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Recurso Humano, de Héctor Lira
(Editorial Deriva, 2019, 74 págs.)

POSFACIO


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Este libro fue concebido en el corazón mismo del capitalismo financiero, en parte, porque su autor habita también ese mundo: asesorías de negocios, coaching ejecutivo, estados de resultados, etc. Sin ser denunciante, tomar partido o juzgar a algunos personajes que presenta, habla con la distancia y serenidad que permite la observación etnográfica y para salir del espacio de confort y ampliar el campo de batalla –en un país alérgico a las mezclas– escoge editar este libro en la única editorial independiente chilena, la única que no recibe subsidios estatales, que publica literatura realmente subversiva y que no quiere ser como las editoriales grandes.

Todos sabemos que el sistema productivo o, digámoslo claramente, el capitalismo, nos roba el tiempo y lo anula. Todos giramos en torno a ese eje, desde los inmigrantes pobres que hablan casi exclusivamente de dinero y arriendo de cuartuchos hasta los grandes especuladores financieros y operadores políticos que trafican influencias. En ese sentido, hablar de sistema productivo es incompleto, porque dejamos fuera el rol de la especulación financiera, el corporativismo y los carteles, que son quienes manejan el flujo de información. La industrialización en países como el nuestro es comparativamente baja, somos más extractivistas que grandes generadores de valor, lo cual muchas veces implica aprovecharse de la mano de obra barata (inmigrantes, pobres, etc.), precarizar el empleo y no respetar la naturaleza.

En estricto rigor tampoco se podría hablar de emprendimientos porque un emprendedor toma riesgos, invierte en innovaciones. Sin embargo, eso no lo hace la clase empresarial chilena, más bien tiende a apropiarse de un bien, cercarlo, cobrar por su acceso y acumularlo. Eso es más rentismo que capitalismo, es miserable y culturalmente rasca. Carece de audacia y no crea valor. Lo anterior ha sido reconocido por importantes inversores. En 2011 el emprendedor e inversionista israelí Arnon Kohavi creía que en Chile estaban las condiciones para crear una réplica de Silicon Valley. Eso iba a permitir a Chile ser un polo de creación de valor y servicios. No obstante, a los seis meses se fue espantado del país con un claro diagnóstico:

La sociedad chilena es menos dinámica que Asia o los Estados Unidos, con un puñado de familias monopólicas que controlan el país y no quieren moverse de ahí. Peor aún, a estas familias no les importa nada ni nadie (los jóvenes, los pobres…) fuera de su dinero. No tendrían por qué importarles: los recursos naturales del país (el cobre, etc.) son una desventaja aquí porque significa que los ricos no tienen que trabajar duro (…). Lo que en Chile se conoce como capitalistas de riesgo son en realidad financistas privados, es decir, banqueros en sus trajes con especialización en finanzas y nulo conocimiento de emprendimiento.[1]

Si observamos el resto del mundo, el capitalismo se está haciendo cada vez más anónimo y abstracto.  El tiempo se vuelve un bien de lujo, su acceso se vuelve caro, en los dos sentidos de la palabra: caro porque tiene un precio más alto de lo normal y caro porque se requiere de sí mismo para para poder disfrutarlo, lo cual lo hace preciado y escaso, casi un exceso. Es en ese escenario donde muchos se encuentran en guerra por el tiempo y montan una defensa para tener tiempo y adquirir conocimientos no inmediatamente instrumentales, en un extremo inútiles. Hay otros que luchan para frenar a tiempo la masacre contra el planeta. La guerra de los que no están del todo alienados es por tener tiempo sin que para ello se deba tener riqueza.

En ese sentido, están los que luchan por el derecho al tiempo y a consumir. Pero tanto el tiempo como el consumo hoy están articulados de tal modo que se comen todo como un Pac-Man o una piraña. O sea, estamos en una guerra permanente para obtener algo que nos va a triturar, masticar y escupir. El tiempo no cura todas las heridas: herrumbra todo; o cura cualquier cosa excepto las heridas. Incluso, con el tiempo, el cuerpo deseado ya no lo será más y si el cuerpo deseado deja de serlo, lo que queda es una herida sin cuerpo.

