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Ignacio Álvarez | Autores |


 






Presentación de Cuchillos, de Andrés Kalawski
Laurel, 2023, 120 páginas

Por Ignacio Álvarez
Estación Mapocho. 14 de junio de 2023


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Chuchillos es una novela que mira el mundo con dos lentes, y ninguno de ellos funciona completamente bien. El primero es un lente panorámico, un lente que permite amplios paneos sobre la realidad que retrata. En la página cuarenta, por ejemplo, uno se encuentra con las siguientes palabras, con la siguiente escena: “Llega la oportunidad de despostar un camello en Departamental” (40). Aunque vamos por el tercio de la novela, estamos completamente perdidos todavía y se nos hace difícil interpretarla: ¿estamos en Santiago de Chile y esa Departamental es la misma calle Departamental que tiene una rotonda en Américo Vespucio?, ¿es la calle que recorre, de este a oeste, las comunas de Peñalolén, La Florida, Macul, San Joaquín, San Miguel, Pedro Aguirre Cerda y Cerrillos? ¿Cómo llegó un camello a Departamental, si ello es cierto? ¿Se escapó de un zoológico? Tal vez, quién sabe, los camellos han hecho de la calle Departamental su hábitat y en una de esas en Vicuña Mackenna viven tigres, o lobos en Isidora Goyenechea. Puede ser, porque esa lente, como les decía, no funciona completamente bien. Supongamos que se habla de Santiago, puede ser, de vez en cuando se menciona Quilicura, que está cerca del mar. Ese Santiago no es nuestro Santiago, concluye uno. Es tal vez un Santiago imaginario, en realidad un Santiago en ruinas, un Santiago imaginado por el temor que nos asalta a cada rato, el temor de que todo se acabe, el temor al colapso natural: un Santiago postapocalíptico, como suele decirse hoy.

Con todo, en este mundo parece haber reglas, aunque son difícilmente articulables para el lector y se nos entregan en la forma de los roles o papeles de sus habitantes. Hay durmientes, personas que parecen regir la realidad desde los sueños que sueñan mientras flotan en unas piscinas que cuya ubicación desconocemos; escritores, encargados de registrar lo que sueñan los durmientes en el agua; bailarines, que en lo alto orientan el movimiento de la ciudad; cocineros, dueños de uno de los oficios más prestigiosos de ese Chile raro, porque alimentan a los durmientes y los escritores.

Es un mundo borroso y al mismo tiempo organizado alrededor de unas reglas estrictísimas que apenas podemos entrever. Un mundo postapocalíptico, pero también un mundo hermoso a su manera. O al menos me parece hermoso que los sueños de los durmientes tengan un papel tan importante: “Los escritores citan, resumen, parafrasean, traducen las palabras de los durmientes. Han probado inventarlas ellas mismos y la diferencia es enorme, imposible de disimular. Los durmientes hablan espontáneamente mientras duermen o justo al despertar. Nadie les pregunta nada a los durmientes. No opinan sobre lo que dicen porque no saben nada” (22). En medio de la nada y la desesperanza aparece una de las formas que toma la utopía de la vanguardia: por fin un mundo donde lo irracional tiene el lugar principal, el que le corresponde. Un Santiago devastado pero que ofrece un lugar fundamental a los que trabajan con las palabras y con el sueño. Un Santiago en el que, de vez en cuando, es posible que se pueda despostar un camello en la calle Departamental.

Abro un paréntesis: no se me escapan los parentescos obvios entre este Santiago y los basurales en los que se pierden y se encuentran los personajes de Juan Radrigán o los espacios pelados y medio desiertos en los que los personajes de Samuel Beckett esperan sin saber qué esperar. El mundo de esta novela se parece a ellos, pero al mismo tiempo es muy distinto: en este Santiago de fin de mundo no se vive el sinsentido, creo, sino más bien algo que llamaría un “sentido de baja intensidad”. Voy a volver sobre esto, solo lo anuncio: algo así como “es imposible entender al mundo, pero se lo puede entender un poquito”.

