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La necesidad fracasa en la desnudez de toda forma:
«Claro azar», de Ismael Gavilán
Por Víctor Campos
(publicado en: https://www.cineyliteratura.cl)
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La escritura es creencia, mas también escepticismo. Es lugar de unión de contrarios, espacio que desafía la operación racional, sin embargo se la ocupa de alero mientras simultáneamente forma parte del suelo. ¿Qué sucede entonces? ¿Qué valores se asignan en la historia de una escritura que no es historia dialógica sino regresión y vaticinio constantes? En aquel montaje de palabras que denominamos poema, ¿logra imperar un algo por sobre otro algo?
Estas son algunas de las afrentas que deslizan las letras en las páginas de Claro azar (Bogavantes, 2017) de Ismael Gavilán. Obra compuesta de tres poemas monológicos y que en su conjunto no exceden las treinta páginas, ocurre en ella la confluencia de una desazón humana e intelectual ante ya no el agotamiento de las palabras y su poderío, sino ante la reflexión frente a aquel acontecimiento ya manifestado y el aún posible ejercicio del verso como grafía, que por ende permite mantener una pequeña vida con tubérculos secos, ad-portas de una clausura que presume ser perpetua.
Imágenes oblicuas que insinúan un decir más abstracto y que en momentos ejercen una recreación de la infancia y su cotidiana inocencia, reflejan la disyuntiva que es la cimbra arquitectónica de Claro azar: disonancia entre una “necesidad” y una “forma”, entre el gesto del habla y su realización estética, entre el suceso casual y el acontecimiento del rito sagrado. Es este el conflicto que se instala y relata a lo largo de las páginas, siendo también la materia que impulsa la elocuencia meditativa del hablante. De allí surge la obnubilación de la materia de factura por la rutina del mundo: “el rumor cotidiano ofrecía el desplazamiento de cualquier ilusión”, dirá el segundo verso aparecido.
Entonces, asistimos a una tensión en aquel estuario del libro que afecta con fuerza a los recursos intrincados que, lejos de vanagloriarse, se muestran desnudos, anteriores a su empleo o posteriores a su uso total. Al caso, las formas aparecen nominadas:
La necesidad fracasa en la desnudez de toda forma:
paráfrasis, metáforas, alicientes de penumbra para serenar
la incómoda desesperación que implica ser en este mundo
cuando no hay mundo […]
La escritura pregona un acabose. Las formas al ser señaladas y no utilizadas indican un agotamiento, una precariedad, mas también una reserva y un cuidado. Quizá la poesía sea lo que ocurre entre el quiebre de lo real y su correspondiente significante que en ningún caso garantiza un reflejo y mucho menos una equivalencia.
Las palabras comienzan situando a los hechos evocados en la estación con días más largos y noches más cortas: el estío. Así, la tarea noctámbula del poeta se ejerce retorcida por el calor aturdidor y por su reducido espacio para ser. La posibilidad de hallar lo claro en lo oscuro decrece. Aún así, estas condiciones no anulan la fuerza del ritual poético. Los primeros versos advierten dicha atmósfera, como el ingreso de infantes a la catedral de su propia niñez:
Era verano sin duda,
era la estación que semejaba un pequeño dibujo
como esos arabescos que seducían nuestra niñez, ¿recuerdas?
esas entradas que advertían una especie de ritual
al que muchas veces nos negábamos, no por insistencia
de nuestra incredulidad, sino por esa disposición ante
la exageración del sentido —su ausencia probable— […]
Infancia entonces en el acto de jugar, en sus arabescos como vago rastro dejado en la memoria ya madura. Infancia cual ritual humano, expresión de aquella “exageración de sentido” sagrada que solo el niño puede atribuir a los objetos, aunque ahora evocada: “¿recuerdas?”, puesto que dicha “destreza ceremonial” progresivamente deviene en despojo, como una calidad irremediable de nuestras vidas y un elemento alejado de nuestro control: la fragilidad de las palabras se hace presente y el hablante lo recalca.
Sobre el trato de la infancia sería prudente apuntar a Enrique Lihn como un posible antecedente. Pienso sobre todo en su manera de abordar una niñez que al ser evocada desde una memoria, comprueba su grado de candidez en contraste con la reflexión adulta enunciada en el poema.
