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SUJETO Y MUNDO MATERIAL EN LA NARRATIVA CHILENA DEL NOVENTA Y EL DOS MIL:
ESTOICOS, ESCÉPTICOS Y EPICÚREOS[1]
Por Ignacio Alvarez
Universidad Alberto Hurtado, Chile
ialvarez@uahurtado.cl
Publicado en REVISTA CHILENA DE LITERATURA Noviembre 2012, N° 82
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Resumen
El artículo expone un criterio general para el análisis y la interpretación de las narraciones escritas y publicadas durante las últimas dos décadas en Chile. De acuerdo a la relación que textos y escrituras establecen con el mundo material, postula que puede hablarse de narraciones estoicas, escépticas y epicúreas. Los textos estoicos anhelan melancólicamente un contacto con las cosas que han perdido; los escépticos dudan de que ello sea posible; los epicúreos, que no distinguen entre percepción e imaginación, exasperan la propia producción simbólica como contacto con la producción material. Se coordina este criterio con otras clasificaciones del período, y se intenta bosquejar las proyecciones políticas que podría tener.
Palabras clave: narrativa chilena, posmodernismo, escepticismo, estoicismo, epicureísmo.
Abstract
The article presents a general approachfor the analysis and interpretation of Chilean narratives written and published during the past two decades. According to the relationship established with the material world, we postulate that writings and texts can be stoic, skeptical or epicurean. Stoic texts melancholically long for a contact with their lost objects, skeptical ones doubt that this is possible, and epicurean texts -which do not distinguish between perception and imagination-, exasperate .symbolic production as a contact with material production. This article coordinates this criterion with other classifications of the period, and also outlines the political projections that such criterion may bear.
Key words: Chilean novel, postmodernism, skepticism, stoicism, epicureanism.
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Este trabajo expone un criterio general para la comprensión de las narraciones escritas y publicadas durante las últimas dos décadas en Chile. Postula que en estos textos es posible distinguir modalidades más o menos estables a través de las cuales los sujetos se relacionan con el mundo material, y que esas modalidades deben concebirse como reacciones o respuestas a un dato esencial del posmodernismo artístico, la distancia insalvable entre obra y mundo, su radical superficialidad. Para describirlas propongo utilizar un vocabulario muy antiguo que es, sin embargo, muy preciso a la hora de establecer distinciones determinantes en los relatos: estas modalidades pertenecen a tres sensibilidades que pueden llamarse, respectivamente, estoica, escéptica o epicúrea. El criterio funciona analogando los fundamentos epistemológicos de cada una de estas escuelas del mundo helenístico a las formas que las narraciones utilizan para codificar la experiencia; espero mostrar que esa analogía no es arbitraria y da cabida también a una reflexión ética cuya expresión final es un juicio político complejo del contexto chileno del noventa y el dos mil.
Esta no es la primera clasificación u ordenamiento que pretende organizar la imagen de nuestra producción narrativa reciente (en el primer apartado se exponen varias otras), y de ninguna manera se propone como un criterio definitivo. Su utilidad quiere ser en primer término cartográfica, o sea, servir como una explicación -entre otras- de este territorio difícil de dibujar. Si escuchamos a los críticos del posmodernismo, en efecto, un problema del presente estriba justamente en las dificultades que enfrentamos al representar el lugar desde el que hablamos, de modo que una multiplicidad de descripciones de ese escenario no es un problema sino parte de un trabajo más amplio de esclarecimiento. Creo también que el núcleo del criterio que utilizo en esta clasificación, la relación entre el sujeto y el mundo material, ofrece interesantes posibilidades para la lectura de las obras particulares, y por lo tanto supongo que la mera clasificación no agota su utilidad; puede ser apenas el comienzo de una discusión.
Los dos primeros apartados exponen el campo general del problema: con qué pautas se ha ordenado anteriormente la narrativa chilena del período y en qué consiste ordenarla del modo en que este trabajo lo hace. En la tercera parte se pone en funcionamiento el criterio, y se discute y ejemplifica por qué podríamos hablar en el tiempo presente de narraciones y escrituras estoicas, escépticas y epicúreas. Por último se exponen algunos de los movimientos y alcances que permite esta cartografía, sobre todo en lo que se refiere al contexto de producción de las narraciones, el Chile de la posdictadura. Escépticos, estoicos y epicúreos, propondré, experimentan de modos muy distintos este período, tan distintos de hecho como para que la esperanza utópica aparezca allí donde solo parece existir el paisaje monótono de la pura circulación de la mercancía.
1. EL ÁMBITO DE LA NARRATIVA CHILENA DEL NOVENTA Y EL DOS MIL
Los estudios que ofrecen una perspectiva global de la narrativa chilena de las dos últimas décadas pertenecen, a mi juicio, a tres órdenes diferentes. Hay cuadros generales de lo que podría llamarse una poética de nuestro posmodernismo narrativo, normalmente escritos con cierta intención historiográfica. Hay también mapas temáticos, elencos de motivos dominantes que buscan una descripción sincrónica del período. Finalmente hay caracterizaciones que de modo muy aproximado podemos llamar retóricas, aunque su interés primordial es la comprensión política de los textos literarios a través de su tramado figura[2].
Del primer tipo son los trabajos recientes de Cedomil Goic y Leonidas Morales, muy distintos en sus presupuestos y metodologías, pero parecidos en sus resultados. Goic, por ejemplo, define como "infrarrealista" a la novela hispanoamericana actual, la de 1980 en adelante, y la caracteriza temáticamente como afín al término de los metarrelatos e intensamente heterogénea en los objetos que representa; en cuanto a su estructura, subraya la preeminencia de unos narradores hipersubjetivos, su propensión al juego y a un lenguaje heteroglósico (108-10). Morales, por su lado, ancla en la categoría de sujeto su lectura de lo que llama período posmoderno o posvanguardista, un sujeto ya irremediablemente descentrado. Los relatos del presente, señala, nos llegan a través de un narrador de movilidad estructural extrema y hasta imposible, y representan a personajes que viven las consecuencias (y no el proceso) de la desintegración de las identidades personales y colectivas (48-9). Puesto que el objetivo en ambos casos es construir un trayecto histórico, los rasgos descritos solo alcanzan sentido pleno cuando reconocemos que constituyen una continuidad con el período anterior (superrealista o vanguardista, respectivamente), y que el grado superlativo en el que se despliegan es lo que los distingue de él.
Al segundo tipo pertenecen dos trabajos abarcadores y convergentes, el primero referido fundamentalmente a los años noventa y el segundo a la primera década del dos mil. En Novela chilena: nuevas generaciones (1997) de Rodrigo Cánovas, y en Memorias del nuevo siglo (2009) de Rubí Carreño se nos ofrece una imagen tripartita de los narradores de las últimas dos décadas. Un primer grupo de ellos, los que escriben durante la dictadura, experimentaría la nación como ghetto, y sus obras esencialmente se enfrentarían a la experiencia autoritaria; el segundo grupo viviría la comunidad como mercado, y sus textos criticarían o aprobarían el curso de la transición democrática en un sentido estrictamente político; el tercero estaría compuesto por los "jóvenes globalizados", y en sus producciones se discutiría la precariedad de las promesas neoliberales, su "trashumancia pobretona", como lo pone Carreño (Cánovas 16-26; Carreño 80-1). El campo que describen estos trabajos posee una suave gradiente etaria que no quiere constituir necesariamente un sistema generacional; su extensión se aborda más bien desde la perspectiva unificadora de los motivos centrales que permiten caracterizarlo. Cánovas identifica para los años noventa una imagen característica, la del huérfano, que expone en unos términos cercanos a los que usa Leonidas Morales para hablar de la moratoria identitaria posmoderna: "como si el sujeto se hubiera vaciado de contenido para exhibir una carencia primigenia, activada por un acontecimiento histórico, el de 1973" (Cánovas 39). En la primera década del dos mil, por su parte, Carreño postula tres subjetividades centrales: la del joven que construye una memoria acerca del pasado autoritario pero fuertemente influida por los medios de masas, la del artista que resiste o bien es seducido por las reglas del mercado, y la del trabajador cuya capacidad de acción política moderna se desvanece pero que, paradójicamente, encuentra formas globalizadas de oponerse a la globalización (Carreño 15; 41-2, 64; 71).
