«Se estiran, a lo lejos, aullidos y murmullos enlazándose en un balbuceo que se hace próximo con la paciencia del caracol desde algún paralelo entre la bruma del sueño…»
Así empieza A B C X Y Z, primera novela de Carlos Aguilar Islas. Creo estas líneas condensan bien el propósito central de la obra. Los epígrafes de Barthes y de Rokha me lo confirman. Estoy frente a un artefacto que busca el goce del lector con la escritura-lectura misma, deformar el lenguaje hasta formar interrogantes y con ellas arte. Me gustan las obras a las que no les basta contar una historia, también se cuestionan cuál es la manera adecuada de contarla, el lenguaje mismo, y forman frases como aullidos y murmullos que se estiran hasta volverse hojas que tejen libros con la esperanza de «ser». Por ello, A B C X Y Z, cual rompecabezas, collage de retazos, me recuerda a obras como Farabeuf o Adán Buenosayres; existe un diálogo muy potente con ellas en los capítulos concentrados, sin diálogos, como en I y IV.
Otra característica llamativa de A B C X Y Z la encontramos en capítulos como el II, compuesto únicamente de diálogos directos, y el III, con su verborrea psiquiátrica: estiran el lenguaje buscando el absurdo o el realismo histérico, similar a Esperando a Godot o La Broma Infinita. Al igual que los autores de la llamada «Escuela de la Dificultad» mencionada por Eduardo Lago en Walt Whitman ya no vive aquí, la obra de Aguilar Islas adopta una postura contraria a la mímesis tradicional, apenas bosquejando a sus personajes y tomando elementos metaliterarios. Técnica desgastada y vacía para algunos como James Wood, pero valorada en el contexto actual chileno donde se tiende a la mímesis francesa.
Me gustaría mencionar también ciertos leitmotivs que acompañan a la obra tanto de manera simbólica —la avioneta y sus piruetas—, como temática: la sinestesia fue el principal hilo del cual me aferré en un intento por descifrar la novela y mensaje, pero del cual fui soltado tras el capítulo V, razón por la cual tuve que aferrarme a otros peñascos en un vano intento por autoconvencerme entendía cómo funcionaba la estructura de la obra en una primera lectura. De este improvisar acabé relacionando los capítulos finales —del XIII en adelante— con Wittgenstein: el espectacular chiste de «¡Me quiero morir!» me recordó a aquello que Wittgenstein llama «juegos de lenguaje».
Visto lo anterior, es indudable estamos frente a una obra consciente de sí misma, al punto que a veces le pasa factura —no creo menciones como el código en I ayuden a la inmersión—, pero tampoco creo sea devorada por su academicismo. Primero, por su humor: los continuos remates finales de los capítulos mencionados y desarrollos como los de los estupefacientes humanizan de alguna forma a la obra pese al escaso bosquejo de sus personajes. Segundo, su longitud: sus escasas cien páginas impiden un hastío ante el juego-artefacto. Tercero, su contexto: como mencioné antes, a diferencia de Estados Unidos, no poseemos tantas obras famosas con esta clase de enfoque —en estos momentos solo se me viene a la cabeza El arte de la palabra de Lihn—, por lo que una no-novela juguete con ademanes chilenos en las conversaciones es más que bienvenida.
Tras este estirar de aullidos y murmullos, decidí consultarle al autor por sus inspiraciones al momento de escribir A B C X Y Z, y me encontré con una perspectiva totalmente desconocida.
«Leí mucho sobre literatura de la sospecha. Fui oscureciendo a propósito la trama y lo que entendía que quería dejar como mensaje.»
¿Qué es la literatura de la sospecha? Supongo podemos llamar así a aquella inspirada en los maestros de la sospecha. ¿Quiénes son los maestros de la sospecha? Confío Wikipedia sea suficiente para salvar este vacío: es una etiqueta con la cual el filósofo Paul Ricoeur se refirió a Marx, Nietzsche y Freud por poner en duda creencias y tradiciones en sus teorías y cuestionar aquello oculto tras lo supuestamente cierto. Por lo tanto, la literatura de la sospecha sería aquella que no es siempre lo que parece, aquella que busca cuestionar lo que damos por hecho y nos hace escarbar por motivaciones ocultas tras las ideas y creencias de una obra.
Hay una versión de A B C X Y Z que oscurece a propósito su trama: ¿qué busca hacernos cuestionar? ¿Cuáles son sus motivaciones más que un mero desafío académico? En una necesidad de concluir, volví a Wittgenstein y sus juegos de lenguaje, a sus albañiles y losas, que ponen de relieve hablar un lenguaje es parte de una actividad o forma de vida. Figuras literarias, como la hipérbole de querer matarse, nos demuestran hacemos las cosas más heterogéneas con nuestras oraciones. A B C X Y Z es para mí el placer del juego-lectura, el placer de atar cabos con temas e ideas perdidas en la niebla de un rompecabezas y así conocerse también mejor a uno mismo, ¿por qué escogí como conexión temática la sinestesia?, ¿por qué mis críticas giran en torno al realismo histérico? ¿De qué me sirve saber mejor la forma en que pienso y asocio elementos? La literatura de la sospecha de A B C X Y Z es un potente mecanismo crítico de nuestra realidad lingüística, cual test de Rorschach, para analizarnos, y nos recuerda que, para bien y para mal, atados al lenguaje, estamos atados también al juego, nuestro y de otros. Solo espero que más para bien que para mal.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La literatura de la sospecha como «juego de lenguaje».
"A B C X Y Z", de Carlos Aguilar Islas.
MAGO Editores, Santiago, 2023. 111 páginas.
Por Héctor Morales Vergara.