En este alicaído cielo de agosto,
cuando la noche viene a interrumpir al tiempo
que se halla fuera de sí mismo como furtivo cazador de madrugada
y con esa llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas,
cuando en el horizonte el mar intenciona la desolación
de nuestra frágil conciencia y se hace creíble
aquel temblor que decía bien, mis ojos ahora descansan
y la incertidumbre sólo era la humedad de la brisa
y no una palabra que hubiese significado en algún poema tuyo
una interrogante frente al misterio,
es entonces cuando las comparaciones se vuelven odiosas
y el eco de cualquier lamento llena el espacio como la caída del agua
que se inclina ensimismada desde la distancia de un mar abolido.
Pero tú sabías más que todos nosotros que ese mar es la pregunta
que enrostra la insuficiencia de los días,
que es el enigma que aguarda entrar en el círculo de las significaciones
como ese alcatraz que dibujaste a mano alzada
en los pliegues de tu escritura o como esas evocaciones infantiles
donde, más que inocencia, había asombro, una sensación pasmada
por aquel presente eterno en que el sabor de unas frutillas
o la sombra dulce de un aromo, eran tregua para un verano
que se prolongaba más allá del hundimiento de nuestras imágenes.
Como en una vieja fotografía
el vaso de leche, el juego con hermanos y primos, las golosinas
otorgadas como promesa para después del Angelus
y todos esos elementos que ahora se nos han hecho imposibles,
habitan entre tus palabras, queriendo ser más que palabras:
quizás la certeza de los años que nos inquietan por su transparencia
y que en su origen eran algo palpable como experiencias del mundo
que no requerían ninguna explicación; cosas donde la nostalgia
no tenía cabida y el lenguaje tenía pretensiones más modestas,
más sencillas, pero tan verdaderas como un apretón de manos
o la delicia de un dulce de mazapán
o las aventuras que narraba un cuento de Jack London.
Ahora, en extraña simetría
entre aquel instante y la consagración presente
este derrumbado cielo de agosto atestigua a esas nubes
como la tibieza aclaratoria de un vendaval inminente,
atestigua nuestro silencio más por impotencia que por hastío,
como si la evasión a que obliga la angustia
fuera un requisito para vivir la necesidad
de un idioma que no despertara mutilado por sí mismo.
Con esta llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
toda interrogante evidencia la insuficiencia de los días
haciendo cumplir la ley inexorable que nadie sabe comprender.
Así, mientras quienes te debemos alguna palabra,
balbuceamos inquietos la posibilidad del error
o nos encerramos en el mutismo de una realidad desquiciada,
un niño en la arena de una playa dibuja un muelle, una manzana o una gaviota,
sabiendo que este melancólico mediodía sólo será la ceniza del invierno.
Glenn Gould interpreta las Variaciones Goldberg
Para Rubén Jacob
1939-2010
La música no posee color ni movimiento: es un estado
tal como la lluvia es silencio entre los intersticios del cielo.
O acaso es como el secreto que habita en las palabras
cuando el zumbido del amanecer esclarece las formas,
los contornos, el volumen de las manos, el relieve de las cosas.
Y esas cosas llegan a ser reflejo de un sueño
que se ve a sí mismo como la verdadera identidad de algo otro
donde nacen la extrañeza, la sensación del aroma estival
de un jardín sonoro, donde el tiempo es un fragmento de lenguaje
que refiere un sentido anterior a su propio transcurso.
La música es un estado que negando al movimiento
se abre a la posibilidad del movimiento:
Gould interpretando las Variaciones Goldberg,
el chasquido entre las teclas que hace arder
segundo tras segundo; la cabellera engominada de Glenn
y la variación que significa oír algo semejante
a la sucesión del agua en los intervalos vacíos
que dicen nada a nadie: murmullos, quejidos,
la mirada abstraída de un poseso,
inquietantes implicaciones hermenéuticas
referidas al tempo de la partitura y que se vuelven
una secuencia gimnástica de horror y maravilla.
La interpretación de Gould es una escritura en blanco y negro
fracturando la impasibilidad de nuestra mala conciencia estética:
como el poema imaginado por Mallarmé es un fantasma inalcanzable;
sucesión de claroscuros que desplazan el sentido,
variaciones alusivas a otras variaciones
que imitan la variación de lo que un puñado de palabras
o sonidos son capaces de evocar bajo la danza tormentosa
de la angustia o el recuerdo.
Quizás todo se resuelve en el regreso irrealizable a la inocencia
como su más sublime representación y, por ende,
como su más logrado artificio: paradojas de lo invisible
que nos hiere con el veneno de su flecha punzante.
Elegía para Ximena Rivera (1959-2013)
En esta noche oscura, cuando nuestro aliento se ve confundido
en la aridez de las apariciones, se anuncia un cielo arrasado:
tu escritura que devela, finalmente, un lenguaje que se nombra
más allá de la derrota para cumplir la promesa del abismo;
aquel regreso siempre otro desde allí abajo,
en que lo monstruoso emerge convertido
en el rostro del amante, en el quejido del animal
que sacude al aire con la plenitud de su música vacía
y donde la fugacidad de una imagen soñada –un árbol,
una piedrecilla, una sonrisa de cruel inocencia-
es la marca del asombro que vuelve una y otra vez
para mostrarnos la fragilidad de su terrible transparencia.
Es en esa noche donde te veo habitar con tus palabras,
esas mismas que eran un puñado de gestos alucinantes
que recorrían el laberinto de la infancia
con un ánimo de extravío que para ti era casi la felicidad;
esas palabras que eran el aprendizaje sigiloso del dolor
como también la espesura del cuerpo tras el mudo cansancio de la vida;
palabras que, paciente, convertías en una tarea secreta
que convocaste de la única manera con que es posible intentar
el ejercicio superior de la imaginación: el poema, su vacío, su derrumbe.
En esa noche te veo en la soledad insoportable de aquellas preguntas
-¿trascendencia?, ¿amor?, ¿Dios?- con la mirada despejada,
insegura de ti misma en el ademán de unir videncia y escritura,
convencida al máximo y sin retribución para responder
la acuciante exigencia que no permite dobleces, ni excusas;
esa exigencia que no podemos evitar en el poema
y que resplandece como la certeza de nuestra muerte propia
donde se hace imposible cualquier consuelo inmediato,
cualquier satisfacción duradera.
Tú entendías que el poeta no sabe que es poeta
porque no sabe si la poesía realmente es,
porque aquella herida marca desde lejos
aquel sentido aleatorio y seductor, pero terrible y voraz
con que el lenguaje se presta a sí mismo
en la orfandad de su propia memoria.
Tú entendías que afirmar cualquier posibilidad
era que el poema se volviera experiencia del despojamiento
para conjurar al doble del espejo con su afiebrada lucidez:
esa pesadilla inasible, oscura como el bronce.
Así, entre ser y parecer, entendías el valor de la ausencia,
vagando con tu sonrisa pensativa y un cigarro entre tus labios
para irradiar esa luz que le robaste al desconsuelo:
fascinación que no teme la destrucción ni la pobreza,
que no teme la enfermedad ni la necesidad de reclamar
los indicios con que a todo vidente se le promete protección
contra el desamparo de su propio ardor verbal,
contra la incomprensión de su propia imaginación de fuego.
Así, en la noche más oscura,
no es pecado lo que hay que expiar en la purificación de la llama,
sino la interrogante que sacude cada fibra de nuestro ser
y que tus palabras dibujaron cuando se consumieron a sí mismas:
ese destello que, intacto, ahora puede iluminar
el esquivo beso con que aguardamos el regreso del verano.