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Toda obra literaria es de orden privado.
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“La vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada”. Soren Kierkegaard.
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El desafío casi imposible de cualquier escritor: vivir en el mundo, pero distante o escéptico de las concepciones que de él existen.
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Si acaso la realidad se fundamenta en el lenguaje tal como numerosas teorías y movimientos intelectuales del presente afirman con delirante contumacia, ¿puede el mal enmendarse o hasta erradicarse con una alteración gramatical como lo manifiestan tantas hordas contemporáneas? Quizás la respuesta es apreciar que las preguntas planteadas por Dostoievski son aún válidas.
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Me provoca una nerviosa desconfianza aquella literatura —poemas, novelas, crónicas, ensayos— que se inicia como una queja personal contra aquello que no sabe o no desea comprender y que deriva en cínicos ejercicios admonitorios en aras de una inquietante “emancipación” de algo para terminar argumentando en nombre de una “verdad”.
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Totalmente efímeros: sólo por esfuerzo de mi padre recuerdo a mi bisabuelo. Mi hijo no sabe nada de él. Más allá de dos generaciones somos olvido.
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La literatura no es reflejo, ni cobranza justiciera de algo, menos un doble de la vida. A lo sumo, puede llegar a ser una proposiciónsobre la vida.
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En un ambiente de desilusión y disolución, no puedo dejar de pensar en Beethoven como referencia de algo siempre mejor, noble y cercano. Tal vez equiparable a los ensayos de Schopenhauer o a esa prosa paradojal y fascinante de Cioran o a ciertas imágenes de Tarkovsky.
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Pasan los años y sigo creyendo que la palabra “sincero” para referirse críticamente a un poema no sólo es inadecuada, sino también absurda.
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Vivir contra la evidencia, siempre.
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El hastío requiere una sintaxis continua, repetitiva, sin alteraciones, tal como el mantra reiterado de esa desnudez vergonzante que es el discurso colectivo.
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Hay que visibilizar tanto lo invisibilizado que una ceguera espantosa aturde mis ojos impidiendo ver lo que antes era visible.
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El valor de lo estético incluye a los demás valores. Fuera de ese orden queda la excepción normalizada de la tiranía y el desprecio.
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La Pasión comienza cuando Cristo sabe con dolor que ni con todo el amor que posee su corazón se vuelve posible salvar a Judas.
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Probablemente la literatura sea concientizar la insatisfacción por medio de formas que nos hacen ver en la ficción, un modo de tomar distancia respecto del resentimiento.
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Ser impopular nunca es fácil, aunque serlo por una buena causa es una garantía frente a la desesperación.
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En el fondo, todo pesimista advierte a pesar de sí mismo, que su bondad se ha vuelto ineficaz.
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Para los viejos moralistas (Séneca, Montaigne, Schopenhauer) la filosofía “sirve” para un “buen morir”: aceptación de la finitud y serenidad ante la abismante desesperación de ignorar lo que acontece después de la muerte. La poesía, para los viejos poetas, pareciera ser que sirve para un “buen vivir”. Tal vez para transformar ese vivir. O como recordaba la amiga de Rilke, la princesa Marie Thurn und Taxis von Hohenlohe: para traer a un presente a punto de perecer, el sabor, el olor y el tacto de unas uvas pérdidas en la inmensidad de la infancia.
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La Historia es el mejor antídoto contra todo espíritu utópico. Y es también Casandra para todo imberbe progresista: ha convivido con ella, ha crecido con ella, ha fisgoneado su rostro y palpado su desnudez. Pero no la escucha.
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Hace poco almorcé en un horrendo boliche en Quilpué con un vinillo intomable. Habría huido espantado, pero me alegré al ver en la raída pared del local fotos de Jorge Teillier y Teófilo Cid.
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En nuestro espacio público, muchas veces la supuesta indignación moral va acompañada de un serio rostro taciturno. Se nos olvida que todo ese cinismo, sin mediar una carcajada o, al menos, una sonrisa, puede devenir una parálisis moral del rostro.
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Mientras la estridente jauría de lo contingente sigue vociferando con violenta veleidad “lo que debe ser”, la lenta y larga caravana de la literatura sigue su camino.
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A veces pienso cuándo abandonamos la infancia, en qué instante, en qué minuto. Tal vez cuando nos dimos cuenta por primera vez que la felicidad de nuestro presente dejaría de ser algo constante y presentimos su pérdida inminente.
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Un objetivo imposible de alcanzar, escogido por su pureza abstracta, capaz de conciliar las diferencias, superar los conflictos y fundir el género humano en una unidad metafísica, no puede cuestionarse, dado que jamás se podrá poner en práctica.
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La literatura es la mejor prueba de que la decepción y el hastío son ciertamente hábitos cotidianos de los que no debemos sorprendernos y mucho menos enrabiarnos.
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Es increíble la facilidad con la que somos seducidos por la aparente bondad de teorías abstractas.
