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ISABEL ALLENDE EN LA LUZ
Y LA SOMBRA DE LA NOSTALGIA

Por Hernán Lavín Cerda


 

 


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Hace casi 30 años, Su Majestad el Lobo Sapiens, alias ¿Hernán Lavín Cerda?, colaboraba con textos de la más variada índole en la revista Mundo, que aparecía en la Ciudad de México. Alguna vez se me ocurrió enviarle un cuestionario más o menos extenso a Isabel Allende, quien ya radicaba en los Estados Unidos de Norteamérica. No pasó mucho tiempo, y un buen día recibí las repuestas de la prestigiosa escritora que ha sido muy prolífica. Hace unos cuantos días, mientras revisaba mis baúles de sastre, me encontré con un sobre aéreo que contiene las respuestas de Isabel Allende, y que fue enviado al apartado postal que yo tenía en aquel tiempo: Apdo. 21-111. Código Postal 04000. México, Distrito Federal. Ahora me complace enviar a ustedes la entrevista completa para nuestra muy querida revista electrónica letras.s5.com, que dirige el buen amigo, difusor de la cultura y artista plástico Luis Martínez Solorza.

“5 de Diciembre de 1987. Revista Mundo. Querido Hernán Lavín Cerda: Aquí van las respuestas al cuestionario, algo atrasadas, pero la verdad es que acabo de regresar de un viaje eterno que me llevó desde Islandia hasta California, pasando por Madrid y Puerto Rico, sin contar otras estaciones perdidas del mundo”.

--¿Cómo y desde dónde surgió La Casa de los Espíritus?
--Es un producto de la nostalgia. Después que salí de Chile tuve la sensación de haber perdido las raíces y que con el tiempo comenzaban a esfumarse las memorias. Un día me avisaron por teléfono que mi abuelo estaba moribundo en Chile. No podía ir a verlo y me senté a escribirle una larga carta, esa carta que nunca recibiría, pero que podía ser un puente espiritual para comunicarme con él. Quería decirle que yo nada había olvidado, que sus recuerdos estaban conmigo y podía irse en paz porque la muerte no existe. La gente sólo muere cuando la olvidan. Para probarle que nada había olvidado, comencé a recopilar las anécdotas contadas por él en mi infancia: la tía abuela Rosa, bella como una sirena, mi abuela clara-clarísima-clarividente, un perro de dimensiones prehistóricas y tantos otros espíritus traviesos. Después la historia creció y del plano familiar pasó a ocupar otros ámbitos y se metieron en ella otros fantasmas. Tal vez desde el principio quise contar a Chile y su larga tragedia… Al cabo de un año de trabajo había 500 páginas sobre mi mesa. Eso ya no parecía una carta sino una novela. Y entonces comenzó la peregrinación para que alguien la publicara.

--¿Y el exilio? ¿Qué hacer o no hacer con el exilio? Hablemos un poco de esa historia para comenzar nuestro diálogo. ¿Te parece bien?
--De acuerdo. Para mí el exilio ha sido una experiencia traumática y muchas veces dolorosa, pero me alegro de haberlo vivido. Gracias al exilio saqué de adentro fuerzas que no sabía que estaban en mí. Aprendí a adaptarme, a sobrevivir, a vencer obstáculos y a mirar por primera vez mi propia alma, el pasado, mi vida. Antes existía simplemente, sin conciencia de la realidad. Era feliz, pero también era frívola y pasaba por el mundo levitando. Ahora tengo los pies bien plantados en la tierra, aunque todavía mantengo la frente en las nubes. Durante los primeros años fuera de Chile, yo soñaba con la cordillera nevada, con el Pacífico reventando en olas furiosas, con mi abuelo sentado en su mecedora y sus cien años de recuerdos y nadie con quien compartirlos, con mis amigos y mi perra y mi casa. Pero ahora todo eso habita en las páginas de mis libros. Nada he perdido con el exilio.

