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Eduardo Anguita y T. S. Eliot: Breves notas para un acercamiento posible
Eduardo Anguita and T. S. Eliot: Brief notes for a possible rapprochement

Por Ismael Gavilán M.
Universidad Viña del Mar. Viña del Mar, Chile 
igavilan@uvm.cl

Publicado en
Acta Literaria N°41, II Sem. Concepción, 2010

 


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En general no es muy común, en nuestra pequeña escena crítica, establecer vínculos entre la producción poética llevada acabo por nuestros autores nacionales y las tendencias, movimientos, autores y poéticas extranjeras, tanto del idioma o fuera de éste. Y no es que ello no pueda suscitar interés, o no despierte la curiosidad o devenga una menos que imposible necesidad: simplemente creo atisbar que el ejercicio de la lectura comparada no es un ejercicio solícito y de primer orden al momento de interpretar, valorar o distinguir a los poetas nacionales y su producción artística para esclarecer sus propias configuraciones de sentido, sus mundos imaginarios y la peculiaridad de sus articulaciones lingüístico-retóricas. Razones para ello pueden haber varias, entre ellas, probablemente, aquellas que apuntan hacia esa pretendida autosuficiencia que clausura todo afán de lectura más allá de nuestras propias narices en lectores no precisamente informados o por una simple ramplonería provinciana que gira sobre sí misma en la invención de la pólvora. Por supuesto que hay excepciones que de inmediato nos asaltan como son, por ejemplo, el caso de Huidobro y su vinculación, por más polémica que pueda ser, con Reverdy, Apollinaire o las teorías cubistas en general, como también el caso de Neruda que ciertamente ha sido leído teniendo como referentes aclaratorios tanto a Whitman como a Baudelaire, como asimismo a poetas del Siglo de Oro Español tales como Pedro Soto de Rojas o el conde de Villamediana. En otro lugar del horizonte, el caso de Gonzalo Rojas –cuyas permanentes declaraciones para invitarnos a leerlo aguzando, como dice él, tanto el oído moderno como el oído clásico– refiere interesantes e intensas alusiones para que establezcamos contacto entre su escritura prodigiosa y un lenguaje poético cifrado de modernidad que se plasma desde Rimbaud hasta Breton como con el reluciente oro viejo –luminosidad e intensidad de siglos– que habita el decir de la elegía erótica latina con su vasta presencia desde Catulo y Ovidio hasta Propercio y Tíbulo. Pero estas excepciones confirman mi impresión primeriza de aquella autosuficiencia textual y contextual al que es posible adscribir una buena parte de las disquisiciones críticas que son dables para aprehender nuestra poesía. Y por eso quisiera ensayar en estas notas no una lectura rigurosa o erudita, sino más bien tantear un acercamiento entre dos poetas y, eventualmente, entre dos poéticas que al momento de ponerlas frente a frente creo que se acercan y distancian como el sístole y diástole que siempre puede haber entre poesía y pensamiento, entre especulación y canto, entre fe y humor, entre ironía y seriedad, entre  tradición y ruptura. Sí, hacer un ensayo, una tentativa para ver si es dable la cercanía entre Eduardo Anguita y T. S. Eliot.