El tercer orden establece su campo a partir de los contextos políticos: aquí se trata de pensar las narraciones latinoamericanas del noventa y el dos mil en tanto productos de un período que debe definirse mucho menos desde una estética posmoderna que como el resultado deliberado de las dictaduras militares que asolaron el continente y que, al tiempo que gobernaron por medio del terror, insertaron a sus países en el mercado global. En este terreno el texto central es Alegorías de la derrota (1999) de Idelber Avelar, y aunque solo discute en profundidad un tipo de narraciones, el que considera estéticamente más relevante, su estudio en realidad determina la existencia de dos. En primer lugar están los relatos que podríamos llamar "metafóricos", los que buscan establecer una memoria que sustituya sin residuos el pasado (como el mercado sustituye las mercancías); en segundo lugar están los textos "alegóricos", que en su radical falta de coincidencia consigo mismos testimonian la derrota del proyecto emancipatorio que cayó a manos de la violencia militar y del capital (13-5). Avelar propone que el trabajo de duelo, y una eventual reformulación de las esperanzas utópicas, solo pueden pensarse desde el afecto luctuoso que los textos alegóricos transmiten, y por lo mismo es que en ellos se expresaría la estética dominante de la posdictadura. Luis Cárcamo-Huechante, siguiendo un principio argumentativo parecido, se propone explicar la lógica de los textos que Avelar rechaza, los que circulan a favor de los vientos globalizadores y que, en su opinión, se homologan estructuralmente con los modos de circulación de las mercancías en el flujo económico. Al tropo metafórico expuesto por Avelar, Cárcamo-Huechante agrega el metonímico, porque el mercado no solo reemplaza limpiamente la mercancía, también la vuelve a circular al modo del pastiche o el remix antes de desecharla para su tratamiento alegórico (38). Obviamente contactadas entre sí, las lecturas de Avelar y Cárcamo-Huechante pueden a su vez explicarse en los términos tempranos que usó Alberto Moreiras para abrir, en 1993, la discusión acerca del lugar del intelectual latinoamericano en la posdictadura. Las narraciones de mercado se corresponderían con la posición del "deseo histérico", carente de capacidad crítica; las narraciones alegóricas provienen eventualmente de un sujeto en duelo, quizá de la impotencia del melancólico (Moreiras 76-7). Moreiras describe también un "deseo esquizoide", que intenta la crítica pero desde un espacio marginal, siempre lejos de los circuitos en los cuales efectivamente circula el poder (Moreiras 76). En los estudios que comenté más arriba no hay una expresión narrativa para esta tercera posición, pero este trabajo propone que sí existe y que puede describirse.
Los cuadros generales de Goic y Morales se refieren, también de manera general, a un concepto clásico de la crítica literaria, el modo de representación o "interpretación de lo real por la representación literaria" (Auerbach 522). Los estudios de Cánovas y Carreño enriquecen el repertorio temático de las narraciones chilenas, y cuando ordenan los lugares de enunciación de sus productores utilizan un sistema binario: a favor o en contra del neoliberalismo, a favor o en contra de la globalización. Al realizar una lectura agregada de los emplazamientos de Moreiras, Avelar y Cárcamo-Huechante, por último, aparece una tercera posición: a favor, en contra y en el margen de lo global. El apartado siguiente expone un criterio ordenador para las narraciones chilenas del noventa y el dos mil que, a mi juicio, complementa los esfuerzos que acabo de reseñar. Más que al modo de representación como un todo, se refiere específicamente al modo en que los narradores dan cuenta de sus formas de percibir los sucesos y los objetos de la narración. Sin abordar los contenidos de la percepción, además, este criterio intenta abrirse a las tres opciones reseñadas por Moreiras desde una mirada que considera el contexto global y el capitalismo multinacional no como un obstáculo sino como la condición de posibilidad de estos relatos, y por ende, sin querer negar a priori que pueda existir un potencial resistente en textualidades en apariencia completamente dependientes de la ideología neoliberal.
2. EL CRITERIO
Al leer un corpus más o menos amplio de novelas chilenas escritas y publicadas durante las dos últimas décadas[3] resulta claro que uno de los problemas centrales que estos textos someten a escrutinio es la naturaleza de lo que puede llamarse "real" y las posibilidades que tenemos para representarlo. El mismo título de una novela como Cien pájaros volando (1995), de Jaime Collyer (1955), señala que aquello que creemos verdadero debe pensarse solo como versión, pues otras cien posibilidades distintas, otras cien percepciones igualmente válidas, quedan "volando"como los pájaros del dicho (273-4). Nona Fernández (1971), por su parte, trama Mapocho (2002) a partir de Fausto, un historiador para quien "la Historia es literatura se inventa a partir de las palabras como un verdadero acto de ilusionismo" (40). La brevísima Bonsái (2006) de Alejandro Zambra (1975) comienza advirtiendo explícitamente que todo lo que se leerá más allá de su primer párrafo, "el resto", como lo llama, "es literatura" (13), un concepto que no define pero que ciertamente pone en entredicho el apego de su relato a cualquier referente. Acqua alta (2009) de Pablo Torche (1974) concluye con una declaración de impotencia que complementa lo que en los otros ejemplos parece ser una cuestión de voluntad: "[e]sta es la historia que he decidido entregar en muchas palabras, porque aquella que es sólo una y no se puede decir se nos escapa siempre, impulsándonos a buscarla a través de muchas otras, que sólo de Dios nos es permitido expresarlas" (288). La situación que plantean estos fragmentos cuestiona simultáneamente la estructura de lo real, los problemas de su percepción y las posibilidades de su representación. En el caso de Cien pájaros no se niega que exista algo así como la realidad, pero hay una severa duda con respecto a la fiabilidad de cualquiera de sus representaciones; lo contrario sucede con el Fausto de Mapocho: parece afirmar que solo existe lo que se representa, que la representación es la única forma de existencia.
