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Cinco poemas de Vendramin, de Ismael Gavilán
Ediciones Altazor, Viña del Mar, 2014



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I. Elegía para Eduardo Anguita

En este esfuerzo de nada para nada,
tu nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza.
Palabras que van a dar a otras palabras
y cuyo tintineo espectral semeja una galería destruída,
el chasquido de un espejo roto, lo siniestro de una mañana de agosto.

Tu nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza
y el cumplimiento de su vieja promesa
vuelve taciturno todo deseo de espera,  todo anhelo de retribución:
palabras arrancadas de cuajo en medio del aire nocturno
como si un mago hubiese fracasado en su triste sortilegio
como si la escritura celeste que formaba parte de ti mismo
hubiese sido transcrita en el pedernal gastado de un silencio indecible.

Pero ya no está dentro de nosotros reconocer ese lugar,
ni ningún otro, apenas el mapa insignificante
de un gesto insulso que sueña con la escritura de lo efímero
dentro de lo efímero, del polvo restregando esquirlas de la historia
en la sacudida suprema que implica vivir en el olvido
tras el olvido de toda nuestra memoria.

Ciertamente hay muchas esperanzas,
pero ninguna es para nosotros:
¿acaso el trazo de lo impredecible
cuando renunciamos a la prestancia exigente de lo bello?
¿acaso los recortes de periódico, anunciando
una nueva guerra, una revolución más,
el recuerdo de un pasado, ahora imposible?
Ninguna esperanza es para nosotros
donde el silencio de cualquier sirena es la invitación destructiva
de la fugacidad otorgada por un cuerpo del que nada sabemos.

Cuerpo atravesado, sin duda, por tu extraña misericordia,
¿no era hambre de infinito tu deseo?, ¿no era sed de eternidad
el regocijo estival de pechos y muslos?
Placer donde no existe la búsqueda del placer
sino el afán del conocimiento: maldición de los poetas
que confunden la pureza con la sabiduría,
la forma con la vida, su deseo con los misterios del lenguaje.

Ninguna esperanza es para nosotros,
ninguna promesa válida, consuelo a nuestra indolencia.

En este esfuerzo de nada para nada,
tal vez ser redimidos del fuego por el fuego
es la palabra que Orfeo no pudo oír y que trajo su catástrofe.
Para nosotros, quizás, es la certidumbre de saber callarnos
en medio de un bosque de lenguaje inútil
cuando la claridad de los ojos de la muerte
nos hace creer en la bella ficción que es el beso de Eurídice.

 

 

II. Tristia

                                                            Vobiscum cupiam quolibet esse modo
                                                                                    Ovidio

No puedo retornar: estoy fuera de todo principio,
abandonado en una frontera que me buscó sin yo saberlo,
expuesto a oscuridades y ruinas que jamás osé soñar,
expuesto a cantos ininteligibles cuya violencia
no posee la belleza –o al menos el decoro-
de los rituales que conozco,
menos el sentido que a veces creíamos nuestro
en los antiguos ofertorios en los que fuimos educados.

La rusticidad de los habitantes de esta comarca es imposible:
no recuerdan otro tiempo, sino el que viven,
su nobleza –por llamarla así- lleva a cabo ritos de magia
que asquean o adormecen; sus templos son de barro y madera,
sus lugares de reunión, cloacas de embriaguez barata,
a veces campos de batalla para sus querellas ruines
o pasarelas para mostrar su extraña vanidad.
El cieno se acumula en las calles
y sus mujeres son célibes sólo por contrato:
placer y dinero van unidos y no celebran a dios alguno
en sus epitalamios vulgares y pretenciosos.

Todo lo que no hay en este mundo debo llevarlo por mí mismo;
imaginar, por ejemplo,
una copa de plata con bordes transparentes
o los versos de Calímaco acompañando el aroma de los pinos,
quizás recordar la vendimia en mis tierras
cuando mi padre anunciaba la visita de mi abuelo
o la alegría de una conversación interesante
acerca del último tratado de Epicuro o las elegías de Propercio,
o simplemente, dar fe que alguna vez viví la ambición ingenua
de un poema al que ninguna palabra le fuera innecesaria
como el dibujo que Aquiles suponía talismán de su escudo sagrado.