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Lo primero que podemos apreciar entre Anguita y Eliot es el contexto epocal que a ambos poetas les toca vivir en sus respectivas juventudes: para uno es el cambio de siglo del XIX al XX, para el otro, el nacimiento de un siglo nuevo lleno de promesas e incertidumbres. Para ambos casos, el primer tercio del siglo XX no fue un instante de calma en el mundo del arte y la poesía. Fue más bien un momento de ebullición, rechazo y experimentación que remeció en profundidad las relaciones que el ser humano mantenía con el lenguaje y la idea de representación del mismo para establecer lazos con la realidad y que propició, sin duda, la emergencia de una sensibilidad afinada para entender y comprender de mejor manera el cambio, la transformación, lo huidizo de toda configuración de sentido y que se plasmó con el nombre genérico de vanguardia. No es gratuito ni azaroso el que los artistas y poetas de principios del siglo XX adoptasen el nombre y la idea estratégica de esta palabra para caracterizar su posición de acción ante la sociedad de su época, época que, por lo demás, evidenciaba un problema más profundo: la crisis valórica y cultural nacida a la sombra de la Primera Guerra Mundial, como del quiebre económico surgido del crack de 1929 y la puesta en duda del sistema democrático liberal y, por ende, el surgimiento de diversas ideologías antagónicas tanto de derecha como de izquierda, como no en menor medida el impacto de la técnica en la vida cotidiana y el modo de hacernos ver el transcurrir del tiempo junto a la instauración del mito de la velocidad y la inmediatez. Porque aquí no se trata de una coincidencia cronológica en el desarrollo vital y poético de ambos autores –casi treinta años separan a uno del otro–, sino más bien de apreciar, con todas las diferenciaciones del caso, la vivencia de un  ethos  que hace de aquella sensibilidad vanguardista una marca decidora en el desenvolvimiento de las peculiares características que ambos poetas poseen. Es así que tanto para Anguita como para Eliot, esa sensibilidad se hallaba signada por experiencias disímiles sin duda, pero convergentes al fin y al cabo en lo que significaba apreciar y ser testigos de grandes transformaciones sociales y culturales en un lapsus no superior a treinta años, digamos entre 1914 y fines de la Segunda Guerra Mundial. Ciertamente, la experiencia de ambos poetas no es intercambiable  strictu sensu, en tanto uno era ciudadano de un primer mundo que acababa de salir de un impasse autodestructivo que había hecho tambalear sus estructuras valóricas en su raíz más profunda, en tanto el otro era ciudadano de un país, fundamentalmente agrario, pero con un fuerte descontento social que se hallaba empecinado a vérselas con una modernidad que prometía su arribo por medio de la reactivación económica como por un cambio de los planteamientos políticos y sociales en pos de un ideario más igualitario y participativo. Sin embargo, aún así, para ambos poetas el ambiente de sus respectivos contextos –el Londres de entre guerras para Eliot, el Chile de las décadas del 30 y del 40 para Anguita– era un caldo de cultivo que posibilitaba tomar riesgos y aceptar desafíos para ver hasta qué punto la poesía podía asumir un rol de desacralización de las antiguas formas de sociabilidad literaria y si, como discurso, podía desestabilizar o poner en entredicho al menos –a través de su retórica que invocaba modernidad, ruptura y cambio–, el anodino espacio literario representado, no tan sólo como  institución, sino como escritura poética, es decir, al interior del poema mismo.

Veremos entonces que un joven Eliot, en un camino que va desde  Prufrock  de 1917, hasta  La tierra baldía  de 1922, explora y consolida un lenguaje poético audaz e iconoclasta, convertido en un mosaico de hablas, citas cultas, giros crípticos y oscuras alusiones, conviviendo con rastrojos rearticulados del habla coloquial y puestos en circulación a modo de pastiches irónicos y burlescos, experimentando en la escritura de sus textos un concepto de poema que, siendo respetuoso con sus referentes clásicos, hacía estallar por los aires la forma misma de éste, convirtiéndolo en un texto fragmentario, heterodoxo y sincrético. Esta experimentación le permitió a Eliot, con justicia, ser considerado uno de los más genuinos representantes del modernism anglosajón, que es el nombre que adquirió la vanguardia en los países de habla inglesa, como asimismo proyectar la imagen de un poeta de radical modernidad.

Por otro lado, vemos a un joven Anguita que entre las décadas del 30 y del 40 escribe febrilmente una serie de poemas, agrupados en colecciones varias –Tránsito al fin, Transmisión animal, Siempre y la estatua– y que develan una trama densa y diversificada que indaga y explora temas y motivos, puestos en circulación por la recepción en Chile, durante la década del 30, de un  modo  vanguardista y que modulan en su registro diversas maneras de habérselas con el lenguaje al uso: es así que en los mejores poemas de estas colecciones aparece un tono perentorio y burlesco de raigambre onírica que, sabiendo jugar el juego iconoclasta con humor y desenfado, como asimismo adquiriendo una solemnidad reflexiva que, a su vez, es desmantelada por guiños de cotidianidad, muestran de parte del joven Anguita un manejo diestro de esa dicción entre leve, risueña y admonitoria que vía Huidobro y la vanguardia parisina, rendía sus mejores frutos entre una juventud ávida y rebelde caracterizada como "La Generación del 38".