Las posibilidades y limitaciones de la representación y su vínculo con la percepción constituyen problemas fundamentales del posmodernismo artístico y literario, y en algún sentido las afirmaciones de estas novelas chilenas remiten a esa discusión que en poco tiempo cumplirá treinta años[4]. Se trata, según la clásica exposición de Fredric Jameson, de la "ruptura de la cadena significante", un rasgo central del posmodernismo que puede leerse como una crisis de la capacidad perceptiva provocada por la imposibilidad de representarse el mundo de una manera comprensible. "[E]l mundo queda reducido a una experiencia de puros significantes materiales" ("La lógica cultural" 48), dice Jameson, lo que se expresa en los textos literarios bajo la forma de pastiche, historicismo sin historia, emocionalidad superficial y esa especie de impotencia perceptiva y representacional que es lo sublime tecnológico. La percepción espacial también quedará determinada por esta condición dominante de la producción cultural, y en ella se observa "la supresión de la distancia . y la incesante saturación de todo hueco o espacio vacío disponible, al punto de que el cuerpo moderno [es decir, el cuerpo posmoderno] ... está ahora expuesto a un aluvión perceptual de inmediatez al cual se le ha removido cualquier capa protectora o mediación intercesora" (Jameson, "Cognitive" 351, traducción mía). Esa avalancha de objetos potencialmente perceptibles, pero imposibles de ordenar, una avalancha a veces producida por los propios narradores y percipientes, es lo que Collyer llama "cien pájaros", Zambra "literatura" y Torche las "muchas palabras" de su relato.
Los cuestionamientos a la percepción y la representación constituyen, con toda su dificultad, solo la primera parte del problema planteado en las novelas: el diagnóstico, su anudamiento al posmodernismo como dominante cultural, su condición de posibilidad. Los textos contienen también su particular solución o respuesta frente a estas específicas reglas del juego, y dan cuenta de las posiciones, los movimientos o actuaciones posibles en el contexto posmoderno y posdictatorial. Dicho de otro modo: enfrentados a la misma ruptura de la cadena significante, a la misma supresión de la distancia, los textos narrativos reaccionan de modos diversos, y esas respuestas tienen un valor cultural que conviene explicitar.
Quiero proponer que las novelas chilenas del noventa y el dos mil abordan el problema de percibir lo real, definirlo y representarlo de tres maneras más o menos estables. Para describir estas constantes creo también que pueden utilizarse con gran provecho las modalidades perceptivas descritas por tres escuelas filosóficas de la antigüedad helenística, y hablaré de escritura y textos epicúreos, escépticos y estoicos[5]. Entiendo que este paso es problemático y reconozco que las diferencias entre los últimos siglos antes de Cristo y el presente son tan grandes que sería incorrecto plantear algún tipo de homología entre ambas épocas. No sugiero, por tanto, que deba comprometerse causalmente esta descripción. Sí es posible decir, en cambio, que las intuiciones epistemológicas de los antiguos son herramientas de extraordinario provecho para explicar el presente, sobre todo porque ofrecen perspectivas novedosas para la lectura del período, y ello independientemente de cómo definamos cada momento. Puesto que se trata de un uso instrumental, lo que sigue no constituye una demostración histórica y, si se quiere, apenas es una descontextualización posmodernista más[6]
Estoicismo, escepticismo y epicureísmo son tres respuestas distintas a un mismo cambio en las condiciones de producción de la experiencia. Si en la antigüedad ese cambio se describe, entre muchos rasgos, por el declive de la ciudad-Estado como comunidad de referencia política y social y el surgimiento de una cosmópolis que abandona a su suerte al individuo, en el caso de los narradores chilenos recientes ese cambio es, básicamente, el que resulta de la instauración del capitalismo financiero y la inserción de Chile en el contexto global durante las dictaduras militares. En términos muy esquemáticos, la lectura que utilizaremos de los principios epistemológicos de cada escuela es la que sigue[7]. El pensamiento estoico afirma que el universo posee un orden y que ese orden es bueno. Se trata, sin embargo, de un diseño incognoscible para los seres humanos, cuyo entendimiento no puede igualarse a la complejidad de la inteligencia divina. Puesto que no podemos conocer lo real, además, tampoco podemos juzgar si un hecho o un objeto particular es beneficioso o dañino por su apariencia exterior. El sabio comprueba que los sentidos lo engañan permanentemente, y postula, en un movimiento de fe, la coherencia y bondad final de este ordenamiento. El pensamiento epicúreo se sostiene en una confianza esencial en los sentidos físicos y en su capacidad para acercarnos al mundo: lo único verdadero es lo que percibimos, dirá, y esto que percibimos es la realidad material. El fundamento físico de la epistemología epicúrea es el átomo, unidad indisoluble de la que están hechas todas las cosas y que implica también la equivalencia entre la percepción directa de los objetos y su evocación en el recuerdo, la memoria o la imaginación (la imagen percibida, la imaginada o la recordada están hechas de átomos sutiles que se desprenden de las cosas)[8]. El pensamiento escéptico, finalmente, propone que para el hombre no es posible la certeza en cuanto al conocimiento de lo real, jamás se podrá afirmar si nuestros sentidos nos engañan o nos dicen la verdad. El sabio, por tanto, debe suspender el juicio con respecto a lo que percibe, y de este modo evitará el engaño y la superchería.
En cada posición existe una cierta idea del ordenamiento de lo real y de las posibilidades de la percepción. El cabo que eventualmente queda suelto es el más propiamente literario, el de la representación de la realidad en los textos. El método que nos proponemos utilizar, sin embargo, lo anuda desde un principio, porque a este aspecto del modo de representación (cómo son percibidos los objetos del mundo) solo accederemos a través de los textos literarios. Percepción y representación son dos momentos necesariamente vinculados en el estudio literario, en la historia literaria por ende y en la historia más general de la experiencia, pues las formas que puede adoptar el mundo percibido están determinadas por las formas que asume su comunicabilidad[9]. En consecuencia, en los textos literarios que siguen no vamos a intentar rastrear ninguna intuición teórica acerca del conocer, solo reconstruiremos algunos aspectos de la teoría que explica lo que se nos ofrece como práctica ya consumada, práctica de la representación y la comunicación, práctica textual.
3. ESCÉPTICOS, ESTOICOS, EPICÚREOS
En las novelas que llamo escépticas, el sujeto se enfrenta a los objetos con un ánimo perplejo, como si no pudiera o, más probablemente, como si no quisiera interpretar el sentido de los hechos que cuenta. El narrador de La calma (2004), de Sergio Missana (1966), ilustra bien esta modalidad cuando se refiere al protagonista de la novela, Webb, un hombre que arrastra a su pequeña hijastra a través de la pampa patagónica en un duro viaje hacia el extremo sur del continente:
Después llegué a pensar -y me temo que gran parte de lo que digo esté pasado por el filtro refractante de mi reflexión posterior- que ése era uno de los rasgos distintivos y decisivos de Webb: sus acciones no parecían obedecer a patrones internos predecibles, a impulsos normales de deseo y de miedo (incluso de mera gratuidad o derroche), las evoluciones de ese mecanismo no afloraban a la superficie (117).
No es que Webb sea un individuo irracional o impredecible, como podría afirmar un escritor del siglo XX (ese escritor sabría que la irracionalidad también puede "tener un método"); la descripción del protagonista es en realidad una especie de confesión del narrador, una caracterización de sus imposibilidades. No puede, no quiere conocer las causas que movilizan al protagonista y al relato del que es responsable, y por lo tanto su escritura se vuelve la narración de esa renuncia. El fragmento, además, articula una curiosa poética de la negación al introducir la distancia temporal que lo separa de los hechos: justamente la "reflexión posterior", aquello que normalmente sirve para aclarar el juicio o sopesar la experiencia, parece empañar la capacidad de juzgar de este narrador[10].
