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Subterra y subsole en Canadá
El regreso, de Alistair Macleod. RBA, Barcelona, 2002. 182 págs.
Por Hernán Poblete Varas
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 30 de Noviembre de 2002
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Alistair Macleod, profesor universitario de muchos años y ahora un escritor afamado en su patria canadiense, nació y vive en lugares cuyos nombres parecen cargados de leyendas y recuerdos de viejas historias: Saskatchewan, Nueva Escocia, Cabo Bretón, Inverness. Pero es ese Cabo Bretón, en la costa atlántica de Canadá, el lugar donde para Macleod lo legendario se transforma en realidad, en existencia cotidiana, en un vivir que es desafío y ausencia. Esto es lo que traduce en el volumen de cuentos que titula - como uno de ellos- El regreso.
En Cabo Bretón y sus aledaños la vida cotidiana parece adquirir sólo dos formas, apenas matizadas por la indispensable labor agrícola que ayuda al sustento: la minería, con sus túneles profundos, el polvo, los caballos ciegos, los inevitables males respiratorios que anuncian el final de los días, y su contraparte, la pesca azarosa de alta mar y los funerales sin cuerpo presente de los que se quedan entre las olas.
Todo esto podría dar para algún pintoresquismo de tipo criollista con añadido de duelos y ritos funerarios: del sentimiento a la nota sentimental suele haber sólo un corto paso. Y yo diría que la nota que sorprende en estos relatos de Macleod es la sobriedad, trasunto de un humanismo que viene de muy adentro.
Por eso mismo, no abunda en descripciones sicológicas ni en análisis de caracteres en estos rudos personajes, hechos a la miseria y la soledad o al duro contraste con aquellos - hijos, nietos- que no las soportan y corren tras los espejismos de las grandes ciudades canadienses o de los Estados Unidos de América.
Más bien, le basta una sola imagen, un pequeño retrato físico que parece salido de un pintor flamenco para dar el tono a la escena y el color, el calor, a la intimidad: "Me detengo y me vuelvo para hurtar la cara al viento y ver el camino por donde he venido. Ahí están mis padres, juntos a mis espaldas, protegiéndose del viento. Tampoco se mueven, sólo tratan de resistir en su sitio. Se han vuelto de perfil al viento y están cara a cara, apoyados el uno en el otro, con los hombros rozándose, como las vigas de un techo a dos aguas".
Hay en la narrativa de Alistair Macleod un tema recurrente, que liga uno con otro sus relatos, y es la dolorosa división de las familias entre aquellos que se quedan junto al mar y las bocas negras de las minas y los que rehúyen el monótono destino, sufrido al menos por dos generaciones, y parten al interior del continente, un poco a la aventura.
El desgarro de la separación deja rastros que a menudo se convierten en un camino de regreso - así sea un regreso provisorio- , una suerte de retorno a las raíces. El reencuentro, tras la aparente alegría, tendrá el desgarro de lo transitorio.
Uno de los mejores cuentos de este volumen ("El camino a Punta Rankin") es, también, la excepción: aquí el personaje regresa para quedarse. Allí, en esa empinada Punta Rankin que parece lejos de todo el mundo lo recibe esa abuela, también ya muy lejana en tiempo y espacio. Pero no se trata del minero que vuelve de la faena bajo tierra ni del pescador que ha terminado su lucha entre las olas; es un herido de muerte que busca un alero final.
Alistair Macleod es un narrador talentoso, imaginativo, realista, capaz de ver en el detalle aparentemente nimio toda la fuerza del drama. Y capaz de traducir ese drama con la emoción justa, sin desbordes, con dolorosa conciencia de una carga humana que pesa más que los desolados paisajes del Cabo Bretón.