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CONVERSACIONES CON WOODY ALLEN
Ni complejo de inferioridad ni delirio de grandeza

Hernán Lavín Cerda



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¿Pesimismo genético? ¿Por qué me pongo a repetir a media voz, como si no estuviera muy bien de las facultades mentales, ¿pesimismo genético, venid a mí, venid y vamos todos, pesimismo genético?

Lo que sucede es que de improviso se abre la página 142 del imprescindible volumen Conversaciones con Woody Allen, de Eric Lax, publicado en la editorial Lumen, Barcelona-México, serie Memorias y Biografías, en traducción de Ángeles Leiva Morales al idioma castellano. La edición mexicana es de marzo de 2009, pero su vigencia es y será permanente si queremos estudiar a fondo la vida y la obra de uno de los cineastas fundamentales y más prolíficos de nuestro tiempo. Cuántas dicciones y contradicciones que afortunadamente aún nos iluminan. El propio Allen confiesa que Lax es su biógrafo medular desde los orígenes de su aventura por el mundo no sólo del cine. Lax vive actualmente en los Ángeles y es colaborador habitual de The New York Times, The Atlantic, Vanity Fair y Esquire.

En una de las páginas del libro, Woody Allen confiesa, sin ocultar su melancolía, que los éxitos no significan mucho para él: “No se trata de ingratitud. Estoy agradecido por la suerte que he tenido, pero para mí ningún éxito u honor que me sea otorgado puede aliviar mi pesimismo genético. Créanme. El que sale perdiendo soy yo”. Entonces le preguntan: “¿Alguna vez dice: ¿Estoy satisfecho con esto?”. “Sí. Con alguna película sí. Digo: Al fin ha salido una buena película. Y lo digo sin saber siquiera la reacción del público, pues hace tiempo que dejé de preocuparme por ello. Si les gusta, genial. Si no, no me importa, y no lo digo porque sea distante o arrogante sino porque desgraciadamente he aprendido que la aprobación del público no afecta a mi mortalidad. Si hago algo de lo que no me siento muy satisfecho y el público lo acepta, aunque sea a lo loco, eso no me sirve para mitigar la sensación de fracaso personal. Por eso considero que la clave consiste en trabajar, en disfrutar del proceso, en no leer nada sobre uno mismo, en desviar la conversación hacia el deporte, la política o el sexo, cuando la gente saque a colación el tema del cine, y en no dejar de golpear el yunque. Aparte del dinero --nos pagan demasiado por lo que hacemos-- los premios que se conceden en esta profesión no sirven más que para alimentar la vanidad de uno y robarle el tiempo de su labor creativa. Además pueden llevarnos a tener delirios de grandeza o equivocados complejos de inferioridad”.  

Si la memoria no me es infiel, la primera vez que vimos una película de Woody Allen fue en la ya legendaria Cineteca Nacional de la Ciudad de México, que desafortunadamente se incendió. Estaba comenzando la década de 1970 y habíamos llegado a México a raíz de la demencia cruel, castrense y golpista, que acabó con el gobierno del presidente Salvador Allende en Santiago de Chile. Aquel filme fue y seguirá siendo de una imaginación desbordante, así como de su sentido del humor no muy alejado de algunas experiencias de carácter surrealista. Me refiero, como tal vez es obvio, a Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo, que es de 1972. Si no recuerdo mal, el joven poeta Héctor Carreto, uno de mis alumnos más singulares por su sentido del humor en aquellos años de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, estaba sentado junto a mí cuando vimos por primera vez aquella película. El comentario fue unánime: habrá un antes y un después en el cine contemporáneo a partir de este filme. Y así fue. Surgía entonces la figura de este neoyorquino hipocondriaco, asustadizo, lúdico y lúcido en la dicción y en la contradicción, con un arrojo evidente, real y surreal. El Woody Allen que filma películas, publica libros y se da el lujo de viajar buscando locaciones para sus antiguos y nuevos delirios que parecen no tener fin. Un muy buen lector y escritor surgido de aquella familia que nos lleva, retrospectivamente, hacia el cine mudo, Charlie Chaplin, Buster Keaton, y todo lo que vino después, empezando por Groucho Marx. Lo que vino, sigue llegando y vendrá mientras no dejemos de respirar en este mundo, sí, así es, ni más ni menos, mientras no dejemos de respirar en este in-mundo de locura ingobernable.


