Una antología será siempre un ejercicio decisivo para tomar el pulso a la obra de un autor. Ya sea como visión panorámica de lo hasta aquel instante realizado, ya como autoevaluación del trayecto escritural en que está inmerso, ya como selección depuradora respecto de lo que se desea dejar a un lado con tal de enfatizar o explorar nuevos derroteros verbales.
Hace poco más de un año, a inicios de 2020, Ediciones Santiago Inédito publicó Una temporada en la cabeza, libro de carácter antológico del poeta chileno Rodrigo Arriagada Zubieta (1982) que, en muy breve tiempo, nos ha ido entregando, a través de la editorial bonaerense Buenos Aires Poetry, tres libros sucesivos: Extrañeza, 2017; Hotel Sitges, 2018 y Zubieta, 2019.
No deja de llamar la atención la prolífica producción de Arriagada Zubieta: en menos de un lustro tres libros y una antología, actividad que, unida a su permanente labor como traductor y crítico en Buenos Aires Poetry (editorial en la que es encargado de la colección de poesia Pipa Pases), devela un trabajo continuo y concienzudo.
Esa producción daría tal vez para pensar, más allá de la sucesiva aparición de esas publicaciones en tan breve lapsus, en una obra abigarrada que se esfuerza por salir y divulgarse como manifestación de un impulso creativo diverso.
Pero la lectura detenida de Una temporada en la cabeza, nos permite vislumbrar que tal expectativa se diluye con cierta rapidez. Más que una heterógena variedad de formatos, lenguaje y fraseo verbal que podrían incitarnos a un recorrido por distintas estaciones verbales y mentales en una trayectoria de expansión imaginativa (el sístole y diástole del uso de los materiales y recursos con que se articula cada poema en su propia particularidad) en los poemas de Arriagada Zubieta reunidos en este volumen apreciamos otra cosa: una reconcentración intensiva para evaluar una y otra vez, la necesidad de asir en el poema la densidad expresiva con la cual pretende articular su imaginario. Un imaginario fracturado, agónico, rico en complejas disquisiciones experienciales y que, por lo mismo, se vuelve todo un desafío cincelar formalmente en un decir que no quede vaciado de su significado en aras de una mera “bella construcción” retórica.
Sin duda que Arriagada Zubieta sabe el desafío que se pone por delante: su tentativa no es la exploración variada, sino la intensificación de un puñado de imágenes, sitios, experiencias y sentidos que necesitan plasmarse y que intenta reiterar una y otra vez en una serie de poemas que son ensayo de un poema quizás imposible.
En estos poemas, es fácil detectar a primera vista el agón de Arriagada Zubieta con la poesía de Enrique Lihn: frases, estructuras sintácticas, el uso y a veces hasta abuso de algunos adverbios. Pero sobre todo, es posible advertir una lucha tensa contra lo que Lihn padeció y que Arriagada Zubieta esta empezando a padecer, poéticamente: el choque frontal con la expresividad para dar cuenta de una experiencia que se ha fracturado en una modernidad periférica como la nuestra.
En ese sentido, no sólo los poemas de Lihn son evocados/invocados en sus procedimientos que dejan una huella muy singular de asir, también es dable ver a cierto W. Auden, el poeta británico de mediados de los años 30 del siglo pasado que dispuso en su lenguaje seco y admonitorio, hacer un escáner de la tragedia de la modernidad en un tiempo de incertidumbre. Quizás también es dable ver en varios poemas de Arriagada Zubieta otras filiaciones —conscientes o no—: sin duda Baudelaire, pero también cierto sabor nihilista y/o escéptico de la mejor poesía de Armando Roa Vial, por ejemplo.