Al llegar a Venezuela, mi marido encontró trabajo en el interior del país y tuvimos que vivir separados por un largo tiempo. Mis hijos comenzaron a estudiar y buscar nuevos amigos, pero para ellos fue difícil porque recordaban con nostalgia su casita con árboles frutales, sus paseos en bicicleta, su viejo colegio, sus amigos y sus abuelos. Yo no pude trabajar como periodista; sólo pude hacer colaboraciones esporádicas en El Nacional. Para hacerme un sueldo hice toda clase de trabajos menores. Fueron años de silencio, de parálisis, de insatisfacción y soledad. También fueron años útiles, años de crecimiento y maduración hasta que por fin pude dar a luz mi primera novela, y así encontré el camino formidable de la literatura. He tenido mucha suerte. Para otros el exilio es una larga noche. Yo encontré una lámpara con la que pude alumbrar mi propia oscuridad.

-- Hablemos de Chile. ¿Qué significa en tu vida después de tantas convulsiones?
--Sin duda que Chile es para mí como la tierra de leche y miel del Antiguo Testamento. A estas alturas, se ha convertido en una ilusión poética. Lo recuerdo con una mezcla de amor incondicional, de ira y dolor por lo que allí acontece, y de esperanza para el futuro. Estos años han sido de sufrimiento acumulado y compartido para la mayoría de los chilenos. Eso nos ha marcado profundamente, pero no hemos olvidado la libertad y creo que en el subconsciente colectivo existen los mismos valores de siempre, los mismos sueños y obsesiones. Ahora parecemos apagados, tristes, temerosos y prudentes. Pero cuando pasen estos tiempos de represión y locura, habrá un Renacimiento para mi país. No puedo ver las ventajas de una dictadura y menos de la que agobia a Chile durante tantos años. Tal vez lo único bueno es que hemos aprendido nuevas formas de organización, conocemos mejor a los enemigos, después sabremos defender a la democracia con más lucidez y firmeza. Cuando desaparezca la dictadura habrá un periodo de inevitable confusión, y también habrá que rehacer las estructuras sociales, económicas y políticas que han sido desbaratadas. Faltarán líderes, proyectos concretos, metas comunes. Será una tarea muy difícil, pero apasionante.

-- ¿Cuáles son las huellas más profundas que ha dejado en ti el exilio?
-- No creo que las incertidumbres que hoy tengo estén relacionadas con el exilio, sino más bien con la madurez. En la juventud me parecía que el mundo era sencillo y con las reglas claras; que podíamos diferenciar lo bueno de lo malo, pues había un orden establecido. Hoy camino por un laberinto y tengo más preguntas que respuestas. Sé que nada sé y que no me alcanzará la vida para alcanzar la sabiduría a la cual aspiro. Camino a tientas, me tropiezo, caigo y a veces me vuelvo a levantar. Le pido a la gente que me ayude, estiro la mano buscando apoyo. Pero esto no significa que tenga una actitud pesimista ante la vida, ni mucho menos. Conservo la misma esperanza de la adolescencia y un cierto candor que me salva del cinismo y la apatía, dos características que lamentablemente están de moda. Mencionas una “conciencia fracturada” del exiliado. No, amigo Hernán, la conciencia fracturada no es patrimonio de los exiliados, sino un fenómeno de los tiempos que nos tocan. Vivimos en un mundo fracturado. Todo está en astillas, como un cristal roto. Buscamos nuevos valores, otras reglas y caminos, esta es una época de tremendas incertidumbres.

-- ¿Se editan o más bien circulan tus libros en Chile?
-- Mis libros no se publican en Chile, todavía, pero se venden y son muy populares, según me han dicho. Mi nombre se menciona muy poco en los medios de prensa oficiales, pero recibo muchas cartas de lectores entusiastas, especialmente de gente joven, a veces tan jóvenes que no conocieron la democracia y tendrán que inventarla.