Será de esta manera entonces que tanto Eliot como Anguita se vuelven protagonistas de una juventud poética rebelde, escéptica y vanguardista en sus respectivos países y que relacionan antitéticamente la naturaleza polémica y destructiva de la vanguardia con el  logos  de la civilización burguesa, al serles inherente una idea o concepto de lenguaje y poesía que conlleva una permanente renovación entre lo nuevo y lo viejo, entre lo que era y lo que será.


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Un segundo punto de contacto entre Anguita y Eliot es aquel que hace referencia a la vinculación amistosa y cercana que mantienen y cultivan con poetas mayores, y el modo en que se articula con ellos un productivo diálogo a distinto nivel, ya sea respecto a la búsqueda diferenciada de un común horizonte de expectativas poéticas, ya sea por proyectos en conjunto que muestran la articulación de una política cultural identificatoria y privativa, como también lo que implica el seguimiento de sus mutuas estrategias escri-turales sin abandonar nunca un cariz crítico. En esto, evidentemente pienso en la relación que hubo entre Anguita y Huidobro, y la que existió entre Eliot y Pound. Relaciones que, sin duda, siempre se han planteado como problemáticas a la hora de establecer el verdadero calibre de sus filiaciones y que de forma apresurada abordamos, en una primera instancia, como "dis-cipulaje", pero del que siempre hay mucho más que decir o aclarar.

El caso de Eliot es conocido: rebotando de Alemania a Inglaterra en vísperas de la Primera Guerra Mundial y llevando a cuestas inacabados estudios de filosofía, en la correspondencia mantenida con Conrad Aiken, Eliot devela inseguridad respecto a sí mismo, de sus poemas hasta ese momento escritos y desorientación acerca de si quedarse en Londres o retornar a Estados Unidos. Aiken, a través de amigos comunes, le hace llegar a Pound una copia de  Prufrock y esto gatilla su primer encuentro en septiembre de 1914. Comienza, así, una relación fructífera entre ambos poetas que ha de prolongarse por más de treinta años, siendo los primeros diez, los más célebres y fecundos. Aunque mayor a Eliot por sólo tres años, Pound ya era una celebridad en ascenso en el circuito poético inglés: llevaba publicados al menos cinco libros de poemas, participaba de las polémicas literarias locales y realizaba una serie de proyectos que iban desde editor, corresponsal y crítico en un variopinto número de revistas más o menos efímeras, hasta ser mentor y propagador de diversos movimientos y manifestaciones vanguardistas tales como el vorticismo y el imagismo. Aunque la diferencia de edad era mínima, Pound aventajaba con creces a Eliot en experiencia literaria y mundana, mantenía contacto con lo más granado de la joven literatura inglesa del momento y poseía un talante crítico y polémico a todas luces brillante y oportunista. Eliot, por otro lado, era tímido, cáustico y reservado, a medio camino aún entre decidir a favor de la poesía o de la filosofía y con serias dudas acerca de sus poemas. Si bien es cierto poseía una cultura erudita y académica, su conocimiento del mundillo literario –sus intrigas, alianzas y oportunidades varias– le era casi ajeno. Gracias a Pound, en ese momento Eliot entra de lleno a él y es invitado a tertulias, lecturas y publicado en revistas y antologías. El entusiasmo de Pound es evidente, mezcla de curiosidad, escándalo y admiración sincera. Eliot, más bien distante y no creyéndose tanta maravilla. En esta primera parte de la relación –que es la que más nos interesa– Pound se convierte en mentor, juez y consejero de Eliot, proceso que culminará con la lectura correctiva de  La tierra baldía  y su posterior publicación en 1922. Pero sin duda, lo que confirma Pound a Eliot, es la búsqueda de una autoridad cultural tradicional y una definición de su propio valor, la tentativa por reconquistar la tradición de la  Divina comedia, es decir, la tradición central de Occidente. Tanto Pound como Eliot terminarán esa búsqueda queriendo escribir el primero el gran poema de una civilización, utilizando los hallazgos y procedimientos de la poesía más moderna y rupturista. El segundo queriendo escribir un poema que reconcilie fe y poesía. Reconciliación de tradición y vanguardia: el simultaneísmo y Dante, el  Shy-King  y Jules Laforgue, la fe en la Iglesia Anglicana y las remembranzas de la infancia perdida.

