La coqueta mirada de Marylin recorre el pequeño espacio donde se arremolinan un puñado de mesitas de madera. No es posible escapar a su escrutinio mientras, sin prisa alguna, un suave café recién servido espera al lado de un vaso de agua cristalina. A esa hora, las siete de la tarde de un día viernes, la gente que viene desde Galeria Somar ha dejado de ser una masa fastidiosa que se desplaza veloz. Salvo alguna pareja descuidada o un solitario despistado que entran casi a empujones a la función de vermotuh del Cine Arte, puede decirse que una serenidad parsimoniosa vuelve por sus fueros a este pequeño café que me recibe a mí y a un desconocido que lee sin ceremonia el diario vespertino. Como un islote en medio del tráfico citadino, el Café Cinema es punto de recalada para náufragos que sobreviven a la tempestad de las calles de Viña del Mar en medio del verano o las diligencias invernales. Una estación tras otra el ruido, el tráfago, la multitud son el oleaje que empujan a un puñado de desprevenidos como yo, a tomar asiento en esas destartaladas sillitas que evocan una conversación que, sólo para los más avezados y nostálgicos, se ha convertido en una estación del viacrucis de la vida. Veo mi reloj y el tiempo avanza muy lentamente. Bebo a sorbotones de la taza que tengo delante y mi lápiz recorre perezoso una libreta algo ajada, último obsequio de un cumpleaños bastante trasnochado. El verano se ha ido definitivamente. Aquello se nota en la brisa helada que entra por el extremo de la galeria por donde se adivina el gentío que se dirije a esa hora a sitios que desconozco. Con pereza examino la cartelera ofrecida por el cine, mientras la señora que está detrás del escaparate vendiendo entradas, bosteza y sujeta su mentón con sus grandes manos arrugadas. La cartelera anuncia un ciclo de cine polaco para la semana entrante y creo distinguir el nombre de Kieslowski. Tal vez me anime a venir, pero sin duda, sólo es la expresión de un deseo y no una decisión asumida. Bebo de la taza y siento que el café se ha enfriado y que estoy solo en el local: mi contertulio ha emigrado y las miradas del dependiente me hacen entender que desea mi retiro en breves instantes. Sin embargo, el transcurrir del tiempo, ahí, sin nada que hacer por lo pronto, sin padecer el bullicio, envuelto en mi vieja bufanda azul algo estropeada, me hacen evocar las antiguas conversaciones que ahí mismo tuve hasta no hace mucho: esa antigua compañera de universidad con la cual recordamos viejas épocas; la larga conversación con mi amigo Marcelo cuando tratamos de entender tal o cual poema que sabíamos irreductible a cualquier interpretación; el silente y emotivo discurrir de Ennio o la serena disposición de Luis Correa para intentar explicarme el recoveco de una imagen digital que mi ignorancia no podía entender. Transcurre el tiempo y mi recuerdo de pronto se ha convertido en una extraña marejada que no encuentra punto concreto a qué asirse. Curiosa contradicción, pensando que estoy quieto ante una taza fría de café y mirando sin rumbo como a la espera de algo. Evocar esas conversaciones y muchas otras más conforman un abanico de sonidos, fantasmas y presencias que en este sitio se acumulan por décadas. Así, la reserva, el jolgorio, la conspiración inocente o la simple compañía del silencio, habitan los actos invisibles que se desglosan bajo la mirada de Marylin. Ella sabe bien de todo eso. Tal vez por aquel motivo, alguien como yo, siempre vuelve a este lugar para ser observado por una mirada que no pide ni desea respuestas.
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Es curioso estar expuesto a todas las miradas. Hace un instante, un transeúnte, al otro lado del ventanal que está al extremo de la galería, se quedó detenido observando cómo hojeaba el libro que llevo simpre para calmar mi ocio o simplemente para no sentir el atroz silencio de la multitud. No era mi intención leer con detenimiento. Un librillo delgado, quizás algo de Pascal Quignard o esos apuntes de Elias Canetti que después de tanto tiempo, un amigo me devolvió sin ganas. Pero da lo mismo: ser observado mientras mis manos pasan las páginas algo grises de un libro que sólo llevo por costumbre es una sensación extraña. Quiźas el desconocido quería leerlo. Quizás buscaba un pretexto para acercarse a la mesa donde estoy y, avezado, desearía preguntarme esa pregunta siempre recurrente: “¿es usted profesor?” Imagino que con una sonrisa forzada le habría dicho que sí. O quizás no, indicándole que sólo hago eso por exhibicionismo y placer culpable. En todo caso, cualquier idea que se me pase por la mente, se difumina al darme cuanta que el tipo ya ha sido devorado por el gentío y con tristeza me digo si acaso no era sólo una ilusión vanidosa de mi parte. La tarde avanza. Los contertulios del local conversan en voz alta como en el living de su casa y se vuelven segundo a segundo, bastante insoportables. Mala idea ir al Samoiedo a las tres de la tarde. Miro a mi alrededor y un puñado de garzonas conversan entre ellas cosas que no logro distinguir. Sonríen y tal vez intercambian impresiones sobre tal o cual personaje sentado al frente, en la mesa que da a la puerta o se muestran indiferentes a la señora que hace varios minutos les pide atención. Evoco que alguna de ellas siempre era admirada por Ennio. Y eso es gracioso: venir con él a este café era muy productivo, pues esa garzona a la cual el poeta de Concreto Azul le regalaba una sonrisa indescriptible, era siempre garantía para tener una atención privilegiada: el café resultaba más espeso y el bizcocho más grande. Una vez Ennio me conversó largo y tendido sobre Eugenio Momtale, de cómo su poesía le había sido muy significativa en sus años de formación. Por supuesto adivinaba que a Ennio no le interesaba el dato erudito de la poesía del italiano, sino más bien cerciorarse que estaba leyendo a una especie de pariente con el cual la comunicación no era un gesto de apropiación lectora, sino un asunto de familia. Otra vez Ennio me indicó al extremo del local, donde ahora hay una frondosa planta de interior, que ahí había habido antes una mesita que, a fines de los años 80, él compartía a veces con Juan Luis Martínez o más bien, que Juan Luis Martínez compartia con él. Preguntado por los temas que hablaban, Ennio sólo sonrió y dijo algo de las figuras geométricas que antaño bordeaban la vereda a modo de estampas y que, en su visión, eran como gigantescos espacios de un ajedrez imaginario. Ensimismado en esas evocaciones, vuelvo a hojear el librillo entre mis manos, mientras una garzona me ofrece otro café. Se lo agradezco. Y en la espera, observo cómo la gente que ha entrado se retira para ser reemplazada por otra hornada de contertulios que, con prisa, devoran un sandwich o toman veloces un jugo de fruta o concluyen voraces un helado. En medio de tanta desidia, mis ojos recorren con cierta lentitud el espacio del local. Y tratando de hacer un esfuerzo, desean buscar la imagen soterrada de Juan Luis Martínez. Pero sé que es imposible que emerja desde esas mesas algo hacinadas la presencia del poeta anónimo. Yo, por mi parte, sé que soy parte de ese anonimato mientras llevo la taza tibia del café a mis labios.