-- En tus novelas va uno cayéndose de la piel al alma. Son muy vitales. ¿Tu escritura fue así desde los orígenes?
-- Lo cierto es que me resulta imposible separar la literatura de la vida. Escribo para comunicar a los demás aquellas cosas en las cuales creo, lo que me importa mucho, lo que me duele y lo que me da alegría. Los problemas de la sociedad me incumben. Así como escribo sobre el amor, el sexo, la violencia, las pasiones y las obsesiones, también aparece la política en mis libros. No temo abordarla y no me parece que peligre la literatura porque el escritor tenga un compromiso con su realidad. No vivo en una torre de marfil, aislada en la burbuja de los intelectuales. Ando por la calle con la gente. Sin embargo, hay que tener prudencia con lo que se ha llamado “literatura comprometida”, porque se puede caer con facilidad en el panfleto o en una actitud maniquea.

--¿Cómo has logrado amalgamar el periodismo con la literatura? Por lo que advertimos, te sientes muy bien en el ámbito del género novelesco.
--La verdad es que novela es un baúl grande donde cabe todo. Es la mejor manera de contar América Latina, este continente alucinado y magnífico, habitado por una raza de soñadores. La novela es un terreno abierto donde el escritor se mueve en pleno uso de la libertad, y donde las emociones son fundamentales. Me gusta leerlas y escribirlas. Tengo la deformación del periodismo que siempre me hace consciente de la realidad. Tal vez por eso escarbo tanto los periódicos, hablo con la gente, vivo a la caza de noticias estrafalarias que pueden servirme para mis cuentos. A menudo no puedo trazar la frontera entre la realidad y la fantasía, y cuando termino un libro y alguien me pregunta cuánto hay de verdad, no tengo respuesta porque me he perdido en mis propias palabras. Amo a mis personajes como si fueran personas y a veces amo a las personas porque parecen personajes. Para mí la realidad es siempre escurridiza, ambigua, rica en matices. Hay dimensiones ocultas que debemos explorar, un lado oscuro detrás de la realidad donde el escritor debe aventurarse. La poesía es sobre todo música y síntesis; por eso me atrae tanto. Nunca he intentado escribir versos, pero me fascina la posibilidad de darle un vuelo poético a ciertos pasajes de una novela. Normalmente no me atrevo a hacerlo con el lenguaje porque temo caer en la cursilería, pero hay situaciones en las que recurro a ella. Por ejemplo, me parece poético que en La Casa de los Espíritus, Alba y Miguel hagan un refugio de amor entre los despojos olvidados de un sótano, o que en De Amor y de Sombra, el profesor Leal se siente bajo un árbol a esperar la muerte y su mujer lo acompañe con el mismo propósito, o que en Eva Luna  la niña evoque tan firmemente el recuerdo de su madre y que ésta se le aparezca cuando la necesita. Sin duda que la imaginación es para mí un regalo de los dioses y también un suplicio. Tal como puedo imaginar un cuento, puedo imaginar los más atroces detalles de cualquier situación. Sin el menor esfuerzo visualizo un personaje hasta el punto de que aparece a mi lado con su propia voz, su olor, su textura, su ropa, su estilo particular. Igualmente si mi hijo llega tarde a casa en la noche, me quedo en vela temblando porque pienso que le ha sucedido el más horrible accidente: lo veo hecho trizas en un barranco, agonizante, llamándome. ¡Ay! Por desgracia mi imaginación tiende a ser más morbosa que festiva.

El lenguaje es un instrumento de comunicación, como tú lo sabes muy bien. Mis años de periodismo me enseñaron a usarlo en la forma más eficiente posible. Detesto la retórica inútil. Prefiero siempre la claridad en un texto, aunque espero encontrar en él la belleza y la originalidad. A veces paso toda una mañana buscando un sustantivo que remplace a tres adjetivos, una vuelta que convierta la frase usual en algo diferente, una metáfora inesperada. A través de las palabras busco provocar emociones, crear imágenes, sugerir, atrapar la atención de mi lector. Juego con las palabras, las saboreo y las cuido.

