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La línea azul de Ennio Moltedo
Por Ismael Gavilán
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La prosa siempre fue el mar ideal para las navegaciones imaginativas de Ennio Moltedo. Sus poemas ponen en tensión justamente las características del género –desde el lirismo y la evocación, hasta la precisión del poema como escritura- con ese gesto anfibio que se ubica equidistante entre cantar y contar y con el que adquirió un tono único en la poesía chilena de la segunda mitad del siglo XX. Si el poema en prosa, en manos de Moltedo, revela una maestría para establecer las coordenadas de la experiencia en sabia unión entre rigor formal y deriva imaginaria, las así llamadas crónicas del poeta viñamarino pertenecen menos a un repertorio anecdótico que a una auscultación memoriosa de los hechos. Apertura de una imaginación que se quiere viva, que no se resta de la peripecia y que otorga nombres, lugares y circunstancias, con una generosidad que no nos debiese sorprender.
La línea azul, libro póstumo del poeta, publicado por Ediciones Altazor de Viña del Mar a fines de 2014, en ningún caso es un libro dejado a la deriva –el autor lo preparó y dejó listo para publicar antes de su fallecimiento- Entre sus páginas, nos embarcamos en un recorrido por esos instantes que van desde la infancia y la juventud hasta el desolado presente y que abren a nuestra comprensión la relación del poeta con las palabras, un retrato sacado en sepia de viejas amistades, pero también la revalorización de calles, paseos y lugares a punto de quedar extintos, demolidos o abandonados. En general, el uso ha rotulado a este tipo de prosa como “crónica”, es decir, como una constatación específica del devenir que encarna en palabras para aprehender lo huidizo de su propia manera. Ahora bien, deseo detenerme en esto un poco: puede hablarse en lo que va corrido del siglo y desde el pasado, ciertamente, de una “tradición” de crónica en Valparaíso y Viña del Mar como uno de sus más preclaros géneros, cultivado con persistencia y maestría por varios autores nacionales. Baste pensar en Joaquín Edwards Bello, Víctor Domingo Silva, Daniel de la Vega, Claudio Solar y más cerca de nosotros, temporalmente, tener presentes a Gustavo Boldrini, Luis Andrés Figueroa, Alvaro Bisama, Roberto Zamorano y Ernesto Guajardo. Debiésemos preguntarnos sobre la elección predominante de un género por parte de escritores circunscritos a ámbitos vitales, geográficos e imaginarios muy similares. Preguntarnos por cómo opera ahí, en lo aleatorio de tal elección, ciertos requerimientos formales y cierta prestancia verbal para configurar la experiencia en prosa, trasvasijarla, examinarla y volver perentorio su regreso a un presente que se sabe escurridizo. La crónica como examen de la pequeña historia, recopilación de historias y crítica oblicua a la arrogancia de la Historia. La crónica como escritura de intersticios que se escabulle desde la memoria para hacernos actual un instante y registrar la fragilidad de todo discurso.
Por ello, no deja de ser paradójico que ese género sea tan asiduamente cultivado en la costa, en Viña, en Valparaíso, paradoja por lo que significa entre nosotros, cargar con el lastre de la palabra “patrimonio” con toda la anquilosis mental e imaginativa que ello representa. Sin duda que “patrimonio” y las nociones derivadas de ese concepto, tales como “sensibilidad patrimonial”, “bien patrimonial” o “proyecto patrimonial”, poco o nada tienen que ver con el cultivo activo del retorno de la memoria a un ahora que se vuelve imperioso y cargado de necesidades sociales, culturales e históricas. Lo “patrimonial” como vaho funesto de encandilamiento de lo políticamente correcto, posee más que nada un talante monumental que deviene singularidad turística y, por ende, discursividad vacía en la estela de un capitalismo tardío que intenta inyectar algo de vida a una ciudad en ruinas como lo es el Gran Valparaíso. Así, en el discurso patrimonial, se advierte la instalación del lucro como capitalización de lo simbólico.
Y justamente me parece que la crónica como texto de lo menor –tal vez una “forma simple” en el decir de André Jolles-, como texto de la experiencia derruida, como personificación de la frontera ribereña de la ilusión, es un género relevante en su cultivo persistente: la apertura de una herida por donde lo imaginario no puede ser cauterizado por la obscena hegemonía de lo “patrimonial”.
