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Superestrella
En "Hotel". Contracorriente Ediciones, 2009. 144 págs.

Ignacio Fritz



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                                                                                    Cuando todos hayamos desaparecido 
                                                                    entonces al menos no quedará nadie aquí salvo
                                                                    la muerte y sus días también estarán contados.

                                                                                     La carretera. CORMAC McCARTHY.

ESCRIBO A SABIENDAS de que hay mentiras y pérdidas. De hecho, mientras conversaba en una tarde estival con el mismísimo Stephen King, escritor de éxito de novelas de horror, quien, además, realizaba clases en Oxford sobre el Siglo de Oro español —aprecien que el tipo era experto en literatura, narrador millonario y profesor universitario en un college de Inglaterra—, yo daría rienda suelta a mi propia inventiva, en un transbordador espacial, en medio del espacio sideral.
Intervino él:
—Arthur Rimbaud se metió al océano. Se sumergió —se colocó una servilleta como babero, bajo la perilla sin afeitar de su cara, mientras almorzábamos en El Rincón de los Rebeldes. Su corbata mostraba un estrecho nudo y llevaba un vestón oscuro que le daba una imagen de relajado Clark Kent. Tenía un hablar arrastrado y observé bajo su chaqueta una pequeña pistola de cacha de madera en su funda de terciopelo, pegada al costado derecho (sería zurdo), porque al agacharse se le ahuecaron los faldones del saco y pude ver la culata.
Quizá eran los juegos con los que tentaba su gran imaginación. Reanudó:
—Por eso Rimbaud terminó traficando armas, ¿me entiendes?
Me cupo la duda si el iris de sus ojos era de color jerez o de otro color con una mancha oscura en el blanco de su pupila izquierda. Yo estaba sentado a la mesa almorzando una ensalada de espinacas, cebollines y roquefort, y Stephen King tenía
la peculiaridad de mostrarse lleno de humor, con garbo y chispa.
Con un sombrero hongo acomodado en su cabeza —que no se quitó en todo el rato—, me detalló que escribir no tenía un sentido lógico. Ni absoluto.
Discurseó:
—Es una imbecilidad. El escritor siempre estará condenado al fracaso. Es un proyecto casi muerto para nuestros tiempos en que la televisión juega un rol protagónico. ¿Sabes cuántas veces me rechazaron mi primera novela acerca de unos motoristas zombis?
No se lo pregunté.

DOS

Dominaba el castellano aunque a veces se le salían por ahí algunas palabras en inglés —las menos veces, de cualquier modo—. Extrañamente, hablaba el español con la grata entonación de los catalanes: suaves la c y la z, la g y la j. En todo caso, dominaba varias lenguas. El hombre —no cabía duda—, dirigía su propia sombra e historia diciéndome que lo único que le interesaba en la vida era la ficción, y que leía, al menos, cinco horas todas las tardes, religiosamente.
Poseía una mandíbula tosca, como si la tuviera apretada siempre, y tenía una dentadura agradable y recia y un casco de cabeza bien visible a través de su limpia frente. Era uno de esos cráneos que parecen a punto de estallar, no tanto por su tamaño, que era normal, cuanto porque al hueso frontal no parecía bastarle la piel tirante para contenerlo.
Se observaba el efecto de un par de venas verticales, demasiado protuberantes y azules en su cogote. En resumen, el novelista era afamado, agraciado y afable. Por ende, entendí que debía escucharlo y tratar de copiarle en algún futuro próximo.
Me refiero a copiarle en el asunto de escribir.
Sorbió tan fuerte su sopa de verduras que me pareció de mal tono. De buena dote, Stephen King odiaba el alcohol como un diácono baptista, y bebía una bebida cola sin azúcar en vez de una copa de vino blanco. En lo pertinente, era un tipo curioso.
Prosiguió:
—Escribo mucho y publico mucho —bizqueó un ojo de un modo horrible.
Le pregunté:
—¿Cuántas palabras tenía tu primera novela?
—La de los motoristas zombis tenía doscientas mil palabras. Me demoré cuatro años en escribirla y otro tanto en publicarla. En realidad —y movió sus párpados haciendo una pantomima de complicidad—. ¿Habré escrito unas mil páginas?
El tipo tenía cierto código en el vestir: jerseys ceñidos y negros, aparte de sus sombreros para cada temporada. Era un hombre de memorables ojos, piel cetrina y barba casi negra. Al verlo, me sentía como un igual: debía aprehender de él aunque
odiaba matemáticamente su autorreferencia.
Entonces alimentábamos el momento, apresurado y furtivo a un tiempo, ya ven, con temas literarios. Había una sensación de irrealidad y un estado de
cataclismo en versión mística.
Denodado, recobró su tono confidencial:
—Todo es nuevo en mí. Soy un moderno, a secas. Un émulo del escritor James Joyce. Estoy mojado en tinta, ¿entiendes?
—Yo intento lo mismo —le dije.
—Eso está bien... ¿Tienes por ahí a alguna prometida?
Por el ventanal que daba a la calle, percibí el cielo celeste y un sol rubicundo. Por así decir, el restorán flotaba por el calor.
El escritor de éxito de novelas de terror me dijo:
—Me gusta drogarme con tinta de imprenta. Soy un mirón. Un visionario. Un profeta.
Ya ven. «Qué manera de atribuirse características», pensé. No cabía duda alguna de que el individuo se creía lo suyo, y a cada tanto trataba de confesarme que yo debía lograr algo similar.
—El lenguaje me deformó, me redujo, me pervirtió... Constantemente estudio los diccionarios... Me encantan, ¿entiendes? Me fijo en la pronunciación, el sonido de las palabras, pero cuando comienzas a enamorarte debes partir, ¿no crees?
—Claro —le dije y el silencio cruzó como un tifón terrible.