En este poemario no están ni las postales que denuncian el capitalismo ni las que celebran el libre mercado. No hay juicio o al menos no un juicio evidente. Trato de imaginar quién había hecho esto antes: Pablo de Rokha (1894 – 1968) en Los Gemidos (1922) habla de Wall Street, de cifras. Lo hizo también Ezra Pound (1885 – 1972) en los casi ilegibles Cantos (1925). Pero esto no tiene el nivel panfletario del licantenino ni la difícil receta del estadounidense (que se creía europeo del renacimiento). No es la celebración de las luces del árbol de Navidad de la modernidad neoliberal como en Alberto Fuguet (un aporte, nos guste o no), ni la denuncia sobre las ruinas y los elefantes blancos que deja esa modernidad neoliberal como en algunos documentales de Jem Cohen, por ejemplo, Lost Book Found (1996) o Chain (2004), donde hace el ejercicio opuesto a Fuguet con las ruinas y la desolación de esa misma mercancía.

Se suele asociar la poesía con el lenguaje ralentizado, con cuidarse de no pasar de largo la realidad, saborear cada palabra con pausa. Se la concibe incluso inmóvil, como en ciertas poéticas orientales o los Cuatro cuartetos (1941) de T. S. Eliot (1888 – 1965) que tienen la fijeza de un jarrón chino. Pero existe también la mirada de la velocidad, el poema comparte también varias cosas con el capitalismo brígido: es diseño verbal de imágenes hechas para seducir o embriagar, es veleidoso y ambiguo, a veces está hecho para confundir, es seducción, busca posicionarse, es lenguaje cifrado y oscuro como el del código financiero. Un poeta outsider experto en marketing quizás diría que la poesía vista desde afuera podría adoptar la forma de un club / un negocio.

El poema es palabra en movimiento constante y, en ese sentido, estos poemas se montan como un polizonte sobre lo que llamamos la aceleración del sistema. Se convierten en su fantasma, a veces en su jinete, en la herrumbre de la máquina productiva/especuladora que en su afán por lo nuevo y la renovación constante no tiene cuidado. Uno de los poemas más hermosos del libro -Vectores de carne- habla precisamente sobre herrumbre. O intenta poner un paréntesis –un recreo- en esa aceleración, una reflexión, una imagen en un sistema de abstracciones y flujos que es anónimo y funciona autónomamente como el capitalismo, el mundo de los narcos o las corporaciones: nunca vemos los rostros ni los nombres de quienes manejan y operan en el entramado. Sobre la espalda de ese sistema el poeta pega estos poemas como esos estudiantes que le pegaban un papel en la espalda al alumno soplón –¿eventual periodista? - o al profesor tirano. Puede ser. Aunque en realidad es el sistema el que nos llena de etiquetas y marcas y somos nosotros el alumno buleado o el profesor que no merecía el escarnio anónimo.

El empleo del tiempo. Recursos humanos. El cine de Laurent Cantet y el de Kiyoshi Kurosawa de Tokyo Sonata (2008). En todas esas obras queda claro que hasta los altos ejecutivos son reemplazables como la ropa desechable de ache & eme.  Con estos poemas recordé de inmediato esa obra maestra del stop motion, Anomalisa (2015) de Charlie Kaufman -sí, el mismo guionista de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004)pero haciendo un demoledor análisis de las charlas motivacionales y los speakers de liderazgo-. Anomalisa: un experto en experiencia de clientes –exactamente esos mundos habita nuestro poeta– ensaya su discurso hasta que empieza a cuestionar el sentido de lo que hace y, en ese ejercicio, cuestionarse a sí mismo y su rol en el sistema. Algo similar sucede en este libro. Un libro de poemas escrito por un ingeniero comercial, profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez que no oculta su contexto. Un hombre que forma parte del ambiente de las asesorías empresariales pero que no es tan ciego como para no tomar nota de la soledad de un Hombre extraviado en un restaurante.

Las frases más absurdas fueron pronunciadas por los políticos más parecidos a personajes corruptos de cómics o de películas de superhéroes cuando se propuso reducir el horario de trabajo a cuarenta horas semanales. Hay datos duros. Chile es uno de los países con más horas de trabajo de la OCDE. Lo sabemos todos: el sistema se apropia de nuestro tiempo, que además invade con bombardeo publicitario mientras registra cada una de nuestras preferencias cuando consumimos redes sociales y compramos por internet, ya sea que busquemos manuales para cultivar orquídeas o películas de Apichatpong Weerasethakul, nadie está libre de la huella digital que tiene. Somos heavy users, esees el anglicismo que se usa (la poeta chilena Elvira Hernández en su poesía analiza y desmonta con humor el léxico de la modernidad lleno de anglicismos y de palabras inventadas por –otro anglicismo- think tanks y managers y toda esa fauna que abunda: liderazgo, empoderamiento, innovación, etc.). Y lo que vamos a decir es crucial: en ese mundo habita -¿pertenece?-  el poeta que escribe estos poemas. Desde ahí habla.

