Un documental, ya imborrable, realizado a partir de material secreto grabado por orden directa de Fidel Castro, muestra la ‘confesión’ del poeta cuya detención estremeció a toda la izquierda intelectual de Occidente
"Quien ha visto el sudor brillando en la cara y en el pelo y empapando poco a poco la camisa del poeta cubano Heberto Padilla ya no podrá olvidarlo nunca. Es el sudor de un salón lleno de gente en una noche del trópico; el de la temperatura que aumentan los focos excesivos de las cámaras de televisión; es el sudor de quien habla mucho y gesticula mucho, pasándose las palmas de las manos húmedas por el pelo negro y la cara carnosa. Parece que en algún momento el sudor le empaña los cristales de las gafas, y hace que se le escurran sobre la nariz. Heberto Padilla habla sin descanso, con amaneramientos retóricos, mirando fijo, casi siempre al vacío, otras veces hacia las personas calladas que lo escuchan: sudando también, agobiadas de calor, abanicándose con carpetas o con periódicos doblados, vencidas por el tedio de una reunión que no termina nunca, un encuentro en la sede de la asociación de escritores. Es el sudor del miedo.
Hemos leído sobre ese miedo en los libros. Hemos visto incluso algunas fotografías de condenados que se inculpan a sí mismos. Confesiones así se vieron en los procesos de Moscú de 1936, y luego en las dictaduras estalinistas de Europa central, en los primeros cincuenta. A los disidentes o a los simples títeres condenados de antemano se les forzaba a acusarse en público a sí mismos, solicitar el castigo, aceptar la expiación. En China se repitieron esos rituales atroces durante la Revolución Cultural. Hoy fotos de reos escarnecidos por una chusma servil, con gorros burlescos como los capirotes de la Inquisición, con carteles colgados del cuello en los que se declaran sus delitos, como en un aguafuerte de Goya.
La diferencia es que a Heberto Padilla lo estamos viendo de cerca, en un primer plano continuo que tiene algo de acoso, y estamos oyendo su voz, un monólogo que duró tres horas enteras, con toda la monotonía de un informe oficial, de una de esas sesiones de arengas eternas que eran un rasgo de las burocracias comunistas, informes de líderes o de altos cargos interrumpidos de vez en cuando por aplausos cerrados, escuchados con una inmovilidad pétrea, con un empeño de contener posibles bostezos, gestos delatores de aburrimiento.
Heberto Padilla habla durante tres horas seguidas, de nueve a doce de una noche sofocante, y sus colegas escritores, hombres la mayor parte, escuchan sentados en sillas como de aula escolar, removiéndose, entumecidos, abanincándose, algunos con los codos en las rodillas y la mirada en el suelo, muchos fumando, mirando sin expresión a Heberto Padilla o apartando los ojos de él, como no queriendo verlo ni oirlo, con el mismo sudor universal del miedo, con expresiones forzadamente neutras que según avanza la noche se van volviendo borrosas por la fatiga y el tedio.
Es la noche del 27 de abril de 1971, en La Habana, en la sede de la UNEAC, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
Heberto Padilla salió de la cárcel hace menos de 24 horas. Lo habían detenido algo más de un mes antes, el 20 de marzo, junto a su mujer, Belkis Kuza Malé, también poeta, bajo la acusación de “actividades subversivas”. Poca gente se acuerda de aquello, pero la detención de Padilla estremeció a toda la izquierda intelectual de Europa y de América, en la que hasta entonces había prevalecido una simpatía sin duda cargada de buenas intenciones pero muy mal informada hacia el régimen comunista de Fidel Castro, un déspota visiblemente histriónico, aunque al parecer de gran poder de seducción sobre mentes cultivadas, algunas de las cuales todavía siguen llamándole “Fidel”, con familiaridad y añoranza.