Por otro lado, las relaciones entre Anguita y Huidobro están signadas, en lo primordial, por el arribo de este último a Chile en 1933. En una pausa entre sus numerosos viajes, la llegada de Huidobro contribuye con su estímulo y consejo al desencadenamiento de un nutrido e interesante movimiento juvenil, no sólo en la poesía, sino también en las artes visuales y, por otro lado, lleva a cabo una extraordinaria actividad editorial, publicando su obra y propiciando la aparición de revistas. En las tertulias organizadas en su casa de calle Cienfuegos en Santiago de Chile, como en las de su casa en Cartagena, Huidobro reunía a un conglomerado de poetas y escritores jóvenes con los cuales dialogaba, discutía e intercambiaba impresiones respecto a la poesía tanto de Chile como de la que él traía noticia desde el extranjero; el estado de la literatura nacional y del ambiente socio-político de la época. Sin duda, el primer encuentro de Anguita con Huidobro debió producirse en 1933. De ahí hasta el fallecimiento del poeta de  Altazor en enero de 1948, Anguita fue un ferviente participante de la tertulia huidobriana, llevando a cabo, entre otros, varios proyectos de importancia como la elaboración junto a Volodia Teitelboim de la  Antología de poesía chilena nueva de 1935 (proyecto sugerido por Huidobro y amparado por su influencia en el decisivo gesto del apoyo editorial) y de la primera antología de la obra del poeta de  Temblor de cielo  efectuada en Chile. En esta complicidad de amistad y de proyectos, es indudable que Anguita haya sido visto como un discípulo o mero imitador de la obra de un poeta mayor como Huidobro. Sin embargo, tal conclusión apresurada demuestra un desconocimiento radical de las sutiles y evidentes diferenciaciones entre los proyectos propiciados por ambos poetas. Lo que queda claro es que Huidobro establece una verdadera "revolución del ánimo" tal como lo testimonian las siguientes palabras de Anguita:

No es que el poeta creacionista los haya [a los jóvenes poetas del 38] signado en la letra; pero sí que suscitó, casi en todos, un despertar a la propia personalidad (...) Con todo, le debemos a aquel "antipoeta y mago" una claridad de conciencia que difundió tanto en nuestro espíritu como en la tonalidad anímica chilena (...) Huidobro, pues, aunque en el reducido campo de la literatura, provocó una verdadera revolución del ánimo en Chile. No se piense, sin embargo, que fue tan reducida su influencia. La poesía moderna, por muy minoritaria que sea en su lectura, opera por radiación sobre todos los otros campos. Desde luego, a partir de Huidobro y de las escasas publicaciones que realizamos sus amigos jóvenes, la mentalidad comenzó a cambiar. La crítica especializada, las nuevas promociones de profesores e investigadores (Mario Góngora, Jaime Eyzaguirre, Dr. Armando Roa, Dr. Julio Dittborn, Roque Esteban Scarpa, Cédomil Goic) y quienes lo frecuentaron o que conocieron su obra, algo y tal vez mucho le deben a Huidobro. Se encaró nuestra realidad con otro temple. Un estancado provincianismo que era una tónica dominante, fue remecido y removido. El "nuevo ánimo" que trajo Huidobro a la poesía, al pasar desde su zona –inclusive a causa de las querellas de capillas literarias, cuya importancia hasta hoy mismo no se ha sabido ponderar positivamente– a la de la enseñanza en colegios y universidades, al periodismo y a la crítica, y finalmente, al gran público, como hoy lo presenciamos, se tradujo en una general  actitud antipensantez, que ha influido, innegablemente, en todos los ámbitos. Ésa es, a mi entender, la mayor trascendencia de nuestro poeta creacionista (Anguita, 1999).