Cuchillos es una novela que tiene solo dos lentes, y ninguno de los dos funciona completamente bien. El segundo lente es una lupa, o quizá un microscopio, un lente que tiene puesta la mirada en el mundo material y que lo explora con una placer y un detalle envidiables. Les pongo un ejemplo de la página treintaicinco:


Mario prepara dos tipos de comidas para el día porque es un día nervioso: comidas sonoras y silenciosas.
Semillas de algarroba cocidas en un caldo claro, después secadas, tostadas a fuego muy lento y revueltas con aceite y sal. Crujen. El agua de cocción se guarda para otro día.
Vainas de algarroba cocidas con jarabe de peras de invernadero, un jarabe muy espeso al que le ralla papa secada por congelación y luego bate para incorporar aire mientras se enfría. Como una nube densa, se puede dejar disolviendo en la boca sin sonido.


Es el mismo narrador del principio, pero en realidad es otro narrador. Uno que sabe exactamente lo que está diciendo, un experto, uno que parece unido casi metafísicamente a las cosas que toca, que cuece, que ralla. El mundo ahora es el lugar de la precisión, de las cosas que tienen un nombre determinado y definido: las algarrobas, sus semillas y sus vainas. La cocción, el tostado, el jarabe de pera. Y sobre esas cosas que se ven, se tocan y se gustan, el sentido inesperado que las ordena: el oído, las comidas sonoras y silenciosas.

El segundo lente de Cuchillos es en buena medida el reverso del primero. Allí donde al primero se le pierde el mundo, este segundo lo encuentra. Allí donde el primero nos ofrece una forma de sinsentido, este segundo tiene un horizonte que, para mí, es clarísimo: el sentido de la vida reside en el placer físico: llenarse los ojos de imágenes, los oídos de sonidos, la boca de sabores, la mano de tactos, si es que puede decirse así. Es el reverso y también la recompensa del primero. Por un lado estamos condenados a no entender nada o a entender muy poco, por otro lado se nos ofrece el placer.

Hace varios años estudié un grupo más o menos grande de novelas que tenían en común un narrador o narradora parecido al primero de los que usa Andrés en Cuchillos. Citando a los viejos sabios de la cultura helenística, los llamé “escépticos” porque esos narradores negaban que fuera posible conocer lo real y, para no engañarse, suspendían el juicio con respecto a lo que percibían. Algo parecido es lo que pasa aquí: ¿un camello en Departamental? Eh, bueno. Capaz que no sea posible un camello en Departamental. Esa postura, que entonces reconocía en textos como Camanchaca de Diego Zúñiga o ese tremenda novela que es La calma de Sergio Missana, tenía un sentido político y moral: advertir las dificultades que tenemos para entender el presente y, de este modo, renovar nuestra capacidad de observarlo y evaluarlo.

Como suele ocurrir con la realidad, Cuchillos ignora mi prístina clasificación y la problematiza. No es solo una novela escéptica, entonces, es al mismo tiempo una novela escéptica y una curiosa novela realista, o una novela ultramoderna que usa el viejo procedimiento realista que consiste en fijarse en la experiencia material. Su gracia, para mí, estriba en que nos invita a pensar los modos en que se relacionan ambas maneras de ver el mundo. Una que se pierda y que encuentra su consuelo, su recompensa, y su brújula en lo que le rodea. Una que encuentra todo lo que desea en los mensajes que le envían los sentidos, otra que le advierte a esa ingenua que los sentidos no nos alcanzan para vivir.

Lejos del melodrama, Cuchillos constata que estamos perdidos o lo estaremos muy pronto. Con todo, se reserva un poco de esperanza para decirnos que, en todo caso, siempre hay consuelo para ese perderse, o bien que siempre hay un sentido pequeño por ahí, dando vueltas. Es imposible entender el ordenamiento del mundo, así leería la novela, pero un poquito sí se puede entender. La escena del desposte del camello en Departamental, el lujoso detalle con que se describe esa operación, es la mejor comprobación de eso que, digo yo, el texto dice.

Como seguramente ya se dieron cuenta, no he dicho una palabra sobre el argumento de la novela, lo que me alegra muchísimo. Allí, en la peripecia, hay otra línea que convendría explorar: ¿es posible un futuro para eso parecido al amor que comparten Mario, Elena y, tal vez, el cachorro? Me niego a responder a esa pregunta, que requiere por supuesto leer la novela. No estoy para espóilers y ustedes no están para una presentación tan larga. Dejemos que esto termine tranquilamente aquí.



 

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