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Hernán Miranda y el rescate de los excéntricos
Ediciones Tácitas reúne en un solo volumen los 10 poemarios del autor, destacado exponente de la Generación del 60,
que en su obra habla de un Chile desaparecido.
Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 11 de marzo de 2018
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Hace años que ya no ejerce el periodismo, pero la entrevista tiene lugar en la biblioteca del Círculo de Periodistas, a cuyo directorio perteneció en varias oportunidades. Hernán Miranda Casanova (Quillota, 1941) no es especialmente comunicativo, aunque se nota entusiasmado por la aparición de Poesía reunida, volumen que contiene sus 10 libros publicados, más igual número de poemas dispersos y uno inédito. Publicación consagratoria, con edición de Hernán Ortiz González y prólogo de Raúl Zurita, quien elogia la obra de Miranda como "una de las muestras más altas de precisión y exactitud y, al mismo tiempo, de profundidad y delirio", una poesía "de la claridad y de la noche, de la mesura y el pathos", que se distingue por su "parquedad formal".
Entre los poemas que destaca el prologuista hay dos -"Todo encaja en todo armoniosamente" y "El viento prefiere los espacios abiertos"-, incluidos en De este anodino tiempo diurno (1990), que el crítico Ignacio Valente había considerado, en su momento, "francamente destacables, sueltos de hechura, vivos", y en los que su autor, "moviéndose en la atmósfera genérica de la antipoesía, alcanza un timbre muy propio y seguro".
Perteneciente a la Generación del 60 o de la diáspora, Miranda reconoce, en efecto, una influencia de Parra, y agrega: "Hay una desconfianza por el barroquismo. El lenguaje en exceso metafórico es un vicio. En ese sentido, la poesía anglosajona es muy enriquecedora". Se llevó bien con poetas láricos, como Omar Lara y Jorge Teillier. "Pero yo me centré más en la realidad concreta y, sin quererlo, en temas sociales. Diría que mi poesía toca lo político, pero no es política. En cambio, la poesía de los lares se escapaba del presente", advierte.
"Todo el mundo es un adivino en potencia"
Hernán Miranda habla en sus poemas de un Chile desaparecido, con historias que hoy parecen remotas. Una temprana infancia entre quintas de manzanos talados para hacer leña, en lo que hoy es la comuna de El Bosque ("Antes de que las manzanas maduren"). El recuerdo de una joven que se suicidó en Quillota a la hora del almuerzo ("Doralisa se lanzó bajo el tren de las 14"). La madre del poeta -criada en la Hacienda Chacabuco-, junto a otros niños, buscaba proyectiles enterrados bajo el roble de Maroto, junto al cual el brigadier español aguardó a las tropas conducidas por San Martín. Otros poemas dicen que el padre del escritor tenía alojada una bala debajo del esternón, que pasó dos años en la cárcel y que en la "casa de orates" le aplicaron electrochoques. "Le habían disparado en una pelea de burdel. Mi padre era una especie de aventurero, un buscavidas, un personaje de la picaresca, como Don Ramón, el personaje del Chavo del 8, pero de terno y corbata", recuerda Miranda.
Su madre, excelente lectora, y un profesor de educación básica lo animaron a estudiar periodismo. La poesía llegó en la adolescencia. En 1969 ganó el primer lugar en un certamen cuyo jurado lo integraban Pablo Neruda, Juvencio Valle y Jorge Teillier. También compartió un reconocimiento con José Ángel Cuevas, en un concurso donde fue jurado Nicanor Parra.
Su primer libro, Arte de vaticinar, fue publicado en 1970, el mismo año en que ingresó a trabajar en La Moneda. "He llegado a la conclusión de que todo el mundo es un adivino en potencia. La gente dice 'va a pasar tal cosa', y eso puede ocurrir o no. En mi caso, he jugado con la idea del poeta como vate", explica. El último poema de ese libro se llama "Profecía", y hoy su lectura resulta premonitoria. "Ese período lo viví con angustia, porque desde La Moneda captaba todo el conflicto que se estaba generando", afirma.
En La Moneda y otros poemas (1976), recuerda distintos episodios de su vida ligados al Palacio de Gobierno, desde que era niño hasta que lo visitó tras el bombardeo. Miranda se exilió en Argentina en 1973. Allá se casó con Marta Beatriz Lapides, y nació su hija Paloma, a quienes dedicó el libro Morado (2011). Vivió un año y tres meses en Panamá. Regresó a Chile en 1978, volvió a irse y se reinstaló definitivamente en 1981.
"Me alegro de haber vuelto. Si me hubiera quedado más tiempo fuera de Chile, me habría perdido ese período de bastante actividad cultural", dice.
Célebre fue, en 1984, la performance que hizo Miranda encerrándose durante un día en una jaula del zoológico, con una máquina de escribir. Se llenó de curiosos y periodistas. Lihn, Parra y otros escritores le expresaron su apoyo. "Es algo que se dio en circunstancias muy estrambóticas", recuerda Miranda. "Dicen que se junta el hambre con las ganas de comer. Había un director del zoológico que estaba interesado en darle difusión, entonces cuando yo le propuse hacer esto me aceptó altiro, pero con una condición: tenía que estar en la jaula igual que todos los animales. Para él era publicidad y yo lo veía como una protesta entre ecológica y política".
La pureza de la marginalidad
En varios de sus libros aparecen personajes extravagantes. Como Hugo Araya, El Salvaje, reportero gráfico y camarógrafo conocido por una barba y cabellera hirsutas, sus bototos atados con cordeles de cáñamo y la particularidad de sus tomas: era capaz de treparse a un árbol o tenderse en el suelo para obtener un ángulo original. Murió en la Universidad Técnica, en septiembre de 1973. En los 80, Miranda escribió un reportaje sobre el Paseo Ahumada, que tituló "Los excéntricos del centro". Uno de ellos era El Mohicano, que se rapaba la cabeza dejándose una cresta de pelo. No mendigaba. "Comida", exigía cuando tenía hambre. Y se la daban. Miranda trató de hablar con él. Lo persiguió con su libreta de apuntes, pero fue inútil.
Sobre el Divino Anticristo escribió el poema "Un despreciable clochard se apoderó entonces de la palabra", en que asume su voz en primera persona. "Nunca conversamos -dice Miranda-. La mayor relación que tuve con él fue cuando le compré una máquina de escribir que recogió de la basura. A mí me dio un sentimiento de culpa, porque yo por ese poema me hice muy conocido y sentí que debía retribuirle en algo".
-¿Por qué le interesan tanto estos personajes excéntricos?
- En cierto modo, es un rescate de la marginalidad y de algo que tiene una pureza. Estos personajes están fuera del sistema y llevan algo muy parecido a lo que se llama la vida contemplativa. Hay santos que viven encerrados pensando en Cristo, y es perfectamente aceptable que alguien quiera dedicarse a meditar. Estos personajes son como el equivalente: viven dentro de la sociedad, pero con su propia vida. A lo mejor uno mismo se convierte, en cierto modo, en un personaje excéntrico por andarse preocupando de estos otros.