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MUJICA, LA SAPIENCIA DEL POETA

Por Daniel García Arana


 



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A mi padre y
a Mar Esteban

Pocas veces, a lo largo de la historia literaria, se dan cita en ella personajes que combinen diversas ramas del arte en la poesía, todas ellas con similar buen hacer, y las ahuequen en ese estilo tan polifacético como es el poema.

Hugo Mujica, poeta, hippie, pensador, filósofo, artista, sacerdote…él mismo es como cualquiera de sus versos, sencillo en la apariencia pero de compleja infinitud interna. Se refugia, constantemente, en lo inmenso de la naturaleza, en esa simplicidad que le ofrecen bosque y hoja, viento y río, aunque dota al poema de una encarnación discursiva imprevista, verosímil y omnisciente:

Cuando el alma ya es carne,
                                  cuando se vive desnudo,

todo el afuera es la propia hondura,
                                                          desde cada otro
                                                                  se escucha el propio latido[1].

Este poeta-pensador habla de una evidencia, de lo Real, pero asume también las afinidades informativas de la propia representación. Mujica, que ha estudiado Bellas Artes, aparece como una suerte de pintor que escribe, o escritor que pinta. No abusa, en su aguafuerte, de redundantes adjetivos ni adverbios irreales, casi podría hablarse, no por nada, de un esquematismo poético de la palabra, de abocetarla para hacerla más inmensa. Y es en la ventaja del esquema-boceto como imagen y de su lógica visualista, donde reside la perfección de este poeta único. Nada penetra desde afuera, mucho menos lo hace desde abajo, y es que la poesía llega, como dijo Leonard Cohen, de un lugar desconocido.

Amanece y
callo;

callo todo miedo, callo cualquier
                                                    presagio,
          busco un alba virgen de mí,
                       busco el nacer de la luz,
                                                          no su alumbrarme.

Este segundo ejemplo corrobora nuestra idea en relación a que su poesía funciona mandando estímulos; lo hace bajo la forma de un conjunto de impresiones que no son elementos permanentes en ese estrato sistemático, sino que varían. Mujica traza líneas estables, y esas búsquedas que son, en el fondo, sus poemas, esas búsquedas infinitas, un tanto angustiosas –a la manera de Kierkegaard, entiéndase- son algo pulsátil, y la escisión que se produce de ese pulso poético, inmenso, lejos de significar el reencuentro con el objeto, su vuelta al presente tanto como al Dios al que menciona con constancia (bien directa, bien indirectamente), no es sino la reiteración de su propia ausencia: busco la luz, no su mero alumbre. Necesito, parece decirnos, lo que hay más allá.

Pero, ¿qué decir de la palabra que es? La palabra es, sí. Quien la escribe, tan sólo la reviste. Quizás fue su relación con algunos miembros de la Generación Beat (entre otros con Allen Ginsberg), lo que la acerca, por momentos, a un grito, a un aullido, al grito que no sabe que grita, al aullido que aúlla en el silencio. Mujica es beatnik porque su poesía, como la de ellos, nace de la desafección [2]. Es también Baudelaire, es Stevens y es Eliot. En esa universalidad poética enorme, hay toda una estética por averiguar, fundamental, un orden del que poesía y pintura, como apuntábamos, forman parte, pero igualmente la música, la escultura u otra realización estética en donde Hugo Mujica abre un canal para dejar transcurrir las aguas de la deconstrucción del callar por escribir.

Es la realidad, pero es también la falla en ésta, la necesidad del bosque y el monasterio, del rezo callado y del paisaje del silencio. No hay nada científico en ello, porque, al cabo, la poesía está un paso por delante de cualquier ciencia. Volviendo a los beatnik, y citando a Whalen: I know the forest is here, I’ve lived in there/More certainly than this town? Irrelevant [3]. Como Whalen en el poema anterior, Mujica conoce el mundo, pero no sabe qué puede encontrarse tras la puerta. Vale más andar hacia el próximo camino que lleve hacia las montañas.

