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A partir del fin

Hernán Valdés
Publicado en Literatura Chilena, creación y crítica. N°29, Julio / Septiembre de 1984


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Emerger brutalmente desde allá a la blancura del día, calzar esta conciencia heladísima que ya está esperándonos con la explicación adecuada: es el trueno del aire desgarrado por los aviones, a unas decenas de metros sobre el techo, lo que nos despierta. Marginado del sueño, pero aún tratando de no abandonarlo, aún queriendo volver a él si fuera posible, saco un brazo de alguna parte de la cama, un brazo que conoce los objetos por sí solo y que conecta la radio. Recuerdo que Eva está conmigo otra vez, siento que se ha sentado bruscamente en el lecho y cuando entreabro los ojos reconozco su torso donde los viejos colores del sol han empalidecido tras los meses de invierno, encuentro sus ojos que me buscan y más que preguntar afirman y cuyo verde también se ha descolorido y si; digo que sí con la mirada mía, venciendo espontáneamente el desamor, los turbios rencores que se han venido acumulando, qué pueden importar ya estas cosas, estableciendo tan fácilmente, como si ese trueno fuera la consigna para situarnos en otro plano, una fraterna y sombría complicidad: vamos a asistir juntos a esta representación mil veces esperada, conjurada, exorcizada: "Habla el Presidente de la República desde el palacio de La Moneda", asi, después de todo juntos, como si al fin se hubieran abierto las cortinas del escenario y nosotros pudiéramos interrumpir nuestras querellas, nuestras discusiones ociosas, nuestros juegos y enredos marginales y volver nuestra atención hacia la voz del Prologante y a la vez Héroe que va a exponernos los elementos del drama y que al mismo tiempo va a consumarlo frente a nosotros. Pero ya antes de despertar del todo, una duda: ¿es que verdaderamente va a haber drama esta vez? ¿No estaremos comprometiendo nuestra atención y no iremos a arriesgar nuestras emociones en una nueva farsa, con dudosos vencidos y héroes de pacotilla y un final de fiesta feliz, verboso-musical al final del día para recompensarnos a las masas de la energía psíquica —dirán después del fervor revolucionario— puesta en juego? "Informaciones confirmadas señalan que un sector de la marinería habría aislado Valparaíso" —Eva salta de la cama, abre precipitadamente las ventanas plegables que dan a la terraza— "y que la ciudad estaría ocupada" —cielo alto lechoso, que ha vuelto de inmediato a fijarse en una perfecta inocencia tras el desgarro de las máquinas bélicas— "lo cual significa un levantamiento en contra del gobierno, del gobierno legítimamente constituido, del gobierno que está amparado por la la voluntad del ciudadano".

Despertar, despertar, al menos hoy, ser consciente de algo más que estos ruidos y discursos, adivinar sus significaciones extrainmediatas. Develar su última verdad semántica. Siempre me ha costado pasar del sueño a la vigilia, no entiendo cómo hacen los demás, cómo se dividen indoloramente en conductas diurnas y nocturnas. Un trabajo de transición que me toma horas, que necesita ritos y mimos para no extraviarme en la buena dirección de mí mismo. Si el fin es recapturar la propia sensibilidad, las ideas, las opiniones de la víspera; reemplazar los caóticos, regresivos sueños por aquella personalidad relativamente coherente que uno había llegado a rehacer al final del día anterior, se hacen necesarios estos ritos: gestos repetitivos, invocaciones, ensayos de reconocimiento, pequeños actos y juegos reiterativos y dulces que vayan inspirando confianza en el propio cuerpo, domesticándolo, reconstruyéndolo cotidianamente.

