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Pedro Prado: poeta en busca de una forma

Por Ismael Gavilán Muñoz
Publicado originalmente en Anales de Literatura Chilena, 2° semestre de 2020




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I

Cuando en enero de 2002 se cumplieron cincuenta años del fallecimiento de Pedro Prado, aquel aniversario —por llamarlo de algún modo— mencionado en sordina en muy escasos medios, hizo que sin realizar un esfuerzo desmedido, recordáramos y tomáramos conciencia que Prado había nacido en 1886. Aquel verano de 2002 fue no tanto un recordatorio, sino una especie de concientización respecto de la distancia temporal, emocional y espiritual que nos separaba de su imagen, de su obra y de su singular presencia en el campo literario chileno de antaño. Sin duda, en aquella oportunidad, esa toma de conciencia se convirtió literalmente en una evocación histórica. Este año 2020, no es tan diferente y asistimos tanto a esa toma de conciencia, como a esa evocación que se han convertido en una dentro del marco de las vertiginosas transformaciones en que nuestra sociedad se ha visto envuelta. Así, en el acto de leer la obra de Prado se advierten tanto los decenios que nos alejan de su muerte, su mundo y su época como los cien años transcurridos desde la publicación de Alsino. Ha sido seguramente un tiempo en que la esencia y efecto de lo que consideramos e identificamos como poesía se ha transformado de manera radical. En nuestra percepción y sensibilidad de lectores se cumple esa transformación y se hace patente aquella distancia. Todo ello contribuye a que advirtamos que se ha vuelto irremediable pensar en la desaparición, tal vez para siempre, de muchas cosas que hace setenta, ochenta o cien años encontraban eco en la voz de los poetas y que los poetas de hoy entreabren en nuevos espacios de resonancia e imaginación que amplían, modifican o subrayan cosas diferentes. ¿Qué aparece entonces como válido y en qué se establece la vigencia de lo que aún puede ser apreciado de semejante manera? El fallecimiento de un poeta no significa necesariamente su validación inmediata e inmutable en un eventual canon o su inclusión apresurada en una problemática idea de tradición. Una distancia de cien años años puede significar una lejanía máxima. Si pensamos, por ejemplo, en los centenarios de los nacimientos de Gabriela Mistral o de Pablo de Rokha, veremos que no implicaron en absoluto la confirmación incuestionable de su actualidad espiritual más allá de los festejos de rigor. En 1989, por ejemplo, no existía aún una edición asequible de la prosa de la autora de Desolación y menos una visión y edición razonada de su obra poética que incluyera su legado que en esos años aún permanecía inédito. Asimismo y de modo un tanto más vergonzoso, en 1994 la presencia de la obra poética de De Rokha era el esfuerzo denodado de un pequeño y entusiasta grupo de poetas y académicos más que un movimiento que reuniese en torno suyo a “las fuerzas vivas” de nuestra sociabilidad literaria y menos de la sociedad en su conjunto. Incluso poetas como Juan Luis Martínez, Jorge Teillier y hasta cierto punto, los mismos Vicente Huidobro y Pablo Neruda, estuvieron y están, como la poesía de Prado, en la época de una singular lejanía.

Por supuesto que frente a esto nos encontramos ante un problema que rebasa las fronteras de la recepción y comprensión de la obra de Pedro Prado. En ese entendido, pocos dudarían que el paso del tiempo es un filtro tenaz e inmisericorde, un filtro que retiene pocas cosas, pero éstas de forma duradera. Quizás por ello es posible creer que este proceso de selección se convierte en la manera más pertinente de constatar una tradición.

