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Coyhaiqueer de Ivonne Coñuecar: apuntes para entrar en la obra.

Por Estefanía Peña Steel
Doctora© en Ciencias Humanas, Mención Discurso y Cultura
Mg. en Literatura Hispanoamericana Contemporánea
Académica Universidad Austral de Chile



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En un acercamiento preliminar a la obra, tal vez lo primero, sería preguntarnos por esta radical toponimia que nos propone Ivonne y que da nombre a su novela, Coyhaiqueer. Una palabra; dos palabras. Cado una un espacio, un territorio, si se quiere, un lugar de difícil acceso, una frontera.  Coyhaique: "lugar de agua", "lugar de coigües", "lugar habitable"; queer, por su parte, un anglicismo que funciona como verbo: "desestabilizar", "perturbar" y como un  adjetivo: "raro", "torcido"; queer es un insulto; una Teoría, la Teoría Queer  y, también, Queer es una canción que la autora incorpora en el tejido narrativo. Múltiples significados, pero con un fondo común: la exclusión, el descarte, el confinamiento. Sobre este horizonte de significados, la autora construye un territorio social y cultural complejo y serán los propios personajes quienes le darán sentido y nombre:

La llamamos la capital, Macondo, Ítaca, Twin Peaks, Coyhaiqueer. Nos quedamos con este último nombre, nos enorgullecíamos de nuestras  diferencias. No sería nunca más un lugar silencioso donde ocurriera la vida a escondidas, armando y desarmando como un rubik, hasta dar con el color que encajara..."[...] "Había días en que el tiempo se detenía, íbamos a la Piedra del Indio, y si no hubiera sido porque el río seguía su curso, hubiéramos pensado que nos habíamos muerto o que estábamos congelados. Era tan fácil estar muerto o congelado en el fin del mundo. Intentábamos decir asuntos que solo con los ojos se podían decir, aprendimos a sostener el silencio, sobre todo cuando estábamos en la   Piedra del Indio, tan cerca de resbalar y despedirnos. El viento llegaba con tal intensidad que apenas nos escuchábamos Seríamos infinitos y jóvenes, bailando borrachos recorriendo las madrugadas, preguntando dónde seguimos; mirando amaneceres en los miradores con los ojos adoloridos y   riendo por cualquier cosa. Ese lugar que llamábamos ciudad porque queríamos que fuera una ciudad, y deseábamos crecer sin crecer, y sentir que habría alguien para atajarnos, y alguien en casa cuando decidiéramos regresar. Y hubo tantos ojos que aprendimos a mirarnos hacia adentro, entonces yo supe y me atreví a desear a una chica. Marqué mi posición. Marcamos nuestras posiciones[...] (136)

Este es Coyhaiqueer-en la voz de Elena, personaje central de esta novela que nos presenta la historia de un grupo de jóvenes de la ciudad de Coyhaique en los años ochenta y noventa. La novela también está ambientada en las ciudades de Valdivia y Santiago, de manera que en una suerte de tránsito vital entre estos lugares, los personajes van configurando sus identidades, van "marcando posiciones"- como nos cuenta Elena- siempre acompañados de la música icónica de los 80 y 90: David Bowie, Boy George, Laura Branigan, Pat Benatar, se incorporan en la trama con algunos fragmentos de sus canciones emblemáticas.

Sobre este horizonte geográfico-temporal, la escritura de Ivonne navega con un lenguaje directo, cáustico y profundamente humano por espacios que, todavía, son difíciles de pronunciar en nuestra hipócrita morfología social: las sexualidades disidentes, la violencia y sus múltiples vías de expresión: política, simbólica, física: la dictadura; el VIH/SIDA y sus abismos morales, existenciales; la pobreza, la soledad, la pérdida de sentido y exceso de sentidos, el suicidio, la muerte. Cada uno de estos aspectos de la existencia humana se instalan en el relato sobre un paisaje extraordinario y feroz en el que "Suicidarse era un ejercicio que a nadie extrañaba, con los años se había convertido en una de las formas más probables de morir en la Patagonia. Para escapar rápidamente de esos cerros, de esa mirada perdida, del trance del viento, de la ausencia y del aislamiento, como si ya no fuera suficiente vivir en el fin del mundo, éramos el orgulloso fin del mundo".(23).

Desde este confinamiento que es, por momentos, Coyhaique, los personajes van desmontando, como diría Judith Butler "el tabú degradante de la heterosexualidad" que “convierte en raros” a todos aquellos que se resisten o que se oponen al orden social hegemónico y a sus racionalidades heteronormadas. Pensar en la homosexualidad- como indica la narradora- "era simplemente descabellado", "Ser homosexual en Coyhaique era agotador, había que tener una coartada siempre y buena memoria para mentir, y ni pensar en decir (jamás decir) [...]  "A los únicos que se les permitían tales perversiones, pero en su lugar de perversiones, con abierto y declarado desprecio, era a los peluqueros [...] Y si alguien confesaba, la vergüenza era insostenible, llamaban al psiquiatra, al cura o los enviaban a vivir afuera, una beca moralista, cualquier cosa para esconder el proyecto fallido, porque se volvería contagioso y mortal, y que había una operación decía alguien, y otro, que la fe mueve montañas.(23).

