recordar es obsceno

Hernán Lavín Cerda
Publicado en Escandalar, N°2, abril-junio de 1979




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Esos versos no son tuyos, plagiaria, dijo la Pincoya y fue la primera en atreverse a levantarle la voz a la Culta. Juraría que los compuso el gigante Gerión por encargo de don Pelayo, quien deseaba dedicarlos a su novia doña Fernanda del Pulgar, cuyos ojos siempre estarán húmedos porque durante su infancia la niña se alimentó con leche de búfalo y carne cruda como si fuese una niña rumana. Estás loca de religión, contestó Tatiana subiendo eufóricamente el nivel de sus codos: como los aissúas, terminarás sacándote los ojos y los dejarás colgando. Y, como ellos, ahora sufres de placer mordiendo el vidrio y comes alacranes vivos pues tu dios habla noche a noche y te los manda devorar. Oralia se quedó ciega y fue a decirle ojos de perro azul, pero no quiso abrir su boca cuando a través del túnel se escuchó una música de funeral masónico, y la Rusa no pudo sacar su voz para decir fantástico, fantástico, acabo de remover este relicario de color liebre que más bien parece haber pertenecido a una tribu de chinos trashumantes, y aquí abajo siguen durmiendo, desde hace veinte siglos, los manuscritos del Libro para juzgar el mérito de los caballos. Unos van al fondo de la tierra y otros se elevan al cielo, y los hay para el combate y para la búsqueda del Paraíso que se extiende junto a la Ribera de las Nueve Corrientes donde vive el último nieto del Inventor de Sí Mismo, recitando las enseñanzas del Padre Sabio: Dejaré pintada una obra de arte, soy poeta y mi canto vivirá en la tierra: con mi canto seré recordado, oh mis oyentes, me iré, me iré a desaparecer, seré tendido en estera de amarillas plumas y llorarán por mí las ancianas. Escurrirá el llanto mis huesos como florido leño y he de bajar al sepulcro, allá en la ribera de las tórtolas. Y Juana Pomar, la última nieta mestiza, fue acercándose al Inventor de Sí Mismo en medio del aullido de los gansos y le dijo suavemente: Y porque el cuerpo no es infinito, el presente nunca estará presente. Estoy de acuerdo, sollozó la Culta: diríase que todo fue obra del azar, incluso la sangre. ¿Qué dices?, desconfía Minerva. Nada, dijo Tatiana. Macanudo, chilla Dolores azuzando los labios como una colombófaga. Nada que signifique futuro porque así está escrito desde que el mundo es ceniza. ¡Unamunoooooo!, se embucó la Gallofa queriendo ridiculizar a la Culta: confusamente sacudió las caderas y de lumpen se volvió su culo, más por lo turbio del ritmo que por la desmayada alegría. Aún Oralia no recupera la vista cuando vuelve la música de funeral masónico y, al fondo, sobre una explanada, seis hombres vestidos con gabán de plata, polainas amarillas, chambergo azul y ancha corbata de rosa, van cargando el ataúd pequeñito de Garibaldi y el general Fructuoso Rivera viene al último, cerrando el cortejo, y el enorme pañuelo de seda roja va cubriéndole los hombros, una roseta negra encima del pecho, los labios blancos, los cabellos brillantes y la mirada perdida. Como de aguzanieves fue la música que se elevó del funeral, y corría un olor de aceite de ajolote. Confusas como una manada de perezosos, las tres primeras detuvieron la marcha. Esperemos a que pase el viento cálido que parece venir de ultratumba, dijo la Turbulenta con una sonrisa que alivió fugazmente la tensión. ¿Por qué?, preguntó Beritalia. ¿Nunca te lo enseñó tu padre?, dijo la Culta y se contestó a sí misma observando los muros del túnel: el aire destruye lo que toca, lo purifica, y por eso debemos evitar cualquier derrumbe. ¿No es mejor prevenir que sacarnos los ojos? Siéntense, dijo Luisa, hasta que se haya ido el viento. ¿Será aburrido sentarse?, dudó la Piruja y Dolores dijo basta de ceremonias solemnes. ¿Alguna quiere fumar la yerba del diablo?, y del morral de antílope sacó una pipa muy