Otra forma de escepticismo aparece en Camanchaca (2009), de Diego Zúñiga (1987). Aquí la perplejidad suma al dominio de la cognición el plano de los afectos: el narrador y protagonista rechaza explicar sus actos y las acciones de los demás en términos de un cierto raciocinio, y además evita la explicación emocional, anulando de este modo la retórica de lo inconsciente como posibilidad para dar lógica a lo ilógico. La expresión de esta renuencia es la tonalidad objetivizante y apagada que preside el relato, un talante uniforme que el narrador utiliza para contar sus triviales rutinas cotidianas y también el centro doloroso de la novela, una escena de incesto a la que se ve arrastrado por su madre:
Fue un roce. Luego un movimiento y más roce. Me tomó la mano y la condujo entre sus muslos gordos, blandos. No podía doblar los dedos. No me dejes de hacer cariño, me dijo mientras yo comenzaba a sentir la humedad, los dedos levemente pegajosos. Comenzó a mecerse y yo seguía sin poder doblar los dedos (64).
La representación modernista buscaría eventualmente una lectura hermenéutica (el sentido oculto de esta aparente apatía), o bien retiraría del texto la figuración de esta escena terrible para investirla como sentido, como causa ausente que explica la distancia emocional del narrador. Nada de eso se nos ofrece en Camanchaca, porque tampoco existe ningún proceso o ningún saber al que se arribe a través de lo narrado. Es nuevamente una retirada, una deserción. Se nos muestra un acontecimiento que puede ser atroz si se lo rechaza, o perverso si se lo acepta, pero ni el narrador ni los lectores están obligados a la negación o la anuencia; habitan, más bien, el espacio incierto de la pura retirada. Independientemente de la capacidad involucrada -concluyo-, sea el afecto o la intelección, narraciones escépticas como La calma y Camanchaca se limitan a afirmar positivamente una suspensión, la misma que expresa el mandato del antiguo Pirrón: lo que parece no puede ser usado como argumento para decir lo que es (Long 87).
En las novelas que llamo estoicas sí puede encontrarse un juicio claro y distinto acerca del ordenamiento de las cosas que existen, un juicio que incluso preexiste a la escritura de la narración. El problema surge cuando la apariencia problemática del mundo, tal como se muestra en el relato, no se ajusta a ese ordenamiento. En vez de renunciar a él, como haría el escéptico, el estoico lo conserva melancólicamente en calidad de bien transmundano y objeto de fe, o bien lo atesora como una verdad que es, al mismo tiempo, verdadera e imposible de verificar en la percepción. Nona Fernández muestra bien esta voluntad en su novela Av. 10 de Julio Huamachuco (2007), en donde lo perdido es una cierta noción de sentido que incluye el lugar que la narradora ocupa en el presente y en la historia individual y colectiva:
¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué visto tu ropa y habito tu casa? ¿Por qué visto tu ropa, alimento tu perro, riego tus plantas, limpio a diario el polvo de la demolición que se cuela hasta acá dentro? ¿Qué hay en este sitio que me atrae? ¿Qué relación hay entre esto y mi furgón y mis largas tardes recolectando piezas en Diez de Julio? ¿Por qué terminé aquí y no en el fondo del canal con mi Greta chica? ¿Estará de verdad mi hija ahí? ¿Qué de cierto habrá en eso de que hay un hoyo grande y oscuro donde se encuentran todos los niños perdidos? ¿Por qué pienso en esto? (139).
La cita resume el argumento de la novela: una mujer ha perdido a su hija y también las esperanzas utópicas de su juventud, e intenta recuperarlas en un más allá alegórico que es, precisamente, el "hoyo grande" al que se alude allí. La actitud estoica aparece por medio de la propia interrogación, que marca simultáneamente la ausencia de los sentidos y la necesidad de rearticularlos, como si preguntarse por ellos fuera también una invocación. En efecto, cuando ella dice ¿por qué estoy aquí? -lo mismo vale para las demás preguntas del fragmento- quiere decir que sí existe o sí debe existir una causa para estar allí, salvo que esa causa se ha perdido, tal como ha desaparecido la hija que intenta recuperar a lo largo de la narración. El mismo argumento de la novela sufre, en esta serie de preguntas, una especie de mortificación muy propia del espíritu estoico, pues los hechos se disponen en un orden que es distinto al cronológico y distinto también al que tienen en la novela; el lector percibe que, aunque pueda reconstruirse una línea coherente para las acciones, la narradora la dice de este modo desordenado porque solo así puede decirla, irrecuperablemente desarticulada[11].
Con un talante muy diferente, Maorí Pérez (1986) intenta en Diagonales (2009) una explicación estructural del complejo universo de su ficción que comparte el mismo principio representacional de Nona Fernández:
El mundo es una letra. El mundo es la x. Y esa letra son dos triángulos, sólo que no vemos la hipotenusa. Y un lado de esa equis no está en la superficie. Dos diagonales entrecruzadas siendo el centro el punto de cruce. Cuatro sectores, siendo el centro el origen. Si borráramos el origen de las secciones y el cruce de las diagonales obtenemos cuatro direcciones u orientaciones. Si borramos las orientaciones obtenemos un punto. La x se extiende desde el centro de este mundo como un espectro de su cuerpo, y alrededor de la superficie como el alma de su tiempo. La diagonal está compuesta de conocido y desconocido. La hipotenusa no puede ser observada y es ucrónica (116).
Diagonales es una novela difícil de seguir, sobre todo porque plantea problemas en el nivel del relato: incluye narraciones enmarcadas que escapan de su marco, películas cuyo argumento ficticio termina fluyendo hacia el relato primero, voces del más allá que aparecen en el más acá, etcétera. Este fragmento es importante, entonces, porque nos ofrece lo más cercano a una explicación, por parte del narrador, de ese mundo complejo. Su perspectiva, diría, es la de quien conoce el orden del mundo aunque de modo abstracto, un dibujo inconcluso y forzosamente parcial a partir del cual se puede proyectar el cuadro completo. Si el mundo tiene una forma, parece decirnos, esa forma es en su mayor parte invisible, o bien teórica, o bien hipotética. Su tiempo no es el pasado, como ocurre en la novela de Nona Fernández, y por lo tanto el afecto que predomina en ella no es la melancolía. El de Diagonales es un saber que sabe por medio de una fe insegura, y por ello tiende a teñirse de angustia, algo que aparece con claridad en la hebra argumental primaria de la novela, la historia de siete personajes atrapados en el metro por obra de una entidad omnisciente y desconocida que los condena a muerte. Puede decirse entonces que, tal como los antiguos estoicos, los narradores de Diagonales y de Av. Diez de Julio efectivamente creen que existe un logos, un ordenamiento que explica la diversidad de lo que perciben; el problema es que no pueden alcanzar su intelección. A diferencia de un estoico antiguo como Marco Aurelio, sin embargo, que proclamaba con optimismo su adhesión irrestricta a ese sentido desconocido del universo -"[c]onmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo", así lo dice en sus Meditaciones (54)-, en estas novelas el sentido es más bien la confirmación ominosa de una intuición paranoica: el ordenamiento del mundo parece implicar la destrucción de los sujetos que lo habitan.
