EL ARTE DE LA RESURRECCIÓN.
Hernán Rivera Letelier
Alfaguara.
264 Páginas
Un mesías en el desierto
Por Laura Cardona
Suplemento ADN Cultura. Diario La
Nación, Argentina. Sábado 3 de julio de 2010
Hernán Rivera Letelier es un escuchador. Así lo define Ariel Dorfman en su libro Memorias del desierto , y le dedica más de un capítulo a este gran escritor chileno que de pequeño escuchaba a escondidas las conversaciones de los adultos en Algorta, donde su madre y sus hermanas (al igual que lo haría su mujer Mari más tarde) equilibraban el presupuesto familiar sirviendo comidas. Cada noche, cuarenta viejos o más llegaban a la casa en busca de alimento y el pequeño Hernán se pasaba la noche debajo de la mesa, registrando cada anécdota. Dorfman lo describe fascinado ante la capacidad ajena de la narración, hipnotizado por los sermones que evangélicos analfabetos ofrecían en las calles de Algorta, hechizado por los charlatanes de los callejones de Antofagasta, los curanderos y estafadores y los buhoneros que atraían con su oratoria callejera a la gente. Ya mayor, y mientras trabajaba en las minas de nitrato de Pedro de Valdivia, oía las historias de las pampas de boca de sus compañeros. Allí, durante horas escuchaba a los viejos, cuyos recuerdos eran suficientes para llenar varias vidas. "Recuerdos e historias que Hernán les sonsacó y que más tarde lo convertirían en un autor de éxito, uno de los poquísimos de Chile que puede vivir de escribir libros". Toda la escritura de Rivera Letelier tiene que ver con el desierto de Atacama, con la vida en las salitreras.
El arte de la resurrección se basa en una historia contada de boca en boca, apropiada por el poeta Nicanor Parra para escribir Sermones y prédicas del Cristo de Elqui . De niño, Rivera Letelier escuchaba hablar del Cristo de Elqui en las salitreras y al descubrir el texto de Parra quedó maravillado y decidió narrar esa historia con una convicción de predestinado, puesto que, según sus declaraciones, nadie más que él podía encontrar el tono, el lenguaje, ni conocer a fondo la geografía y la vida de un personaje trashumante en el desierto (como lo fue él mismo). La novela cuenta la historia de Domingo Zárate Vega, un pampino que de pequeño tuvo cierto don para la profecía y luego trabajó con ahínco hasta los veintinueve años, cuando murió su madre, el ser a quien más adoraba en el mundo. Domingo se retira al valle de Elqui, donde lleva una vida de ermitaño. Un día tiene una visión y se da cuenta de que él es nada menos que la reencarnación de Jesucristo, tras lo cual se lanza a predicar por el desierto. Amado e idolatrado por unos, denostado por motivos morales y políticos por otros, la intensidad del Cristo de Elqui y sus efectos también intensos en los pampinos se explican porque "su ardua figura mesiánica era engrandecida por el magnetismo de uno de los desiertos más penitenciales del planeta". El nuevo mesías es un atorrante con aire de mendigo; un Cristo chileno de aspecto estrafalario que predica en el desierto; un Cristo desastrado, de ojos llameantes, cabellos caídos sobre los hombros y agreste barba de profeta bíblico. Ejerce un gran poder de persuasión, sobre todo entre las mujeres que tienen un impulso menos piadoso para seguirlo y reverenciarlo y con las que, de vez en cuando, goza de un acercamiento carnal intenso. Contrario al celibato, cuando emprendió su misión comenzó a buscar a una Magdalena que lo acompañara en su vía crucis, "una mujer que, además de su observancia y fe cristianas, fornicara de todo corazón y sin remilgos": buscaba una imposible prostituta bíblica. Y en medio de anuncios del fin del mundo, de fallidas resurrecciones, sermones y recetas de cura natural, se entera de la existencia de una prostituta devota llamada Magalena (sin "d") Mercado, que ejerce su profesión en La Piojo, oficina salitrera cuyo ignominioso nombre le fue dado por haber sido construida con material de descarte, desechos y sobras de otras dependencias. Hacia allá parte el Cristo, para hacerle su santa propuesta a la prostituta más devota de la virgen del Carmen, cuya dedicación al oficio y a sus "feligreses" esconde un pasado de abuso. Con ella vive otro de los personajes en torno a los cuales gira la novela, don Anónimo, el hombrecito que con una pala, una escoba y un saco recorre limpiando la pampa alrededor de La Piojo.
El dolor por las injusticias, la huelga de los trabajadores, las luchas sindicales, la degradación de las autoridades eclesiásticas son el escenario de esta novela que por momentos parece ser el pretexto para narrar historias de personajes estrafalarios, fragmentos de la historia de Chile o ilustrar los mitos y supersticiones que abundan en la pampa. Con una cadencia relacionada probablemente con el registro oral, el narrador insiste con un tema, una imagen o una idea. Explica a los personajes, reitera descripciones agregando mínimos datos a lo largo de la narración, hasta que hacia el final se desanudan con contundencia detalles perturbadores que remiten a lo real, a la historia más penosa de cada uno de ellos, y se desdobla el registro humorístico en un anverso trágico.
El arte de la resurrección recibió el Premio Alfaguara de Novela 2010. De ella dijo Manuel Vicent, el presidente del jurado, que es una novela barroca al estilo latinoamericano y que está a la altura de las obras de "García Márquez, Juan Rulfo o Vargas Llosa". Posiblemente esta afirmación ya no constituye un elogio para los lectores que buscan sacudirse, como se ha escrito alguna vez, "la ya molesta y fatigosa modorra del macondismo." Es innegable el talento narrativo de Rivera Letelier, cuyo éxito, afirma, se debe a que sacia "el hambre de historias en una era de olvido y consumismo". El calichero obrero (trabajador de los salitrales) que escapa de la vida de pobreza y sufrimiento y triunfa con la literatura quizá merezca, por su trayectoria, la visibilidad privilegiada que le confiere el premio, aunque su novela, bien lejos de las nuevas escrituras, integre el nutrido repertorio de los hijos del boom .