larga, oscura, y con tatuajes aéreos: es pipa de brujo y encendió la mezcla sin mucha dificultad. Poco a poco fue subiendo lo más liviano del humo verde y lo más denso se quedó abajo, a menos de diez centímetros sobre la tierra, formando una nube inmóvil de olor acre que de pronto se volvió dulce como si fuera incienso bañado en perfume de vainilla. Qué agradable y gracioso, suspiró Minerva y levantó su índice. Ten paciencia, dijo la Gallofa: ya te llegará el turno y Oralia, que aún permanecía de rodillas, se dirigió a Minerva más con el pensamiento que con los labios para decirle mirándola: todo depende del sitio que escojas. Si te sientas donde debes será tuyo el poder de la felicidad, pero si fallas nadie podrá salvarte. ¿Cuántos sitios hay? Infinitos. Y sin embargo sólo uno de ellos te pertenece. ¿Cuál es la ruta? Solamente tú puedes hallarla sin ayuda de nadie porque nadie te conoce. ¿Y si me pierdo? Piérdete, pues el que no se hunde no se halla, y quien no se halla no puede encontrar nunca su sitio. Dolores estaba escuchando el relato con sus ojos como los ojos del perro azul: aquí tienes, dijo alargándole un puñado de la mezcla, y se sentó dificultosamente haciendo la genuflexión del hinduista sobre un taburete mínimo con forro de piel de leopardo y un espejito que desde el suelo devolvía la imagen del sentado, y además quince campanas de cristal de color griego y amarillo de verderón doméstico. Pásame la verónica, tengo frío, dijo Ramona observando una cofia de monja. ¿Y esa cota?, preguntó Ismenia: ¿de dónde la sacaste? La Gallofa abrió el segundo compartimento de su morral campero y sacó el manto negro: toma, cúbrete las rodillas y los codos, y se volvió hacia Minerva: toma, aquí la tienes, y le puso la pipa en sus manos por el costado del quetzal escarlata y el sputnik lleno de plumas. No fumes hasta que pase la tormenta. La Piruja hizo el gesto animal. Sí, sonrió Dolores: la tormenta de desconocerte a ti misma. Todo será más claro cuando naufragues por dentro, como dice Oralia, y la Pincoya intervino: así es el principio, el nacimiento del túnel, y luego viene la época de los cuatro peligros naturales que es preciso vencer: el miedo, la claridad, el poder y la vejez. En cada uno de ellos se encierra el Paraíso y el Infierno, los círculos de la dicha y la desdicha, el nirvana y el salto al vacío, la constelación de visiones y el desenredamiento. Acostúmbrate a llevar el temor al miedo dentro de tu vida durante algunos años y al fin comprenderás que no es imposible dominarlo. Y cuando lo domines, no huyas, vive con tu miedo y no huyas, límpiate del tenor de no tener miedo nunca más, y alimenta, día a día, la luz que viene y te cubre: ella puede abrirte el universo o puede volverte ciega. Piensa que la claridad del conocimiento es casi un error y estarás a salvo y tendrás el poder que jamás fue tuyo: has de tener la fuerza de voluntad y la imaginación para abdicar a tiempo y solamente ejercer el poder de los juegos mentales. Cuando así sea vas a sentir sobre los hombros el peso de tu último enemigo que es el más cruel de todos. A él sólo puedes ahuyentarlo bailando el baile del futuro y cantando como un estornino la canción del mátamepronto, borracha de encanto. Jamás te acuestes a dormir y siéntate en el sitio escogido: no te desmayes, no te canses, que no te venga el olvido porque el olvido te hará vieja y el enemigo invencible acabará con el dominio de tu miedo, de tu luz, de tu poder. Sigue bailando el baile, sigue cantando, y protege tu memoria para que siempre seas mansa, joven, bondadosa. Cuando terminó de hablar, Minerva estaba llorando como un astracán recién nacido. ¿Qué sientes?, dijo la Culta, que se había adelantado dos metros. Nada, sonrió Minerva y sus labios temblaron. Siento que se me desmaya la flor azul, sollozó la Profusa. Tatiana se puso el embudo de papel en la boca y dijo eutrapelia, eutrapelia, que la paz