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Cinco Epigramas

Ismael Gavilán



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Desdén tardío

No seas veleidosa Silvia:
bordeando los cincuenta pareces de sesenta
con esa coqueta arruga en tu mentón
y esas caderas desbordadas como río tras la lluvia.
Aunque tu mirada sigue siendo cruel
tus labios no seducen como antes
cuando, desdeñosos, decían mi nombre
para no aburrirse del agrio vino
de tus noches de frívola indolencia.

No seas veleidosa Silvia:
con los años hueles igual que un macho cabrío
y tu piel se ha vuelto más dura
que la cera de un viejo candelabro.
Conociéndote como te conocí
el invierno en ti debe durar hasta diciembre
y ni la fiebre sería capaz de hacerte entrar en calor.
Por eso me sonrío que le digas a Salustio
que buscas tan tierna a alguien para decirle “esposo”.
¿Pero quién te llamaría “esposa”,
si hasta Fortunato, ese pederasta flaco y torpe,
te llamaba “abuela” hasta hace muy poco?

No seas veleidosa Silvia:
todos tuvimos nuestra oportunidad.
Que busques marido no me extraña,
pero lo veo difícil: el fuego del amor no sería capaz
a estas alturas de iluminar la gris caverna de tu sexo.

 

 

Talento y fidelidad

No eres sólo hábil con tu poesía Laurencio.
Tu talento se muestra
cuando escribes los discursos del Prefecto del Pretorio
y sabes encontrar la palabra justa para su agasajo:
el giro más pertinente y político,
la arenga más cuidada, pero gallarda.
Tu talento Laurencio
sirve también para abrir y cerrar el Foro,
para limpiar las cloacas luego de la fiesta
o para justificar los malos poemas de cualquier funcionario.
Tu talento Laurencio es tan leal y dulce
como la comezón en invierno de un pulga chiquita:
busca el calor de cualquier animal
con tal de no encontrarse a la intemperie.

No sólo eres hábil con tu poesía Laurencio
-cuando fuimos amigos, alguna vez te dije
que escribías de forma soberbia y envidiable-
sino también con tu infinita capacidad
para capear cualquier purga palaciega.
Lejos estoy de criticarte:
muchas cabezas más nobles que las nuestras
han rodado ensangrentadas
y tú has sabido reservarte para tiempos más dignos de Apolo.

Sólo trata que tu estómago -ése que yo no pude tener-
no renuncie a la lealtad que se merece tu talento.
Después de todo, nada garantiza que tu nombre
el Prefecto del Pretorio
lo anote en la siguiente lista de proscripción.

 

 

Costumbres heredadas

Que te agrade alargar la noche
entre copas de vino y licores agrios,
te lo perdono: es una costumbre que tienes
propia de todo pícaro vejete.

Que te guste seducir jovencitas
que podrían ser tus nietas,
te lo acepto: es una vergonzante pero risible debilidad
que has tenido desde que cumpliste los sesenta
y de la cual no me abstendré cuando mi rostro
se caiga a pedazos como el tuyo.

Que te plazca vanagloriarte de la “amistad”
que alguna vez creíste tener con Horacio
o Cicerón, está bien: yo mismo soy vanidoso
como cualquiera de nuestro gremio
cuando escribo malos epigramas.

Pero que creas con tu sincero hedor a vino
que tus poemas son inspirados y bellos
y que por eso el Estado deba darte una prebenda,
lo siento Glauco, lo siento:
mi cinismo no alcanza para tanto.

Ya viene siendo hora que tu hijo
te lleve en andas a tu lecho para que tu resaca sea realista
y por ello menos dolorosa.

 

 

Summa Cum Laude

Has logrado, Antonino,
lo que siempre deseaste:
dar cátedra en la Academia
sobre lo bueno y lo malo,
sobre lo bello y lo feo,
sobre la justicia y su valor republicano.

Has logrado sabiduría Antonino.
Y no es malo: veinte mil sestercios anuales,
una finca propia,
el derecho a carruaje,
una beca del Estado,
y el anhelado sueño de otorgar dote
-a bajo costo- a las imberbes de tus hijas.

Tus discursos son de esa retórica
tan ajustada a nuestro tiempo
que todos quieren oírlos con dócil entusiasmo.
Pero tú y yo sabemos que eso no importa:
has logrado prebendas y títulos,
el Senado te aplaude
y tú mismo has tenido que aprender
a asearte al menos dos veces por semana
para lucir bien tu nueva toga:
después de todo has logrado escapar
de tu antigua pobreza estudiantil.

Has logrado lo que siempre deseaste
y no sabes cuánto me alegro por ello:
así al fin dejaré de oír tu eterna queja de víctima
y de leer tus diatribas en ese ridículo latín de hojarasca.

Sólo que ahora me cuidaré mucho más que antes
de contradecir a César frente a tu presencia.

 

 

Educación fallida

Te quejas Artemidoro
de la cruel petulancia de los jóvenes.
Te quejas que desconocen a Tucídides
o que ya no leen a Virgilio.
Pero en verdad no sabes que son bestias
que nos destriparían a ti y a mí
si acaso contradijéramos sus torpes opiniones.

Te quejas que en sus borracheras
destruyan sus tablillas obsequiadas con tanta dignidad
o que en sus pendencias nocturnas
no respeten al magistrado y su guardia
queriendo incendiar por cruel aburrimiento
la casa de Celia, nuestra bella cortesana.
Te quejas que eructen cuando tratas de enseñar
la sutil belleza que posee el verso yámbico.
Pero eso es nada cuando se burlan hirientes
de mi dulce acento ilirio
como si ellos hablaran con palabras dignas de Hesíodo.

Te quejas amigo con alguien
que también no sabe a quién quejarse.

Lo mejor Artemidoro es dejar la capa de retórico,
hacer la ablución correspondiente
e ir a Calabria a cultivar higueras y viñedos.

Acá en la ciudad es triste saber que ya nadie se interesa
por conocer y educarse con los clásicos.



 

 

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