Aquella palabra, traída y llevada en disquisiciones críticas de alto y bajo vuelo, ya para ser denostada, clarificada u obviada, se convierte, incluso a pesar de su propia pluralidad de alcances, en piedra de toque al minuto de efectuar una lectura acerca de la poesía escrita en nuestro país desde el novecientos hasta ahora. Como en su momento indicó Nain Nómez:

El sujeto histórico-cultural que aparece con esta modernidad, se liga primeramente a una concepción filosófica centrada en la razón y más tarde a la modernización preconizada por el capitalismo con el incremento de las fuerzas productivas y las diversas formas de participación política. Este sujeto de la modernidad se articula, identifica y también contradice con las posturas que adopta el sujeto poético que lo representa estéticamente, el cual se hace cargo del imaginario cultural con todas sus contradicciones. (Nómez, 1997)

Esas contradicciones que se evidencian en los plazos histórico-sociales sobre los cuales hace alusión Nómez y que impregnan la poesía habida entre nosotros en el primer cuarto del siglo XX, implica, entre otras cosas, el intento de definir o al menos clarificar un concepto que se sabe esquivo en el instante de invocarlo. Ello, sin duda, poco nos puede ayudar al momento de plantearnos las razones o motivos de la duración de una obra poética. Ahora bien, lo que dure en la poesía de Pedro Prado no es en exclusiva una cuestión de perdurabilidad asistida, en el sentido de ediciones populares o la reimpresión infinita, como textos de apoyo escolar, de sus novelas Alsino y Un juez rural. Se nos olvida que Prado fue lo contrario a un novelista que hacía transacciones de inmortalidad en la bolsa de valores del futuro. Se nos olvida que esencialmente era un poeta y no sólo un diplomático eventual o un escritor rodeado de un aura mística y solitaria. Por eso no se trata simplemente de una cuestión de supervivencia poética en cuanto conservación de saberes pasados que se remontan al pasado y se refieren sólo a él. Todo encuentro con la poesía de un autor tiene algo de misterio evanescente, una sutil solicitud, una problematización de nuestras costumbres imaginativas y de sensibilidad:

(…) toda nuestra recepción del arte, como la realización misma de nuestra existencia, está dominada por la temporalidad. La obra de un poeta no se presenta nunca de una vez. Incluso si una impresión artística parece situarse en el instante intemporal, nosotros nunca somos los mismos de antes. Es cierto que cada nuevo encuentro con una obra, de algún modo y alguna vez, referirá a encuentros anteriores, pero curiosamente, tampoco se tratará entonces de un recuerdo del encuentro anterior, desdibujado ya como un palimpsesto, una escritura apenas legible todavía detrás del texto que ahora leemos. Cada encuentro tiene sus propias circunstancias, con su propio trasfondo de resonancias y de sonidos que se extinguen (Gadamer, 2016: 63-64)

Esta cita de Hans-Georg Gadamer nos permite ayudar a entender que cada encuentro con los poemas que conforman la obra de un autor no nos remiten a ese mundo (su mundo) que, hoy, a nosotros como lectores, nos ha sido arrebatado. Es como si cada encuentro, cada lectura, significaran hallarse frente a un presente absoluto y total, como si cada poema fuera una manifestación de un instante original, auténtico y único. ¿Es eso lo que dura?, ¿eso es la obra? Es seguro que se tratan de las mismas palabras que ocupamos al dirigirnos a otros o a nuestra intimidad, palabras que hemos leído infinidad de veces en diversos textos, palabras, sin embargo, carentes de aquel desgaste puntual que una conversación o un pensamiento acentúan en el tráfago de la cotidianidad. O, probablemente, sean palabras que en el acotado y hasta reduccionista empleo contemporáneo del idioma, aparezcan pertenecientes a un universo distante de los requerimientos humanos de nuestra existencia actual. La duración quizás esté entrecruzada con la dificultad con la cual asumimos la peculiaridad de la gramática interna de todo poema. Esa gramática no siempre nos es accesible y no por un hermetismo mágico o un simbolismo esotérico, sino por el hecho mismo de la operatividad con que el poeta articula su discurso. En ese sentido, Steiner nos recuerda una singular reflexión que esclarece este punto:

La poesía se teje con palabras agrupadas en todas las formas concebibles de fuerza operativa. Estas palabras son (…) interpretadas de tal forma que se cruzan y se entrecruzan con la agrupación más grande posible de otras palabras en la retícula del cuerpo total del lenguaje. El poeta intenta anclar la palabra particular en el molde dinámico de su propia historia, enriqueciendo el núcleo de su definición actual con el eco y la aleación del uso previo (Steiner, 2006: 41-42)

Sin embargo, y a pesar de cualquier historicismo lingüístico, en el poema esas palabras siguen vigentes y brillando, aunque para nosotros es probable que su mundo, sus dioses y sus hombres apenas permanecen en cuanto conocimiento del pasado dejándonos perplejos en el ejercicio de la lectura. Vale preguntarse entonces ¿qué hace válida a esa obra poética?