sea con todas nosotras, las últimas ingenuas que apostarnos en favor de la belleza. Nein, dijo la Chinita y Minerva no pudo contener el acceso de tos y el hipo muy tenso como la cuerda de una viola infinita por donde van a morir los mirmidones de Tesalia. Todo lo veo verde y parece que los ojos se me fueran muriendo porque todo lo veo verde: es como haber nacido de nuevo pero en el fondo del mar. Como en un punto muerto, se me encierra la visión en un círculo y más allá del círculo no veo a nadie: el Corsario va arrastrándose por mi sangre como un búfalo herido y la sangre es verde y tan delgada que de pronto desaparece: adentro vuela una bandada de mirlos blancos, corre una musiquita de bandurria antigua, y algunos milanos están devorándose las costillas de una inmensa mujer barbuda de doble vientre, espoleta de casuario sobre los ojos garzos, cejas ralas, nariz que parecía estallar de un momento a otro como si perteneciera a una de las venus de la prehistoria, muslos robustos, filipinos, con el aroma de una mimosa púdica, e infinitas capas de grasa cubriéndola desde los cabellos de abuela del mundo a los pies de niña durmiendo en su cuna. Afuera no se ve nada que no sea verde y las formas de la naturaleza van cambiando de estatura. ¿Soy transparente?, me pregunta un caballo y estoy feliz porque alcanzo a ver la piel rojiza de su belfo, pero cuando me acerco un poco más y puedo tocarlo, el caballo relincha de dolor: se ha puesto verde y, como un asesino, huye a esconderse entre las zarzas y las nubes. Minerva interrumpe su historia, abandona la pipa y todas están llorando. Cuando el humo se ha ido la Turbulenta dice ya pasó el viento cálido que venía de ultratumba: ahora debemos reanudar la marcha. Y todas van levantándose penosamente como si cada una de ellas hubiera devorado un millar de huevas de esturión y carnes de arenque sueco. Laura es la primera en partir, algo festiva, debido a que siempre se mantuvo al margen. El camino viene curvo, dice mirando hacia atrás, y Luisa le ordena que siga: sigue, avanza, pues el mañana nunca será mañana, y la Trementina enciende una linterna con enchape de nácar y empieza a doblar la curva y le sube el miedo cerval y se siente como un pabilo mordido por despabiladeras que lo atacan y lo convierten en cenizas. Repentinamente mueve los ojos, se queda mirando el techo del laberinto y al fin descubre, entre dientes de león y flores de escaramujo, las trece inscripciones: Frigia del Helesponto. la princesa más bella. Fue hermana de Cástor y Pólux y esposa de Menelao. Un día la raptó Paris y provocó la guerra. Meandro, adivino troyano, navegante del mar Egeo, hijo de Príamo y de Hécuba. Mesenia, el último amor de Epaminondas, quien la liberó del yugo de los lacedemonios. Magnesia, la odalisca que amó furtivamente a Escipión el Asiático, vencedor del valiente Antíoco III. Esmirna, que sirvió de modelo a la María Magdalena del Tiziano, fue una de las dríadas más activas del mar Egeo y llegó a ser la mejor tejedora de alfombras de todo el mundo. Ambracia, la hija del golfo que vivió toda su juventud sobre las aguas del mar Jónico y acabó convirtiéndose en ambiciosa, como la hija de Agripina, cuando se fue del mar. Trifilia, la maleva del tango que inventó los juegos malabares y abandonó la Liga del Peloponeso para hundirse en la gula total, y allí fue descubierta por Heliogábalo antes de volverse loco y ambos vieron morir sus días en el pabellón 11 de Helios, la mejor clínica psiquiátrica de la época. Platea, la bella que encegueció a Mardonio con la rumba de su vientre colosal y, luego de hacerle la del conejo, terminó recitando un epicedio compuesto por ella misma sobre el cadáver del horrible persa. Olimpia, la reina de Macedonia que amó a Filipo II con una pasión sumergida, y murió asesinada en el templo de Zeus por negarse a revelar el sitio exacto donde se oculta el tesoro de Sicione. Cícico, que