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Escombros: apuntes sobre literatura
Por Ismael Gavilán M.
Universidad de Viña del Mar, Chile
igavilan@uvm.cl
Nacido en Antofagasta en 1930 y fallecido en Santiago en 1991, Martín Cerda puede ser considerado uno de los paradigmas más importantes al interior de la literatura chilena respecto a lo que es el ensayista como figura intelectual y como escritor de aquel género anfibio y en apariencia secundario que la tradición ha bautizado como ensayo. Y no es menor que dado durante toda su existencia a indagar, delimitar y explorar las fronteras de ese peculiar modo de entender y asumir la escritura, lo publicado por Cerda en tanto libro se redujera a dos volúmenes -La palabra quebrada (1982) y Escritorio (1987)- amén de la ingente cantidad de notas y artículos diseminados en diarios y revistas nacionales y extranjeros en un lapsus que llega a los cuarenta años.
Con Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, editado y prologado por Alfonso Calderón, el número de libros postumos de Cerda suma ya tres. Anteriormente Ideas sobre el ensayo (1993) y Palabras sobre palabras (1997) -recopilaciones efectuadas también por Calderón junto a Pedro Pablo Zegers- han ayudado a forjar a través del tiempo una visión de conjunto mucho más coherente de la escritura de Cerda que, en este nuevo volumen, corrobora con creces sus atributos de una prosa sugerente y vivaz, afianzada desde una reflexión aguda e intensa.
El título del volumen hace alusión a la nominación que el mismo Cerda otorgaba a sus escritos, diseminados en una generosa variedad de publicaciones de diversa periodicidad y que se constituían en verdaderas huellas o rastros de su escritura, vestigios prodigados a través de los años en el convulsionado y ruinoso paraje de la contemporaneidad que le tocó vivir y contemplar. Magistralmente, Cerda evoca, revive, cita y amplía ecos, figuras, recuerdos y lecturas donde Lukács, Voltaire, París, Rivarol, Viena, Marcuse y Chile -por supuesto-, se constituyen como protagonistas de sus intensas meditaciones. Contrario en la vida y la acción a un personaje de Canetti o Bernhard, en su modo de escribir Cerda logró algo radicalmente distinto a un arranque de exposición suicida o querella trivial otorgada por la orden del día a día. Ese algo era la búsqueda de una salida o más bien, la posibilidad racionalmente contradictoria de una salida para el impasse a que toda reflexión contemporánea ve sometida su verdad cuando el presente adquiere un rostro sin sentido, asumiendo el paradójico y en aparente calmado nombre de historia.
Ni poseedor de aquel saber tempestuoso que vuelve cada página escrita de Patricio Marchant un ritual iniciático, ni poseedor tampoco de la gratia plena que cronistas de antaño como Joaquín Edwards Bello tenían para conjuraren un estilo de límpida transparencia los desafíos de la cotidianidad y siendo, además, antípoda de todo lo que por hoy se nos ofrece bajo el inocuo rótulo de periodismo cultural, la prosa de Martín Cerda reverbera con una precisión abrumadora que solo la hace equiparable a la de Luis Oyarzún o a lo más escogido entre las crónicas o artículos de Eduardo Anguita o Ricardo Latcham. Y no es casualidad que pueda situarse a esta prosa entre la de estos tres últimos autores: pues lo que podría llamarse la vocación de forma que anima lo escrito por Cerda, se halla equidistante entre la densidad de un pensamiento que busca expresión como en el caso de Oyarzún y la certera plasmación de redondez conceptual y evocadora que atraviesa lo mejor de Páginas de la memoria de Anguita o la Varia lección de Latcham.
La hiriente intemperie de nuestro ambiente intelectual hizo más que probable el reiterado gesto de volver sobre los fundamentos mismos del ensayo, género que le apasionó. ¿O acaso esta forma se halla entre nosotros entendida con esa altura de miras con la que se le admira en nuestro continente en figuras que van desde Alfonso Reyes y José Carlos Mariátegui, hasta Octavio Paz y Ángel Rama?
Probablemente, a Semejanza de sus ensayistas más apreciados como Ortega, Benjamín, Lukács y Barthes, Cerda nunca entró en los claustros universitarios como servidor sumiso y permanente, ni transó los honores que el mundo académico brinda para resarcir su indiferencia.
En verdad, su prosa es una que posee el ritmo del pensamiento. No es crónica, ya que la experiencia del día a día se transmuta en reflexión que retorna de modo oblicuo a lo cotidiano. Y eso cotidiano asume el rostro del lector zaherido por la severa libertad de imaginación y rigor conceptual que se le propone.
El ideal de una filosofía narrativa que propugnaba Schelling y que logró su cota más alta en Walter Benjamín, se convierte en el caso de Martín Cerda en la aspiración suprema con la que cualquier lector exigente debería medir sus logros. Por eso la belleza de esta prosa no solo existe como armonía de estilo, sino como apariencia tras la cual, la profundidad de la reflexión no desea renunciar a una promesa de felicidad que significa emancipación y, por ende, utopía, cosa que es posible apreciar, entre otros, en títulos tales como El destino de una ilusión, América utópica, A la sombra de Tomás Moro y que son solo muestras azarosas de aquel entramado luminoso en que se constituye todo el volumen.
En Escombros la prosa de Cerda rastrea, como en tantos otros escritos suyos, la génesis del ensayo no para vislumbrar el autoengaño de una filosofía del origen, sino el contacto con una tradición disidente que lleva en sí, rasgos de modernidad. Recurrencia para nada fatigosa ni deplorable. Pues esos rasgos son los que Implican lucidez, crítica y tanteo permanente de las posibilidades transformativas que puede poseer la realidad y sobre las que siempre es preciso volver una y otra vez.