Asimismo, la palabra que aún recoge sustratos de lo sagrado, es decir, del enunciar en tanto rito sea quizá debido al poeta Eduardo Anguita. El poema —extenso— es una Misa, un espacio en donde sus elementos son y no son a la vez, porque yacen en perpetua transmutación y dualidad. Nada descansa ni se detiene. En aquel principio, vislumbramos que Ismael Gavilán, sin el ímpetu de querer sacralizar la escritura, ejerce esta última bajo esa sombra arrimada con constancia.
Así el conflicto se desplaza: el discurso esgrimido es, en el sentido profundo del término, interesante. Es la rareza de la mixtura entre un pensamiento escatológico ante la posibilidad de una estética y la evocación de la época inocente motivada por una necesidad, lo que conmueve a una angustia cerebral, a una tragedia del intelecto que es inasible, salvo presentada en aquel tiempo otro, cuando el poema es recreado por el lector; solo allí la escritura se permite una abstracción suficiente para enseñar su estado nostálgico y potencialmente perecedero:
En el dictum de Adorno aquello es la asunción de la negatividad
como representación, pero eso, sólo es una jerga hueca:
perdido todo principio, la proporción de una belleza ideal
la inversión del espejo y el despojamiento de la luz,
proyección de una pieza de una sombra redondeada.
Tanto Anguita como Lihn, son referencias acaso soterradas. Asimismo las potenciales intertextualidades. Pienso por ejemplo en el verso que reza: “asumía su extravío como un anciano ciego atravesando una tierra estéril”, que podría recordar al Tiresias de Eliot. También la concentración en las estaciones del año y su ciclo enrarecido podría hallarse vinculada al poeta británico-estadounidense. Sin embargo, lo que devela este ejercicio de búsqueda, es que la aplicación de posibles referencias literarias establecidas en un a priori por la conciencia del poeta, a la vez indican su contra sentido.
Al caso, el elemento del azar ocupa un lugar intrínseco. No es maldición sino condición agradecida. El destino de todo ser y escritura es depositado en manos de lo insustancial. La conciencia entonces comprende que juega siempre de manera parcial lo inconsciente. Por ende, la mención de Francis Bacon o de Theodor Adorno en los poemas, corresponderían a meras ocupaciones de repertorios para dar con la exposición de un conflicto que es más esencial que la presunción de un determinado bagaje literario o cultural, o la posible lectura desde alguna teoría: todo eso es “jerga hueca”.
Ante la pugna esbozada, cabe preguntar: ¿por qué opera el cotidiano como necesidad inamovible? Asistamos, para palpar aquello, a los siguientes versos:
Aquí la memoria se desgarra en lenta ceremonia,
a tientas entre el movimiento de la vida práctica
y los espacios vacíos que esta página imita,
y en que se acumulan las perspectivas agridulces de la transparencia,
la enumeración trasnochada de jinetes imaginarios,
cenizas sepulcrales y juguetes ruinosos,
piedras legibles como trozos de luz,
resplandores de un atardecer pasado de moda,
confesiones patéticas como hollín envilecido,
fragmentos de un cielo arrasado, la derrota de un cuerpo
en la adusta perplejidad del invierno anterior.
¿Por qué entonces late la cotidianidad? Porque es el actuar con su signo indeleble de una escritura que jamás escapa —pese a su cualidad arbitraria— de señalar espacios y objetos reales. Sin embargo, la poesía en Claro azar es una voz que carga con designios complejos de descifrar, estigmas que promulgan una nostalgia, una sospecha, una agonía y una ironía desde un plano superior al de la materia física. Retórico, el hablante vaga entre la estela de un pensamiento que desafía todo orden imperante en conjugar palabra y realidad como unidad, asumiendo la distancia agrietada como señal del verbo. La voz nos arrastra en un decir que no termina por concretarse.
Y acaso esta sea una de las mayores virtudes del poemario. “Habíamos dejado de estar próximos a la marea”, para arrimarnos a la marea que implica el flujo del verso en su existencia plena, en aquel momento en que nos acercamos al texto y le leemos. Yace el desafío continuo de deslizar una voz en los bordes de un lenguaje del que aún no conocemos con certeza sus caracteres. Un tanto más concluyente, el hablante dicta:
Volver a las estaciones del tacto, no a las preguntas,
no implica olvidar las respuestas.
Sólo que éstas se dibujan en el azar que, felizmente, no dominamos.
Allí la clave, la consonancia única que autoriza la existencia del verso dentro de una naturaleza que le es propia y aún no arrebatada, pese a los múltiples intentos de la gratuita confianza en un gesto que pesa mucho más que su mero decir.