destinó su vida a comprar y vender almas muertas dentro de los límites del imperio de Pericles. Una noche fue envenenado con hígado de babirusa loco y aceite de belladona, por orden del general Mardonio, y nunca se sabrá el motivo. Lavinia, a quien Júpiter condenó a vivir sin envejecer, fue la hija de Latino y llegó a ser la esposa de Eneas en los días en que Pietro Berrettini da Cortona abandonaba la Etruria con rumbo desconocido. Icaria, la hija menor de Dédalo que logró huir del laberinto con dos alas de plata bajo un dormán muy amplio de color fucsia, y que siglos después adoptarían los húsares de la muerte como uniforme oficial. Carpentaria, hija de Príamo y de Hécuba, que recibió de Apolo el don de profetizar el pasado y llegó a ser la mejor nadadora del mundo. Son famosas sus hazañas a lo largo del estrecho que lleva al mar de Mármara, donde ella inventó el estilo mariposa y el buceo con los labios abiertos. Pero un jueves 11, por error de cálculo, se hundió junto a la costa del golfo de Salónica. Tengo mucha hambre, suspira Dolores y viene arrastrándose hasta el lugar de la Trementina: esto es demasiado para mí. ¿No se comerían un costillar de chancho envuelto en crema de corazón de alcachofa? Prefiero unos chiles rellenos con queso y colitas de camarón, y todo el frangollo bañado en salsa de tomates rancagüinos, propone la Profusa: recuerdo que así le gustaban a mi padre, aun cuando el maestro Alanatti insistía en cambiar los chiles por unos pepinos gigantes. Entonces se armaban las trifulcas terribles, las peleas de trefilador contra tundidor, hasta que venían los espíritus buenos y los separaban haciéndoles ver que al infierno se llega por el camino de la carnalidad bramante y la gula indómita. ¿Habéis leído el Arte Cisoria de Enrique de Villena?, preguntó la Culta mofándose con su risa del sur: juraría que sí por la forma impúdica de enfrentar el futuro. Y sentenció: ninguna ganará el derecho a vivir aprendiendo a cortar o trinchar viandas. Mala cueva, dijo la Gallofa desde una esquina: mucho más triste es andar pasando el platillo como una pituca en la procesión. Mucho más triste es ir montada en una golondrina, mudando el culo por cinco dólares como las minas de Vitacura y tan perdida como el teniente Bello. Rompe tus libros y acércate a las llamas. Déjala, no le contestes, dijo Minerva desde la otra esquina, y siguieron caminando y pronto se escuchó el ruido de una bandada de epifaneos que volaban a ras de tierra. Cuídense de las picaduras. dijo la Turbulenta, pues ellos esconden el veneno invisible detrás de sus vientres, y sólo aquel veneno estimula la psicosis luego de ataques de risa que se prolongan y se interrumpen y se prolongan y se interrumpen hasta el fin del que está riéndose. Qué horrible, pensó Laura bajo la última de las inscripciones, aunque no pudo abrir sus labios. La linterna había perdido su poder y vino la sombra. Deténganse, ordenó Luisa desde el fondo: ahora ocupaba el último espacio junto a la Lechuza Loca que sigue quejándose del dolor subterráneo. Y levantó su meñique espiando a Laura: ya me cansé de jugar el juego de Cicerón. ¿Por qué no me avisan cuando se hayan ido los epifaneos? ¡Cicerone!, corrigió la Culta hundiendo la punta del palillo de incienso de rosas por su nariz, para apurar de ese modo el estornudo que en verdad fue rimbombante. Qué gracioso y flemático, suspiró la Profusa, a quien divertían las ocurrencias de Tatiana y, sobre todo, lo inaudito de sus inventos que ningún cristiano podía ver. Estoy gozando, a menudo, de una jornada purísima, iridiscente, como un recorte celestial, dijo Beritalia. Qué realismo, Dios mío: todo me trae recuerdos del infortunado Cicno, el último descendiente del rey de Liguria, porque Amadeo sufrió como nadie con aquella espantosa certidumbre. What, dijo Dolores cambiando su liga del muslo cursi al peroné, y acompañada por el silbido de una