Quizás sería apresurado responder al concentrarnos en el nivel estructural de los poemas, apreciando una rima sutil, la maestría de una forma sancionada por el uso -como puede serlo un soneto- o alguna imagen insólita nacida de un juego sinestésico que subvierte el sentido de la gramática tradicional en el modo en que el lenguaje se organiza dentro del poema. Esa concentración obviaría un contenido que a nuestra sensibilidad se le aparece como algo ya pasado; es posible que se apele incluso a la “ciencia” literaria para que nos muestre la maestría con que las palabras han sido concatenadas o la perfección de su verso. ¿Pero eso es lo vigente?, ¿las particularidades elevadas a prioridad como articulación de un punto de encuentro que se diluye en un goce sólo para entendidos?

Por supuesto que no: cada encuentro con un poema posee su propia circunstancia, su propia red de referencias, su trasfondo peculiar de resonancias a semejanza de una música cuyos acordes van extinguiéndose de a poco: los astros cambian de lugar en la constelación de nuestra conciencia.

 

 


II

¿Qué leemos en la poesía de Prado desde la perspectiva que nos brindan estos cien años? No un interés histórico o biográfico, ni tampoco un interés por reducir esa obra a la esquematización dudosa de una eventual tradición. Tampoco leemos a un mundo de hace ya ciento veinte años cuando el joven Prado era miembro de una juventud que cristalizaría en agrupaciones célebres (el grupo Los Diez) o en publicaciones, hoy por hoy, ya míticas en la historia de la poesía chilena (la antología Selva Lírica). A cien años de Alsino y a casi setenta años de la muerte de Prado hay que hacer un inventario de lo que ha sobrevivido para ver si es posible que coincida con nuestros afanes de lectura. Y eso no es fácil, pues aquel inventario se reduce al momento de aproximarnos a su obra. Es de aquel modo, por ejemplo, que ya no leemos con la misma soltura y aceptación aquellos poemas que nos brindan una enseñanza u orientación conductual como si se tratara de fábulas. Aquel afán moralizante, práctico y con ejemplos tomados de la “vida sencilla” para guiar, persuadir o educar al lector son quizás los poemas menos atractivos hoy para nosotros. En Prado hay decenas de páginas que van desde Flores de cardo (1908), pasando por La casa abandonada (1912), El llamado del mundo (1913) y Los pájaros errantes (1915) que poseen ese gesto admonitorio: poemas que pretenden “educar” sobre valores como la honestidad, la lealtad, el compañerismo, poemas que enaltecen la humildad, la buena conciencia, la pobreza y lo nimio. En buena parte de esos poemas sobrevive la idea de la “utilidad” de la poesía en una estela decimonónica que arraiga desde su función pública y formadora de “carácter”, función que se le atribuye y que es posible detectar desde Andrés Bello y José Victorino Lastarria en adelante. Y sin embargo, entre aquel tono didáctico que impregna muchas de esas páginas es posible avizorar un esfuerzo por conceptualizar poéticamente un pensamiento, una intuición o una actitud meditativa que, si bien poco nos dice en nuestro presente, deja entrever un esfuerzo reflexivo no menor. Un deseo de aparecer profundo y emotivo enraizado en una atmósfera de sobria seriedad con alusiones más o menos felices a un paisaje que se anhela mostrar como autóctono recorre buena parte  de los libros antedichos. Pero en medio de este páramo emergen poemas maravillosos que cumplen y superan la propia norma de ese “criollismo naturalista” de tendencia aleccionadora. Pienso por ejemplo en los poemas titulados —al igual que los libros que los contienen— Una casa abandonada (1912) y Los pájaros errantes (1915). Esos poemas nos permiten apreciar a un poeta de inteligencia vigorosa y que ha aprendido no sólo del modernismo de Rubén Darío, sino también de fecundas lecturas de ciertos deslindes del simbolismo que apuntan a un “maravillamiento de lo menor” o comprender el “misterio de lo nimio” que brinda la obra de figuras como  Maurice Maetherlink o Francis Jammes, como también cierto exotismo orientalista tan a la moda en la sensibilidad finisecular como pueden ser la poesía de Rabindranath Tagore, Omar Khayan o Khalil Gibrán sin dejar a un lado a figuras menores de la poesía hispánica, pero influyentes, como Eduardo Marquina (Massone 2010: 6-7). Todo esto redunda que en esos poemas emerja el misterio, el asombro no trepidando en dejar en suspenso la actitud moralizante o la mera descripción naturalista del paisaje. Son, sin duda, de los mejores poemas que es posible apreciar en Prado y que muestran un fuerte matiz diferenciador en su incipiente obra: una cuota de misterio y conciencia exacta de la labor poética, de la misión del poeta:

(...) el polvo y las hojas y las aspas de los molinos están encargadas de hacer visibles a las ráfagas que soplan vecinas a la tierra. Las nubes y los vilanos denunciamos a los vientos altos, que sólo en nosotros perciben los ojos.
-Extraña ocupación.
-¿Pequeña os parece? Hay muchos que sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles (Prado, 2010: 81-82, La casa abandonada)

Durante toda la fría y larga noche del otoño pasó la bandada inagotable de las aves del mar. En tanto, en la balandra, como pájaros extraviados, los corazones de los pescadores aleteaban de inquietud y de deseo. Inconsciente, tembloroso, llevado por la fiebre y seguro de mi deber para con mis taciturnos compañeros, de pie sobre la   borda, uní mi voz al coro de los pájaros errantes. (Prado, 2010: 184, Los pájaros errantes)

La conjugación feliz de estos detalles nos hacen pensar en la secreta intensidad que aparece en sus páginas. Pero si apreciamos la raíz de ese resultado veremos que no obedece necesariamente a un capricho de moralizar o de simple educación para un lector. No, veremos que se trata de algo más profundo y que se enlaza a un proyecto poético de más amplio vuelo.

Ese proyecto puede constatarse si apreciamos que Prado es un poeta que ensaya “formas” inéditas en el contexto de la poesía chilena de su época. Lo que nos admira es que desde principios de siglo el joven poeta efectúa una exploración expresiva que le lleva en su primer libro de 1908, Flores de cardo, a experimentar con el verso libre, exploración no carente de contradicciones, pues muestra la dicotomía esencial que pesará en la totalidad de esta obra: la relación entre la densidad de lo que se desea decir y la tensión que alcanza el lenguaje para lograr aquel decir. Esta dialéctica llevará a Prado a buscar permanente asidero en una forma que cristalice con adecuación sus inquietudes reflexivas, una forma que sea depositaria de esa tensión que no puede ser resuelta en el mero versificar. Desde ahí, creo que es posible entender su inclinación a escribir lo fundamental de su obra poética  en el formato del poema en prosa. Este singular género, un género anfibio que desde el Romanticismo europeo rastreaba la posibilidad de transgredir una idea de poesía enmarcada en el corsé del verso rimado, se desenvolvió durante buena parte del siglo XIX como la consolidación de una constatación inequívoca: la libertad expresiva para manifestar lo superior y lo inferior, el mundo onírico y el de la experiencia, las sensaciones sigilosas de tenue e inefable certidumbre y el afán de expandir los límites de lo poético hasta los rincones más disímiles y problemáticos de la vida (Jimenez, 2005). Sin duda que desde  Baudelaire y Samain, pasando por Saint-Pol-Roux y Moreas, hasta llegar a Rimbaud y Lautréamont se encuentra la protohistoria del género como una forma fronteriza, híbrida e inesperada. Es muy probable que el joven Prado conociese lo más granado de aquella tradición, como asimismo, su encarnación en los principales poetas modernistas hispanoamericanos, con el mismo Darío a la cabeza, incluyendo asimismo las referencias a Tagore, Jammes y Marquina (Massone, 2010).

