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"La Mal Agestá" de Ingrid Escobar
Editorial Piedra, 2015
Prólogo
Patricia Contreras
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El título que inaugura la obra de Ingrid Escobar nos enfrenta a la palabra re-sentida: mal agestá, mala gesta, mal gestá; calembour trágico, maravilloso, mordaz y épico que traza su primer camino poético por el que deambula con una sencillez feroz, colmada por la memoria, abotargada de sus muertos, ávida y reclamante. Poeta del suburbio y del peregrinaje en cuyo trayecto traza una realidad que rearticula con voz propia, y que acorazada por su agudeza y un imaginario feraz, nos evoca un mundo que reconocemos en la patipelá, en los hijos del hambre, del desastre, en el invertido, en la romería, en el tugurio y la taberna.
Pero su escritura no es tribulación sola; puño en alto y en tono desafiante exhorta, resiste, provoca, flagela, apetece. Es la palabra encarnada o la carne empalabrada (a decir de Duch), aquella que no puede evitar el territorio de lo humano e inhumano y que a ratos se hace despiadada deambulando por comisuras desechadas, por callejones desdeñados, en una travesía de lo cotidiano que nos remite a una intimidad inquieta, agitada por la memoria.
Cuerpo, pies, tacones, oscuridad, voces, boca, ojos, palabras que miran, que pisan, arrinconan, asedian, embriagan, que marchan y también libertan. Su escritura rebosante, rebasa los anales de nuestro propio imago mundi y nos resitúa en un instante recóndito y pretérito de un país desgarbado, violento, excluyente y prejuicioso que persiste en el cerrojo de la vecina que sangra y en las catacumbas de los bares repletos de espejos donde padece el invertido.
La poesía de Ingrid Escobar urde palabra y memoria en páramos de infancia que escuchamos en “Eurythmics”, en el horror de la “venda sexy”, en la desolación y polvareda de las canchas de tierra. Transfiguración y epifanía conquistada por la voz de esta poeta, atrincherada en los suburbios de la memoria.
Como vagabunda, recorre y recoge la calle, la cual cobra una dimensión estética y se transforma en el soporte plástico donde acontece su poesía. En esta nueva dimensión encontramos trazas de rostros, cuerpos y experiencias, vestigios de historia, una historia que es periférica pero común, en donde comparece el cuerpo social, un cuerpo colectivo que estigmatizado adolece, pero que a la vez adquiere otra significación cuando es cribado a través de la imagen del agua, numen que insistente se filtra en todo el poemario. El agua de los mares, la lluvia y la tormenta, el agua del río, de las lágrimas, el agua estancada, el agua servida, el agua contenida.
La imagen del agua cobra una presencia fundamental en su más vasta acepción: como fuerza primigenia o matriz, fertiliza y fecunda a través de la lluvia; como potencia destructora que por medio de la tormenta y el diluvio, arrasa; y como centinela de la historia que contiene y atesora.
El agua que mata, sepulta, ahoga y azota. El agua empantanada, hiede, infesta y corrompe. Pero el agua también purifica, acrisola y exorciza. El agua que cobija y vivifica, el agua se torna sustancia primordial haciéndonos resurgir como niños inmaculados, y que como el Leteo, nos decapita al son de los latidos
Pero el agua es también la comarca de la memoria, henchida de testimonios, colmada por los ancestros, plagada de obituarios, atestada de lamentos, Océano Pacífico que como la Estigia, arrastra aun a nuestros muertos sin olvido.
Cuerpo y agua recorren este poemario, protagonistas de una poesía cromática y musical, donde las imágenes atascadas en el pescuezo, saltan, vibran, bailan, brillan y estallan en un trepidar cadencioso, en un festín de descarnada y lúcida inocencia, que aúlla, que llora, que ríe a carcajadas, que espera y que desea, que coge, que toma, que besa, que mata. Forjadora de caminos, la poesía de Ingrid Escobar no puede evitar la experiencia de la contingencia, a la que acude irrefutablemente, sin artificios, casi impoluta, como si pudiese estar fuera del influjo académico, aquel que bajo su pluma soberana, la fuerza insurgente y proletaria vomita.