“Desde mis rascacielos puedo contemplar / cómo el sol cae sobre los recursos humanos / vienen desde algún lugar / como anodinas monedas de carne arrojadas sobre la tierra”. Desde ese lugar está planteado este poemario. No lo oculta: “Un verso es un préstamo para amortizar el vacío. La propuesta es interesante, porque sin renunciar en absoluto al lirismo ni caer en estridencias, antipoesías y caricaturas, desarrolla un imaginario en torno al madmen y al mercado, apelando a los límites discutibles de la ideología que lo sostiene. Esa idea de que el artista está para crear la fábula, pero no la moraleja. No es un hablante invasivo, pero hay sangre y hay que hacerse cargo de lo que ven los ojos. No contamina su imagen. Es retratista, pero en ningún caso promotor de la masculinidad, la violencia y el mundo de los negocios. No es aséptico ni esconde sus sensibilidades.

La poesía es un uso del lenguaje cifrado y aguijoneante en donde el contenido también es elusivo como en el sistema financiero -cuyos planificadores y artífices no conocemos y cada vez conoceremos menos-. A los operadores del sistema productivo no los conocemos. El sistema está en crisis, pero en equilibrio, a su manera, más nadie sabe cómo ni nadie pregunta. Similar a las lógicas del narcotráfico y carteles, ya no existe un big brother ni líder de pandilla.

Ya dijimos que en algunos casos la poesía es tiempo detenido o ralentizado.  Es así porque así nos enseñaron los padres chinos, japoneses, persas, el Dr. Williams, el cine de Abbas Kiarostami, entre tantos otros.  Sin embargo, hay otra manera de ver esto, que sería la de subirse –a la mala- al tren en movimiento del sistema productivo. Que las palabras intenten hacer eso. Y es exactamente eso lo que intentan estos poemas, estos jardines de información, de ahí la emergencia de pequeñas selvas y reflexiones sobre la infancia y las relaciones humanas en el poemario, en el tren en movimiento con acceso a los paisajes. Los poemas aparecen como perlas en el barro en la saturación de información -para no hablar nuevamente de heavy users-.  Bastante heavy metal a decir verdad: el capitalismo –y el poeta no da juicio sobre esto, sólo lo documenta con tranquilidad- nos convierte en toros, en máquinas de rabia, en ganadores.

En toros. Hay hasta una escultura de este símbolo en New York. Toros. Bullies. El toro está dentro del cuerpo del poeta, es la violencia que creció en él -Un toro negro corre hacia mí-: “Evolucionar ha sido advertir / su acceso a mi presencia: la inevitable / expansión de sus cuernos / desde el interior de mi tórax”. Es fácil hablar de alienación, deshumanización, seres maquinales, etc. Es más preciso intentar dibujar a esos personajes, operadores del sistema sin dar juicios ni condenas como en Las bestias se lo deben. Hay un poema de toro o bullie o zorrón en donde la figura de la mujer aparece como otra mercancía, en uno de los poemas fuertes y desoladores del libro: El cliente siempre tiene la razón. Ese es un poema de género en este poemario, al igual que Macho de última edad, un poema sobre la violencia contra la mujer, esta vez en un contexto rural.

Estamos frente a un libro de masculinidades y de género -Llorar puede ser un juguete-. Algunos sostienen que cuando cambien las masculinidades, el feminismo va a lograr las conquistas y saldremos de esta transición, que es como todas las transiciones: traumática, decepcionante y con algunos disparos a la bandada en donde caen a granel moros y cristianos. Ser macho como construcción social es un tema relevante, hay versos que se cuestiona el origen: “Mataría al torero que ha convertido / al novillo en bestia”. Otros que declaran confesos la dificultad para reconstituirse desde otras sensibilidades “Como si fuera imposible extirpar/ el macho de mí y toda mi huella de furia”, porque con esos versos en un poema de despecho o de despedida, el hablante no niega sus sentimientos, similares a los de un energúmeno neoliberal, pero explicados en Terapia y en Cuando leí a Gabriela.

Otro clásico de los retratos de bullies o winner es el box, aunque también lo es de los marginados, por las artes marciales son espacios democráticos, en donde el cuero es cuerpo y la gente se saluda, curiosamente en ese espacio donde nos encontramos el ecumenismo de los gladiadores es, a su manera, el escenario del capitalismo brígido como analogía de una violencia maquinal y simbólica. Ese espacio de convivencia de estas dos especies aparentemente distintas convive, tiene algo también de este poemario -Sparring: “mis enemigos son espejos imaginarios / imposibles de quebrar / insertados en mis ojos”-. Probablemente los poetas y boxeadores profesionales Gloria Dünkler y Juan Carlos Urtaza tengan más que decir al respecto.