-- ¿Qué hay en el fondo, Isabel, para qué escribimos? ¿Qué hay en las profundidades de la escritura?
-- Yo escribo para preservar la memoria y porque si no lo hago, me muero. Así es, querido Hernán, así es. Gabriel García Márquez dijo alguna vez que él escribe “para que lo quieran los amigos”. Yo escribo para que la gente se quiera más. No tengo la pretensión de alcanzar a todos los habitantes del vasto y dramático continente donde vivo, pero si logro tocar el corazón de algunos y, con mucha suerte, influir en su forma de aproximarse a la vida, siento que cumplo una función importante. Los grandes cambios que ha experimentado la humanidad comienzan como una semilla que alguien planta en la mente de algunas personas. Esas ideas crecen a pesar de todos los obstáculos, se multiplican, se enriquecen con el aporte de otros y así, poco a poco, nos ponemos de acuerdo para dar otro paso en el arduo camino de existir. A veces los novelistas se convierten en profetas, captan un sentimiento colectivo que está en el aire y al ponerlo en palabras, logran que muchos se identifiquen y que esa voz adquiera consistencia. Para crear un mundo mejor hay que empezar por soñarlo.

¿Vanidad? ¡Claro que sí! Tengo la inmensa vanidad de creer en la humanidad. No vamos a autodestruirnos, no volaremos en míseras partículas por la galaxia, no retrocederemos a la edad de las cucarachas. Avanzamos tan lentamente que a ratos parece que caminamos en círculos, pero la vida tiene un propósito y poseemos la capacidad de sobrevivir y de crecer. Cada uno puede contribuir con algún aporte, un grano de sal. El mío es la escritura. En ella pongo los sentimientos, las experiencias, las ideas que pueden ayudar a que la gente se quiera más. No, escribir no es un lujo asiático, es una magnífica posibilidad de darnos la mano. Ese es el papel de la literatura para mí.

¿Por qué escribir novelas? Porque a todos nos gusta escuchar historias. Es una pasión que acompaña a la humanidad desde que el primer mono pudo articular dos palabras. Y a través de contar historias vamos contando el mundo, registrando el pasado, inventando el futuro. Actualmente una novela alcanza a más gente que cualquier otro género literario.

-- ¿Y qué nos dices del humor? ¿Ese humor que puede llegar a ser el humor nuestro de cada día?
-- Te respondo con otra pregunta: ¿Qué sería de nosotros sin la capacidad de burlarnos suavemente de la existencia y de nosotros mismos? El humor es la posibilidad de ver las cosas por detrás, de no quedarnos en las apariencias, de buscar el significado oculto, darle una vuelta más a la tuerca para torcer la realidad y verla en sus múltiples dimensiones. El verdadero humor es un ejercicio de inteligencia. Requiere sentido de observación y síntesis, requiere también una actitud compasiva y tierna. En la literatura es un instrumento fundamental porque con una ironía o una situación ridícula, se puede lograr un impacto mayor que con un capítulo de explicaciones racionales.

-- ¿Y qué nos dices del lenguaje y lo que está por encima o por debajo del ritmo que va y viene como el flujo de una marea?
-- Ya dije en una pregunta anterior que prefiero el lenguaje diáfano, sin por eso caer en la simpleza. Trabajo largamente buscando el giro de cada frase, el adjetivo original, el soplo lírico. Para crear, por ejemplo, un clima de suspenso, erotismo, ternura, terror, espiritualidad o cualquier otro, se requiere un lenguaje eficiente, aunque a veces eso significa romper algunas reglas y hasta inventar palabras. En ese sentido tengo una preocupación constante por el lenguaje. Pero no escribo para que los críticos se regocijen, los semióticos ocupen su tiempo y los profesores y estudiantes de literatura sufran o gocen. Escribo para alcanzar a mi lector, agarrarlo por el cuello y sacudirlo, si es posible. No conozco los cánones del lenguaje, no sé nada de estructura, tono, ritmo, ni ninguna de esas cosas. No me gusta analizar la literatura sino más bien hacerla.

-- ¿De qué dependerá el éxito de un libro, si se puede hablar de éxito?
-- Ay, querido Hernán Lavín Cerda, a estas alturas nadie sabe, todavía, por qué un libro tiene éxito ni por qué fracasa. Cada año se publican alrededor de 350 mil títulos, de los cuales más de 90 mil son nuevos. En esa multitud de hojas impresas ¿por qué uno o dos libros se destacan? Supongo que hay muchas razones, pero si se conocieran sería más fácil escribir best-sellers. En mi caso, todo ayuda: mi parentesco con Salvador Allende, mi condición de mujer latinoamericana, el drama de Chile y, tal vez, el hecho de que cuento historias que hablan de emociones y personajes universales. Todos sentimos el miedo, el amor o el sufrimiento de la misma manera. Aunque parezca terriblemente inmodesto, también me gusta pensar que escribo bien y, por eso, después de tres libros todavía tengo lectores fieles y entusiastas.