Con sagacidad, Anguita se acerca y distancia de Huidobro en el centro mismo de sus preceptos poéticos, es decir en la concepción que ambos poseen de la noción de creación. Para Huidobro éste será el santo y seña para evaluar la pertinencia moderna de toda aventura poética, aventura que redundará en la asunción del creacionismo en el entendido de una apuesta por la autonomía antimetafísica del poema en tanto objeto creado que se fundamenta en la imagen. Veremos que Anguita asume la poesía como conocimiento, pero que no se halla prohijada por la ciencia –a diferencia de las apreciaciones más radicales de Huidobro–, sino que ella misma se convierte en su propia matriz para aprehender a la realidad. Asimismo, se despacha cualquier confusión entre lo poético y una emocionalidad directa. Según Anguita, el ser humano conoce a través de la ciencia y a través del arte. Y no deja de ser sorprendente que incluya en esta última categoría tanto a la religión como al mito, estableciendo con ello una radical reivindicación de un espectro de la realidad que el creacionismo huidobriano había relegado de su fundamento. Pareciera ser que Anguita alienta una idea de religión de arte, por cuanto la comprensión del fenómeno religioso y mítico sólo es en-tendible por una razón de índole  estética, cuya ley profunda es la  capacidad creativa que posee el ser humano para dar sentido y forma a sus necesidades vitales y existenciales. Pero en el fondo, lo que está haciendo Anguita essituar el hecho poético en una trama que bien puede ser identificada y caracterizada como lenguaje, trama de la que el poeta "nada sabe". Esto implica una comparación con la divinidad que, a diferencia de lo postulado en el creacionismo huidobriano, no se configura para enfrentarse a ella con el deseo de consolidar un gesto autónomo que la relegue al silencio inexpresivo o a la insignificancia, sino para asumirla  comprensivamente en sus mecanismos de articulación en la semejanza facilitada por la conciencia  retórica de su mismidad. Finalmente Anguita vislumbra que el  gran pecado del proyecto poético de Huidobro es el orgullo de plantearse  frente a Dios como creador, producto de una autoconciencia que le ha hecho perder la inocencia primordial. Sin dejar de admirarlo, el poeta de La visita efectúa su crítica en el centro mismo del Creacionismo, es decir, en lo que respecta a la valoración metafísica del proceso creativo: Huidobro confió plenamente en la autonomía del sujeto como ente creador, confianza que se afianzó al asimilar y aprehender la instancia que la vanguardia parisina propició y que estimuló, a su vez, esa búsqueda de lo "nuevo" en la oportunidad única que la técnica y la ciencia ofrecían como referentes de la estética de la "sorpresa". Anguita no, no tiene esa confianza ante aquel espectáculo que concibe la desacralización del ejercicio creativo, no puede otorgarle valor sólo como una versión de un acto estético por más que se sienta partícipe de la aventura de la vanguardia o que incluso adopte su retórica (como sucede en el caso de su movimiento "David"). Para Anguita, el amor, fundamental para comprender la mismi-dad de la poesía, no se halla presente en el creacionismo huidobriano.


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Podemos apreciar que un tercer punto de contacto entre Anguita y Eliot está cifrado en la injerencia cristiana para articular un concepto de tiempo y salvación en sus respectivos poemas tardíos:  Venus en el pudridero  Liturgia  en el caso de Anguita,  Cuatro cuartetos en el de Eliot. Por supuesto que no abordaremos tamaña empresa comparativa con el detalle que se merece, sólo insinuaremos más bien algunos elementos generales como una antesala para un ejercicio mayor.