ATREVERSE A ATREVERSE:
NO HAY OTRO CAMINO

Woody Allen cultiva el magnífico atrevimiento de vencer su timidez atreviéndose a atreverse, lo cual no es fácil y tampoco puede verse como un simple juego de palabras. La cosa es y será siempre más profunda. Si nos atrevemos a exhibir nuestras “debilidades” en privado y en público (entre comillas porque pueden no serlo), habremos dado un paso fundamental. Todo lo que vendrá después será una ganancia en el más amplio sentido. El cineasta recuerda y no recuerda muy bien sus películas. Es una criatura muy compleja y muy prolífica, al modo de un termómetro que sube y baja sin tregua. Sube a su memoria algunos pasajes de sus películas y otros se le olvidan. Aparece entonces una suerte de confusión en la vigilia o en el sueño. Hay una especie de metamorfosis permanente en la memoria de Allen, quien de pronto sufre de algunos ataques hipocondriacos que siempre están al acecho. ¿Cómo exorcizar dichos brotes de crisis existencial y a menudo cotidiana? El camino de la salud no es más que la filmación de una nueva película, y otra y otra y otra, así como el dominio del clarinete en su grupo de jazz. Woody Allen va y viene por el mundo jazzeandolo todo y clarineteando el Todo y la Nada, cuando no está en un set de filmación o al aire libre.

Eso y no sólo eso es Allen por donde se le mire. Lo cierto es que no recuerda muy bien sus películas. ¡Son muchas! “No es que me falle la memoria, pero quién sabe, no, sin duda que no me falla la memoria. Pero llevo muchos años haciendo películas”. Son alrededor de 40; un poco más, un poco menos. Vaya uno a saber. “Toma el dinero y corre la hice en 1967 o 1968. ¡Cuánto hace de eso! Más de 40 años. No puede ser. ¡Más de 40! Es normal que no las recuerde. Pero si me preguntan sobre Match Point puedo hablar porque la tengo más fresca, sí, más fresca y más cerca. También hay incidentes aislados que recuerdo vívidamente de Annie Hall, de Bananas o de Manhattan, aunque no habitan en mi memoria con detalles muy precisos. Sólo recuerdo que durante el rodaje de Bananas, estando en los montes de Puerto Rico por la noche, me subió un bicho por la pierna. ¡Oh cuánta angustia acompañada por un ataque de risa! Solté un grito desgarrador. Recuerdo, además, que en los ratos libres iba con Diane Keaton al único cine que había en San Juan. Nunca olvido que la sala tenía goteras. Cuando llovía, el único remedio era buscar un asiento que no tuviese una gotera encima. En este momento recuerdo a Tennessee Williams, quien dijo con lucidez: ‘Cuando uno escribe un guión, lo supera. Es una lástima que no pueda dejarlo, sin más, en un cajón. Pero uno tiene que llevarlo a cabo’. Yo también lo veo así. Cuando tengo escrito un guión, para mí está terminado. Es una pena que tenga que llevarlo a la pantalla. Y una vez que está filmado, ya no me interesa tanto y lo percibo como agua pasada. Ya no me interesa en lo más mínimo”.