Hoy no habrá tiempo, la transición es brutal: "legítimamente constituido", "amparado por la ley", "la voluntad del ciudadano", despertar antes de ser hipnotizado por las palabras, asistir al espetado y temido espectáculo con los ojos bien abiertos, comprender quiénes realmente son y qué quieren los héroes y los malvados. No habrá tiempo y probablemente no habrá ni verdadero desprendimiento del sueño ni verdadera vigilia. Eva grita que ve los soldados en el techo de la Universidad Católica, ahí al frente de la terraza. Probablemente guardando las antenas del canal derechista. ¿Guardando u ocupando? Los vuelos rasantes siguen rasgando el cielo, en sordina, en otros puntos distantes de la ciudad. "En estas circunstancias", continúa el Hablante —voz de vieja, eficiente máquina política, que conoce sus multiplicantes engranajes "llamo sobre todo a los trabajadores" y de pronto, en un segundo, los aviones vuelven otra vez sobre nuestras cabezas y Eva salta hacia el interior, como si hubiera estado a punto de ser decapitada, y se vuelve insultando furiosamente hacia el cielo. "Como primera etapa, tenemos que ver la respuesta, que espero sea positiva, de los soldados de la patria, que han jurado defender el régimen establecido." Como diciendo en qué mundo hemos  despertado, Eva trata de fijar su mirada en un punto inteligible, ya en mí, ya en la Voz, que cree necesario invocar en nuestra defensa los mismos preceptos sagrados que el enemigo parece haber invocado con más oportunidad y éxito, y como desamparada ha tomado mi mano, gesto tan inusual en los últimos tiempos, y yo incluso se la aprieto, dando a esa presión un signo amistoso, de condolencia casi, que ella no podrá confundir con una caricia. "En estas circunstancias, tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación. De todas maneras, el pueblo y los trabajadores..." "Pico", dice Eva a la Voz y escupe encolerizada, porque no acepta el hecho discriminatorio de que los insultos consistan exclusivamente en la mención de los órganos sexuales femeninos.

Ojos abiertos pero qué extrañeza. Que los sueños terminen de volver a sus cavernas, a sus correspondientes bobinas, que ésta, la realidad histórica y mensurable pueda instalarse en su lugar, de una vez por todas, en mi cabeza. Entonces, debe ser hoy. Ese desgaste emocional de los sucesos demasiado esperados. Pero aún más: esta desconfianza fundamental: ¿por qué no nos han anunciado la fecha y la hora exacta de la representación? ¿Por qué, si los preparativos estaban en marcha, a la vista de todos, hace tanto, tanto tiempo? Junto con la circunstancia de la enunciación retórica del drama, esta omisión, esta desatención, va condicionando en mi un ánimo de disgusto, de suspicacia. Otra vez condenado al rol del espectador, y peor: del espectador desprevenido. ¿Seremos nosotros los únicos? Mis dedos ruedan la perilla buscando otras emisoras, otras alternativas, más felices, del sueño interrumpido: músicas marciales, voces aparentemente neutras, paternales, que piden por ejemplo no asomarse a la calle, mantenerse en casa, en calma. A esta hora el coro enemigo pretende ser todavía inocente; todavía no estima oportuno volcar contra nosotros sus oscuras pasiones, escupirnos con la sangre envenenada que ennegrece sus venas.