Sin duda, no existe un patrón común que pueda atribuírsele a cada una de las escrituras que abordan en la crónica, la constatación de la realidad que le toca vivir y asumir. Desde el vuelo lírico de la subjetividad engarzada en las flamantes fronteras de la individualidad, hasta la descripción razonada de lugares, circunstancias, hechos y paisajes que se encuentran en velocísima extinción, pasando por un repertorio de indistintas anécdotas desde las cuales es posible establecer diversas “historias personales” con las cuales justificar la pérdida o fragmentación de toda experiencia. En ese contexto lo escrito por Moltedo adquiere una personalidad propia y reconocible.
Como un elegante flaneur, vemos a Moltedo deambular por una ciudad bicéfala ya inexistente: Viña del Mar y Valparaíso como almas gemelas de un solo cuerpo urbano, en la adocenada placidez de los años 60, en la angustia epocal de los años 70 y 80, en el desquicio y escepticismo de los 90, todo ello justo antes de la actual debacle que ha convertido a esas ciudades en fantasmas y errores humanos y urbanísticos de caracteres desproporcionados.
En su gesto, las crónicas de Moltedo poseen una amplia modulación: un poeta como él no solo evoca y recuerda espacios, también retrata a los ausentes, a los que la muerte arrebató y que gracias a su escritura, perviven en un acento, en una pose, en una situación, una anécdota: Jorge Teillier, Roque Esteban Scarpa., Juan Luis Martinez, Hugo Zambelli, María Luisa Bombal…En ese ir y venir de la memoria, Moltedo dirime, aprecia, constata, asevera. Su tono y estilo nunca se rebajan al recuerdo sentimental: siempre atento a lo circundante, esta prosa está atenta en su lucidez a la captura de impresiones, descripción de situaciones y agudas intervenciones que hacen de la ironía su delgado y filoso arsenal de estilo. Hay también recurrencia por esos instantes de infinita concientización personal, donde las palabras van siendo aprehendidas, donde las lecturas van siendo gozadas, donde toda una cultura “letrada” es asumida. Y esa asunción posee un costo que no se reduce a la anécdota de infancia o juventud como cuando Moltedo relata las reprensiones familiares y posteriormente educativas respecto de sus manías lectoras o sus hábitos de escrito-lector incipiente. No, ese costo se va acrecentando con los años y adquiere un rostro que se desplaza de lo familiar a lo social, y aún a lo público. Sólo hay una cruel variación de intensidad entre las reprimendas familiares que se le hacen a Moltedo por leer y tentar la escritura y los desaires de violenta brutalidad cuando las autoridades de la universidad donde trabajó más de 20 años, lo desconocen y se niegan por ese mismo y vulgar desconocimiento, patrocinar su candidatura al Premio Nacional de Literatura, cuando ya nuestro poeta es miembro de la Academia Chilena de la Lengua y un autor reconocido por fervorosos lectores. En ese arco se dibuja la relación que Moltedo tiene con las palabras, con la poesía y también con la imaginación que se niega a ser arrasada, como cuando evoca reuniones de la frágil sociabilidad literaria porteña, como cuando en su recuento de una ciudad fantasma, evoca las construcciones, calles y paseos que ya no están, haciendo un reporte de una arquitectura a esas alturas inexistente. Pero contra todo pronóstico, la escritura de Moltedo no se vuelve una sangría sentimental de lamentación: más bien acepta el desafío de esa violencia que habita en la configuración de lo público y le enrostra justamente aquello que éste desearía olvidar: nombres que son lanzas hirientes de presencia y que no pueden ser echadas abajo a pesar que sus referentes han sido destruidos.
Es así que estaríamos tentados a considerar La línea azul de Moltedo como un libro de memorias, no sólo por la gesta biográfica que implica hacer un racconto de experiencias personales, sino más bien, por lo que significa hacer de esas mismas experiencias, no un idiolecto para una escritura privada, sino más bien, un repertorio de reserva para lectores futuros. Ese guiño, sin duda, es político en el más amplio y noble sentido del término: como habitante de una polis que va siendo carcomida por crueles procesos de modernización, Moltedo es el poeta que trae a lugar las presencias humanas, arquitectónicas y sensibles de un espacio que respira y exhala herrumbre por todos sus intersticios. Hacer de aquello palabra, imagen, hacer de eso, consistencia en y por el lenguaje, es algo que sólo un poeta como Moltedo puede hacer. Y eso conlleva, sin duda, que sus crónicas estén a medio camino entre el recuerdo personal y el testimonio de una memoria asediada. En contra de la violencia de la Historia en su mudez convencional, Moltedo opone una subjetividad fragmentada, sugerente y siempre alerta, instándonos a no claudicar para ir en rescate de esos espacios de la vida que, a pesar de todo, aún nos pertenecen.
Quilpué, otoño de 2015