De improviso, y cuando menos lo piensa, Woody Allen está al borde de un ataque de nervios o de melancolía que sólo es posible superar mediante el trabajo creativo. Hace ya varios años, cuando se estrenó a bombo y platillo su filme Manhattan en Nueva York, “no asistí a la premiere en el Ziegfeld Theater ni a la gran fiesta que se celebró después en el Whitney (Museo de Arte Americano). Unos días antes cogí un avión y me fui a París. Por eso la gente piensa que no me importa, que uno es distante, estirado o arrogante, pero como ya he dicho, no se trata de eso, para nada. No es arrogancia sino más bien falta de alegría. No me hace ilusión. Simplemente no significa nada para mí. En cambio, París sí me hace ilusión… No hay honor alguno que una persona pudiera otorgarme que significara algo o más bien nada para mí. En cambio, París sí me hacía ilusión. Intento explicar cómo me siento y veo por qué se me malinterpreta. No hay honor alguno que una persona pudiera otorgarme que significara nada para mí. Para recibir algo que en verdad significara algo para mí, tendríamos que vivir en otro mundo. Me río porque no hay más remedio que reírse de todo y de todos, empezando por reírse de uno mismo. Sé que esto puede verse como una excentricidad o una falta de sociabilidad, y que alguien puede decir: ‘Ese se cree que está por encima de todo’. Pero no estoy por encima de nadie ni de nada. En todo caso, estoy debajo o como mínimo al lado. ¿No les causa risa? Yo voy muriéndose de risa por dentro. La verdad es que los premios no sirven más que para coger polvo. No te cambian la vida; no mejoran ni tu salud ni tu felicidad emocional. No te hacen más longevo. Las metas que quieres alcanzar o a las que aspiras en tu vida, los cambios y la comodidad que buscas, no vienen dados por los más altos honores que puedas recibir en este mundo. Así que el hecho de que el mundo entero visite la tumba de William Shakespeare, lo colmen de alabanzas y lo conviertan en algo más grande que la vida en la tierra, no significa nada para él. Y no habría significado nada si viviera y asistiera al estreno de Hamlet con un dolor de muelas terrible… En este momento, Woody Allen es incapaz de controlar sus lágrimas en medio de un ataque de risa que parece no tener fin. Supongamos, dice observando el vacío a través de la ventana, que la ciencia y la tecnología pueden ofrecernos algún consuelo, pero quién sabe. Está muy claro que en ellas no vamos a encontrar todas las respuestas, pero tienen un par de cosas que ayudan… ¿Ayudarán realmente? ¡Vaya uno a saber! Todo se ha vuelto muy complicado, sí, confuso y cada vez más complicado.

                                                
NUNCA DEJA DE DARLE VUELTAS
A LA BENDITA O MALDITA CABEZA

Podríamos decir que Allen vive o, como él dice, más bien sobrevive al acecho de todo, así es, de casi todo, empezando por él mismo. Nunca deja de darle vuelta a la bendita o maldita cabeza que va pensándolo todo, sí, casi todo, al revés y al derecho, en una especie de sístole y diástole absolutamente febril; pero cuando hablamos de lo febril, tratándose del cineasta, no podemos olvidar que estamos ante una especie de febrilidad controlada. Nunca se pierde del todo el equilibrio. Uno se engaña pensando que “hay una razón para llevar una vida con sentido, sí, una vida productiva, de trabajo, esfuerzo y afán de perfeccionismo en tu profesión o en tu arte. Pero la verdad es que podríamos pasar todo ese tiempo llevando una vida regalada, en el supuesto de que te lo puedas permitir, porque al final tanto uno como el otro acabarán en el mismo sitio. “Si no me gusta algo, poco importa cuántos premios pueda ganar. Lo que importa es que te mantengas fiel a tus criterios y que no te sometas a las modas del mercado. Espero que en algún momento se vea que no sufro de insatisfacción personal o que mis aspiraciones o pretensiones, las cuales admito abiertamente, no persiguen el poder. Sólo quiero hacer algo que sirva de entretenimiento a la gente, y para ello me empleo a fondo”. Y en realidad no sufre tanto si el público disfruta de su cine o se aburre con él.

“De hecho-- dice observando aquel color más o menos moribundo de las nubes--, estoy acostumbrado a ello, sí, a que los espectadores se alegren o sufran con mis películas. Por otra parte, debo decir que aprovecho cada instante que tengo libre para pensar. Nunca dejo de darle vueltas a la cabeza. No sé cuándo empezó todo esto, pero escribo y pienso y vuelvo a escribir en mi cabeza o en medio del aire. Dejo que salgan a flote los ángeles o los demonios. Desde que comenzaba mi adolescencia empecé a escribir frases un tanto disparatadas o más bien chistes de distinto calibre. Recuerdo que desde que era muy joven no he dejado de darle vueltas a la cabeza. No necesito paz ni tranquilidad para pensar. Puedo estar jugando al mikado con mis hijas y mostrarme participativo con ellas, al tiempo que trato de resolver un problema en mi mente, allá en el fondo. Reconozco que a la hora de escribir necesito mi espacio. Pero cuando me siento a comer la mente sigue trabajando y dándole vueltas a una historia que palpita en mi cabeza; me siento muy bien cuando trabajo. Y durante las noches, por ejemplo, me meto en la cama para ver el final del partido de básquetbol y estoy tan cansado que apenas tengo fuerzas para apagar la luz. Entonces, en el minuto o minuto y medio que queda de partido, no dejo de pensar en la historia. Claro que nunca pienso en ello cuando tengo relaciones sexuales. La verdad es que tan entregado no soy. Ni ayer, ni hoy, ni tal vez mañana…”