En las novelas que llamo epicúreas no solo lo percibido con los sentidos se acepta como verdadero; también se afirma la esencial verdad de los productos de la imaginación, pues "la diferencia entre conocimiento sensorial y conocimiento intelectual o racional no es sino una diferencia de grado" (Cappelletti 231). Puede leerse un buen ejemplo de esta voluntad en las novelas de Alvaro Bisama (1975), todas ellas ecfrásticas en cuanto disfrutan la descripción de obras de arte inexistentes: películas de directores chilenos de clase B, por ejemplo, poemas apócrifos de Gabriela Mistral, canciones de bandas de rock ficticias[12]. En Caja negra (2006) puede citarse, entre muchas otras, esta serie de relatos policiales escritos durante la Unidad Popular por un perdido novelista de nombre Pedreros:
Mi padre coleccionaba esas novelas mínimas, libritos impresos en un papel miserable, facturados y distribuidos a bajo costo por Quimantú, la editora estatal. Thrillers agrupados en la colección "Bala Roja". Sonrío y me apeno a la vez porque me resultan entrañables, a pesar de sus títulos horribles: El enigma del asesino burgués, Muerte de una aristócrata, Misterios revolucionarios (115).
El estoico, melancólico, anhela algo que sea real y al mismo tiempo comprensible; el escéptico, perplejo, decide que lo sensato es renunciar a esa esperanza. En su relación con el mundo el narrador epicúreo se embarca en una empresa maníaca y creativa que es al mismo tiempo gozosa y total: la proliferación del mundo y de los mundos. El empeño es total porque, tras aceptar su ordenamiento tal como puede percibirlo, el mundo ya no le ofrece secretos, se abre por completo al poder de su palabra; es también gozoso porque, libre de las amenazas del escéptico y las decepciones del estoico, el texto epicúreo articula un mundo cuya economía es el derroche, la infinita multiplicación de los objetos particulares.
En un registro diverso, Claudia Apablaza (1978) explota el mismo principio perceptivo que Bisama. Su novela Diario de las especies (2008) imita la estructura de un blog o bitácora electrónica, y de allí que nadie, ni la narradora ni sus comentadores, sea necesariamente quien dice ser, así como nada de lo que se narra es necesariamente verdadero. Conviene aclarar que el suyo no es un blog efectivamente publicado en la red, es una novela escrita con toda deliberación y control, una novela que problematiza las posibilidades de la escritura de ficción en los encuadres virtuales. El siguiente fragmento muestra el tipo de problemas que Apablaza enfrenta, y sobre todo las soluciones a las que arriba:
Personajefrustrado dice...
12.56 pm
Primero, A.A., no creo que hayas hablado con Vila-Matas. Menos que
duermas algunas noches en la biblioteca. ¿No te parece absurdo? ...
¿Te crees las ideas que te inventas? ¡Bien harías en auto-expulsarte!
¡¿Cómo saliste de tu país?! ¿No te detuvieron en el manicomio? La
locura marca las fronteras.
A.A. dice
...
16.07 pm
Personajefrustrado, ... La historia de Vila-Matas no es necesario que
me la creas, tampoco la de la biblioteca. Es como el psicoanálisis. No
es necesario creer en el psicoanálisis para que te haga efecto (36-7).
A.A., la protagonista y narradora, ha descrito en su blog el intercambio personal y literario que tuvo con Enrique Vila-Matas, y agrega que está viviendo, día y noche, en una biblioteca de Barcelona. Uno de sus varios comentadores -es interesante observar cómo se van perfilando los distintos personajes a medida que se suceden las entradas, sabiendo que todos pueden ser uno solo o incluso que todos pueden ser la misma protagonista- la enfrenta con el viejo argumento referencial. La respuesta de A.A. indica que debe anularse la diferencia entre creer y no creer para evaluar su relato; basta con conocerlo, es decir, con percibirlo, para que exista en lo que importa. La angustia estoica y la contención escéptica, de este modo, pierden sentido ante las infinitas posibilidades que la proliferación epicúrea ofrece en cuanto a personas, lugares, acontecimientos. Novelas como las de Apablaza y Bisama, esto es lo que me parece más importante en la posición epicúrea, aprovechan las vacilaciones de la epistemología posmoderna para expresar un elevado grado de confianza en el mundo como realidad, y en sí mismos como quienes lo crean y experimentan.
4. ALCANCES, MOVIMIENTOS
Este ordenamiento tripartito no quiere ser una clasificación absoluta, en primer lugar porque no es completamente exhaustiva, y luego porque permite traslapes entre sus categorías. Sería un error pensar que todas las producciones narrativas de las dos últimas décadas han sido elaboradas a partir de las mismas condiciones culturales y responden por tanto a esta clasificación única; la selección del corpus muestra que solo representan las formas que adopta la producción literaria dominante, la de mayor circulación y visibilidad. La percepción y la representación, además, son problemas de ardua elaboración, y algunas novelas -por ejemplo Acqua alta, de Pablo Torche- no se dejan aprehender en una sola categoría; oscilan de una a otra sin resolver nunca el lugar desde el que han sido escritas. Con todo, el esquema permite hacer varios alcances significativos para la evaluación cultural de estos textos.
El primer alcance permite establecer la red de afinidades entre esta clasificación y las ya existentes. Es claro que los alegoristas de la derrota en Avelar, los escritores cuya cultura política los aísla de las sociedades posdictatoriales que describen Cánovas y Carreño y los melancólicos de Moreiras normalmente escriben desde una posición estoica. Juzgan siniestro el ordenamiento del mundo y proponen un orden justo, construido y no recibido. Su problema es que ese ordenamiento queda irremisiblemente lejos, al otro lado, en un más allá inalcanzable. La actitud epicúrea reúne a los jóvenes globalizados y los escritores mayores que descubrieron el mercado en los primeros años de la transición (Cánovas y Carreño), es decir, los escritores metafóricos y metonímicos (Avelar, Cárcamo-Huechante). Todos ellos estarían alentados por un "deseo histérico" (Moreiras) que los impulsa a producir mundos, obras y sujetos sin sustento material en el mismo sentido en el que el mercado produce mercancías fetichizadas carentes de todo valor de uso. Finalmente, el "deseo esquizoide" del intelectual posdictatorial descrito por Moreiras encontraría en esta propuesta su escritura: es la que se practica desde una posición escéptica, la que rechaza el contacto con el mundo y rechaza su sentido no porque no los desee sino porque no los cree posibles.
Un segundo alcance se refiere a lo que podríamos llamar la cercanía de los narradores posmodernos con el mundo material, asumiendo que la historia de los modos de representación es en parte la historia orbital de las palabras y las cosas, un juego de acercamientos y lejanías. La gran innovación del realismo decimonónico es que su representación de la realidad está engastada en los contextos políticos, económicos y sociales; la literatura de vanguardia, vuelto el sujeto sobre sí, parece olvidar los contextos, y para recuperarlos el lector debe considerar la enunciación como proceso dentro de las demás relaciones de producción del mundo[13]. Ambos movimientos -el engaste y la mirada sobre la producción- construyen al texto moderno como instancia profunda, pasible de interpretación hermenéutica. Justamente es eso lo que habrían perdido las obras posmodernas, descritas por Jameson como superficiales en el sentido de que ya no tienen contacto con el mundo que las produce, y carentes por ello de pertinencia política o crítica ("La lógica cultural" 30-1). Es atractivo pensar que las actitudes estoica, escéptica y epicúrea, tres modalidades diferentes de lo superficial posmoderno, representan también tres actitudes frente a esta distancia radical entre el sujeto y la materia. La actitud estoica podría leerse como la del moderno que sobrevive en un contexto que le es ajeno, el que llora la pérdida del mundo material porque conoce el valor de su contacto y cercanía. El escéptico encarnaría una actitud auténticamente posmoderna, la de quien aprende o se obliga a vivir sin el mundo material o completamente fuera de él, en la metódica duda de su existencia. Podría describirse al epicúreo, por último, como el que no extraña la materia porque admite que el signo, su reemplazo, es su equivalente total, y que la mera producción simbólica puede sustituir a la producción material como un todo (lo sugiere la figura ecfrástica).
