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Carlos Droguett al sacrificio
Por Ignacio Álvarez
Publicado en http://www.revistaintemperie.cl/ 22 de septiembre de 2010
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La obra de Carlos Droguett, acaso el novelista más talentoso de su generación, está sin duda construida sobre una imaginación persecutoria. Su primer libro, Los asesinados del Seguro Obrero (1940), reconstruye en clave sacrificial un episodio político difícil de interpretar, la matanza de los estudiantes nacistas (auto-denominación de los jóvenes nacionalsocialistas de la época, que resistían el término “nazista”), que en 1938 intentaron un golpe de estado contra Arturo Alessandri. Allí traza un programa poético que seguirá durante más de cincuenta años, y que consiste en la denuncia incansable de la violencia que unos chilenos han ejercido en contra de los demás: “Yo sólo recogí, a la manera mía de coger las cosas, esa sangre que corriera hace dos años por nuestra historia; no fue otra mi tarea, agacharme para recoger”. En sus obras posteriores, aunque cambien los personajes, este modo suyo de imaginar es indudablemente el mismo. Ya serán unos estudiantes casi desarmados que enfrentan la abyecta represión de un dictador, sino las últimas horas de un bandido campesino, en Eloy (1960), rodeado por la policía, o bien el relato de las gratuitas vejaciones que sufre Bobi, un niño inexplicablemente deformado por la naturaleza en Patas de perro (1971).
El Chile que Droguett tiene en su cabeza está limpiamente partido en dos: de un lado los violentos, los oligarcas, los políticos, los esbirros del Estado, los militares, los médicos y abogados, incluso los miserables degradados por su propia pobreza, y del otro los seres violentados, los estudiantes, las mujeres, los bandidos, los niños con patas de perro, las víctimas inocentes de la dictadura. Poco le dicen los matices ideológicos o las discusiones políticas que fueron tan importantes durante todo el siglo XX. Para Droguett lo que cuenta es exactamente lo que prometía en su primer libro: la sangre derramada, que vuelve a verterse al ritmo de su prosa hipnótica, parecida a veces al latido de una arteria rota o a una letanía religiosa.
Los años de dictadura, la mala conciencia de la transición y probablemente el incurable romanticismo de sus lectores lo han vuelto un profeta y han hecho una interpretación tal vez demasiado literal de sus obras. Un grupo de excelentes críticos literarios reunido en Poitiers (Francia), en 1981, por ejemplo, pareció corroborar una a una sus afirmaciones, como si de verdad la historia de Chile fuera exclusivamente una tragedia de proporciones épicas. Yo quisiera creer que no: ciertamente las naciones se construyen sobre un largo olvido, como dijo Ernest Renan, sobre el largo silencio de sus violencias, pero es indudable que también lo hacen sobre el diálogo y el intercambio, el reconocimiento y la solidaridad.
Y sobre esto la obra de Carlos Droguett también tiene algo que decir. De libro en libros sus personajes van dejando de tener sustancia ideológica, materia política, van dejando de ser la representación precisa de un sector de la sociedad que otro sector se dedica a perseguir. Van convirtiéndose en víctimas gratuitas, en fantasmas, en lo irrepresentable. Bobi, por ejemplo, una y otra vez pregunta qué cosa es esa cosa que es él, un niño con pies de perro, y nadie puede contestarle.
Pero decir nadie es en realidad decir todos, y los que persiguen a Bobi son, vistas las cosas de este modo, todos los chilenos, una abstracción que muchos escritores –Blest Gana, Edwards Bello, Emar, Latorre– concibieron tan diversa que les parecía impensable como unidad. Carlos Droguett, por el contrario, es tal vez uno de los primeros escritores que, por la vía paradójica del exabrupto, cree que Chile es, de verdad, una comunidad imaginable.