En primer término, los poemas tardíos de ambos autores dan cabida a una serie de consideraciones que podríamos rotular –a falta de un descriptor mejor– de "poesía reflexiva" o de "poesía de meditación" y que se articula en un tipo de texto muy peculiar: el poema largo. Tanto para An-guita como para Eliot esta forma se presta adecuadamente para configurar el ritmo preciso de sus lucubraciones: entre el cantar y el contar, el poema largo moderno ha interiorizado, en un proceso de breve data, la posibilidad reflexiva que es propia del sujeto del enunciado: la hondura de la meditación implica la emergencia de una conciencia que se ve a sí misma desplegando sus habilidades y expectativas, escudriñando los laberintos de la memoria y trayendo a presencia con libertad suma los lugares, las experiencias y las imágenes que cree necesarios para hacer evidente una idea o concepto de totalidad. Asimismo, el poema largo requiere de un verso extenso, modulado con generosidad, un versículo más bien, en donde dado a una especial forma de narrar, dispone los materiales lingüísticos con soltura de espacio y extensión. De ahí que la digresión sea uno de los elementos primordiales de su articulación retórica, ya que mantener la intensidad lírica en un trecho extenso, hace decaer el texto y lo vuelve redundante y fallido. Así, en sus poemas tardíos –pienso sobre todo en Venus en el pudridero de Anguita y en Los cuatro cuartetos de Eliot– la forma está al servicio de un contenido que se vuelve meditación intensa, lenguaje parsimonioso y evocación musical, porque lo que se trasunta en estos poemas es entender el desafío de plantear un lenguaje opaco de sí mismo y que sea a su vez depositario o más bien organon del pensar, en una apuesta por expandir el horizonte del poema lírico más allá de la anécdota o de las virtuales modas vanguardistas que ambos autores conocieron y practicaron en su juventud. Hacer del poema largo espacio para la reflexión, es volver al presente el desterrado diálogo que puede haber entre poesía y pensamiento, diálogo que estos poetas no dan por clausurado, en absoluto.

En segundo término, los poemas tardíos de Anguita y Eliot se vuelcan apasionadamente a reflexionar sobre el valor y sentido que adquiere el tiempo como experiencia única de una subjetividad que se sabe finita. De aquella forma hay en estos poemas una serie de meditaciones sobre la existencia del tiempo, sobre la posibilidad de conjurar su transcurso y el asombro casi aterrador que implica vivir en medio de su torbellino, como percatarse asimismo de las gotas de eternidad que se dejan entrever entre los objetos, los lugares y los seres que se prestan en una sucesión fantasmagórica, evocadora y melancólica, a erigirse en símbolos casi carnales del desideratum arrebatador que envuelve el transcurrir. En Anguita y Eliot, la rosa, el gusano, el río, la sucesión de las estaciones y, sobre todo, la doble faz de las palabras –ya pueden marchitarse en su torpe e inacabada aprensión del tiempo, ya pueden resplandecer como la consolidación de un testimonio que no caduca en la inmediatez de su decir– se convierten en esos símbolos que muestran de un modo apasionante la densidad de un pensamiento que se vuelve fronterizo de la abstracción y que se despliega en la extensión del poema con una precisión abrumadora, haciendo de la sensibilidad y el intelecto una simbiosis casi perfecta en un lenguaje serio e intenso que ha relegado a un segundo plano los lúdicos descubrimientos vanguardistas.