 TRES

Cuando llevé a Stephen King al Falsos Sosiegos, él contrató a unas chicas y se abrazaba de ellas, y las luces de colores y la música retumbaban en nuestros oídos, y él, con una sonrisa de oreja a oreja como un político en campaña, estampada en su cara, me dijo provocativamente:
—Soy dueño del mundo. Soy todos los hombres. Soy Fausto: un hombre renovado. El Ave Fénix después del nihilismo —acaso lo decía con suficiencia, sabiéndose dueño del planeta—. Mi próxima novela revolverá a la tribu y todos los pelotas me tendrán envidia... Es lo que busco.
—¿Qué buscas? —le pregunté, desconcentrado.
Deduje que debía tener motivos. Duran Duran enardecía y quemaba el local con la canción A View to a Kill, y las papirusas con las que estaba rodeado sonreían, ilusas y bobas, y me dirigí a la barra, pedí una Coca-Cola y luego volví, désolé, y creo que me sentí con la necesidad de observarlo todo, porque Stephen King era una versión magníficamente sofisticada de lo que me sucedía —con unos cuantos años más en el cuerpo—, al menos, y acaso era lo que me iba a ocurrir en quince —la diferencia que tenía conmigo. Aunque sería trágico y pateticón que en veinte años yo fuese un tipo tan
autorreferente—. Es cierto: deduje que debía sentirse muy solo.
—He llegado de incógnito a Chile hace dos meses, y no he parado de leerlos a ustedes. Algunos tienen errores garrafales, diría yo. De cualquier modo, hay también un cuento de Bolaño, una obra llamada Los mitos de Chtulhu. Me gustó muchísimo.
—Creo que es demasiado demorarse tantos años en confeccionar una obra poética como Altazor, ¿no crees, Stephen? Estoy hablando de Vicente Huidobro.
—En esa época no existía la computadora.
—Eso podría resumirlo todo —mi mirada se ausentó—. ¿Por qué estás en Chile?
—Viajo siempre. Me gusta mucho conocer.
Hace tres meses cerré los ojos y di vuelta el mapamundi y el dedo dio con un país extrañamente largo acordonado por unas montañas nevadas.
—Chile.
—Exacto.
Retiró de entre sus ropas una tarjeta de American Express y pagó lo que habíamos consumido.
Nos plantamos en la vereda derecha de la calle Rosal, y me pidió que lo acompañara porque deseaba recorrer la ciudad de Santiago en su Aston Martin que trajo vía mar desde Inglaterra.
Lujos de millonario.
—Supongo que te quedas quieto cuando haces clases en Oxford —sus ojos eran atemporales, de color jerez.
Se detuvo un instante para observar complacido mi turbación. Entornó los ojos, cobrando fuerza.
Explicó con un resuello:
—Las campanas de Oxford precisan de mi estadía y revuelvo a mis alumnos con la poesía del Siglo de Oro español. En la poesía está la base del lenguaje. En un poema se puede encontrar una idea que un filósofo o un teórico, de los que abundan, han tardado años y años en dilucidar. «El lenguaje es un alfabeto de símbolos», como decía el
bocón de Borges.
—¿Has leído a Borges? —abrí los ojos.
Me mostré sorprendido.
—Por supuesto. En ese zutano está la panacea. ¿Qué quieres? —y ya sin mirarme, acariciándose su pelo prematura y levemente canoso, añadió—: Sería muy estúpido de mi parte leer a mi amiga Anne Rice por el mero hecho de hacer lo mismo que hace ella. Sólo recojo de mi competencia lo que sirve... La envidia no está en mis anales... Además, oye, por lo menos debes ir al cine tres veces a la semana. Lunes, miércoles y viernes —me guiñó un ojo.
—Es lo que hago siempre, pero sólo una vez a la semana.
—Hay que romper los símbolos, amigo. La gramática está en un punto muerto, aun así soy un gran lector de diccionarios. Fíjate siempre en la pronunciación, engolosínate con las palabras y agudiza el oído. Y nunca hagas caso a las críticas de los demás porque tú eres tu propio crítico. Debes buscar la perfección... ¿Vas al gimnasio?
—Tres veces a la semana —contesté.
—Eso está bien... En mi casa de Los Angeles tengo un cuarto con máquinas para el cuerpo. Cuando uso la bicicleta estática, por ejemplo, leo una obra. Generalmente, la última que se ha sacado. Ese tipo de obras menores no necesitan de mi total cuidado y puedo mover las piernas porque si me salto una palabra no importará mucho.
Me dio picor decirle que no estaba muy al tanto de lo que se confeccionaba aquí. Sí, leía, pero sólo novelas y cuentos inéditos que me llegaban a la editorial.
—Yo creo que —y me tomó el hombro, paternalista— este verano, cuando estés de vacaciones, sal de Chile, a las afueras, y con una mochila ponte a conocer. Un escritor debe saberlo todo. Debe ser un cosmopolita.
Todo era en exceso rápido, fugaz e imperativo en Stephen King. Nunca logré imaginar —¡él tenía en sus hombros tanta peregrinación!—, cómo se las arreglaba para escribir. Aunque el tipo podía ser un total fraude y poseer una factoría de escritores fantasmas. Pero deseché la idea. Acto seguido nos metimos en una bocacalle, y después bajo un zaguán. Encendió un cigarrillo confesándome que en una oportunidad fue a ver una pelea de boxeo en Las Vegas acompañado de Norman Mailer.
—Mailer es un enfant terrible —me dijo—. Es una buena competencia.
Le encendí el cigarrillo bien. Stephen King había vuelto al borrascoso ritual de adoptar un aire grave —su mirada se volvió triste—, sin perder la complacencia ni el buen humor. Sostenía el cigarrillo como si fuera una lombriz: no se tragaba el humo.
—Cuando te eches veneno no te embuches el humo.
—Te haré caso.
El tipo observó su Rolex de oro.
—Creo que es hora de que yo parta y me pierda. Cuando comienza el amor debes partir, ¿no?
Quedé perplejo ante tamaña aseveración. ¿A qué se refería? ¿Quería decir que no deseaba encariñarse?
Me pregunté entonces si tenía familia. De modo que se lo pregunté:
—¿Tienes familia?
—No.
—¿Por qué?
—Mi trabajo no me lo permite.
Supe que él mismo era un objetivo. Un proyecto solitario y absurdo. Tenía la cintura delgada y la espalda ancha, sin embargo se ladeaba como caen las marionetas cuando las abandona la mano que las sujeta. Era esbelto —me fijé—, de contextura
normal.
—Estoy solo, amigo —exteriorizó.
Teníamos un punto en común. Ambos escribíamos y no teníamos familia. Al poco andar, se llevó las manos a las greñas de su cabeza, después de haber retirado su sombrero con un mimo de comediante, y me tendió la mano. Dejamos lo del recorrido
para otra ocasión.
Se perdió entre la multitud de la calle.