El verdadero sufrimiento de Woody Allen sucede cuando transcurren muchos días entre lo que vamos pensando y aquel momento luminoso de empezar la escritura del guión. “Esa espera es para mí muy dolorosa. Es la peor parte. Entonces me entran todos los achaques y sufro de ardor de estómago y agotamiento físico. Escribir es un placer, pero levantarse por la mañana cuando no tienes una estructura clara es horrible. Después de levantarte y desayunar, sabes que vas a encerrarte de nuevo en la habitación para ponerte a pensar dónde va cada cosa. Es como componer una sinfonía. El tema comienza aquí pero va a resonar tres movimientos más tarde, y si esto queda mal, aquello quedará fatal. Es curioso. Cuando juego al ajedrez soy incapaz de ver más allá del movimiento que estoy haciendo. (Risas y más risas, sí, entre paréntesis). Pero cuando escribo, aunque se trate de un guión complicado y con muchos personajes, soy capaz de adelantarme en la historia y resolver los problemas que puedan salirme al paso. De todos modos, no siempre me queda bien a la primera y tengo que hacer reajustes al principio del guión porque lo que viene después no tiene toda la gracia que yo esperaba. Pero no pasa nada. Lo duro es llegar a ese punto. Y el día en que me pongo a escribir es de lo más emocionante para mí. No sé cómo explicarlo. Estoy rebosante de energía. Hablo a un ritmo casi frenético, voy dando botes por la calle y camino a toda prisa, como si tuviera veinte años”. Eric Lax sostiene que esos son los momentos de mayor plenitud y júbilo. Cuando Woody Allen se sale de “ese corsé emocional en que se mueve”. Y Woody Allen, sin pensarlo dos veces, responde con la velocidad de un joven adolescente: “Así es porque la labor del guionista es en gran parte muy dura. Incluso mis hijas pequeñas, que tienen cinco y seis años, dicen (pone una voz infantil): “Papá se va a la habitación a pensar”. Y yo les digo: “Y cuando ustedes vayan al circo, ¿qué voy a hacer yo?” Entonces el cineasta imita la voz de sus hijas: “Vas a seguir pensando”. Ahora es Lax quien insiste con otra pregunta: “¿Y cómo lo lleva Soon-Yi? ¿Supo adaptarse rápidamente?” Entonces Woody Allen levanta la vista, mueve la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, y responde con una velocidad más o menos controlada: “Ella cree que es uno de los misterios de mi modo de trabajar y que gran parte de mi esfuerzo lo dedico al pensamiento. Siempre se queda asombrada porque le parece que escribo muy rápido. Pero cae en el mismo error que la mayoría de la gente: piensan que escribir es escribir. Como señalaba Marshall Brikman, pensar es escribir; escribir es poner por escrito. Si al cabo de un mes no sale nada, me digo, esta idea no podía prosperar. A veces me obsesiono con dos ideas cuando llevo un par de semanas escribiendo sobre una de ellas y, como me parece aburrida, me paso a la otra y me acaba pareciendo igual de aburrida. Lo que más me cuesta es llegar a las ideas que funcionan y ponerlas en orden”.


