Selección de Poemas
Ese hombre ahí sentado,
ordenó matar y mató
por odio.
Y esta tarde descansa, ya viejo,
en su sillón.
Con las piernas cubiertas,
ese hombre que mató
y que hoy se duerme,
plácido y oscuro,
no teme al juicio de los hombres.
Y esta tarde descansa, ya viejo,
en un país que limpia por encima.
La luna es el cañón de una pistola
que lo apunta.
En un pasaje del centro
alguien cae al suelo a toda velocidad.
Hunde el cemento unos centímetros.
Se queda tendido.
Siente el dolor del golpe y el aroma
de la calle mojada.
Intenta levantarse.
La mano no se afirma.
El cuerpo no responde, lo traiciona.
Su mente, sin embargo, vuela.
Intenta levantarse, pero teme
cuando escucha que corren a su espalda.
Entiende que todo está perdido.
Ella lo que necesita es un poema
solamente,
como un espejo,
para sentir que está,
para volver.
Ella, que se apoya aún en mi ventana
y mira para afuera y para adentro,
necesita una palabra, un verso.
Como una brisa tibia o leche,
para olvidar,
para poder dormir,
para descansar
en paz, al fin.
Cuando te torturaron
yo era un niño.
No podía hacer nada
y no hice nada, después
y nunca.
Ahora lo siento tanto.
En sueños
buscaba al que te hizo daño
y sabía quién era.
Lo seguía por las calles
oscuras y largas.
Hasta que se daba vuelta
y me miraba con odio.
Aún así, descubierto,
indefenso,
yo no despertaba.
Ahora que ya es tarde
lee un poema a mi memoria,
una noche del mes, de la semana.
En silencio seco y doloroso.
Y recuerda que hay palabras
que contienen mi muerte,
algún informe torpe,
mi sangre sobre el pasto, mi agonía.
No creas nunca que ya se habló
o se dijo suficiente,
que todo pasó hace tanto tiempo.
Por respeto al futuro, a mis nietos
y a mis huesos
que aún no se deshacen.
Ese último desgarro, esa corriente,
la devuelve a su cuerpo
la devuelve al dolor
y éste, a la vida.
Se imagina que grita.
Se imagina que llora.
No soporta su sangre,
su propio olor, se da vergüenza.
Pide la muerte, implora.
Se vuelve piedra
mientras le dan
un último golpe en las costillas.
Tanto dolor, dices.
Tanta tortura, tanta muerte.
(“¡No debes escribirlo en un poema!”)
Fueron salvajes, crueles, cuentas.
¡No eran humanos!
(“Ahí también entendí que yo
era capaz de hacer lo mismo”).
Deberían cambiar todo, piensas,
el lenguaje, la bandera, la constitución,
el nombre de este país.
Porque fue gente de esta tierra.
Fuimos nosotros.
Somos nosotros los terribles.
Sube ese cerro
que desde atrás disparan.
Ya han caído varios a tu lado.
Así, herida, como estás y de rodillas,
escapa con las uñas.
¡Cava o corre!
Sube ese cerro.
Vuela. Hazte invisible.
Regresa de la muerte y sube.
A la poeta Marlene Zertuche
Te incomoda este verso en el bolsillo.
Como una bala que guardaste,
como un recuerdo estúpido.
No lo puedes olvidar y te molesta.
Te incomoda porque es como una astilla,
una voz en tu cabeza que da cuenta
de toda esa maldad.
Y ese silencio acordado.
Ese pacto brutal de cobardía.
Te incomoda este verso porque sabe.
Te incomoda este verso porque dice.
Te incomoda este verso porque quema.
Dispara hacia la multitud.
La gente corre.
Vuelve a disparar
y le da a un niño.
Se acerca.
Patea a una mujer en el estómago.
La escupe.
Ordena: ¡Que se desangren!
Esto desde ahora es sin llorar.
No mires atrás.
Ya no la busques.
Olvida esa parte de ti
como olvidaste su aroma.
Esa mujer que camina acercándose
en la memoria pero su rostro cambia.
Apacigua tu respirar.
Piensa en la música
de tu corazón; olvida
las serpientes verdes del fuego.
Ya no tienes más monedas
para intentar cruzar.
Tuve miedo, hermano. Temí.
¿Soy un hombre si temo?
¿Si me escondo para vivir?
¿Y cómo miro a mis hijos?
Pero estoy vivo,
puedo mirarlos, ¿cierto?
Es que no quise ver
las manos como trapos,
las manos secas,
sobresaliendo.
Sogas, pelos, en la tierra,
zapatos.
Me escondí, no pude ver
sus rostros deformes, homéricos.
Tuve miedo. Temí.
¿Mi miedo provocó sus muertes?
He soñado con volver
a correr por la ciudad
sin el terror de entonces.
Correr, sobrevivir.
Y registrar las calles aún desconocidas
de libertad, de alegría.
Correr en el retrato de mi pena.
Huir en la esperanza inútil.
Entonces silencio
por los masacrados,
por todos los que fueron.
Silencio como abismo,
como falta de luz,
como muda invocación.
Para que se levanten.
Para que se recreen.
Sus huesos, su sentido.
Transformando para siempre el territorio,
las ciudades, el lenguaje.
Quería que estuvieras aquí
pero te fuiste.
Cruzaste la frontera.
Cuando miré a mi lado estaba sola.
Yo quería que estuvieras aquí.
Que murieras conmigo en esta calle.
Odio, odio, hermano.
Miedo, miedo, miedo, adentro.
Rabia, rabia, ¡rabia!
Ya puedo repetirlo.
Morir por la patria. Esa basura.
Morir por dignidad.
Matar al otro.
Y volver orgulloso con la presa.
Como trayendo un gran animal
herido, boca abajo.
A Jaime Fouillioux Maturana
Lo comprendí de pronto en el Cusco.
Lo comprendí de pronto en Santiago.
Lo comprendí de pronto en Sucre.
Lo comprendí de pronto en Buenos Aires.
Lo comprendí de pronto en Brasilia.
Lo comprendí de pronto en Surinam.
Lo comprendí de pronto en Montevideo.
Lo comprendí de pronto en Caracas.
Lo comprendí de pronto en Guayana.
Lo comprendí de pronto en Quito.
Lo comprendí de pronto en Asunción.
Lo comprendí de pronto en Bogotá.
Sueño con balas que vienen hacia aquí.
Una lluvia, una pared de balas
que no vamos a esquivar.
Pienso en todo lo que no podremos ser.
Me dices, sin embargo:
“los besos no mueren”.
Te cubro bajo mi cuerpo.
Gesto inútil.
Te entrego este poema:
¿Para qué sirve la poesía?
Lo comprendí de pronto en Barcelona.
Y sé ahora que mi poesía llegó tarde.
Ya no servirá en Chile.
No devolverá la inocencia.
No encontrará a los desaparecidos.
Un solo verso pudo haber evitado la masacre.
Un solo verso cambia la estructura de la vida.
Guzmán tiene un poema tuyo en el bolsillo.
Contreras tiene un poema tuyo en el bolsillo.
Pinochet tiene un poema tuyo en el bolsillo.
Hasta el que te torturó,
se sabe de memoria un verso tuyo.
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