CUATRO

Pasó un rosario de días. Mi prometida, Giula, era hija de un escritor octogenario, secreto —salvo por una nouvelle llamada Superestrella—, que me entregó el e-mail de su hija para que empezara a salir conmigo. Según sus propias palabras, yo podía dialogar acerca de novelas rechazadas y otros ámbitos más entretenidos y terrenales. Así fue como le mandé a Giula unas cartas virtuales de buzón a buzón; con el correr del tiempo, se transformaron en afectuosas y (algo) zalameras. Ella siempre decía «Certo, certo» o «Ma certo». Vivió en Italia, exiliada, cuando todavía en Chile reinaba el pelmazo de Pinochet. Desde luego, tenía nacionalidad italiana y veinticinco años bien llevados. Con todo, en una ocasión, Giula llegó a mi casa y en una mano sostenía un devedé de una película europea de terror: Darío Argento. Me dijo que la viéramos.
Sonó el teléfono. Atendí y era Fermina Bella: mi jefa de la editorial en la que yo cumplía funciones.
Ya ven.
—¿Viste las noticias? —me consultó.
Una imagen que yo creía imposible se plasmó allí. Sus palabras cayeron en gloria, la que más: letra a letra, frase a frase, tono a tono. Alguien había partido. Ella sabía que yo había conocido al dedillo al polifacético Stephen King. El narrador que había —según explicó— llegado a mi país para escribir una novela sobre los personajes mitológicos de la isla de Chiloé.
—Encontraron a Stephen King en un bosque del Sur —pausa—. Se voló la tapa de los sesos con una pistola. Los agentes de la policía creen que el tipo estaba aquí porque... —solté el auricular como un tallarín y lo dejé flotando en el aire mientras comencé a tragar su notición de telediario.
—La literatura es pólvora y quema fuerte —argumenté.

 

 

 

* * *

Ignacio Fritz nació en Santiago, Chile, en febrero de 1979. Estudios inconclusos de Derecho, Comunicación Audiovisual y Literatura. Publicó cuentos cortos en el desaparecido suplemento "Zona de Contacto" del diario El Mercurio. Fue finalista del concurso de cuentos Paula (2004) y ganó el concurso de cuentos de Unión Latina (2005). Ha publicado Eskizoides (2002), Nieve en las venas (2004), Tribu (2006), Hotel (2009) y La Hermandad Halloween (2012). También ha participado en antologías como Cuentos de cine (2003) y Letras rojas (2009).



 



 

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Superestrella.
Cuento de "Hotel", de Ignacio Fritz.
Contracorriente Ediciones, 2009. 144 págs.