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Poesía de Francisco Vergara Gallardo

Por Ismael Gavilán


No sé si cultivar la impersonalidad o el sigilo al borde del anonimato es una constante entre los poetas de Valparaíso –como sucede con Ennio Moltedo, Juan Luis Martínez, Rubén Jacob o Ximena Rivera por mencionar un puñado de ejemplos recurrentes- al punto de constituir una especie de manera o modo de identificación frente el establishment literario porteño o nacional  o si, como señala el poeta y ensayista Jorge Polanco, en ello hay que ver más bien una actitud consciente de evidenciar un despojamiento de la escritura que conlleva el silenciamiento biográfico. Sea del modo que sea, el hecho es que la circulación de ciertos nombres, libros y poemas se efectúa en sordina, de mano en mano, como si de un secreto se tratase. Si bien a ocasiones he dudado de la efectividad de tal “política editorial” para con autores y obras que creo se merecen un público lector más amplio y variado, en otras me percato que tal “efectividad” es difusa y para nada aclaratoria: en un país como el nuestro con tan bajos índices de lectura y con aún más bajos índices de comprensión textual, ¿cuál es el sentido de divulgar a mansalva toneladas de papel impreso con poemas que nadie leerá y menos comprenderá? No me hago ilusiones al respecto, pero tampoco me entrego a un determinismo fatalista. Prueba de ello fue la recepción de la revista Antítesis que superó hasta mis más escépticos pronósticos, cosa que muestra a mi entender lo complejo y misterioso de todo esto, aún más cuando nos referimos a la poesía.

Francisco Vergara Gallardo – Valparaíso, 1977, con estudios de pregrado en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso- pertenece sin duda a este tipo de poeta que he descrito aquí, es decir, a ese tipo de poetas del que apenas conocemos su rostro y que, sin embargo, han ido escribiendo a través de los años, un puñado de poemas notables, de lenguaje acotado, sin la necesidad de creer en la originalidad ni rindiéndole tributo a ninguna tendencia o capricho literario al uso y, mucho menos, transando con los gestos que nuestra sociabilidad literaria le solicita al poeta para mostrar su “vigencia” o “presencia”: lecturas públicas en algún bar o pub de moda o publicar el esperado primer libro en editoriales emergentes, pero ya prometidas al establishment cultural de nuestro país o, en otro frente, aparecer como poeta en reuniones sociales de la índole que sea. Si leemos los poemas de Francisco Vergara veremos que Pound y Kavafis planean a baja altura, pero donde pueden hallarse mucho más que meras referencias librescas. Para mi gusto lector, en los poemas de Vergara se vuelve singular un especial temple de serenidad ante la desolación más extrema y donde la escritura no transa con su propio rigor. Quizás ese mismo rigor – que puede ser visto como una feroz e inmisericorde autocrítica- ha hecho que, salvo contadas excepciones como la inclusión de un par de poemas suyos en alguna antología de reducida circulación o la publicación casi clandestina de una pequeña plaquette, Vergara cultive la efigie de un poeta casi inédito, por no decir secreto y que amén de ser conocido por sus compañeros del Taller de Poesía de La Sebastiana, por donde pasó en 2003 y donde se me dio la oportunidad de conocerlo, en verdad su presencia no sea identificable en los listados que de tarde en cuando se yerguen administrativamente a manera de catastro, para saber, al menos el nombre, de las generaciones más jóvenes dedicadas a la poesía. Hasta donde llega mi información, Vergara ha reunido bajo el título de Notas de extravío lo primordial de su trabajo y es de esperar que más temprano que tarde, tengamos la fortuna de leerlo de un modo más amplio, más público, porque creo que una poesía como la suya se merece ganar más lectores.

 

Kafka
(Variación sobre una anotación de los diarios)

Es verdad: resulta casi incomprensible
que la mayoría de los que saben escribir
puedan objetivar el dolor en medio del dolor.
Que sean capaces en el último instante
de echar mano a los adornos propios del talento
y orquestar así un torbellino de imágenes.
Con la careta a un lado
dejar que el vértigo y los dedos hagan lo suyo.
No hay mentira en ello, tampoco alivio.
Tomar distancia, como observando una postal
de uno de esos paraísos demasiado lejanos,
puede resultar útil, pero lo mismo
se sigue indagando en la ruta de la herida,
pues aun cuando no se sepa, se intuye:
nada tiene que ver el dolor con el dolor.

 

Baudelaire

Precipitarse al fondo del abismo
para encontrar lo nuevo.
Es decir, tañer las cuerdas apropiadas
a fin de capturar unas cuantas notas
áfonas, ajenas a toda escala.
Notas que bien pueden salir
de la cítara o el clave de la historia
o de la propia noche
que es en sí todo el abismo y la espesura.
Pues hay que crepitar junto al fuego,
hay que teñirse de ceniza
a medio camino de la senda
y caer con la certeza
de un montón de hojas secas
conscientes del viento.

 

Ezra Pound medita al atardecer

Ya llegan los murmullos de aquellos
que tensaron las cuerdas al declive del sol.
Amigos de estirpe bastarda,
agudos en el comercio de la palabra.
Cada página es un puente,
un estallido en el mármol,
un susurro en la piedra.
El aire fino de la montaña
es propicio a la danza de imágenes
y a la música de cuerdas.
Arpas y laúdes se acercan.
He sido solícito al arte mayor,
el comienzo y el fin de la memoria.
La palabra habita en lo fugaz
y la simpleza a veces escapa
aunque el papel no ha sido áspero.
Han madurado ya los frutos.
Lo que resta es silencio.

 

Leyendo a Montaigne

Convocados por el espectáculo
de la almoneda del día
ante el corredor de la tarde,
deslizan los transeúntes
con urgencia de palabra entre la niebla,
y buscan lo inefable
surtos entre el polvo de las librerías,
esperanzados en la palabra
que mejor se ajuste al propio abismo;
a la vez que los libreros
tan sólo se limitan a maldecir
de reojo la suerte de los días,
y buscan aplacar sus revueltos espíritus
leyendo al bueno de Montaigne,
susurrando a cada tanto:
“yo también soñé muchachas”.

 

Itaca

Poco supimos de huellas y ecos
forjados a la sombra de artesanos mayores.
Quisimos abrir los brazos
sin saber del todo el porqué,
no como señal de entrega
ni como una declaración religiosa.
Fue un abrir y cerrar de ojos
la huida en desbandada,
una jauría de perros tras su rabos
cada cual más obsesionado en lo suyo.
Al intentar el regreso nunca hubo
Ítaca, nunca Penélope,
tan sólo canto, canto pálido
de sirenas engañosas.




 

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