-- ¿Y a propósito, ¿qué nos puedes decir sobre Salvador Allende?
-- Perdona que me extienda demasiado en esta respuesta. No puedo resumir a Salvador Allende en cuatro líneas. Los primeros recuerdos que tengo de él se remontan a la infancia. Los domingos íbamos de picnic al cerro San Cristóbal, allá en Santiago, con sus hijas Beatriz, Isabel y Carmen Paz, y los perros. Ese paseo era lo mejor de la semana. Subíamos jadeando y descendíamos rodando en un alboroto de polvo, risas y ladridos. Esa fuerza vital que lo impulsaba a llegar el primero a la cima, fue la misma que lo mantuvo 30 años en una carrera de obstáculos para cumplir su sueño de justicia y de igualdad para Chile. Las exigencias de esa tremenda tarea le crearon el hábito de dormir muy poco, sólo 4 horas al día. Creo que sus principales características eran la valentía y el carisma. Trabajaba con tales bríos, que ninguno de sus colaboradores podía seguirlo y debían turnarse. Sus arrebatos de mal humor eran frecuentes y él mismo los llamaba “allendadas”. Sin embargo, nadie le guardaba rencor porque tenía una manera simpática de disculparse y hacerse querer. Era un amigo leal y un adversario benevolente, tal vez porque se sentía invulnerable a la maldad ajena, así como poseedor del brillo de la estrella de la buena suerte. Su sentimiento de la amistad era tan exagerado que algunos de sus enemigos políticos se consideraban sus amigos personales. Tenía una sonrisa fácil, la voz precisa y algo engolada, una mirada de pasión que se clavaba en el interlocutor con fuerza hipnótica, gran sentido del humor y rapidez en la respuesta. Decían que la mitad de los chistes que circulaban sobre su gobierno los inventaba él mismo. De estatura mediana, ágil, caminaba muy erguido. Era frugal y bebía muy poco, contrario a lo que divulgaron sus adversarios. Hablaba con sencillez y conocimiento del alma humana; nadie podía decir que no lo había comprendido. Era un orador magistral. Su encanto y magnetismo eran también reconocidos por sus enemigos. Los generales que lo traicionaron el 11 de septiembre de 1973 se negaron a hablar con él cara a cara, según se ha publicado posteriormente. “Puede darnos vuelta”, decían. Tenía ángel. Una fuerza interior capaz de cautivar por igual a las muchedumbres en la calle, a sus colegas en el Congreso, a cualquier mujer que se le pusiera por delante, y a los niños que subíamos con él al Cerro San Cristóbal. Era galante, refinado, culto. En su casa recibió, en compañía de su esposa Hortensia Bussi, a muchos intelectuales, artistas, políticos y personalidades de su tiempo. En su biblioteca muchos libros estaban dedicados por los autores. En los muros había cuadros regalados por los pintores y fotografías autografiadas. La casa de los Allende en la calle Guardia Vieja era modesta de proporciones y estaba decorada con buen gusto, llena de obras de arte, y la puerta permanecía abierta para los amigos. Era testarudo y empecinado, lo cual resultaba un fastidio en la vida cotidiana, pero sirvió de mucho en su carrera política. Nunca dudó de que estaba señalado para un gran destino y eso le confería seguridad, alegría y temple, tanto en el éxito como en la derrota. A primera vista parecía arrogante porque tenía un gran sentido de la dignidad y exigía respeto por su cargo; primero como parlamentario y luego como Presidente de la República.