culebrina antes de hacer explosión. El pobre fue convertido en cisne cuando se hundía bajo el mar de las Islas Jónicas con el fin de descubrir el estrecho secreto que conduce al Pireo. Ná que ver, gritó la Gallofa con el pulgar hacia abajo: ¿hasta cuándo vamos a permitir tanto batiburrillo? El Corsario estaba derramándose a un lado de la gata Urra que no había abierto su hocico desde el principio del túnel. Cuán bella es la Rusa y qué feliz se siente, exclamó Ismenia bailando la rumba de los tormentos como si hubiera comido mucho matrimonio montado a caballo y envuelto en crema de ají macho. ¿Cómo que ná que ver?, dijo la Autodidacta imitando a Tatiana y hundiendo la otra punta del palillo de incienso de rosas por su nariz: al fin del camino lo doble es uno y no hay nada que no sea lo mismo, pues todos los caminos llevan al vino de dos orejas. Ya lo dijo el sabio Alanatti y así lo confirman las reflexiones confidenciales que compuso Honorato Duval S. Who, chilló Dolores riéndose como el caballo del rey Alfonso. Que todas las Romas acaban en la Calzada del Circo o en la Calle del Degollado. No sé, dijo la Culta, pero a veces me siento como si fuéramos muchos millones de ángeles rumbeando sobre la cabeza de un alfiler. Why. ¡Viva el Corsario!, se animó Ismenia y limpió sus anteojos con la franela celeste que estaba oculta bajo una rejilla metálica. Y sin embargo no estamos acostumbrados a vivir tan juntos como los ángeles, dijo la Pincoya: yo lo supe desde niña. Esas cosas no se saben, se sienten, come sus uñas Ramona y Tatiana la observa y le dice: mírame, Profusa, lo que tú has dicho lo comprueba. Por eso hay tantos cultos satánicos, ya ni siquiera hay espacio, y estamos en peligro de desaparecer hacia la desembocadura del lavaplatos. Todo es tan claro como el barro, pero el barro cubre toda la Tierra. No me confundas, pues yo soy yo, temblaba la Chinita pellizcándose la barbilla. ¿Segura? ¡Se fueron los moscos, se fueron los moscos!, gritó avergonzadamente la Lechuza Loca y Luisa vio sus ojos fuera de sí, como si recién hubiese visto la Ascensión ígnea del Profeta Elías o el Descenso a los infiernos. No, dijo la Culta con una sonrisa incrédula: sucede que acaba de pasar la mejor nadadora del mundo, y Magdalena estornudó cinco veces. ¿Ya te picaron los epifaneos o te arañó el águila de cola blanca?, preguntó Luisa como quien suelta la aguja por el asombro. Tatiana también seguía estornudando desde la euforia y no fue capaz de decir bueno, así ha de ser, cuando la Lechuza Loca repitió muy suave: ¡ya se fueron los moscos, ya se fueron los moscos! Ahora sí que no entiendo ni jota, dijo la Gallofa resignándose a morir, pero ninguna le hizo caso y se internaron entre cálices de agua bendita, copas de plata ahumada, collares de filigrana, cucharas de loza con dibujos de cobalto, cruces reales, corseletes de cuero, jubones con faldellín, hopalandas de lana y seda que se usaron bajo el reinado de Carlos VI, pelerinas de armiño con el dibujo de las armas de Francia, polonesas desmesuradas mediante el uso de ballenas, un corsé de ballenas, ya oxidado, una faja triangular ostentando el color viejo de ballenas mínimas como cuchillitos de marfil, tallas en cedro rojo, tallarolas para tundir el terciopelo, pulpas de tamarindo en una bolsa de algodón hindú, bicordes de cuerdas rotas, camisolas, túnicas, largos cucuruchos envueltos en velos, fragatas de juguete, mallas, espadas, escudos, bastones de peregrino, espuelas árabes, cascos, lanzas, hachas, penachos, vestidos que sólo se abotonan en la nuca y llegan a los pies, una escena al óleo con el rey Servio asesinado en la calle y su hija Tulia que hace pasar su carromato por encima del cuerpo de su padre, dalmáticas griegas y clámides romanas, damasquinados de Toledo, incrustaciones de ataujía, sombreros de pluma verde, armaduras cubiertas de oro y plata, arcos, ballestas, arcabuces, mosquetes de