De ahí entonces que sus indagaciones con el verso libre más que consolidaciones certeras de una forma asumida sean adecuaciones rítmicas de transición para intentar hallar una manera de asir un tono escritural que permitiese configurar la perentoria reflexividad acerca del sentido de la poesía, el poeta, la vida. Ello explica a nuestro entender, la dificultosa búsqueda por apropiarse del poema en prosa como una especie de frontera fluctuante para su necesidad cavilosa. Por ello, desde Flores de cardo (1908) y La casa abandonada (1912) —y de ahí  en adelante— se configura en la obra de Prado un gesto de permanente ensayo e indagación en torno al hallazgo de la palabra precisa, del vocablo que muestre aquello otro no limitado por el lenguaje mismo y que evidencian las íntimas inquietudes de carácter agnóstico y simbolista de este poeta, digno hijo del siglo XIX, pero con parte importante de su vida habitando el tumultuoso siglo XX. En esa búsqueda parece ser que Prado tantea una “expresión” que testimonie una autenticidad estética y existencial y, tal vez por ello, no debiera extrañarnos el tono educativo de varios de los poemas de esa época, pues mostraría el anhelo de encontrar un camino que diera cuenta de sus experiencias con el lenguaje y por tanto, todo lo mensurable al interior de esa misma experiencia arraigada como forma; en el fondo, un verdadero aprendizaje ante la posibilidad de sus materiales expresivos. Sin embargo, en sus aciertos, como los poemas citados o, asimismo, en otros tales como Lázaro  u Oración al despertar, ambos incluidos en el libro El llamado del mundo de 1913, se muestra una indagación poseedora de un peso vital que lleva en su frente la marca de la duda y la angustia, de la desesperación y de la más profunda inquietud ante el misterio que es el vivir (Pizarro, 2015). Ya en 1954 en un ensayo publicado en la revista Atenea, titulado La nueva poesía chilena, Jorge Elliot subrayaba el desasosiego íntimo de esta poesía y de su permanente lucha por encontrar un arraigo existencial, arraigo que mostraría a nuestro entender, un devenir de poema en poema como de morada en morada:

(Prado) parece buscar en una fe artística compensación por su falta de firmes creencias religiosas y su retorno a las formas clásicas nos indica un secreto deseo de frenar el vértigo de la vida dentro de la noble quietud helénica del estilo (...) Prado tiende hacia lo trágico en secciones de su trabajo, pero se volatiliza apenas llega a sus márgenes (…) (Elliot, 1954)

 A diferencia de la Mistral cuya poesía encuentra una fuerza poderosa en el entresuelo anímico de la imaginación terrestre, en la poesía de Prado es posible encontrar un tono etéreo, de languidez y atardecer y que emplea los símbolos del ave y el vuelo en la mayoría de sus exploraciones. Aquellos símbolos cristalizarían de modo magistral en la novela Alsino, -conclusión lógica creemos de todo el esfuerzo de cerca de dos décadas en pos de lograr una forma equidistante entre el contar y el cantar y que posee a muchos poemas en prosa como puede ser, por ejemplo Los pájaros errantes de 1915, como posible antecedente- viniendo a ser una verdadera culminación del intento exploratorio de una singular poética como pocas veces se ha dado en la poesía chilena del siglo XX.