En su trayectoria política se distinguió por su coherencia ideológica y su nobleza. Se puede juzgar su criterio político de muchas maneras diversas, pero nadie puede cuestionar su rectitud como ser humano ni reprocharle una mezquindad. Los generales que lo derrocaron han tratado de echar un manto de olvido sobre su nombre, ante la imposibilidad de desprestigiarlo a los ojos de su pueblo y del mundo. Sin embargo, la pequeña tumba sin nombre donde reposan sus restos, está siempre llena de flores. Este hombre, el último presidente constitucional de Chile, me dejó una inapreciable herencia: su apellido que llevo con orgullo.

-- Volvamos a la literatura. ¿Cómo escribes, cuál es tu sistema o estrategia escritural, si es que tienes algún sistema?
-- Escribo casi en trance y con un placer absoluto, sólo comparable al gozo de hacer el amor amando. Hago un plan previo, pero nunca lo respeto y al final la historia va saliendo sola, de acuerdo a reglas que ella misma impone y yo desconozco. Los personajes salen de las sombras y entran en el campo de la luz, ocupando mi espacio y dictándome sus vidas. Nunca sufro ante la página en blanco, desconozco la ansiedad y el temor ante el texto. Es el más puro placer. ¡Una orgía! Me encierro por muchas horas en mi escritorio y mis hijos no dicen “la mamá está trabajando”. Dicen “la mamá está jugando”. 

-- ¿Cómo va organizándose en tu oficio el peso de lo racional con las bifurcaciones de lo fantástico?
-- Perdóname que no pueda responder a fondo esa pregunta. Lo cierto es que no puedo trazar los límites entre lo racional y lo irracional, pues desconfío de la razón pura. Somos inteligencia, carne, espíritu, emociones. Me es imposible separar la realidad ni al ser humano en fragmentos.

-- Discúlpame que vuelva sobre lo mismo, Isabel. Creo que tus lectores son conscientes de ese límite sinuoso y a menudo imperceptible entre lo real y lo que está más allá de lo real. O dicho de otro modo, la insólita realidad de la ficción. ¿Puedes reflexionar un poco más alrededor de este punto?
-- De inmediato te doy un ejemplo. En 1978 leí en Caracas una noticia de prensa. En la localidad de Lonquén, a 500 kilómetros de Santiago de Chile, fueron descubiertos los restos de 15 campesinos asesinados durante el golpe militar de 1973. Entre los cuerpos había cinco miembros de la misma familia: el padre y cuatro hijos. No pude dejar de pensar en las mujeres de los Maureira y las de tantos otros desaparecidos que durante años buscaron a sus seres queridos. En 1982 escribí la historia. Está basada en hechos reales que investigué cuidadosamente, pero luego la realidad se tiñó de ficción y al final ya puedo decir qué corresponde a los hechos investigados y cuánto hay de invención. Cada historia tiene su manera de ser contada. El tono mágico de la primera parte de La Casa de los Espíritus no servía para narrar con la fuerza deseable ese crimen. Siempre se puede imaginar con libertad, pero hay casos en que la fuerza de los acontecimientos es tan grande que sobrepasa cualquier ejercicio de fantasía.

-- ¿Y qué nos dices de Eva Luna? ¿Cómo surgió esa historia?
--La verdad es que Eva Luna es un personaje al que quiero mucho. Cuando cumplí 40 años comencé a aceptarme como mujer, a sentirme bien en mi cuerpo y en mi mente. Eva Luna es la esencia de la mujer y es también una contadora de historias. En ese libro quise hablar de lo que se siente en esta larga lucha de la feminidad en un mundo hecho a la medida de los hombres. Quise explicar la vida de tantas mujeres destinadas a una existencia dura, y quise también escribir sobre la capacidad de contar historias. Eva Luna inventa cuentos para cambiarlos por otros bienes y así salvarse, como Scherazade, pero también le sirve esa imaginación para darle una dimensión extraordinaria a su propia vida. No se resigna a subsistir en tonos de gris y pinta el mundo de colores. No sé cuánto hay de realidad o de utopía en ella. Representa a muchas mujeres que conozco y también en ella hay algo de mí. Es como una hija muy querida, tal como lo son Alba e Irene en La Casa de los Espíritus y De Amor y de Sombra. De algún modo, ellas son las mujeres que me habría gustado ser.