La tercera observación se refiere al valor cultural que posee cada una de estas actitudes como respuesta a su contexto de producción, y en su descripción nuevamente es de utilidad referir al origen antiguo de estas posturas. El objetivo del sistema estoico en el mundo alejandrino era armonizar la conducta propia con el curso efectivo de los acontecimientos (Long 112), y aunque las novelas chilenas que surgen a partir de esta sensibilidad parecen invertir ese dictado, en el fondo lo conservan. Al subrayar el permanente desajuste que existe entre el orden deseado y el real buscan armonizarse con una idea benigna del mundo, incluso si ese mundo benigno no existe y se encuentra en el más allá. Su vínculo ambivalente con la utopía -la conservan, la lloran- explica también que estas sean las novelas más propiamente arraigadas en la identidad nacional, cuyo horizonte de comunión e igualdad combina bien con la utopía. En Av. 10 de Julio, la representación adquiere tonalidades melancólicas porque la novela encarna el reclamo por las promesas de la historia, pero la sensibilidad estoica también puede volverse hacia un futuro absoluto -es el caso de Diagonales- con idéntica demanda y un afecto más bien teñido de angustia, como si el tiempo para que el orden deseado se imponga estuviera agotándose. Av. 10 de Julio, además, permite pensar que la posición estoica es una estructura de pensamiento y no la consecuencia directa de un solo trauma histórico. La novela localiza el momento de sentido pleno, su objeto perdido, no en la Unidad Popular -como ocurre en varias novelas de esta sensibilidad-sino en los años ochenta, en medio de la represión dictatorial, una época que actúa como metonimia de los setenta y, a fin de cuentas, del cada vez más lejano orden ideal. Como ha sido estudiado varias veces, la función política de estas novelas es subrayar la ausencia de sentido, de futuro, e interrumpir la circulación desmemoriada de los signos con el rostro doliente de aquello que se perdió. Corre, asimismo, varios riesgos. Puesto que la materia y el orden del mundo pertenecen a una dimensión distinta de la que habita, la melancolía del estoico bien puede colaborar con la superficialidad posmoderna a la que, aparentemente, se opone: al denunciar la ausencia de un objeto que sabe definitivamente perdido, su alegato puede volverse manso, intrascendente[14].
El escepticismo antiguo buscaba liberar al individuo de la inquietud producida por la información contradictoria que recibe acerca de la naturaleza, de lo que es bueno y malo, de la religión, etcétera (Long 90-1). Un fin parecido es el que buscan las novelas chilenas escritas desde esta sensibilidad: retirar el excedente simbólico que los años y la ideología sedimentan sobre los objetos de la percepción y observarlos nuevamente, sin incurrir tampoco en la ilusión moderna de una visión objetiva. La calma, relato situado en un desierto sin nombre que es la pampa argentina, en un momento sin fecha que es el final del siglo XIX[15], se convierte de este modo en una larga meditación sobre el carácter abstracto y arbitrario de toda historia y de toda definición comunitaria: "Todo lo ocurrido hasta entonces me parecía obedecer a un vasto movimiento expansivo en gran medida impersonal, que nos comprendía a Elena, Webb, Sara y a mí (incluso a Madeira) en sucesivos relevos, pero que tal vez hubiera podido seguir su curso con otros protagonistas, para lo cual resultábamos ... irrelevantes" (155). Camanchaca, por su lado, realiza un trabajo análogo con la estructura familiar; la incomunicación radical del protagonista en su mismísimo seno alegoriza el contrapunto alienante de toda voluntad comunitaria, incluida la nacional. En su dimensión política más precisa, la actitud escéptica descree de todo: de las promesas neoliberales de la dictadura, del romance de la transición democrática, de una cierta mitología de la izquierda que vive de su pasado y propone retomar la historia allí donde se la interrumpió hace cuarenta años. Sus textos funcionan como una advertencia para el presente; levantan la vista del camino y se retiran de una acción cuyo rumbo es difícil de advertir en el tiempo homogéneo y vacío de la posmodernidad. Su mayor virtud es la articulación de una capacidad renovada de observación y evaluación; su riesgo estriba en que este impulso inhibe la formulación de proyectos comunitarios.
Epicuro sostiene que la felicidad proviene de una vida colmada de placeres, y según el cálculo hedonístico, el placer mayor es el de la mente, "el sobrio razonamiento que indaga las causas de toda elección y rechazo, y expulsa las opiniones por las cuales se posesiona de las almas la agitación más grande" ("Carta a Meneceo" 420, §132). Creo que frente a las novelas escritas desde esta sensibilidad corresponde hacer un juicio parecido a ese, un juicio que destaque las virtudes morales de su gozo aparentemente inmaterial. Relatos como los de Bisama y Apablaza representan casi por antonomasia lo que el pensamiento crítico rechaza: el tráfico de meras imágenes o signos en vez de la representación material, la seducción fetichista de la mercancía cultural en vez de su valor de uso, la contemplación narcisista de sí en vez de una mirada abierta a la existencia del otro, en fin, la homologación incluso formal entre literatura y mercado[16]. El epicureísmo antiguo, sin embargo, era una escuela fundamentalmente materialista, pues su confianza en el mundo de los sentidos y de las cosas lo precavía de constructos inmateriales como el sentido incognoscible del estoico, y de la retirada respecto del mundo material que distingue al escéptico. Aparece entonces una contradicción: ¿puede conciliarse la posición materialista del epicúreo antiguo, al menos en su estructura, con la distancia radical entre sujeto y materia que define la superficialidad posmoderna?
Me parece que sí, y que justamente aquí es donde puede encontrarse un foco de interés fundamental para la evaluación política de esta posición. Al borrar conscientemente la distinción entre percepción e imaginación, los relatos epicúreos deshacen la diferencia radical entre los mundos divorciados del posmodernismo: superficie y profundidad, mundo material y representación. Ello impide el acceso hermenéutico que anhela el modernismo (y el estoico en su aspecto modernista), pero en rigor ese acceso estaba cerrado de antemano, en rigor el cierre es la condición de posibilidad de estos textos porque de este modo se define el posmodernismo, la dominante cultural del capitalismo transnacional. Los textos epicúreos exploran lo que parece un nuevo materialismo, que es la consideración material ya no de lo representado sino de la propia producción simbólica, hipertrófica en la posmodernidad. Es un materialismo posible para el presente porque no se convierte en objeto de culto o adhesión melancólica, y en los textos se expresa en la proliferación deseante de imágenes y símbolos que excitan y aplacan el deseo simultáneamente, porque percepción e imaginación se han vuelto equivalentes. El riesgo político de su apuesta es conocido, no ser sino siempre mercancía, pero me parece que podría explicitarse mucho más sus posibilidades críticas. Los textos epicúreos, en efecto, son los únicos que se dan la oportunidad de explorar políticamente las posibilidades de la ficción como posibilidad, y de este modo son los únicos que postulan futuros que aparecen a partir del examen crítico de las piezas disponibles en el presente[17]
Hasta el momento solo pueden reconocerse algunos atisbos de esa indagación, y los reconoceremos atendiendo al destino de las comunidades nacionales en los textos de Bisama y Apablaza. Allí está el capítulo nueve de Caja negra, una larga lista alfabética de actores, directores, animales y películas ficticias de un cine de segunda que nunca ha existido en Chile (4085). Es una tradición literalmente inventada, como querría Eric Hobsbawm, una genuina tradición nacional cuyo valor político estriba en que encarna hasta el extremo una ética de la heterogeneidad: esa lista no es otra cosa que una serie abierta que incluye sujetos correctos, incorrectos e incorregibles; artistas, enfermos, pobres diablos, asesinos y un largo etcétera de individuos cuya singularidad o repelencia intenta ensanchar, sin deshacerla, las posibilidades imaginadas de la comunidad nacional (de hecho, gran parte de su efecto se debe a que son "chilenos").