LA FANTASÍA DE LA SOFISTICACIÓN
Y UNA BUENA DOSIS DE INGENIO

Pero en Woody Allen no todo es hacer, deshacer y rehacer películas sin tregua. Tiene también otras distracciones, como por ejemplo el ejercicio físico: “Lo hago todos los días”. Y en general, recurre a su sentido de la disciplina. “Toco el clarinete y trabajo. Voy a la habitación y me pongo a escribir. Todo eso me ayuda. Sirve para refrenar la tendencia natural de uno a hundirse en el pozo negro de la realidad… Confieso que la fantasía de la sofisticación captó mi interés desde pequeño. No me gustaban las películas de piratas o de vaqueros, con las que tanto disfrutaban mis amigos. Me quedaba dormido viéndolas. Lo que sí me gustaba de verdad era cuando se acababan los créditos del principio y la cámara recorría los edificios de Nueva York recortados contra el cielo. Me imaginaba a la gente que vivía en aquellas casas de Park Avenue y de la Quinta Avenida, enfrascadas en sus vidas, con sus mayordomos y sus criados, y que desayunaban en la cama, se engalanaban para cenar, iban a salas de fiestas y volvían tarde a casa. Aquellos restaurantes, aquellas coctelerías, aquellos piano-bares. No sé por qué, pero aquel mundo me atraía y eso era lo que me interesaba. Debo decir que los profesores se quedaban sorprendidos conmigo porque las referencias que soltaba en clase eran muy refinadas. No es que yo fuera culto, pero mis comentarios eran ingeniosos. Ya de pequeño, antes de saber realmente lo que decía, yo hacía bromas con Sigmund Freud, los martinis y cosas así, porque emulaba el lenguaje ocurrente de las películas que veía y de aquellos personajes que tenía como modelo y con los que me identificaba. Es posible que tenga una predisposición innata para el ingenio. Esas películas a las que me refiero contienen su buena dosis de ingenio. Son  comedias sofisticadas, de divorcios, de botellas de champán recién descorchadas y de comentarios agudos. Y había algo en todo eso que ya de pequeño me atraía muchísimo. Con mis amigos no siempre nos entendíamos en aquellos años de mi vida escolar. Algunos me caían bien, otros no tanto, pero hacíamos cosas entre todos que no siempre despertaban mucho interés en mí. No digo que yo no fuera a ver la película King Kong. Me gustaban los hermanos Marx y Charlie Chaplin, pero lo que en verdad me interesaba eran películas como Al servicio de las damas, de 1936, aunque es un poco anterior a mi época. Otros filmes posteriores que pude ver de pequeño son Infielmente tuya, de 1948, e Historias de Filadelfia, que es un poco anterior, sí, de 1940. Confieso que me siguen encantando. Si estoy viendo la televisión, por ejemplo, y de repente doy con un canal en el que sale un grupo de gente entrando en una sala de fiestas, sí, un salón de baile, me quedo enganchado. Más de una vez le he pedido a mi colaborador Santos Loquasto que recree esos ambientes para más de una de mis películas.

A estas alturas de su vida, podríamos decir que Woody Allen tiene la virtud de ver aquello que no siempre vemos; lo cual constituye, a menudo, la chispa que enciende el dolor humano, o al menos es la fuente del desequilibrio emocional. ¡Ah el reino de las emociones donde no habita un monarca absoluto! Las fragilidades humanas son evidentes y no hay poder que pueda al fin establecer un equilibrio único. Dicciones y contradicciones, burlas y veras, tics nerviosos que nos permiten la descarga, pero también nos hacen sufrir, puesto que algo, allá en las honduras humanas, no camina muy bien. Fobias y más fobias. Espejos reales e irreales que a menudo nos atormentan sin la más mínima misericordia. Y el Tiempo, ahhh Su Majestad el Tiempo. Woody Allen sufre como algunos escritores de la antigua Rusia cuando piensa en el Tiempo que amenaza con detenerse, por fortuna, a veces, pero al fin no se detiene. ¿La vejez implacable a la vuelta de la esquina? Y la Pregunta Fundamental en la vida y la obra cinematográfica de Woody Allen: ¿Y todo para qué, adónde vamos, qué hay después de ese tránsito vital que sentimos engañosamente como nuestro, sí, atesorándolo todo, casi todo, más bien casi, cuando al fin no somos mucho más que un manojo de suspiros en el aire del mundo, y tal vez, si nos va más o menos bien, un espléndido minuto de silencio absolutamente ingobernable. Eso es Allen en su cine y en su vida, y un plus cotidiano, por supuesto, una genialidad transgresora desde sus orígenes. ¿Y todo por qué y para qué? Ni él mismo lo sabe ni lo sabrá nunca. Nosotros lo acompañamos en su angustia cargada de significación, hilarante a menudo, aunque tampoco lo sabemos. ¡Vaya uno a saber cuál es la última palabra o cuál será el último gesto más o menos cifrado en el aire de Manhattan, allí donde vive, feliz e hipocondriacamente, no muy lejos del Central Park!