-- Así como va de rápida la película, ¿cómo crees que será el siglo XXI?
-- Ay, Hernán, no te precipites. Pienso que será un siglo de grandes cambios, de esperanza y de paz. Ya antes la humanidad fue capaz de ponerse de acuerdo para grandes reformas. Un día declaramos que la esclavitud era obscena, perversa, y la suprimimos. Otro día dijimos que los niños no debían trabajar y arreglamos eso también. Hoy estamos luchando por la ecología, por la igualdad entre hombres y mujeres, por vencer el hambre y la enfermedad. En el siglo XXI espero que habremos superado estos escollos y que nos pondremos de acuerdo para decir que las desigualdades entre los hombres y las guerras también son obscenas y perversas. Tal vez llegue pronto el tiempo de aspirar a la felicidad compartida.

-- ¿Y qué papel juegan o jugarán los artistas en medio de tanta incertidumbre?
-- Pienso que el artista es y siempre ha sido un marginal. A veces, como ya te dije al responder otra de tus preguntas, el artista es profeta de su tiempo, en el sentido de que interpreta las aspiraciones colectivas. No lo hace a conciencia. Es sólo una materia porosa que se impregna de los sentimientos ajenos, los internaliza y los devuelve en un lenguaje coherente. Con frecuencia resulta incómodo para los que tienen el control y el poder, así como para quienes desean perpetuar el mundo con todos sus vicios, pues así ellos se benefician. Pero nunca es incómodo para los otros, las personas comunes y corrientes que andamos por la calle. Los artistas nos abren camino, nos alumbran con sus pequeñas lámparas, nos picotean la conciencia, nos hacen pensar, nos invitan a soñar.

-- ¿Y qué piensas acerca del oficio de los poetas? Sabemos que Pablo Neruda significa más de algo para tu propia creación literaria.
--Indudablemente. La poesía de Neruda se aproxima al conocimiento a través de los sentidos. Mirar, oler, gustar, tocar, oír. Una cebolla es una luminosa redoma de escamas de cristal. Un árbol es el aromático pan del bosque. El aceite es una esencia verde que canta. Pablo Neruda es también Chile: la voz y el paisaje de mi tierra. Sus obras completas es el único libro que llevé conmigo cuando dejé mi país. Él me enseñó a cultivar los sentidos y expresarlos en la literatura; me reveló la sensualidad de la vida y el placer del cuerpo, inseparable del placer del espíritu.

-- Por último, querida Isabel, vámonos a algo más íntimo: ¿Te sientes feliz, más o menos, o todo lo contrario?
-- Claro que sí, amigo Hernán. Sin embargo, no creo que por el momento la felicidad sea un derecho, como en la Constitución de los Estados Unidos, sino más bien un logro individual adquirido con inteligencia, esfuerzo, bondad, amor y algo de buena suerte. He intentado ser feliz siempre y a menudo lo he conseguido. Tengo demasiada conciencia del sufrimiento ajeno como para decir que “soy feliz”, porque no se puede serlo rodeada de tanto dolor. Pero cuando me siento ante mi máquina a contar una historia, cuando bebo vino blanco de los labios de un amante, cuando estoy con mis hijos, cuando se pone el sol sobre el valle de Caracas, cuando mueve la cola mi perro, cuando se me aparece el espíritu travieso de mi abuela o recibo una comunicación telepática de mi madre, me siento feliz. Hay espacio para la felicidad en nuestro mundo y tenemos el deber de ganarlo y defenderlo, para que esas migajas de felicidad individual se conviertan en un derecho colectivo.

-- Está bien, Isabel, está muy bien y agradezco en lo más profundo tu buena disposición para este diálogo que sin duda nos enriquece a todos.
-- Tus preguntas se convirtieron en algo así como una maratón en el reino del psiquiatra, mi querido Hernán. De cualquier modo, aquí está el abrazo y la gratitud de tu amiga Isabel Allende.



 



 

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Isabel Allende en la luz y la sombra de la nostalgia.
Por Hernán Lavín Cerda