Este territorio de exclusiones, "pequeña y frágil Patagonia, dimensión paralela- dice la narradora- es, sin embargo, un espacio colmado  de intensidades y de proezas humanas, un territorio de heroísmos. Me refiero al heroísmo no institucionalizado, al de las disidencias, de las resistencias de género, pero también me refiero, a los heroísmos cotidianos que también impugnan el proyecto neoliberal y sus desigualdades, porque los personajes en esta novela cargan una voz colectiva: "Éramos el pueblo, adentro, éramos del pueblo, con, contra, de, desde, hasta, para, por, según, pero nunca, sin" [...]" (29). Como una imagen fantasmática Coyhaique parece ser un enclave del que nadie- es decir- Santiago, la capital, -, se ocupa. Solo sueños de la modernidad en las cabezas de Elena, Jota, Mateo y Óscar. Una modernidad "intuida" en los cuerpos, en la música yanki y sus modelos de rebeldía. Sí, modernidad, pero a cientos de kilómetros:

[...] había negocios de barrio y un par de supermercados locales en los que no abundaban los productos, había quioscos con revistas y diarios que nunca llegaban a tiempo. Había solo un canal de televisión. No había semáforos, y cuando los instalaron la gente no sabía usarlos [...] Las carretas circulaban junto a los autos por las calles, la leche llegaba en garrafas a casa, las verduras las llevaba algún campesino en carretilla; se visitaba al zapatero, al talabartero, al sastre o a la modista. Un panorama que se disociaba de la realidad de la capital del país. Estábamos solos y sobrevivíamos. Los ecos de las radios am y sus mensajes a la comunidad se escuchaban por las calles, mientras nadie quería perderse Chile por la televisión. (50).

Con aguda mirada, Ivonne actualiza en su escritura los viejos, escalofriantes y tan actuales discursos de la oligarquía cívico-militar chilena y del progreso. La mítica Carretera Austral, aparece como la otra cara de una conectividad perversa porque, finalmente, nos dice la autora "Tanta explosión, demolición de cerros y muerte de pelaos no unió a nadie, los pelaos eran el material prescindible  y [...]  aunque el juramento a la bandera intentara darles dignidad, no había dignidad mientras la pobreza, obligada, le armaba la Carretera Austral a Pinochet [...]”(51).

Cada tragedia personal lleva en Coyhaiqueer la marca de una historia social mayor: la de un Chile amoratado, encapsulado, en el que se desmonta la “maravilla” turística de este prístino fin del mundo. Con la crudeza de una verdad  escupida a la cara, leemos:“A nadie le importaba que no estuvieran acostumbrados al frío,-dice el relato refiriéndose a los soldados-obreros de la Carretera Austral,

"sin familia o conocidos en Coyhaique. Tenían que pasar su día de franco deambulando con ese uniforme que les prestaba la patria y los hacía ver iguales, y a nadie le importaban porque se veían iguales, porque la pobreza en todas partes se ve igual. Tampoco están sus nombres, valientes soldados, esos nombres de guía telefónica que deberían estar en los monolitos recordando los derrumbes y las explosiones para abrir paso en la maravillosa naturaleza. Solo están los nombres de oficiales en carteles que homenajean el valor y entrega de los que daban órdenes. Porque los pelaos eran tantos, y eran pobres, y todos se parecían, con sus mechas tiesas y su carita de mal alimentados, a quién le iba a importar que estuvieran o no si   siempre habían sido invisibles".(51)

Coyhaiqueer es un nudo semántico, pero no es una metáfora; es el lugar de lo invisible, desmesuradamente, presente y real: “Éramos lo oculto- nos dice Elena-, lo que nadie quería descubrir ni mencionar, y eso nos gustaba. Éramos el subterráneo, donde los dealers eran nuestros amigos, conocíamos a las putas, bailábamos con amantes de viejos rancios. Sabíamos que estábamos al margen, que jugábamos en el borde, y que estábamos”(27).

CoyhaiQueer: una fractura en el mapa, un abismo, la Piedra del indio en donde se conjugan todas las historias personales, todas las lógicas del dolor, todas las violencias que el cuerpo es capaz de memorizar. Coyhaiqueer, lo propio, lo ajeno, el reverso; un lugar siempre inédito, una amistad, el amor, la ingenuidad y las solidaridades humanas. Cada tema en Coyhaiqueer es eco de profundasinterrogantes que nos llevan a una conciencia más allá de lo textual, como una resonancia autobiográfica, crítica, que se interroga en silencio y que reclama lectores dispuestos a pararse en la encrucijada irresuelta y dinámica, entre la escritura y la vida.



 

 

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