En Diario de las especies casi se pierden los rastros referencialmente nacionales, apenas algunas alusiones que caben perfectamente en el modelo del pastiche global[18]. Lo que no se pierde es la idea de colectivo, y de hecho, el blog genera algo así como una comunidad cuya existencia es a medias imaginada y a medias presencial: hay diálogo, pero ninguno de los interlocutores sabe con quién habla. Su geometría solar, con A.A. ocupando indisputablemente el centro de las acciones, el centro de los intereses eróticos, el centro de la palabra, es probablemente antipática[19] pero también dramatiza con mucha claridad la brutal necesidad de reconocimiento que las comunidades nacionales no pueden soslayar si quieren seguir teniendo alguna forma de pertinencia política. La utopía de la heterogeneidad que Bisama construye en Caja negra, la corte de milagros que son sus personajes, es la misma que Apablaza reclama para sí como un derecho.
Son atisbos, primeras conclusiones de escrituras que todavía no han explorado todas sus posibilidades.
5. CONCLUSIÓN
Termino con tres apuntes metodológicos. La pregunta por la relación de nuestras escrituras recientes con el mundo material puede responderse con un ánimo muy distinto al más o menos taxonómico que he utilizado aquí. Hecha con un espíritu descriptivo, abierto a la complejidad, sigue siendo pertinente y productiva para interrogar los textos del presente. Sus eventuales respuestas, a mi juicio, podrían enriquecer la descripción de la situación de enunciación posdictatorial como hecho histórico, y nos permitiría pensar las escrituras no solo con criterios de identidad como son los de género, clase, edad o actitud política, sino también desde una perspectiva menos personal, como es la distancia o cercanía con respecto a la materia.
Me parece fundamental, por otro lado, plantear para cada caso un riesgo y un privilegio políticos. Si es verdad que el posmodernismo constituye una dominante cultural, cualquier crítica sensata debería evitar un ataque a las eventuales debilidades de las escrituras del presente como si fueran el fruto de una elección libre y consciente. Más bien debe, me parece, distinguirse aquello que condiciona los textos de lo que efectivamente es una opción. La idea de riesgo y privilegio de las escrituras, a mi juicio, ilustra bien lo que preexiste a la producción y aquello que la escritura apoya, celebra o critica. Se hace posible, de este modo, un diálogo político con estas narraciones que surge menos del prejuicio y más del examen razonado.
Las tres opciones que plantea este trabajo -la fe, el placer, la duda- son formas de enfrentar aisladamente la existencia. Quisiera creer que estas sensibilidades, individualistas y personales como son, pueden sin embargo convertirse en un lugar desde el que se pueda pensar nuevamente la vida en común. En ese diseño, el estoico será ciertamente el guardián de la memoria, el escéptico, un crítico del presente y el epicúreo, el encargado de volver porfiadamente a imaginar el futuro.
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NOTAS
[1] Este trabajo forma parte del Proyecto FONDECYT de Iniciación N° 11090273, "Figuras, procedimientos de representación y experiencias de la identidad nacional en la narrativa chilena del noventa y el dos mil", del cual soy investigador responsable. Una versión preliminar del segundo y tercer apartados fue presentada en el VI Simposio Internacional del Centro de Estudios de Narratología Mignon D. de Rodríguez Pasqués: Narratividad y discursos múltiples, realizado en Buenos Aires los días 18 al 20 de julio de 2011, con el título "Modos de percibir en la narrativa chilena del noventa y el dos mil".
[2] En varios de estos trabajos (los de Goic, Avelar y Moreiras, específicamente) el objeto de estudio es la novela latinoamericana; en los demás (Morales, Cánovas, Carreño, Cárcamo-Huechante) se habla de modo específico de la narrativa chilena. Puesto que en el primer caso lo latinoamericano explícitamente incluye el caso chileno, se los trata de modo indistinto en este apartado.
[3] Además de los nueve o diez textos que menciono o examino en el cuerpo del trabajo, el corpus explorado incluye hasta el momento los siguientes títulos: Ayala, Ernesto. Examen de grado. Santiago: Ediciones B, 2006; Baradit, Jorge. Ygdrasil. Santiago: Ediciones B, 2005; Baradit, Jorge. Synco. Santiago: Ediciones B, 2008; Bisama; Brodsky, Roberto. Bosque quemado. Santiago: Mondadori, 2008; Costamagna, Alejandra. Dile que no estoy. Santiago: Planeta, 2007; De la Parra, Marco Antonio. La secreta guerra santa de Santiago de Chile. Santiago: Planeta, 1989; Electorat, Mauricio. La burla del tiempo. Barcelona: Seix-Barral, 2004; Eltit, Diamela. Mano de obra. 2002. En su Tres novelas. Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2004; Fernández, Patricio. Los Nenes. Santiago: Anagrama, 2008; Fuguet, Alberto. Tinta Roja. Santiago: Alfaguara, 1996; Jara, Patricio. Prat. Santiago: Bruguera, 2009; Jara, Patricio. El sangrador. Santiago: Alfaguara, 2002; Labbé, Carlos. Libro de plumas. Santiago: Ediciones B, 2006; Lemebel, Pedro. Tengo miedo torero. Santiago: Planeta, 2001; Marín, Germán. El palacio de la risa. Santiago: Planeta, 1995; Missana, Sergio. El invasor. Santiago: Planeta, 1997; Mouat, Francisco. Chilenos de raza. Santiago: El Mercurio-Aguilar, 2004; Mouat, Francisco. El empampado Riquelme. Santiago: Ediciones B, 2002; Ortega, Francisco. El número Kaifman. Santiago: Planeta, 2006; Torche, Pablo. En compañía de actores. Santiago: Ediciones B, 2006.
[4] Utilizo el término "posmodernista", en el contexto chileno, para referirme a la producción artística de las dos últimas décadas. En el caso de la narrativa, abarca los textos cuya escritura y circulación se produce al amparo de la inserción de la economía nacional en los mercados globales, y coincide entonces con lo que se conoce como "novelas de la posdictadura". Consciente de que la modernización en América Latina ha sido siempre desigual y heterogénea, hablo de "posmodernismo" en Chile acentuando los rasgos estéticos que estos relatos comparten con la descripción clásica del período, y de hecho las novelas que componen el corpus pertenecen, casi todas, a las redes de circulación literaria más visibles en el mercado y la academia. Lo que me interesa, en palabras de Raymond Williams, es el funcionamiento de la lógica cultural dominante.
[5] La idea de utilizar la epistemología helenística me fue sugerida por el ensayo "Literatura y escepticismo", de Pablo Oyarzún, que postula el carácter escéptico de la literatura moderna sobre la base del concepto de experiencia en Walter Benjamin (29-32). Oyarzún coordina la novela moderna con el escepticismo moderno, el de Michel de Montaigne y Francis Bacon; yo propongo coordinar (de un modo no causal ni restrictivo, como se verá) la novela posmoderna con el escepticismo, el epicureísmo y el estoicismo alejandrinos.