Eva va, desnuda, de una parte a otra de la casa, oigo que intenta telefonear. Adormilado aún, me pongo el traje de baño y me deslizo hacia la terraza. Cielos con una delgada y alta pátina de nubes, como a través de una galería de vidrios empañados. Todo quieto en este instante. Recién me doy cuenta de que lo único insólito es este silencio que emana de la ciudad. Es mejor, después de todo, que Eva esté conmigo. Me digo que es mejor, se habrá aburrido donde los Akesson, con quienes se había ido a vivir después de nuestra última pelea. El fuego estalla cuando empezaba a recordar con renovada furia la odiosa escena, tras la cual me prometí no verla más; como si los contendientes hubieran estado emboscados, sin respirar ni moverse, en espera de alguna señal. Los disparos parecen provenir del ala derecha de este hemiciclo de altos edificios que se forma en las proximidades, más allá de la terraza, y aun cuando me he echado al suelo, compelido por algún reflejo que no puede ser sino congénito, siento que las balas silban sobre mi cráneo, o así me parece, y la piel se me encoge con sus latigazos en los muros de concreto de los edificios vecinos. A mis espaldas, detrás de nuestra casa, quizás desde el cerro Santa Lucia, responde la ráfaga de una metralleta. Reptando, vuelvo hacia el interior, paso junto a los pies de Eva que, asomada, insiste en mirar el diálogo de las balas con la curiosidad más imprudente, trato de que al menos se tire al suelo también, y sigo a gatas hacia la otra habitación, cómo llamarla, salón, taller, cocina, comedor. Conecto la radio de mayor potencia. Aquí nos asalta la otra Voz por la radio: proximidad de lo fantasmal que lo hace algo ridículo, y lo fantasmal es probablemente todo eso que nos habíamos obstinado en encubrir y recubrir con hojas de acanto, frontispicios y alegorías sin cuento y, subsecuentemente, en olvidar: la primigenia voz de cuadra y cuartel que inauguró nuestra historia, la voz originaria de todas nuestras instituciones y preceptos morales, voz simbiótica de lo divino y lo castrense, hablando ahora no remotamente lejos, montada en sus cabalgaduras, rompiendo los otros sonidos del paraíso, y ni siquiera en los vagos recintos suburbanos donde al final suponíamos haberla relegado, entretenida en su discurso de ritos patrios, caballerías, emblemas, antiguallas bélicas pintadas incansablemente de verde, sino aquí, de pronto en nuestra propia casa, con la mayor legitimidad del mundo, casi en el umbral de nuestros propios sueños; y es que quizás todo lo que aquí se hizo e hicimos para distanciarnos de la Voz de mando y modificar el lenguaje de obediencia no fue sino una fenomenal mascarada, un acto de ventriloquísmo histórico, y la Voz estuvo siempre ahí, diciéndonos las mismas cosas, pero llegándonos con otras modulaciones, con teatrales subterfugios, no importa con qué halagos y promesas mientras su originaria voluntad de sometimiento fuera cumplida. En un instante, toda la compleja construcción de mediaciones amortiguantes y de metamorfosis institucionales: cabildos, municipios, parlamentos, sindicatos, se viene sin mayor problema abajo, como las telas pintadas de los fotógrafos de playa, y la Voz se oye con su primitiva desnudez cortante, y esto es aún más curioso: aun cuando nunca antes la hayamos oído, el poder autoritario, angustiante, de la Voz sobre nuestras emociones, queda de inmediato restaurado. Fantasmal y familiar: paternal, patriarcal : ecos del terror de la violación original que subyace en la memoria colectiva, reconocimiento del terror familiar, escolar, laboral probablemente, policial sin duda, de la infancia y la adolescencia, toda una cadena de transmisiones de la misma voz autoritaria y cerril, cadena que supusimos, de pronto, ingenua, airosamente. rota; voz de un mundo que voluntariamente momificamos e hicimos objeto del ridículo y cuyos intentos de resurrección y sueños de reconquista nos parecían quiméricos o al menos pintorescos, dada nuestra convicción en la legitimidad histórica que representábamos. La Voz podría parecernos la parodia que hicimos de ella si los aviones, los disparos, las palabras del Presidente, el silencio de los que debieran acallarla, no confirmaran su autenticidad. Básicamente la Voz de mando invoca, pero con toda su brutal y fundacional legitimidad, los mismos valores abstractos y sagrados que la otra Voz, la del Presidente, también ha invocado, unos minutos antes, en su favor. La Voz de mando revela que los golpistas están "unidos para iniciar la histórica y