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Breve reflexión de Editorial Piedra en la presentación del libro “La mal agestá” de Ingrid Escobar

Por Santiago Faúndez A.
Editorial Piedra

 

 




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Amigos:
el serio asunto que nos convoca merece, creo, nos detengamos un breve tiempo a pensar qué estamos haciendo. No es cosa baladí editar o comprar un libro de poesía. Sobre todo, si se tiene intención de leerlo.

La poesía lleva al menos un siglo en peligro de extinción. Los augures no cesan de advertirlo. Por lo mismo, quizás, está más viva que nunca. Los últimos ataques dominicales del cura Valente a la poética nacional [1] nos llenan de esperanza: desde los tiempos de don Quijote, es buena señal que los perros, sobre todo si son golpistas, ladren.

La ilustre institución llamada Cámara chilena del libro, barómetro de la literatura nacional, apoya este aserto con la frialdad de las estadísticas: en Chile se publica un libro de poesía al día. Luego, en lenguaje meteorológico, según este pronóstico, la poesía estaría en una zona de altas presiones, parecería gozar de un agradable clima.

Pese a este saludable estado, a esta feracidad lírica del sustrato nacional, a esta avalancha de textos que hacen rabiar a los miopes vigías de la derecha, deseo llevar esta breve charla hacia un punto crítico, sabido desde hace décadas, y que es de lo más relevante para nuestro papel de editores: en Chile hay más poetas que lectores de poesía. La poesía se escribe, pero no se lee.

El público lector es escaso y el mercado reacciona de manera brutal: en las librerías, la poesía está reducida a un estante ínfimo, esquina vergonzante, mínima si se compara con libros de autoayuda o manuales de cocina. Naturalmente, este no es el momento de alegar contra las nefastas políticas de las megaeditoriales, responsables de la distribución en los mesones de la Feria chilena del libro, cuyo desinterés en el patrimonio cultural nacional sólo puede compararse a su absoluto desprecio por la poesía. Sin embargo, no deja de llamar la atención este abandono absoluto hacia lo lírico en tierra que presume ser de poetas.

Ya en 1970, antes de la debacle cultural que significó el criminal dictador, Juvencio Valle se preguntaba por la razón de este fenómeno. Reclamaba por una educación poética para el grueso público. Exigía que la poesía invadiese la calle. Para ello, proponía, había que acercarla a los jóvenes. Programa de poeta no sólo ignorado, sino que incluso negado: prueba de ello es la notable ausencia de poemario alguno, por ejemplo, en los planes de lectura escolar, descontando las 20 adolescentes rimas de amor nerudianas. La poesía, si se lee, es a gotas; y exclusivamente en mausoleos. En palabras de Teillier: la burguesía ha tratado de matar a la poesía, para luego coleccionarla como objeto de lujo.

Si bien el crimen no se ha consumado completamente, grande avance ha tenido. La poesía se ha convertido en placer de entendidos, de esos happy few que tanto gustaban a Stendhal.  Los autores muertos son rápidamente olvidados; los vivos, apenas escuchados. Las ediciones son de bajo tiraje, rápidamente los escasos libros desaparecen y adquieren un aura de leyenda, se transmutan en caros objetos coleccionables. El arte deviene en numismática.

El apremio es aún mayor. No sólo son muy caros, muchas veces simplemente no existen. Apenas circulan pocas copias de clásicos como “Heroísmo sin alegría”. Incluso faltan dos páginas a su microfilm de la Biblioteca Nacional. Y las ediciones de editoriales independientes, pese al gran esfuerzo muscular de sus gestores, suelen tener una existencia efímera, dejando a lo más una leve huella digital en el ciberespacio.  Exhumada, del poeta amigo Marcelo Arce, es un ejemplo de ello.

Editorial Piedra nació bajo este signo de ausencia. Sin presumir de superhéroes, decidimos tomar cartas en el asunto. Si no quedan libros, nos dijimos, habrá que aprender a hacerlos. Si son caros, los venderemos baratos. No entregaremos este reducto tan amado sin hacer algo por defenderlo.   Creemos en la literatura y en su enorme poder; en la inmensa influencia del arte en la sociedad. Vemos al artista como la voz del pueblo, aunque el pueblo no lo escuche, porque como dice el maestro de Rokha, ¿quién escucha los latidos de su propio corazón?

Nos enorgullece ser intermediarios en estos descubrimientos maravillosos.  La gran narrativa, que arrastra mundos a cuestas, fue la primera invitada, con Los siete locos, de Roberto Arlt. La poesía, que, en palabras de Gonzalo Rojas, revela el largo parentesco de las cosas, se hace presente hoy con esta ópera prima de Ingrid Escobar, “La mal agestá”.

Poemario que perturba con su voz femenina, delicadamente rabiosa, con sus imágenes simultáneamente simbólicas y naturalistas, con una fina ironía que permea y suaviza una crítica implacable. No estamos perdidos en la selva oscura, en la mitad del camino de la vida, como el Dante en la Divina Comedia; la mal agestá no encaja en esa lengua académica futurista: es fuerza insurgente y proletaria.

Los hijos del toque de queda, los pobres pagando peajes, caminan cansados en estas páginas, ahogándose, necesitan atrapar la boya antes que el agua inunde su pescuezo. La mal agestá es el centro de gravedad en torno al cual giran estas imágenes: mujer de rodillas peladas, mal hablá, enturbia el patio de princesas pulidas, de agónicas burguesas. Expulsada del edén capitalista, se adueña de las esquinas humeantes, sólo se le permite bailar en canchas de tierra, pordiosera en penitencia continua.  La mal agestá habita una ciudad que está en el patio trasero de las miradas de la clase dominante.  Una ciudad que el Mercurio se niega a ver, una ciudad cuya bandera está empapada de aguas servidas, la ciudad de la venda sexy, de los hijos del hambre y del desastre.

 No quiero extenderme, pero lo social no es la única dimensión de esta obra, ni siquiera la más importante. Versos como “incomunicados danzamos al son de la lluvia / los pájaros no vuelan solos” inquietarían a Teillier y a sus cofrades láricos. O, como resalta el prólogo de Patricia, la escritura de Ingrid apela a una cosmogonía de agua y cuerpo. Y está el amor, la memoria, lo sensual….

Como pueden ver, es una poeta peligrosa. Si bien es su primera obra, siguiendo a Ginsberg, podríamos decir que conoce la conexión con el dínamo estelar de la maquinaria de la noche. Al leerla, comprendemos que el cura Valente, muerto en sepia, tiene toda la razón al tratar de enterrar a la poesía contemporánea bajo las piedras: él sabe que la palabra vate significaba para los romanos, poeta y adivino.

 

 

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[1] Ver El mercurio, Revista de Libros, 13 de marzo de 2016. (En http://letras.s5.com/ival250316.html )




 



 

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