Woody Allen no puede esconder su nostalgia por la inexistencia de lo divino, como a menudo lo dice. Por eso se refugia en el cine. Hacer cine, a su modo, es un intento de aproximación a lo divino por sus cuatro puntos cardinales, de una manera habitualmente no muy consciente. “La verdad es que casi no veo mis películas. En mis personajes no descubro más que meteduras de pata. Lo que me produce placer es pensar en las películas y las obras de otros, como Chejov, Bergman y Tennessee Williams… La verdad es que todas las que realizo las hago por motivos personales, aunque espero que a la gente le gusten y siempre me produce una gran satisfacción saber que es así; pero nunca pienso en mi trabajo”. Entonces Eric Lax comenta a media voz: “Me da la sensación de que tus películas están fuera del tiempo”. “Es que yo estoy fuera del tiempo”, dice Allen con una sonrisa en los ojos, apenas, y algo de melancolía en los labios: “Es que yo estoy fuera del tiempo, y eso también se paga. Jamás he empleado la música de la época, ni tampoco he escrito nunca sobre temas que estuvieran en la mente de la gente de la época. Match Point, por ejemplo, trataba un tema intemporal como la suerte. Y si es una buena película, debería serlo también dentro de cien años. Si no lo es, no soportará el paso del tiempo (…) Los problemas que reflejan mis películas puede dar la casualidad de que estén o no presentes en la mente de la gente, pero nunca plantean temas sociales o políticos. Siempre tratan temas psicológicos, románticos o existenciales”.

Sin duda que Woody Allen es muy exigente, casi despiadado, cuando analiza sus ejercicios dentro de la cinematografía mundial. Digo ejercicios porque así los concibe. Su sentido del humor no es un obstáculo para verse por dentro como un cineasta que está más cerca de los errores que de los aciertos. “La mayor parte de la obra de casi todo el mundo, la mía incluida, es mala porque cuesta mucho hacer algo bueno. Así que para empezar hay que dar por sentado que la mayoría del trabajo de cineastas, escritores, dramaturgos y pintores no es de primer orden. De vez en cuando aparece un verdadero talento o incluso un genio, pero es algo poco común. Estamos todos salvados porque el público no es muy exigente y no hace falta que una cosa sea muy buena para que triunfe (…) Mi opinión objetiva es que no he alcanzado ninguna meta importante en lo artístico. Y no lo digo con pesar. Simplemente expreso la realidad de lo que siento”. Para Allen, son otros los cineastas de mayor vuelo y trascendencia. “Hay otros realizadores de mi generación que sí han influido a directores jóvenes, como es el caso de Scorsese, Coppola o Spielberg. Yo no he influido a nadie, por lo menos de manera sustancial. También es el caso de Stanley Kubrick. Por eso me ha parecido siempre muy raro que se me prestara tanta atención durante todos estos años. Nunca he tenido un público masivo, nunca he hecho un cine muy rentable, nunca he tocado temas controvertidos ni he seguido las modas del momento. Mis películas no han fomentado un debate nacional sobre cuestiones sociales, políticas o intelectuales. Son filmes modestos realizados con presupuestos modestos que generan un rendimiento muchísimo más modesto, y que no tienen ninguna repercusión real en el mundo del espectáculo. Los directores jóvenes no se desviven por imitarme ni filmar como yo. Nunca he tenido la suficiente técnica ni he dado a mis ideas la suficiente profundidad para crear escuela. Soy un humorista de Brooklyn y Broadway que ha tenido mucha suerte”.

Eric Lax percibe que llegó el momento de clausurar el diálogo en este mismo instante, o al menos de suspenderlo. Cae la noche sobre New York, o al menos eso es lo que parece en el aire de Manhattan. La película no se acaba hasta que se acaba, como dicen a media voz algunos de sus personajes que no dejan de sonreír y van deslizándose paso a paso hacia el Central Park, allí donde Woody Allen se refugia a menudo para pensar a media voz y sin abrir mucho los labios, observar el vuelo de las nubes temblorosas y dejar de pensar porque sí, tal vez, quién sabe, porque sin embargo, porque ya se hizo casi de noche y mañana será otro día, según dicen los que saben, vaya uno a saber, o al menos algo parecido, sí, algún fenómeno parecido al nuevo día. ¡Vaya uno a saber!



 



 

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Ni complejo de inferioridad ni delirio de grandeza.
Por Hernán Lavín Cerda