Durante más de un mes, Padilla sufrió la prisión y la tortura. Pagaba sobre todo el delito de haber publicado en 1968 un libro de poemas admirables, Fuera del juego, un gesto de rebeldía temeraria contra la conformidad, de afirmación del libre albedrío humano por encima de las imposiciones ideológicas.
Escritores de medio mundo firmaron un manifiesto protestando por su cautiverio y exigiendo su libertad. Y entonces Heberto Padilla, traidor y hereje para unos, héroe y mártir posible para otros, salió de la prisión y unas horas más tarde, diciendo que por iniciativa propia, se presentó ante sus colegas y a lo largo de tres horas hizo aquella confesión inaudita. De un día para otro el traidor reconocía su culpa y solicitaba perdón, rogaba que se quemaran sus propios libros infames, se volvía él mismo cómplice agradecido de sus torturadores y acusados de sus amigos; el héroe, el mártir en nombre del cual los literatos más brillantes del mundo firmaban uno de sus usuales manifiestos, renegaba de toda esa solidaridad y resultaba ser un lacayo indigno.
Pero solo ahora, medio siglo después de aquella historia olvidada, cuando Heberto Padilla lleva más de veinte años muerto, puede verse el sudor que le brillaba en la cara y le empapaba la camisa aquella noche, su expresión descompuesta, su mirada perdida entre el delirio y el terror. Por orden directa de Fidel Castro, la sesión del 27 de abril fue rodada completa, con varias cámaras, que servían de testigos pero también de espías, porque iban recorriendo cada una de las caras de los presentes. Parece que la intención primera de ese rodaje fue crear un documento acusatorio y de propaganda, una prueba del arrepentimiento de Padilla. Alguien debió de darse cuenta de que si llegaba a ser visto sería todo lo contrario. Lo ocultaron en lo más hondo de algún archivo, pero no lo destruyeron. Alguien se las hizo llegar cincuenta años después al cineasta cubano Pavel Giroud, que ha hecho en torno a ellas un documental ya imborrable, El caso Padilla. Lo vagamente recordado, lo que pudo haberse perdido, nos salta a los ojos con toda la fuerza intacta de su puro horror: ese hombre desbaratado como un títere, como un guiñapo sudoroso, humillándose ante sus acusadores, renegando de sí mismo y de su propia obra como un criminal arrepentido, haciendo elogios fervorosos de los esbirros que han pasado un mes torturándolo, “los compañeros de la Seguridad del Estado”. Detrás de los cristales de las gafas sus ojos tienen la fiebre helada de quien dice haber sufrido una visión milagrosa. Habla y habla con una elocuencia trastornada, con énfasis y gesticulaciones de demente. Hay momentos extraños en los que su oratoria se parece a la de Fidel Castro, igual de vacua y palabrera, como una parodia, la burla suicida de un bufón cortesano.
En uno de los poemas que le trajeron la ruina había escrito: “¿Me he vuelto un papagayo/ o un payaso de nylon/ que enreda y truecas las consignas?”. En la proyección a la que yo asistí se le preguntó a Pavel Giroud cómo había llegado a sus manos ese material secreto, y él dijo educadamente que no podía responder. La misma policía política que inoculaba el sudor del miedo a Heberto Padilla la noche del 27 de abril de 1971 sigue todavía sometiendo a Cuba, espiando y deteniendo a las personas que se atreven a levantar la voz.
De todos los exilios del mundo, el cubano es el más desolador, porque lleva esperando el regreso más que ningún otro, y porque quienes lo viven están acostumbrados no a la solidaridad, sino a la indiferencia y al recelo, incluso al rechazo. “Las víctimas cubanas cotizan siempre muy bajo”, dice con resignación Pavel Giroud. A quienes siguen disculpando o incluso celebrando esa tiranía me atrevo a sugerirles que miren un rato, sin apartar los ojos, el sudor en la cara de Heberto Padilla, su mancha oscura en la camisa".
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com El sudor en la cara de Heberto Padilla.
Por Antonio Muñoz Molina.
Publicado en EL PAÍS, España, 2 de junio 2023