Llevarlo todo en uno mismo,
traduciendo la propia memoria en gestos
con la certeza de saber que las ciudades que conocimos
y los pueblos por los que caminamos
se encuentran desfigurados, derruidas sus estatuas,
vaciados sus viejos foros, desconocidos sus nuevos habitantes,
quemados sus sagrados símbolos,
                                                  olvidadas sus antiguas ceremonias.

No puedo retornar: estoy fuera de todo principio
y la enfermedad sube por mi cuello, mis piernas, mis brazos:
no puedo imaginar otras palabras porque mi lenguaje
acá nadie lo conoce y mi dolencia sólo recibe la mirada
de un esclavo analfabeto que no sabe de su propia esclavitud.

No puedo retornar y no puedo imaginar: mi enfermedad avanza
y hace días que no escribo versos, cartas o pensamientos filosóficos.

En una lengua que desconocen,
¿qué tiene que ver el dolor con el dolor para los bárbaros?

 

 

III. Stimmung (Variaciones sobre un tema de Auden)

Mon âme pour d’affreux naufrages appareille
Paul Verlaine

Entre el ir y venir del otoño se cumple la circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de su indisposición sensorial,
las palabras repiten teatrales la palidez de su propio silencio
y el avance de los años dibuja la derrota de toda acción
en la amabilidad de los gestos que se vuelven símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia del medio,
                                                                     el error de la historia.

¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo representado,
entonces la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura es sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en el espejo de lo real:
el miedo culpable de comprobar el vacío de las afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no era tema a considerar;
era parte del orden del mundo situar el sufrimiento a escala humana
entre lo más banal y la experiencia más espantosa.
Dar la espalda al desastre
como el labrador que sigue en su oficio
o el navío que mantiene su curso de modo impersonal,
sabiendo que en ello no hay indiferencia,
sino cumplimiento de algo arcaico que no se puede intervenir.

Pero sin duda, para nosotros,
no hay posibilidad de volver a ese pacto entre las cosas
y su expresión lingüística, a esa asunción serena
de la contradicción como parte de un libro
del que no deletreábamos página alguna, sino más bien
admirábamos la artesanía de los contornos
diseñados con una paciencia que hoy es incomprensible.
Lo que resta, quizás, es redactar un catastro con costumbres,
usos, hábitos, prácticas
y pensar que con ellos se pueden caminar playas,
visitar aeródromos y centros comerciales,
hacer pasables moteles de quinta categoría,
resignarse a ver en una película de fin de semana
una experiencia estética y, en fin,
todo ese catálogo de lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio necesario
                                           para conjurar el suicidio o la locura.

Mientras el otoño va y viene con su dulce apatía,
la calidez de sus hendiduras imaginarias
levanta un relato legible con el cual bastaría entender
las aprensiones de nuestra propia existencia,
como asimismo la desconsideración para con esas palabras
que íbamos a resignificar en un ingenuo juego alquímico.
Es verdad, tal vez no hay posibilidad alguna de volver,
cosa que los Viejos Maestros sabían de antemano,
incluso cuando pintaban a Icaro como símbolo de la soberbia.

Pero la distancia, la mudez del espejo, esa tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros cuerpos,
la proyección de esos apuntes amarillos
en las pantallas del sueño son, cómo no,
el desplazamiento entre tu memoria
                                           y la inexactitud de la cámara lenta…

Pero la distancia
                                          y esa mudez siniestra…

 

 

IV. Bird

El fondo es tan nítido como las figuras centrales:
en primer plano, algo elocuente,
se enfoca la atmósfera de cabaret,
se despliegan los ángulos superpuestos 
–los colores son variación del tintineo metálico del saxo
y semeja la arquitectura soñada por Bruno Taut                                                                                                               
tal como lo muestra la revista Aktion poco antes del armisticio de 1918-
las espirales que hacen del pequeño grupo de músicos
una ondulación laberíntica que sólo gracias al paneo de la cámara
facilita la comprensión de la imagen: una especie de espejo veneciano
donde Whitaker desarrolla la grandezza de Charlie Parker
como una efigie algo tímida y carente de experiencia,
ensimismado en su instrumento con esa pose entre serena y activa
que Lessing describe de modo magistral en su Lacoonte
y que se vuelve garantía verosímil de todo arte.