responsable misión de luchar por la liberación de la patria y evitar que nuestro país caiga bajo el yugo marxista, y la restauración del orden y la institucionalidad". Inequívocamente: su patria, su institucionalidad, las que ellos crearon desde el primer día con sus armas y nos impusieron más tarde, no siempre a boca de cañón, claro está, sino con esa turbia ideología que secretan en la historia las armas y sus hechos; hacen bien en invocarlas y en montar en sus máquinas de guerra para imponérnoslas ahora derechamente, sin los subterfugios mediadores y encantatorios que al fin tenían por objeto dar y darnos la imagen de nuestra voluntaria aceptación. Contrariamente a lo que acaba de hacer el Presidente que al disputarles la representación de su patria y su institucionalidad sólo confirma ante ellos su calidad de impostor y ante nosotros su delirio de defensor de lo que no nos concierne. ¿O es que con la expropiación y manipulación de los conjuros del enemigo espera todavía hoy, cuando están casi encima de nosotros, aplacarles, confundirles? ¿No es el momento, la gran ocasión de decirles, aunque sea tarde, y para que al fin uno pudiera despertar en un día inequívoco, bajar esta escalera con certeza a realizar algún acto inequívoco, que nuestra patria no es, no será nunca esa, la de ellos, que él, el Hablante, está ahí donde está hace tres años y nosotros aquí hace mucho, mucho más, justamente para hacerla saltar, dulcemente, pacíficamente, todo lo que quiera, pero al fin para hacerla polvo y humo, y que sus soldados no son nuestros soldados ni sus instituciones nuestras instituciones ni lo serán nunca, que se trataba o se trata justamente de decirles adiós y de formar una patria o como se llame, nueva, propia? Qué confusión de actos y de símbolos, o qué escasez de símbolos, solicitados por actos antagónicos; hay una incompatibilidad de patrias y el Presidente, que lo sabe o debería saberlo y decirlo, pretende jugar aún con la confusión. Difícil despertar así, difícil saber qué objetivo tiene una lucha en estas condiciones, en esta sopa de valores y afirmaciones, y por lo tanto inencontrable la necesidad absoluta de salir disparado y de ocupar un lugar preciso, mi lugar, en esa lucha. Ahora no cabe, no hay tiempo, pero ya le diré a Eva: semánticamente, son ellos, golpistas, quienes tienen razón, quienes accionan con toda legitimidad; no hay contradicción alguna entre su discurso y sus actos, a lo sumo cinismo, pero eso es otro cuento; ellos están haciendo lo que tenían ineludiblemente que hacer, cumplen exactamente la misión para la que han sido creados y sin la cual su existencia misma se hallaría en peligro; la coherencia está de su parte. En cambio, el Presidente, aun ahora, aun ante semejante evidencia, reincide en la inconsecuencia de invocar los "soldados de la patria", los soldados ajenos, los soldados de la patria ajena, de hecho incitándoles a un fantasioso motín, a la defensa de aquello que están llamados, constitucionalmente, a combatir. Todo lo cual, el acto de anotar imaginariamente lo que pensaré o discutiré más a tarde, si queda tiempo, no impide que escuche la Voz de mando con el viejo nudo estomacal de las angustias infantiles ante la autoridad, con esa misma autoviolencia imaginativa que resultaba entonces de anticipar abstractamente un sentimiento de culpa en el momento de afrontar el castigo. Eso que tampoco podría entender Eva en este momento, nacida, ya se sabe, en una sociedad que abolió casi toda noción de culpa, que volvió a la inocencia. Eva sin duda recibe de otro modo, con otras combinaciones asociativas, de un modo tal vez inocente, las voces del Presidente y de los golpistas. Junto al receptor, con las uñas clavadas en las tablas del piso, el vientre tenso pegado a ellas, la grupa levantada y los pequeños ojos verdes llameantes mirando alrededor del cielo, en una posición por lo demás semejante a la mía ahora que las balas o su silbido se entrecruzan por encima nuestro, su boca escupiendo todas las exclamaciones e insultos criollos que ha aprendido en este par de años en el país, Eva dice que quiere salir a la calle, tomar parte en el combate, y yo le digo qué combate, carajo, en este país todo se sabe y si hubiera realmente combate no seriamos los últimos en descubrirlo. Pero mientras lo digo me han entrado las dudas y si termino la frase es cediendo a esa pura dinámica verbal, que lo lleva a uno a terminar las frases, aun sin convicción. Tenemos que saber qué pasa exactamente, rectifico, había mucha gente preparada, quizás