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Alcanzar la certeza de las causas no significa para nada lograr aprehender el sentido. Por eso, cada día que pasa, me voy volviendo más y más escéptico de todo progresismo.
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En la literatura, como en la vida, no se trata de convencer. A lo sumo sugerir buenos modales. Después de todo, convertir el placer en algo semejante a un apostolado evidencia un vacío imberbe que ni la literatura ni la vida tienen por qué justificar.
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Hoy por hoy, ser convencional es ser hostil a las convenciones.
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Poco me importa si hay aridez de corazón si acaso existe fecundidad de estilo.
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A veces me gusta imaginarme como Tayllerand o De Maistre: nacido y educado en el áncime regime, testigo a través de los años, del desmenuzamiento de lo que me ha tocado vivir. En verdad no puedo ni quiero renunciar a ser muy siglo XX.
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Lo que me seduce de Martín Cerda es un estilo que es desasosiego, pasión y lucidez: una profunda inquietud casi trágica que se vuelve escritura.
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Por supuesto que el mundo es mucho más complicado —y secreto— que nuestra pretenciosa habilidad de comprender.
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Teófilo Cid: «La primera responsabilidad de un escritor, la más elemental y primaria, es la de no publicar libros superfluos».
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El mundo no se vuelve más seguro o acogedor en la medida que avanzamos en la vida, para nada. Simplemente nos volvemos más capaces o hábiles para soportarlo.
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En la noche, el lenguaje es como el mar oscuro que se hace indistinto en su oleaje sinuoso y amenazante: aparente serenidad de los abismos que confluye en un atisbo de luz.
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Por desgracia, hoy en día muchos intelectuales están lejos de su infancia, escépticos de todo ángel y desconfiados de cualquier demonio. Su único afán, al parecer, es desear alcanzar el significado “genuino” de alguna de esas palabras que provoca su afiebrado desasosiego (poder, justicia, culpa, identidad). Para eso llevan un uniforme invisible de forma permanente.
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La insipidez de ciertas palabras evidencia la presencia para nada envidiable de un dios mudo.
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Todo entusiasmo es pasajero. En verdad, la realidad es el reverso del espejo.
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Comprender la crítica literaria como una escritura en movimiento: ya desde su objeto de deseo, otra escritura, o ya desde sí misma hacia sí misma.
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En algún rincón de su escritura, Cioran señala que la profundidad de una inteligencia se calibra por la capacidad de sufrimiento que ha aceptado para adquirir sabiduría. En ese entendido cualquier conocimiento sin costo es irreal. Y por eso es muy probable que, en nuestra época, muchas cosas que admiramos como producto de mentes inteligentes, sólo sean la sutil evanescencia de gestos totalmente superficiales.
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Nunca he creído que la crítica literaria pudiera ser un ejercicio que fija o esclarece algo. Más bien la he pensado y querido ejercer como un desplazamiento permanente que va en busca de esa presa única y huidiza: la lectura. La búsqueda paradójica de algo que escapa una y otra vez cuando tiene lugar esa experiencia operativa que es fijar los ojos en la página. Extrañeza radical: la crítica como constancia de lo que no somos y no podremos ser, el registro de lo que hace un instante estaba allí, pero que luego, ya se ha desplazado: recovecos, pasadizos, laberintos de sentido o ausencia de éste. Extrañeza radical: la escritura como extrañeza: momentos de mirada alzada para contemplar una presencia que ya ha huido. Paradoja de querer fijar la ausencia. La crítica como escritura de la lectura.
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Cuando en un artículo de actualidad o en alguna columna de opinión, aparecen expresiones como “reeducación política”, “normalización”, “herramienta de control y sumisión” creo que los límites entre autoconciencia y paranoia se difuminan y empiezo a sentirme como personaje de una novela de Pasternak o Solzhenitsin.
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La exclusión de la belleza como criterio artístico no significa que la autoridad de la belleza esté vaciada o en decadencia. Más bien implica advertir el declive de la creencia de que hay algo llamado “arte”.
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La sensación de miedo más horrible: cuando niño, el vértigo al caer.
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No puedo dejar de convencerme que la crítica es la imposibilidad comunicativa misma. Algo así como el gesto inútil de una luz artificial en un soleado día de campo. Sospecha, pero también goce. Memoria, pero también desfallecimiento ante lo que abruma. Promesa que atestigua su propia entrega cuando deja de reconocerse en tanto identidad.
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En la profundidad del insomnio, los fantasmas no aparecen como tales, a lo sumo como transeúntes que vienen desde la derrota.
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Como algunos que podrían señalar el instante en que sintieron por primera vez amor o tristeza, yo recuerdo la primera vez que sentí aburrimiento: a los cinco años, cuando para hablar, tuve que callar.
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Creo que ser pesimista implica darse cuenta que el árbol de la modernidad ha crecido torcido desde la raíz.
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Imagino como una especie de consuelo a esta época un propedéutico obligatorio después de la licenciatura y antes del postgrado donde sea inevitable leer, entre otros, a León Bloy, Julien Benda, Charles Peguy y Raymond Aron.