III

Después de aquel intenso ejercicio expresivo que significó Alsino, y salvo breves incursiones en fórmulas ya aprehendidas (como lo fue en 1921, la publicación de un nuevo y breve libro de poemas en prosa titulado Las copas), pareciera ser que lo primordial del lenguaje poético de Prado se hallaba ya consolidado. Paralelamente a sus actividades diplomáticas entre fines de la década del 20 y mediados de la década del 30, asistimos a un paulatino silenciamiento de este poeta. ¿Acaso la vida había triunfado, sumiendo a Prado en la consecución de tareas más prosaicas y, por ende, acordes con el ritmo del mundo? Es difícil precisarlo, imposible saberlo. Es así que entre 1924 y 1934 el poeta guarda silencio, como indicando la derrota de esa búsqueda formal que le permitiese arribar a puerto seguro, donde fuera dable encontrar una vinculación no conflictiva entre la vida y la obra. Por ello, no es de extrañar que la segunda y final etapa de Prado como poeta esté marcada esencialmente por el soneto. Es como si este autor hubiese encontrado la manera ideal para arraigar en la tempestuosidad de la vida al interior de una forma marmórea y expresivamente delimitada. Porque la forma es el modo que posee el arte para intentar comprender y encauzar la vorágine abismal que implica lo existente. Es la cesura, la pausa necesaria en el tráfago que se sabe infinito. La forma es el espacio donde la libertad adquiere conciencia de sí misma, pues ya no se sabe perteneciente al reino de la necesidad en devenir. Puede contemplar su autonomía y erguirse en el afán ilusorio de una perfección que se plantea desafiante frente a la erosión de la temporalidad. Por ello la forma no es una jaula, ni una limitación absurda o un intento vano, es más bien la conciencia brillante del conjuro de las ráfagas. Así el soneto, así la etapa final de la poesía de Prado. De ahí se puede deducir una posible respuesta a la pregunta que siempre se efectúa respecto a la contemporaneidad de esta poesía, pregunta enunciada, muchas veces, desde la peculiaridad de las vanguardias poéticas que, por esos mismos años, hacían furor en el espacio poético nacional gracias a las obras de Huidobro, Neruda, los surrealistas de Mandrágora y tantos otros como Rosamel del Valle, Humberto Díaz-Casanueva o Pablo de Rokha. A semejanza de la Mistral, Prado se sitúa a un lado de todos estos autores, a un lado del movimiento vanguardista que, no en vano, pretendía aunar vida y poesía como un solo gran discurso para reconciliar al ser humano consigo mismo y así a la realidad, reinventando a esta última. Sin embargo, Prado, siguiendo su camino de modo incontrovertible, fiel a sí mismo, cincelando con parsimonia y paciencia, uno tras otro, sus últimos grandes poemas, sus sonetos, procura lo contrario, convencido de llevar a finalización su propio proyecto poético: configurar a la vida en formas, tal como puede apreciarse en todo su desenvolvimiento de lenguaje, arribando al soneto como singular meta estilística de máxima condensación expresiva. Por ello, en su persistente fidelidad a una manera de comprender lo poético, Prado no lo hace como instancia de fusión existencial, sino como cuidada elaboración y concienzuda reflexión dentro de límites formales otorgados por la tradición. Pero no todo resulta fácil para el poeta de La casa abandonada: muchos de aquellos sonetos, técnicamente casi impecables, parecen en extremo rígidos, sin la posibilidad de entregar una calidez afectiva que los vinculara de modo reconciliatorio con la existencia. Y sin embargo, el milagro acontece tanto en la poesía como en la vida, sólo cuando se ha consumado la necesidad de un perfecto equilibrio entre el lenguaje y la experiencia. Aquellas circunstancias son únicas e irrumpen como verdaderas codas en el desideratum de una prolongada existencia: en 1946, apenas seis años antes de su muerte, Prado publica No más que una rosa, culminando con tal título todo su quehacer creador. Ciertamente publicaría un par de libros más de poesía: Viejos poemas inéditos y Las estancias del amor, ambos de 1949, donde el primero recogería poemas de décadas pasadas y que nunca había publicado y el segundo, la única antología que publicó de su obra poética, centrada en lo fundamental en sus últimos libros de sonetos.