Hay imágenes cinematográficamente líricas como “un enjambre de servilletas voladoras que ataca a unos turistas de pie” en Valparaíso –ejemplo del uso al pedo del excedente de capital-, pero en el mismo poema hay una alusión muy delicada –no puede ser de otra manera- a la triste historia política de los que ya no están: “Todo individuo es un mirador inamovible / frente al silencio de los cuerpos sumergidos”. He ahí la brutal convivencia. La legitimidad de los contrastes. Y cada tanto aparece un micromundo infantil con humedales, bosques y selvas, con un misterio en sus dos últimos versos -Los engendros más extraños: ¿Quiénes son los que brillan en la noche de la selva? -. La eficacia del poema está quizás en ese acertijo que es casi un misterio.  En ese sentido, es un logro hablar de imaginación infantil sin caer en larismos o en ternurismos. Poemas que hablan de la muerte niña como decía Gabriela Mistral (1889 – 1957). Veamos: “un niño de cuatro años/ que no sabe morir y observa con atención forense / (…) / Si lo logras encontrar abrázalo/ y permítele jugar con tus hijos”. Aparece también varias veces el mensaje de las plantas -Las bestias se lo deben-, el contraste entre la nervadura de las hojas y el tronco añoso que es su origen. Troncos, raíces, y otra vez un bestiario/recetario en la noche citadina -Instrucciones para noches fucsias-.

La casa – una constante en la poesía chilena, casi se podría hacer una antología de esto-, el hogar, quizás como nostalgia o como otro recreo, o el amor: la casa que llevamos dentro y que no hay que matar, un verso que habla de orfandad -Servicio Nacional de Menores-, de la poesía puertas adentro -Preguntas a tu fotografía- que los lleva a la pregunta de cómo lo personal es político. El poeta habita los contrastes. Los poemas Camino a casa y Ningún hogar debiese morir en nosotros se confrontan con el escenario desolador del zorrón con la prostituta -El cliente siempre tiene la razón-, donde la sustancia es la desolación y el vacío para, otra vez, en un nuevo contraste, emerger un poema de erotismo real, risueño, feroz e infantil como en Te amo como un perro. El capitalismo es una plataforma que democratiza el acceso a los contrastes, a las luces y a la sombra; nadie puede huir de ello. Tampoco nos libera de nada.

No sé si hay una fluctuación entre mundo infantil microscópico -los niños ante la inmensidad de la montaña juegan con semillas o piedras diminutas, ese dato es importante en la grandilocuencia de la poesía chilena- y el mundo del dinero de los adultos.  No es que el poeta ponga la postal humanizada de la naturaleza frente al capitalismo salvaje, eso sería obvio. En cambio, habla de una cosa a través de la otra: la aceleración que deforma y fusiona los cuerpos con el sistema, y la naturaleza como equivalente de la psicología del individuo. No se trata del medio ambiente contra el capital, ni el individuo contra la naturaleza; es el sistema en el sistema, una especie de bucle.

En uno de los últimos poemas -Mi último sueño de bosque- el poeta se cuestiona ¿Cómo huir del dramatismo físico de los seres humanos?”, develando cierta inescapabilidad ante el sistema: “Quizás debo desentenderme de las sombras / y dormirme optimista / ante la fuga final del horizonte, / empaparme de la invisible luz que lo hincha todo”. Aunque ese deseo de que la naturaleza invada todo, presente en varios poetas chilenos que hablan de desastres naturales, está presente, pero como una posibilidad de incesante mudanza: “O quizás debo dormirme / en la línea entre el océano y la arena: / reforestar mi biografía / con un último sueño de bosque”.

Esta poesía es una bienvenida interrupción, una cookie o un pop-up molesto dentro de, como dice el poeta: La ferocidad matemática del código financiero.
Bienvenido sea.

GERMÁN CARRASCO, octubre 2019

 

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Nota


[1] Fuente: https://www.biobiochile.cl/noticias/2011/12/25/inversionista-se-va-de-chile-tras-solo-6-meses-a-quienes-controlan-este-pais-no-les-importa-nadie.shtml


 

 

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Recurso Humano, de Héctor Lira.
(Editorial Deriva, 2019, 74 págs.)
POSFACIO. Germán Carrasco