horquilla y mecha, montantes para separar los combates a esgrima demasiado furiosos y, a veces, para azuzarlos, morteros, minas, medallones flamencos, aguamaniles de hierro, el arcipreste Juan Ginés de Sepúlveda con sus pies blandos y sus ojos de zorra, Portales fumando tabaco rubio, Bulnes ciego, Montt huyendo de las ruinas y Felipe II que se gastó un reino en procurarse otro y a su muerte lo dejó todo envenenado y frío como el agujero en que ha dormido la víbora, el cuchillo de Gérard Fuel agonizando junto a la Biblia de pastas rojas, el olor del cadáver de Taylor que nunca termina de pudrirse en el fondo de la cueva donde ninguno llega, y la música que escapa como un río desde los huesos de Nichols y cuenta la historia del Conde Moerner, el sueco que enloqueció de codicia cuando quiso apoderarse del Tesoro de Atahualpa y se fue por la cueva y se arrastró y estuvo a punto de doblar la curva, ya la va a doblar, y entonces se fugaron de sus nichos unos cadáveres-parlantes que ahora flotan como fantasmas a los que nadie ha podido ver, pero murmuran y murmuran. No entiendo, dice Minerva: esta vez tampoco entiendo, y a pesar de que me confundo no me resigno a morir. ¿Qué fuerza pudo reunir todo esto? Creo que así ha de ser la memoria universal. Justo, dijo la Turbulenta: aquellos son los restos de Carlina y ella habría vivido por ellos y para ellos, pero el destino es cruel. No fue capaz de ser la reina absoluta y ejercer el dominio sobre el universo, siendo la gloria de los todo-poderosos. En cambio, siempre alcanzó a débil, una especie de bella amazona desvencijándose: otrora real, falsamente pudibunda, y hoy llena de rencor y de impudicia ejerciendo una maldad menos intensa, a como hubiese querido, y constreñida por los altos muros de esta casa. En otras palabras y utilizando los modos de decir de la Culta: ella quiso tener sangre de corte y apenas le dio para un morapio verdoso, de esos de seis tiritones, huyéndole por las venas. Luisa hizo el gesto leve, de irónica misericordia, que bien puede confundirse con nobleza de cuerpo, como una sombra montuna que se escurre bajo un arco escarzano. Nadie sabrá de dónde vino el allegro non troppo e molto maestoso del archilaúd y los violines, y luego el allegro con fuoco de las tamboras y los timbales y el olor a lirio sagrado de los indios. Todo sonaba como a pitirres que se hubieran vuelto locos de repente, a pífanos de obsidiana, a guanteletes contra leontinas, a tiros de espingarda, badajos muriendo, violas desmayándose, al bruñir del fagot y al baile de las bayaderas bajo un compás de arqueros, un compás envolvente, y alambiques chocando y frotando con alabardas, y el espacio muy tenso, de aquelarre goyesco, y todo en fuga como la música que sube de las hilanderías de algodón y de seda. Y más abajo, colgando de una pizarra, cinco rollos de poesía manuscrita en una lengua desconocida que Tatiana traduce primero al latín académico, después al latín popular, y finalmente al español de las Indias:


Al fondo de la conciencia hay una Magdalena
Con los ojos clavados.

Quiero cambiar de tren, de avión y de caballo.
Quisiera cambiar de sed. pasar los recuerdos a cuchillo.
Quisiera despedirme del pájaro turpial, la estrella errante.
Por eso digo adiós y sigo hablando solo como un río.

Pero ya viene el aroma lascivo de las magnolias
Y un venado se desmaya mirando el Paraíso.

Más allá del fondo de la conciencia está el río
Donde nada Carpentaria, la más bella nadadora
Que descubrió el estilo mariposa
Y el buceo con los labios abiertos.

Una sombra azul sigue bailando en el mar Egeo:
Como el amor que tiembla sobre la grupa de un potro
Y se hunde en el tiempo hacia el mar y la muerte.

Y más allá del fondo de la conciencia donde nada Carpentaria,
Una luz que hablaba con voz de mujer
Y ojos como los de las abejas.

Tú la bien alzada y la bien tendida
Rosal de la cintura para abajo.
Rojo azahar.