En tercer término, es posible advertir en los poemas tardíos de Eliot y Anguita una discursividad que nace de la propia condición retórica de los textos –y no necesariamente como un injerto traído a la fuerza desde otro sitio– y que hace referencia a la constante alusión de un fin redentorista, recurriendo para ello a una imaginería cristiana. En este sentido, no nos es desconocida la opción por el cristianismo católico y el cristianismo anglica-no al que tanto Anguita como Eliot acceden en un proceso moroso de años de indecisión y examen interior. Sin duda la fe, para estos poetas, no es mero dato cultural, ni tampoco algo que hay que dejar en suspenso: cada uno, desde su peculiar experiencia, sedimenta sus poemas con su sensibilidad religiosa y los textos a los que estamos haciendo alusión son precisamente el lugar exacto donde esto se lleva a cabo. Vemos cómo Anguita y Eliot proceden a intercalar, parafrasear e introducir en el cuerpo de sus poemas fragmentos o referencias a los Salmos, al  Cantar de los Cantares, a oraciones aprendidas desde niños, al breviario latino y al texto de la misa. Pero más allá de estas intertextualidades, lo que atrae poderosamente la atención es el uso en varios lugares estratégicos de los distintos poemas, de elementos configuradores de sentido que abarcan las dimensiones del vaticinio, la pureza y la expiación y que tienen al fuego, la llama y la ceniza como símbolos aglutinadores de una sensibilidad religiosa múltiple y rica. Ahí es donde se puede apreciar el centro de las meditaciones que llevan a cabo estos poetas en sus largos poemas finales: la real posibilidad de aprehender el transcurso del tiempo y vislumbrar justamente en él un atisbo de eternidad que sea compatible con la precariedad que advierten en lo humano y que hace de la autoconciencia de la finitud y su aceptación estoica y adusta la puerta que deja entrever una posible salvación.


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Me apresuro a concluir estas notas, estos bosquejos que han querido ensayar un acercamiento entre Anguita y Eliot con la conciencia que resta mucho aún por explorar al momento de establecer vinculaciones entre estos poetas. Una revisión apresurada de esa vinculación implicaría, entre otras cosas, indagar, por ejemplo, al interior del conservadurismo político de la madurez de ambos autores, el concepto de cultura que propician y el modo en que creen que es posible encarnar en la realidad tales premisas. De Eliot sabemos bastante de ello al leer textos como  Notas para la definición de la cultura  La idea de una sociedad cristiana. De Anguita –como sobre muchas otras cosas que lo involucran– creo que eso no ha sido siquiera planteado como posibilidad, acaso este tema rendiría críticamente si sus artículos, notas y ensayos pudiesen ser leídos, por ejemplo, a la par de los textos de crítica cultural de un gran amigo suyo como lo fue Mario Góngora. Pero ese mismo conservadurismo revierte tanto en Anguita como en Eliot al convertirlos en mandarines culturales –directores de revistas, asesores asiduos de editoriales prestigiosas, colaboradores de la prensa más representativa delestablishment literario de sus respectivos países– cultivando, asimismo, una efigie solitaria y hasta monacal de sus propias existencias y distantes de todo eventual escándalo, dedicados, por último, al final de sus vidas, a pulir y revisar obstinadamente, una y otra vez, su prosa –notas, ensayos, crónicas, conferencias– a sabiendas que la poesía, en su misterio, ha dejado de manifestarse en ellos.

Las aristas por explorar son vastas, sólo enuncio algunas aquí, con el ánimo de mostrar que, en nuestro contexto crítico, resta aún bastante por hacer al momento de querer dar cuenta de los contactos que pueden ser hallados entre nuestros poetas y su producción y autores, movimientos y tendencias extranjeros, sea o no de nuestro idioma.

 

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REFERENCIAS

Anguita, Eduardo. 1967. Venus en el pudridero Santiago de Chile: Del Pacífico.

________ 1999. "Significación de Huidobro", en Anguitología . Santiago de Chile: Editorial Universitaria, pp. 232-233.

________. 1994 [1971]. Poesía entera. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.

Anguita, Eduardo y Teitelboim Volodia. 2001 [1935]. Antología de poesía chilena nueva. Santiago de Chile: LOM Ediciones.

Eliot, T. S. 1942 [1940]. La idea de una sociedad cristiana. Trad. de Carlos M. Reyles. Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina.

_____. 1949 [1948]. Notas para la definición de la cultura. Trad. de J. A. Arancibia. Buenos Aires Emecé Editores.

_____. 1978 [1917]. Prufrock y otras observaciones. En Poesías reunidas: 1909-1962 / Thomas Stearns Eliot.Trad. de J. M. Valverde. Madrid: Alianza.

_____. 1989 [1943]. Cuatro cuartetos. Trad. de J. E. Pacheco. México: Fondo de Cultura Económica.

_____. 2005 [1922]. La tierra baldía. Trad. de José Luis Palomares. Madrid: Cátedra. 



 

 

 

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