la respuesta al golpe era un secreto absoluto de la izquierda. Pero Eva no me escucha, siempre desnuda repta hacia la terraza, especie de amazona nórdica, inquieta, oliendo ávidamente la guerra. Quizás se está luchando ya en todo el país y nosotros somos los únicos en las nubes. Pero lo incomprensible es que ninguna emisora —y hay tantas del gobierno y de la izquierda dé alguna información sobre lo que acontece. Los cientos y cientos de voces que venían verbalizando día a día el proceso revolucionario han desaparecido. Quizás es, realmente, el momento de la acción y del abandono de las palabras. Pero los dirigentes políticos ¿dónde están? Por ahora nadie dice qué pasa, qué hay que hacer. Quizás hemos despertado, o hemos comenzado a despertar demasiado tarde. Sólo las balas continúan su silbante diálogo anónimo sobre nuestras cabezas. Mientras repto hacia la mesita del teléfono para intentar saber algo, de la radio vuelve a emerger la voz del Presidente. Es la voz de un solitario, de un hablante obstinado en esta ciudad y en este día ausentados por los demás: "La historia no se detiene, ni con la represión ni con el crimen..." (ahí están en mí, en el lugar de las cosas desamadas de la memoria, pero de cualquier modo imborrables, esas feéricas imágenes de que nos alimentaron a tantos: la historia-carro de-combate, la historia tractor o riel, la historia-marcha-proletaria y banderas conquistando-el-horizonte, la historia-cohete)... "Esto es una etapa, será superada. Este es un momento duro y difícil, es posible que nos aplasten, pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad avanza para conquistar una vida mejor..." Siseos, silbidos de aire o de vapor, vientos cósmicos han venido cubriendo la voz, erosionándola, y desde los ojos de Eva, ahora arrodillada junto a mi, unas lágrimas ruedan por sus mejillas color de cuero, tensas y como impermeables, conservando perfectamente su esfericidad y sólo se disuelven en la comisura de los labios. Conmoverse, si, me conmuevo, pero no olvidar la odiosa relación gran espectáculo-espectador pasivo a la que uno está sometido, no me olvido: la sensación de que el recitante, caminando de espaldas a uno, fuera alejándose hacia el desierto o los distantes hielos del telón de fondo, empequeñeciéndose cada vez más con su micrófono en la mano; o bien de que de pie, allí en el borde del escenario, aislado de su contorno por las sombras o, mejor dicho, por las luces de los proyectores que no iluminan sino su cuerpo hierático, la sensación, digo, de que nuestra presencia se hubiera convertido para él en una perspectiva fantasmal, un iluminado fondo en que flotamos, dentro del negro de la sala, y entonces de que los sujetos del drama, nosotros mismos, nos desdobláramos a la vez en espectadores de un ayer histórico; peor aún, en espectadores futuros y abstractos, puros productos de su imaginación y de su voluntad moral, sujetos de esa emoción que tensa su garganta, cierto, pero también hombres del futuro que admiran su discurso, y cuya admiración, anticipada en su imaginación, le conmueve y embelesa, porque desde el fondo de los tiempos confirmamos la realidad del solitario hablante. Y no es que haya algo deliberadamente calculado en esta acción suya, sino irresistible necesidad de sublimación dramática, de invención retórica, como consecuencia de su soledad en el escenario, de la distancia inmensurable entre su voz y los oyentes, de esa luz blanca en el rostro y los brazos y este impalpable espacio oscuro donde nos supone. Y no hay manera —eso es lo peor— de que nosotros manifestemos nuestra presencia o nuestra ausencia en este espacio aquí, ahora: la ingeniosa construcción de la verticalidad comunicativa se vuelve esta vez contra el hablante; ya no podemos ni estimularle ni aplaudirle ni gritarle nuestras consignas y por lo tanto sus palabras deben sobrepasarnos, deben volar alto, lejos, hacia los confines de la historia. Pero algo pasa en el escenario, algo precipita al hablante de las alturas de la poesía: "compatriotas: es posible que silencien las radios y me despido de ustedes. En este momento pasan los aviones (Eva cubre su cabeza con los brazos), es posible que nos acribillen, pero sepan que estamos, por lo menos con nuestro ejemplo, para señalar que en este país hay hombres que saben cumplir con la obligación que tienen. Yo lo haré por mandato del pueblo y por la voluntad consciente de un presidente que tiene la dignidad del cargo..."



 

 

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