Verbo divino, dijo la Profusa sollozando: cuánta pena me quita el aire porque Amadeo ya no está junto a mí para oír estos versos del cielo. El se habría puesto feliz como nadie: era un hombre bueno que quiso ser poeta y yo creo que estuvo muy cerca. Alguna vez escribió veinte romances y doce sonetos que reunió bajo el título de Las Tablas, pero jamás quisieron publicárselos por estar inspirados en una moral furibunda, y el pobre acabó más pálido y triste que un albur. ¿Como Angel Infante, quien se crucifica solo? Nunca, dijo Beritalia y encendió un fósforo: mi padre no llegó a ese extremo y fue cuidadoso de sí mismo. Estuvo años devorándose las cantigas del rey Sabio y se fue haciendo filósofo hasta ganar todos los trofeos de velocidad mental que se disputaron en aquel tiempo, mucho antes de la primera guerra. Olvidaba contarles que Amadeo fue muy amigo de don Segismundo Carranza, quien había nacido en una de las sabanas desde donde salió la cabalgata de los libertadores. Y fue ahí, sobre el llano del sol de los venados, donde Carranza descubrió el poder de la fiebre y pudo escribir algunos versos mundiales, según dijo don Alvaro, como los que acabamos de oírle a Tatiana y que parecen haber sido escritos por él. Del parto de doña Celeste Suárez vino el hijo de don Segismundo que tuvo el privilegio de descubrir el perfume de las rosas verdes y alcanzó el rencor y la dicha porque los periódicos y las revistas publicaron a todo bombo su descubrimiento. Y el joven Eduardo, que también es poeta, se fue en un viaje por las regiones más oscuras del alma y nunca olvido lo que me dijo mi padre: belleza febril y súbita la de este muchacho que acabará escribiendo como los ángeles. Qué vaticinio siniestro, murmuró la Gallofa gesticulando como un cura de aldea: qué ceremonioso fin, qué angelical arrebato, qué solemne futuro. Bonitos versos: ¿quién podría negarlo? Pero el corazón se me vuelve impávido, sin pálpito alguno, y me pongo muy fría. Por eso me gustan las guarachas que zumban a muerte y los bailes burros donde hay mocha y combito, después de un jarro de chicha cruda con una gran porción de frijoles sangre de toro tostándose a fuego lento, o una porotada de coscorrones en suficiente caldo, cebollita, pimentón, tocino y chorizo valdiviano. Y se puso de pie, luego de haber permanecido de rodillas, y empezó a cantar y bailar como si tuviese encima unas gualdrapas cayéndole por las caderas. Así fue llevando el ritmo con sus tacos de goma: ¡Morondongo le dio a Bernabé, Bernabé le pegó a Buchilanga! ¡Morondongo le dio a Bernabé, Bernabé le pegó a Buchilanga! ¡Viva lo inmortal y guapachosol ¡Viva lo jacarandoso! ¡Vi-vaaaaaal, contestó la Chinita aprovechando la batahola y se bebió el Corsario de Tatiana: me siento como los lirios acuáticos de la laguna de Chapala y veo una pirámide microscópica de cedro blanco, pedestales de mármol negro de los Pirineos, columnas de mármol verde de Grecia, gallinazos de brocatel de Italia, lucios de jaspe, huevos de pórfido, águilas de colas amarillas que vuelan sobre los huevos con el deseo de robárselos, lagartos de turmalina roja huyendo entre las piedras, el rey Servio que sigue desangrándose y una música que se desliza sobre sus rodillas como un relámpago, un desfile de cruces, una Casa de la Risa y el Conde de la Cadena comiéndose los mocos bajo un derrame, hediondo y solitario: El Prestidigitador, La Adoración de los Magos, el beso de los cerdos, las cápsulas celestes, las mandolinas funerarias, los cuchillos, los enanos, las escalas, las espadas, las flechas, las lanzas, los elefantes, los caballos, los gatos, los jabalíes, las jirafas, las orejas del Jardín de las Delicias e innumerables escudillas de atole hirviendo. Y por detrás del humo vi venir al más viejo de los indios yaquis con su cabeza puntiaguda como una frutilla, y me dijo observando a la Autodidacta de un modo cómplice: cualquier cosa es un camino entre muchos caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es sólo un camino: si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición. Es necesario que lleves una vida disciplinada. Sólo así sabrás que un camino es sólo un camino, y no hay afrenta, ni para ti ni para otros, en dejarlo si eso es lo que tu corazón te dice. Pero tu entereza de seguir en el camino, o de dejarlo, debe estar libre de miedo y de codicia. Te prevengo. Observa cada camino de cerca y con voluntad. Pruébalo tantas veces como sea necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta. Es una pregunta que solamente se hace un hombre muy viejo. Mí benefactor me habló de ella, una sola vez, cuando yo era joven, y mi sangre fue demasiado vigorosa para que yo la entendiera. Ahora sí la entiendo. Te diré cuál es: ¿tiene corazón este camino? Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna parte. Son caminos que van por el matorral. Puedo decir que en mi propia vida he recorrido caminos largos, pero no estoy en ninguna parte. Ahora tiene sentido la pregunta de mi benefactor. ¿Tiene corazón este camino? Si lo tiene, el camino es bueno: si no, de nada sirve. Ningún camino lleva a ninguna parte, aunque uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje. Mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte: el otro te debilita. Siempre ha sido así, dijo Beritalia suspirando, y se comió la uña pálida del dedo cordial. Entonces hizo la pausa larga, tomó el aire con aspaviento y fue abriéndose la blusa negra de un modo bíblico que la Gallofa calificó de filosofía desconcertante. Al fin, dijo como si fuera a desmayarse: una vez más diré que todas las Romas no llegan a ningún sitio porque el camino que las une no tiene corazón. Cuando terminó su sentencia, la Piruja estaba sollozando al estilo tártaro, con unos hipos de fanfarria que iban estremeciéndole el esternón y las clavículas hasta quedar como la bella durmiente después de ser poseída por el minotauro. Me muero, bostezó torciendo los ojos hacia atrás: ¿quién podría seguir viviendo si ya no hay Roma que valga? ¿Lo sientes de verdad o estás haciendo la del sofista?, le preguntó Tatiana con una voz muy parecida a la del Turco mimando a la Turbulenta. ¿Todavía dudas de mí?, se entristeció Minerva comiéndose la uña del dedo anular: todo esto es alevoso y cruel. Así repitió la pausa y, casi sin aire, dijo: sin embargo yo jamás dudaría que tú eres una mujer de conocimiento, aunque a veces creo que no siempre alcanzas a vislumbrar el interior del hombre donde suceden los dramas y las comedias. ¿Cómo? La gata Urra venía revolcándose con una copa de cristal azul en el hocico, y la base de su copa cónica eran dos garfios de ave de rapiña. Cuidado, dijo Luisa, pues a menudo las copas azules se quiebran, y la advertencia llegó tarde: ya la gata había estrellado los garfios contra la botella del Corsario, y el zumbido de los cristales rotos se extendió por el túnel y desaparecieron los bombitos oscuros que volaban por debajo de los epifaneos. ¿Ya vez?, dijo la Culta: los fenómenos de la naturaleza te desmienten. El azar te desmiente. Si tu palabra fuese ciencia, la atmósfera se habría quedado inmóvil. Y ha sucedido lo contrario. Ahora te desmienten las fuerzas ocultas del reino animal. ¿No es así, Ismenia? Pero la Rusa no intervino en la discusión y prefirió recoger del suelo una alabarda en miniatura con huellas de sangre sobre el doble filo. Qué extravío: juraría que cuando la tuve en mis manos por primera vez fue una lanza gigante, y la sentí llena de vida y pude oír el lamento de los soldados moribundos desde un campo de batalla desconocido para mí. Beritalia vio cómo Ismenia se arrodilla y desliza su índice por encima de la sangre que cubre los filos de la alabarda: así la estudia cuando de pronto se ve a sí misma dentro del vientre de Ramona, y del fondo del humo picante vuelve el más viejo de los indios yaquis con su cabeza puntiaguda como una frutilla y me dice observando a la Chinita: cualquier cosa es un camino, no lo olvides, y abandónalo cuando puedas. Así estarás desnuda de toda esclavitud como en el primer día. Los desamparados quisieran hablar por tu voz. ¿Habrá tiempo? El mundo está graciosamente expuesto y hay este olor de sangría absoluta como si millones de caballas y lubinas se pudrieran en el fondo de los océanos.


 



 

 

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