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“En cualquier momento puede aparecer el fantasma de Carlos León” me dice entre risas Andrés Morales mientras apura un sabroso capuccino en el Café Riquet. No sólo eso, apunto yo. Es de esperar que no nos topemos con los fantasmas de Alessandri o Ibáñez del Campo, también asiduos de este lugar. De pronto la conversación con Andrés se convierte en una especie de recorrido de nombres fantasmales que dan escalofrios: Claudio Solar, Pablo Neruda, Maria Luisa Bombal, entre tantos otros. Las viejas poltronas, de cuero, algo ajadas, pero cómodas al fin, compensan el aire tibio y con un espeso aroma a madera que atraviesa todo el espacio. Sin duda la especialidad del Riquet era su pastalería y sin pudor alguno, con el poeta más pulcro y huidobriano del que tenga recuerdo, devoramos sendas porciones de strudel de manzana, unos fascinantes pie de limón, como asimismo imbatibles porciones de torta pompadour. Nuestra glotonería es infantil. Porque en el Riquet todo vuelve a la infancia: aún recuerdo el asombro de ver acá por vez primera a un garzón vestido de un impecable blanco, con una disposición elegante, matizada con su soberbio pelo engominado. Acá recuerdo aún, ver por vez primera, esos jarros brillantes como de plata, con leche y agua hervida que poseían orejas que eran verdaderos arabescos de delicadeza. O un sencillo, pero bello carrito de madera que era llevado de mesa en mesa y que contenía todo lo que un niño soñaría: jugos, galletas, pasteles, trozos de torta. Acá mi abuelo en alguna ocasión me invitó a tomar once y tuve que restringir mi entusiasmo para no parecer mal educado. Aquí mis tías me trajeron, a la salida del cine, después de ver Bambie con el fin de consolar mis lágrimas de niño. Aquí una vez, recuerdo, pasé a engullir una once pantagruélica luego de un desaire amoroso, siendo un imberbe adolescente. Acá, junto a Gonzalo Gálvez y David Letelier inventamos esa aventura que fue la revista Antítesis. Acá, en algún instante de embriaguez culinaria, con Marcelo Pellegrini, pensamos necesario inventar una sociedad de escritores que tomara distancia de los raquíticos hábitos de nuestros congéneres y que bautizaríamos en tono de sorna “Los enemigos de la templanza”. Acá, en el Riquet, escuché el largo lamento de la madre de uno de mis mejores amigos que había enviudado y no hubo café ni strudel que pudiese consolarla del abandono y la soledad. Aquí, en el Riquet, el tiempo de la niñez y de la adolescencia se reunió voraz como para engullir cualquier necesidad de mirar hacia otro sitio, otra vida, otro espacio. Simplemente porque no había motivos, porque simplemente, acá en el Riquet, la vida era amable y vivir de la nostalgia de esa amabilidad, ya es suficiente para una memoria triste y fugitiva. Las conversaciones se han difuminado. Ya son recuerdo. Y a veces, en medio del bullicio de una ciudad en ruinas, hacer una recalada en el Riquet era volver a la infancia o a la ilusion de la felicidad.
Un día, yendo de prisa a un sitio que no merecía mi apremio, pasé rápidamente por el Riquet. Estaba muy venido a menos, con sus paredes con una pintura descascarada, poca clientela y un salón clausurado. Los garzones vestidos de blanco habían desaparecido. En mi mente me dije volver otro día a tomar, solitario, un café acompañado de no sé que rica menudencia. En aquel momento, sólo atiné a pedir un paquete de galletas que, tan deliciosas, eran una de esas cosas que vuelven placentera la nostalgia. Pero nunca volví. Pasaron varias semanas y cuando desee retomar el viejo rito de ese café, me di cuenta que el Riquet estaba cerrado y que nunca más volvería a abrir. Sólo entonces lamenté profundamente haber tirado a la basura el papelito plateado del envoltorio de esas galletas.
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* Este texto forma parte del libro Necesidad de la promesa. Fragmentos ensayísticos y prosa autobiográfica de pronta publicación.
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dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com "Itinerarios para un café".
Ismael Gavilán.
(Este texto forma parte del libro Necesidad de la promesa. Fragmentos ensayísticos y prosa autobiográfica de pronta publicación).