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Amalgamar una eventual poética de la luz: acerca de El doble veredicto de la piedra
de Marcelo Pellegrini

Por Ismael Gavilán Muñoz.


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Con un trabajo prolífico y respetable en diversos géneros –poesía, ensayo, traducción-, lo escrito por Marcelo Pellegrini (Valparaíso, 1971) se yergue como una de las obras literarias más interesantes e inteligentes que han  aparecido en la escena poética chilena desde mediados de los años 90 hasta hora. De esta manera, la aparición a fines de 2011 de El doble veredicto de la piedra publicado por la emergente editorial Das Kapital, viene a confirmar algo que cualquier lector atento de su última recopilación La fuga: poemas 1992-2007, podría haber entrevisto casi de modo adivinatorio: el paulatino y persistente ánimo exploratorio de la forma del poema dentro de los márgenes de una escritura que se precia de articular un imaginario vasto, lleno de guiños culturales, fragmentos intensos de experiencia y asombro ante el entramado de una literatura que se quiere viva y en permanente desplazamiento, nunca inmóvil o petrificada. Eso, ciertamente, es algo que parece y se vuelve decidor, pues la poesía de Pellegrini no es una entrega a la inmediatez del sentido en concordancia ingenua con sus referentes, sino  más bien se puede advertir en su trama un permanente aplazamiento de lo que aparece a la percepción del lector, instándolo a notables ordalías en pos de un significado real o imaginario, pero siempre sugestivo en las cualidades representativas que posibilita el mismo lenguaje. Pero en esto, no se crea que Pellegrini cultiva una poesía de expresión ajena o de oscuro hermetismo. Si bien es cierto se puede rastrear en su escritura, una saludable y ponderada apropiación de un imaginario, diríamos surrealizante que implica, entre otras cosas, cierta inclinación por el registro feliz de la vivencia onírica y un fraseo verbal que rehuye lo explícito de la exposición sintácticamente correcta, equívoco sería pensar –o leer más bien.- en esta poesía una mera recreación acrítica de una sensibilidad vanguardista, propia del primer tercio del siglo recién pasado y que tiene, entre otros, a Rosamel del Valle, Humberto Díaz –Casanueva y al Neruda residenciario, como sus puntos de inflexión más evidentes. Porque de todos modos, en el gesto escritural de Pellegrini, rastreable con decidoras diferencias, pero igual apasionamiento en varios de los denominados “poetas de los 90”, se halla una reivindicación a buscar en el poema y por el poema, la síntesis, sino perfecta, al menos plausible de aunar vida y escritura en una actitud vigilante para con las palabras y la lesa humanidad evocada e invocada en aquellos rincones que la desolación histórica ha dejado plasmada en los intersticios de nuestra experiencia personal y social reciente.

Esta relación, siempre fecunda y problemática entre el mundo evocado y el mundo propiciado por el lenguaje en el poema, de todas formas nunca ha sido una relación causal, sino de una tensa dialéctica que hace emerger la contradicción entre las diversas concepciones temporales que vuelven a nuestra sensibilidad, receptora del impasse que puede existir entre la literatura y lo real.

Ciertamente en El doble veredicto de la piedra es posible hallar un eslabón más en ese proceso exploratorio que hace del poema escena de definición vital y campo de acción imaginaria: veintiséis poemas de la más diversa factura que recorren el mundo de la memoria personal devenida hacia la comprensión colectiva de la experiencia como lo dejan entrever los poemas La terraza y Calle Templeman; evocaciones espacio-temporales en una sugestiva aprehensión de lugares datables en la geografía menos de países visitados que de la marca dejada en la retina y la memoria como lo muestran los poemas Mirlo, Plaza Simón Bolívar (Declaración de Bogotá) y Arc de Triomphe. Asimismo, un puñado notable de poemas que catalogaríamos como “homenajes” o guiños de complicidad lectora para con ciertos símbolos recurrentes de la tradición como puede ser la figura del cuervo y que permiten descubrir un fecundo diálogo intertextual con Poe, Darío y Belli, entre otros y que, además, nos muestran la diversidad formal con la que Pellegrini aborda la arquitectura de los poemas mismos. Poemas tales como El cuervo escucha las voces del coro; El cuervo y la nieve; El cuervo no puede contra el viento y Sextina del cuervo y la geografía, no sólo son el sólido centro verbal e imaginario de un libro variopinto, sino también muestra del arte de la versificación con que se maneja su autor: verso libre entrelazado con maestría y sutileza con versos de arte mayor y menor, con una ligera predilección por el endecasílabo y el decasílabo junto a un atractivo manejo rítmico del heptasílabo y donde la rima asonante deja un eco de musicalidad sinuosa que nos sitúa a medio camino entre la concreción casi física de los referentes como en su diluida plasmación fantasmagórica.