Pero más allá de detectar éstas u otras filiaciones, discutibles en todo caso, lo que me interesa destacar de la poesía de Arriagada Zubieta es más que nada su empeño por reiterar, en la búsqueda de un lenguaje que le sea propio, la necesidad que ese lenguaje arraigue en un poema que pueda mentar la compleja disolución del sujeto que enuncia: un yo que, aparentemente invade todo el espacio del poema, pero que logra vérselas con su propia enajenación en los arrabales del sentido que va ocupando mientras va disgregándose. Esto, que suena algo contradictorio, creo que es el fino destello que se aprecia en la trama de densa arquitectura de buena parte de estos poemas. Poemas, por lo demás, que hacen del versículo, cuasi narrativo, su nervio principal, propiciando una respiración holgada, pero para nada carente de requiebros: “Suplantar a una persona por ella misma/ fue lo que hizo Lynch. —su obra maestra/ el abrazo al fin de la fuente de Narciso/ efímera limpieza del agua en el rostro del Agente Cooper/ devolviendole la propiedad de ser/ veinticinco años antes/ como si pudiera visitar el vacío/ de unos minutos en que el tiempo se ensancha/ en el espejo oscuro que lo refleja// (“La muerte en Tv: David Lynch, 2017”)
Los mejores poemas de Arriagada Zubieta son aquellos que logran transmitirnos esa sensación de disolución en la superabundancia del fraseo, dejando a la deriva a ese “yo” que, curiosamente, pareciera ser sólo un punto de inicio desde donde se explaya el lenguaje hacia horizontes que ese mismo yo no puede ni desea controlar. Superabundancia que puede ser fácilmente identificada como “retórica” —a fin de cuentas, ese es el riesgo de una propuesta como esta— y que tal vez es más ni menos que un horror vacui ante la nada de la página en blanco. Así, el pretendido barroquismo de Arriagada Zubieta es un exceso ante la carencia, un “yo” poético que nada tiene de narciso porque sabe que su experiencia esta tan fracturada que ha devenido pura marca referencial para tener un lugar a dónde dirigir la mirada y nada más que eso. Quizás por esa razón, poemas como “Carnaval de Sitges” o “Japonesa” —uno de los más logrados del volumen— o “Plaza de Armas” o “Nights” son poemas que privilegian lo espacial, ya sea en lo exterior: una plaza, una avenida o en lo interior, una habitación de hotel, o un espacio mental propio de una evocación erótica/amorosa.
Pero asimismo, esa sensación de extrañeza del “yo”, se hace más patente si nos percatamos de qué manera Arriagada Zubieta accede a experiencias de segunda mano: imágenes televisivas, cinematográficas, pictóricas, oníricas, etc.. Es como si no fuera ya posible la inmediatez del acercamiento humano y toda la vida se desarrollase como adentro de un cuadro de Hopper.
Es de aquella forma que un trabajo poético planteado como persistencia de un modo, rehuya la variedad mal entendida como una superficial “diversidad”: una gimnasia de apariencias pródiga en saltos ligeros, pero con muy poco de fondo. Al ir contra tal precepto, sin duda que esta poesía arriesga ser indicada como retórica, repetitiva, ampulosa, sobrecargada y de un tono elefantiásico que bordea la desmesura. Ciertamente una lectura que no desee indagar en los intersticios de una propuesta como la de Arriagada Zubieta podrá afirmar algo así u otras cosas. Sin embargo, Arriagada Zubieta no se detiene en su escritura a oír la orden del día. Obstinado, marcha contracorriente, sabiendo que la discursividad en su densa factura exige una reescritura permanente de sus materiales. Por eso, esta antología, más que otorgar un panorama, sintetiza un work in progress que usa como pretexto la idea del libro individual. Creo que por ello, la publicación de los libros del 2017, 2018 y 2019, no son tanto “obras” que puedan verse autónomas en sus planteamientos temáticos y formales. Son, pienso, antesalas, ensayos de un anuncio, exploraciones o tanteos que desembocan en el presente volumen como cristalización de un temple escritural que se abre camino.
Ahora bien, con esto, creo como lector, que la poesía de Arriagada Zubieta no es un ejercicio de principiante: él mismo se ha puesto en una posición difícil al instante de borrar con el codo la particularidad aparente de la autonomía de sus libros anteriores: en ese gesto, creo que radica un signo muy particular de perseguir al poema como instancia de expresión que no puede ser asido, dado que esa entelequia construida con nuestras obsesiones y forjada con palabras, ha mostrado sus límites en la expansión de sus fronteras. Es decir, dentro de la manera que tiene este poeta de concebir la escritura. Es por ello que en esta antología, no se trata, creo, de seleccionar poemas por su excelencia escritural (que los hay, sin duda), sino más bien de establecer una proyección hacia un horizonte de sentido que, irónicamente, quema sus propias naves en pos de una formalidad cada vez más exigente. En el último poema del libro, titulado “Señales de vida”, hacia el final, hay un verso que ilumina sintéticamente lo que he ido aseverando: “Yo soy el reflujo donde comienza a envenenarse el océano”. Acá aparece ese “yo” que se difumina y la expansión hacia un espacio sobre el cual no hay control —el océano—, pero también, la certidumbre que ese “yo” no es tal, sino un reflujo, es decir una reiteración que proviene desde la interioridad misma del cuerpo, un cuerpo en este caso que no posee sustancia, en tanto es un veneno que hace imposible su propia salud o entendimiento.
Con Una temporada en la cabeza, Arriagada Zubieta logra una síntesis, pero se abre hacia nuevos rumbos. Esperemos que sean fructiferos y abundantes.
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Sobre "Una temporada en la cabeza" de Rodrigo Arriagada Zubieta
Por Ismael Gavilán