Sin duda, entre tos y desmayos,
Whitaker representa la fórmula perfecta de Charlie Parker
–que bien podría ser Artaud, Hölderlin o Carlos de Rokha-                                                                                                           
aquella que solicita inmolaciones en pos de la perspectiva general
y que el dolor y la genialidad sintetizan como la vivencia necesaria
del translúcido desprecio a la vida convencional.
Porque tal vez de eso se trata y todo músico, actor o poeta
es, en el fondo, una paráfrasis sobre un tema caro a Nietzsche
y a Thomas Mann que hace de la enfermedad y el sufrimiento
el valor fecundo del talento artístico,
una curiosa y atractiva justificación de la anulación personal,
el precio a pagar por unos instantes de certeza
o por intuir la transparencia dibujada en el agua como necesaria epifanía
ante la imposibilidad del retorno de Eurídice.

Todo eso tiene su sentido, como lo tuvo en su momento
las desesperadas llamadas telefónicas de Pavese aquella noche
o la fría conciencia de la decisión final de Hemingway.
El resto es historia, literatura, discurso crítico,
pretexto para justificar nuestra holgada vida de lectores u oyentes,
pretexto para entrever la necesidad de los sacrificios
tal como planteó el grupo Acéfalo en el París de entreguerras,
pero, en definitiva, sólo es viable el desplazamiento
entre luces y biombos, entre conversaciones
y un par de copas de esa imagen rescatada de la infancia                                                                                                          
donde, en una sala azul, aún se esconde en una pequeña caja de caoba
esa carta secreta para la prima bienamada que nunca se detuvo
a mirar nuestro rostro de provinciana timidez.

 

 

V. Elegía para Clarence Finlayson

Qui me fait peur le silence des espaces infinis
Blas Pascal

Del mismo modo en que la luz se precipita
desde más allá de nuestra comprensión
y desde donde el orden de Dios
establece estructuras y ordenanzas
en que el dolor es proporcional a la perfección del ser,
es que la extrañeza de tu muerte traduce
a un lenguaje articulado el absurdo necesario de todo misterio.

Extrañeza, sin duda, de sentirse extraño
en las formas de la ilusión y su vaguedad,
en el hábito de decir o pensar con palabras
restablecidas de su primer pecado y que se vuelven inútiles
en esos espacios infinitos donde la voz deja de pertenecernos.

En verdad, en nosotros el acto de toda disposición
se cumple como la promesa de una inevitable lejanía;
en nosotros la simpleza que rehúye argumentos y especulaciones
se cumple como la prístina fidelidad de un adolescente.
Pero no es en nosotros que acontezca el desprendimiento
de las cosas y sus nombres, haciendo del graznido del bosque                                                                                                      
y de la tibia noche de marzo, la más secreta entrega
que estampa su asombro ante sí mismo y ante nadie.

En verdad, sabías que ningún ser piensa la muerte
como la mirada que otorga la esperanza:
apenas ese frágil equilibrio que brinda el azul matutino
en el fragor de los vidrios,
en el rito del cuerpo amante o en los delicados intersticios
que deja libre cualquier derrumbe.

Pero esa extrañeza de sentirse extraño entre las formas,
aquellas que amaste como sutil música celeste
convertido en paráfrasis humana de una perfección insostenible,
esas formas poseen un nombre que implicó tu suprema desazón:
ese único nombre que buscaste, que soñaste en el fracaso del pensar,
que deletreaste entre gotas de placer,
que saboreaste en el jugo sexual de las adormideras,
que intuiste en la escritura de adustos evangelios;
ese nombre que deseaste en la embriaguez soberana
de la soledad más abandonada y que, tal vez,
era la creatura de ti mismo en esas horas de angustia transparente.

Y del mismo modo en que el consuelo es una llaga
más dolorosa aún que el error de anhelar el conocimiento,
es que siempre faltaron gestos, palabras,
siempre faltaron esas designaciones pretenciosas del sentido
cuando otro Edén seducía tu imaginación
cuando, en verdad, Clarence, el suicidio era la Rosa perfecta del Jardín.



 



 

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Cinco poemas de "Vendramin", de Ismael Gavilán.
Ediciones Altazor, Viña del Mar, 2014