Sería impropio entrar a un análisis detallado de No más que una rosa eximio libro, probablemente uno de los más importantes no sólo de Prado, sino de toda la poesía escrita en nuestro país durante el siglo recién pasado. No, sería impropio y desbordante. Quizás baste, por ahora, con una breve glosa a uno de los poemas más intensos de aquel conjunto. En el soneto titulado “La rosa inefable”, asistimos a lo que indicábamos al principio de este ensayo: que la dialéctica entre la densidad de lo que se desea decir y la tensión que alcanza el lenguaje para lograr aquel decir, se plasma ahora, en este libro final, en torno a un símbolo preclaro en el imaginario del autor de Alsino: se plasma en la rosa.

La rosa adquiere una categoría ideal, entre su propia fragilidad material que se asume como el límite de lo concreto y la carga expresiva que desea a través de aquel símbolo, manifestar una instancia metafísica (lo invisible, lo inefable): “y la rosa ante mi alma, tan sensible,/ va diciéndome siempre lo inefable,/y mostrándome siempre lo invisible” (Prado, 2010: 539-540). Esta instancia se condice con el cuidado de la enunciación, en otros términos, con la frontera significante que pone en evidencia a la rosa como posibilidad de conocer o indagar en la realidad, en la vida:nadie diría que una flor nos hable” (Prado, 2010: 539). Asimismo, el sujeto que habita el poema de Prado se percata de lo problemático de la presencia de la rosa, presencia que, aunada a la Belleza, se vuelve indescifrable, constatándose en ello la síntesis entre lo pasajero y lo eterno: “Belleza de la rosa indescifrable, / concreción de infinito y de imposible” (Prado, 2010: 539)

Se puede apreciar que en los mejores sonetos de Prado, la forma es el juez supremo pues la capacidad de configurar el sentido es una intensa fuerza juzgadora, que deviene un gesto ético: un verdadero juicio de valor que, sin embargo, ha abandonado todo didactismo o tono admonitorio en aras de su propia expresión. Así, el otorgamiento de forma es, como diría el joven Lukacs de El alma y las formas (2013) un “estadio en la jerarquía de las posibilidades de la vida”. Sin duda que el lenguaje es uno de los principales eslabones de esa jerarquía, el de más alto significado, pues incide en el sentido del ser humano y su destino: queda dicho, manifiesto en cuanto se determina como poema. Aquella determinación que en Prado va desde el poema en verso libre, pasando por el poema en prosa hasta llegar al soneto, se levanta entonces como la excepción solitaria e incólume que busca ser arraigo para, quizás, otorgar una respuesta a ese enigma que designamos como vida.

 

 

 

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Bibliografía

* Elliot, Jorge: La nueva poesia chilena, (1954), Atenea, Concepción.
* Gadamer, Hans-Georg: Poema y diálogo, (2016), Barcelona, Ed Gedisa.
* Jimenez, Carlos: Estudios sobre el poema en prosa (2005) Signa. Asociación española de semiótica, n.º 14.
*Lukacs, Georg: El alma y las formas, (2013), Valencia, Publicaciones de la Universidad de Valencia.
* Massone, Juan Antonio: Albores y culminaciones de la escritura de Pedro Prado Calvo (1886-1952), (2010), Santiago, Prólogo a Obra completa, Tomo IV, Ediciones Origo.
* Nómez, Naín: La poesía chilena del novecientos y el sujeto moderno (1997), Santiago, Literatura y Linguistica, n.º 10.
* Pizarro, Sergio: Pedro Prado: la muerte como invisibilidad anterior y posterior a la vida, (2015), Valparaíso, Bagubra, núm. 3 .
* Prado, Pedro: Obra completa, Tomo II , Poesía, (2010), Santiago, Ediciones Origo.
* Steiner, George: Sobre la dificultad y otros ensayos, (2006), México, Ed Fondo de Cultura Economica.

 






 



 

 

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Pedro Prado: poeta en busca de una forma
Por Ismael Gavilán Muñoz
Publicado originalmente en Anales de Literatura Chilena, 2° semestre de 2020