Mujica genera su poesía a través de la palabra, decíamos, de su revestimiento, la desnuda y la reviste de plenitud, la hace lejana como milagro y, a la vez, la acerca como cuerpo-algo, como el ser que es sin ser-lo. Mientras escribo estas líneas, me entero de que el poeta argentino acaba de publicar un libro sobre la poética del silencio, en el que analiza, entre otros, a Paul Celan. Pues bien, como el rumano, Mujica es un reconocedor, un poeta que invita al silencio para delimitar el gesto forastero de la noche. Como anfitrión, acoge al que se acerca a su poesía, y le da otro rostro, o le confiere, si no, la posibilidad del descubrimiento de un espacio dónde todo palpita, late. Es un lugar para la comunicación, donde no temer la escucha.

Escuchar es también pensar el mundo, es crearlo. En el pensamiento, palabra y silencio son aquellos a quienes debemos aguardar en esa visita nocturna de la poesía, y en el-su diálogo siempre dejar fluir la espera, sin avanzar, sin degradar, pero sobre todo logrando un volver al origen por el origen del sentido, en el eco del sonido, en el ritmo que da sentido al discurso. Ningún vacío para llenar, jamás ya pausa necesaria, ninguna asfixia posible. Es sólo un río en latencia de fluir. Un ir heraclíteo:

A lo lejos, en un atardecer
en que el otoño
es un lugar en mi pecho,
comienzan a encenderse las ventanas, 

mi nostalgia
por estar donde bien sé que al llegar
volvería a estar afuera. 

Duelen los ojos de soñar tan a lo lejos 

la frente de pensar
lo impensable de tanta vida
que no he abrazado,
tanta deuda de lo que no he nacido. 

Poco a poco se apagan las luces, 

es el lindero de una noche y otra noche, 
la frágil vecindad
             del miedo y la esperanza. 

El último día podría ser éste que termina,
esta noche
en la que aún escribo 

igual, pero sin una ausencia nueva
                                       para seguir esperando.

Mujica se asoma a la realidad cuando ha traspasado las fronteras del dolor, cuando ya no sufre, no se asfixia, como decíamos antes. En su poesía, cada movimiento es huella, el desierto del palpitar de nuestros pasos para cubrir las huellas, la excavación en el origen de la palabra contra su propia saturación. La modalidad del silencio, en el olvido de todos los sonidos: el sonido. Del hablar a la escucha, del fragmento a la realidad, donde la poesía es la expresión-palabra aún por definir, por delimitar lo que marca el gesto. La voz se abre y se quebranta, entre disciplina de sentido, en el discontinuo Otro que siempre conlleva el afrontar.

¿Quién resopla en este recinto de sombras?, se pregunta Paul Celan[4], César Simón (otro poeta enorme en cuya obra refulge el silencio de la escucha) nos dice: más allá del allá, ¿hay quizás fuego, o energía tan pura que no es nada, números solamente? [5], e incluso Hölderlin, el poeta loco, que sabe que el hombre olvida las aflicciones del espíritu, mientras el amplio valle se extiende por el mundo [6]. Todos ellos poetas del silencio necesario, lo mismo que Mujica. Ninguno exagera una palabra de más, ni superpone vagas teorías poéticas a la realidad disconforme de la que hablan. Hugo Mujica es el poeta de la sapiencia silente, en cuyas palabras, se abre el centro de la existencia al contorno de la materia, como matriz de un principio: la palabra al silencio, alcanzada para ser por él transfija.  El indecible último consuelo: Silentio conclusit.

 

* * *

Notas

[1] Todos los poemas citados están extraídos de:
MUJICA, Hugo. 2013. Del Crear y lo Creado (Poesía Completa 1983-2011). Madrid: Vaso Roto, pp. 560

[2] GARCÍA ARANA, Daniel. 2014. “Introducción a la Generación Beat”, en Los Otros Aullidos, Antología de Poesía Beat. Zaragoza: STI, p. 7

[3] GARCÍA ARANA, Ibíd., p. 44-5 [Sé que el bosque esta ahí, he vivido en él/¿Pero más real que esta ciudad? Irrelevante]

[4] CELAN, Paul. 2013. Obras Completas. Madrid: Trotta, p. 237

[5] SIMÓN, César. 1997. El Jardín. Madrid: Hiperión, p. 23

[6] HÖLDERLIN, Friedrich. 1988. Poemas de la Locura. Madrid: Hiperión, p. 63



 



 

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