Otros poemas muestran un manejo de formas sancionadas por el uso (sextina, soneto, varias alusiones a la silva) en diálogo no excluyente con formas libres, en prosa y con un uso oportuno y acotado de giros verbales de carácter conversacional constituyéndose así un repertorio que tanto a nivel léxico como a nivel de construcción versicular, reafirma el valor de la exploración que Pellegrini efectúa en pos de asentar en sólidas bases constructivas del material lingüístico, no tanto el dominio de las formas de modo exclusivo, sino más bien, el paulatino convencimiento de posesionar el torrente de su imaginario en un anclaje otorgado por la materialidad misma de las palabras. Desde esta perspectiva, el valor semántico de los poemas de Pellegrini, responde a la necesidad de reiterar y consolidar ciertas prácticas escriturales que su autor viene reproduciendo desde hace años y que se han convertido de modo creciente, en marcas constitutivas de su más que eventual poética. Como lo ha señalado con acierto el crítico y ensayista Miguel Gomes, esas marcas son la hechura de una cartografía que hace de la luz, uno de sus íconos predilectos, semantizando áreas de experiencia con una intensidad comparable a la del éxtasis y que convierte el universo léxico de este libro en un verdadero desfile de asociaciones de rico valor transformador. Así, por un lado, tenemos la luz solar que deviene transmutada en la blancura de la nieve, como asimismo en la lívida expectación en torno a la página en blanco, convertida ésta en la aporía seductora de la ceguera productiva, ceguera que enlaza con la luz subterránea o mineral que es deseable más allá de todo sentido posible y que, por la cual, la poesía de Pellegrini apuesta embarcarse en un trabajo de indagación y fijación para dar con el reflejo de esas palabras que brillan en su destello momentáneo: ¿son acaso las palabras en el poema, signos de la fugacidad brillante?, ¿signos que encandilan en la concatenación de significados posibles y que sólo pueden ser enunciados en tanto el poema los posibilita?

Esta última idea de amalgamar una eventual poética de la luz, con nociones de desplazamiento y orientación desde la materialidad del sentido, creo que se aproxima a su logro más fecundo en el poema final del libro: Las tablas. Un poema, de todas maneras, problemático, pues no nos hallamos ante un texto de cuerpo aprehensible en una continuidad esclarecedora, sino más bien nos enfrentamos a verdaderos jirones, a fragmentos de palabras entrelazadas con mayor o menor sinuosidad con un ritmo entre diáfano y musical y entrecortado y seco. Son cuarenta breves fragmentos, instancias, pausas de lenguaje que malamente pueden ser vistos como “estrofas” de un poema pretendidamente “largo” –no es la primera vez que Pellegrini nos enfrenta desde la escritura al cuestionamiento de lo que es un “poema largo” hecho a partir de una economía verbal que roza vertiginosamente el silencio y, por ende, su propia anulación- y que se hallan fundamentalmente constituidos a base de dos, cuatro o hasta cinco versos que alternan diversos metros, pero donde predomina una sensación de contención lingüística y una erradicación de todo giro conversacional. Las tablas es un poema donde puede advertirse una especie de síntesis de los motivos más caros a Pellegrini: la luz, el vuelo, el deambular por las aguas reales o imaginarias de un océano brillante, pero opaco, donde también es rastreable la apología de la autorreflexión, de la escritura que vuela en las alas del sentido y su radical inaprehension desfigurada; es un poema donde es dable una sensación de inmersión en la densidad de los significados, pero también la deriva del poema como entidad abierta que zozobra hacia ciertos ámbitos de sugestiva indeterminación: éxtasis y disolución como la paradoja de fijar la escritura pero a sabiendas de su desplazamiento como huella donde nomina algo que sólo deja los restos de su propia evidencia material y fónica.

Con este nuevo libro de poemas, Marcelo Pellegrini abre y fractura aún más la eventual poética cerrada –en el sentido de Eco- que se veía consolidada en La Fuga: poemas  1992-2007, y que muestra que la pretendida certeza de situar al lenguaje con su también pretendida claridad, se vuelve una quimera deseable, pero quimera al fin. Es como si en este nuevo libro, Pellegrini explorase lo que buena parte de sus poemas anteriores sólo preveían como segmento de un círculo concluso que se ha visto, ahora, forzado a abandonar sus estatutos de configuración apolínea. Una exploración donde, al decir de Armando Roa Vial, el poema opone la prórroga, siempre abierta, de la vacilación y la sospecha, pero también del arrobamiento y el asombro.




 

 


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Amalgamar una eventual poética de la luz: acerca de "El doble veredicto de la piedra" de Marcelo Pellegrini
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