[6]Por muy distintos que sean ambos contextos, sin embargo, no pueden negarse las similitudes del mundo helenístico con el presente. También el imperio alejandrino tiene su "globalización", es decir, una expansión del espacio debida al comercio, un aumento de los desplazamientos geográficos de las personas y una intensificación del intercambio cultural, aunque restringido a las clases dominantes (Davies 257-320). En términos literarios, la expresión helenística -como la posmodernista- es intertextual (explota el "arte de la alusión"), combina distintos géneros literarios y pone su foco en sujetos antes marginados, así como en la vida emocional o sentimental de los individuos (Gutzwiller 168-222). Buen ejemplo de estos rasgos es la novela Quéreas y Calírroe, de Caritón de Afrodisias (siglos I a.C. o I d.C.): su acción típicamente amorosa pone en primer plano a una mujer, Calírroe, abarca toda la cuenca mediterránea, en ella se distinguen innumerables citas homéricas e incluso termina con un episodio ucrónico, una guerra ficticia entre Egipto y Persia.
[7]Este esquema no pretende resumir el pensamiento alejandrino, sino solo los rasgos consensuales de su teoría de la percepción. Se basa en la excelente introducción de Anthony A. Long titulada La filosofía helenística, en los estudios de Ángel J. Cappelletti sobre Lucrecio y De rerum natura, en algunos fragmentos de Pirrón, y en textos de Lucrecio, Epicuro (las cartas a Meneceo y Heródoto) y Marco Aurelio (las Meditaciones). Ver la bibliografía.
[8]Ver Epicuro, "Epístola a Heródoto" 153,§48. Ver también Lucrecio, De rerum natura IV, 722-776 [la ubicación que doy es la del texto latino; la traducción que utilizo, del abate Marchena, ubica los versos citados en IV, 1001-1068]. Long comenta estos pasajes y esta importante conclusión en 34, y Cappelletti lo hace en 231.
[9] Pablo Oyarzún lo plantea a propósito del análisis de la experiencia en el trabajo de Walter Benjamin: "no se trata solamente de un contenido determinado que la experiencia común pone a disposición de sus partícipes como fundamento de comunicación entre ellos, sino de la experiencia como condición de apropiación de contenidos, cualesquiera que ellos [sean], con la sola condición de que sean, de uno u otro [modo], efectivamente comunicables" (18, nota 5).
[10] Las demás novelas que Missana lleva escritas hasta la fecha también pueden ilustrar esta posición. Gabriela Cancino, siguiendo de cerca la noción de escepticismo de Pablo Oyarzún, ha estudiado la experiencia en El invasor (1997) y La calma. Ver especialmente Cancino 26-34.
[11] Los mismos rasgos aparecen en Mapocho: el trasmundo está literalmente tras el umbral de la muerte, el sentido por recuperar es el de la entera historia de Chile, que aparece ficcionalizada en sus episodios clave.
[12] La definición de este procedimiento de Caja negra como écfrasis la hizo el propio Bisama en una conversación informal. El término significa literalmente "descripción" y suele restringirse a las obras visuales que "vívidamente concurren ante nuestros ojos" por medio de la palabra. Tuvo, no puede sorprendernos, un considerable éxito durante el período helenístico ("Ekphrasis" 320).
[13] Este giro puede seguirse en la lectura que Erich Auerbach hace de Rojo y negro, en donde comenta que "el realismo moderno serio no puede representar al hombre más que ensartado en una realidad total, en constante evolución político-económico-social" (435). Georg Lukács le reprochará un subjetivismo alienante a los escritores de vanguardia, quienes no harían, a su juicio, sino un "culto al dolor, del momentáneo estado de ánimo" (14). Como se sabe, Theodor W. Adorno critica muy justamente esta postura, pero Walter Benjamin es quien, probablemente, expresa más claramente la salida hacia la producción de la obra de arte como horizonte que restituye el mundo y los contextos. En El autor como productor lo dice explícitamente "Antes de la pregunta: ¿cuál es la actitud de una obra frente a las relaciones de producción de una época?, quisiera preguntar: ¿cuál es su posición dentro de ellas? Esta pregunta apunta directamente hacia la función que tiene la obra dentro de las relaciones de producción literarias de una época" (24-25).
[14] Cristián Opazo describe casi literalmente la actitud estoica en un grupo bastante homogéneo de novelas escritas por hombres en los años noventa o principios de la década del dos mil. Para Marco Antonio de la Parra, Radomiro Spotorno, Darío Oses y Ramón Díaz Eterovic el referente anhelado no sería la oposición a la dictadura ni la Unidad Popular sino el gobierno de Pedro Aguirre Cerda. El ejercicio de Opazo refuerza el carácter metonímico y desplazable del objeto perdido por el estoico. El artículo ataca, con alguna inquina, esa particular nostalgia del pasado como "patología de nuestra memoria colectiva" (108), y acusa de historicismo sin historia lo que, a fin de cuentas, bien puede ser un recuerdo productivo del pasado.
[15] "En La calma se utilizan elementos de la historia, pero no está situada en un lugar o sitio determinado. La época podría ser a principios del siglo XX, pero también es ambiguo. Me interesaba reflexionar sobre hechos históricos, pero más sobre el fenómeno, que sobre el momento en que ocurrieron exactamente. La ambigüedad me permitió hablar de cosas que sucedieron en Chile, Argentina, Brasil..." (Missana, "Donoso me enseñó a leer").
[16] Un buen ejemplo es el juicio negativo de Cárcamo-Huechante sobre la obra de Alberto Fuguet, cuyo "marco de referencia es la circulación paroxística de los signos y [su] procedimiento narratológico es el del pastiche" (233-4).
[17] Retoman, de este modo, una larga tradición latinoamericana y latinoamericanista, la de Alfonso Reyes y su apuesta firme por la ficción como rasgo distintivo de lo literario: "Claro es que al inventar imitamos, por cuanto sólo contamos con los recursos naturales, y no hacemos más que estructurarlos en una nueva integración" (42). Del mismo modo que Reyes tiene una lectura descolonizante, la sensibilidad epicúrea ofrece la posibilidad de replicar al posmodernismo con las armas del propio oponente. Sostiene esta oportunidad en el propio Epicuro, quien lleva al extremo los efectos de la ficción al declarar que "los mundos son infinitos" ("Epístola a Heródoto" 151, §45).
[18] Por ejemplo: "Después de leer a Perec y sus Especies de espacios, las ideas de Bajtin me parecieron menores. Por eso mismo dejé la universidad y decidí comenzar a hacer ejercicios espaciales ... Estuve haciendo ejercicios de yuxtaposición durante meses hasta que descubrí en esos ejercicios que debía dejar Chile. Dejar ese espacio. Yuxtaponerlo a otro. Tomar distancia. Ahora me pregunto cuál es mi real espacio y contra qué lo puedo yuxtaponer. No sé si será Barcelona" (79).
[19] Patricia Espinosa atacó este flanco muy fuertemente en su reseña: "La vanidad de la narradora no tiene nombre: se cree superior porque es escritora o porque intenta serlo; insiste hasta el hartazgo en demostrar que es rara, que tiene una madre loca y que de chica jugaba con sapos y hasta se los comía" (54).
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