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Otras invenciones de la liebre de marzo:
T. S. Eliot crítico y lector

Por Ismael Gavilán
Publicado en WD40, N°1, Valparaíso, invierno de 2020


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Por su influencia en los más diversos poetas de los cinco continentes, por su obra breve y concisa, por su peculiar personae no libre de contradicciones, pero sugestivo a fin de cuentas, por todo eso y otras razones varias, Thomas Stearns Eliot (1888-1965) es uno de los más significativos poetas del siglo XX. Es muy probable que aquella relevancia esté otorgada, sin duda, por lo primordial de una obra poética que, siendo escasa, asienta su genialidad en dos grandes poemas: The Waste Land (pdf) y Four Quartets.(pdf) Pero no es menos cierto también que esa misma relevancia se debe a la vasta obra crítica y ensayística que Eliot desarrolló desde el inicio mismo de su carrera literaria.

No es fácil hallar en el universo poético contemporáneo —salvo, tal vez en Paul Valéry o probablemente en Ezra Pound o Eugenio Montale y, en nuestro mundo hispánico en José Lezama Lima u Octavio Paz— a un poeta que de modo tan intenso, prolífico y personal haya aunado el talento creativo con el talante crítico de manera tal que no sólo respondiera a su propia exploración autoaclaratoria, sino que abriera fértiles senderos reflexivos para propiciar, apoyar, avalar y hasta contradecir los caminos críticos y poéticos de multitud de autores de tradiciones culturales diversas y distintas. Eso no deja de ser llamativo, sobre todo cuando desde hace no poco tiempo —casi un siglo— se establecen una tras otra, una serie de "crisis" ya sea de la crítica literaria, ya sea del libro, ya sea de la lectura, ya sea de la literatura y sus no menos categóricas defunciones: del autor, del poema, del lector, etc. Según esto se volvería evidente que toda expectativa de conocimiento y cualquier posibilidad de interpretación serían, al menos, puestas en entredicho, si es que no derechamente imposibles. De esta manera y sin ser para nada original, creo que a pesar de cualquier ironía o ceño fruncido, lo que podríamos llamar "herencia eliotiana" aún puede decirnos y orientarnos bastante más de lo que sospechamos para intentar repensar una serie de asuntos que nos podrían permitir abrigar una esperanza de intelección acerca de un puñado de problemas que siempre han sido vistos como irresueltos o que, lisa y llanamente, desembocan en mudas aporías.

La figura y obra de Eliot en este contexto que acabo de describir, cobra una llamativa actualidad, dada fundamentalmente por algo difícil de lograr, pero que este poeta se empecina en encarnar una y otra vez: la capacidad para integrar los logros más destacados de la modernidad poética al interior de un equilibrado, pero no menos tenso diseño conciliatorio entre tradición e invención que no abjura de efectuar esas preguntas quisquillosas, pero complejas que ninguna reflexión poética debiese rehuir. Como acertadamente indica en Función de la poesía y función de la crítica, esas preguntas que el crítico de poesía debe hacerse una y otra vez son: ¿qué es la poesía? y ¿es éste un buen poema? En la medida que las respuestas que se otorgan a estas interrogantes, sean fértiles en su declaración, no carentes de contradicciones, pero firmes en su argumentación y con la capacidad para establecer vínculos con otros ámbitos, tradiciones y logros estéticos, es que son preguntas que marcan con su profundidad de planteamiento, la necesidad irrenunciable de ser asumidas sin ningún tipo de reserva. Es más que probable que Eliot viera en este tipo de preguntas una pretensión reflexiva, pretensión que no oculta ni disimula para nada, como asimismo, observara en esas mismas preguntas la perentoria apelación a una tradición humanista que se dirige hacia una axiología de raigambre ontológica a la cual siempre vale la pena actualizar y no tirar por la borda.

Sin duda que el Eliot a medio camino entre Estados Unidos y recién llegado a Gran Bretaña, el Eliot que se suma a las aventuras vanguardistas de Pound entre mediados de la década de 1910 y entrando en la década de los locos años 20, se haya enraizado en el modernism, escribiendo The Waste Land y los ensayos de The Sacred Wood, pero tomando una distancia y hasta una resistencia a todo exceso de teorización que pretendiese sustituir la realidad por una entelequia totalizante regida por categorías analíticas. Sin embargo, también es cierto que ese Eliot rehuía lo contrario, es decir, si en su genial poema de 1922 la lógica del fragmento y la yuxtaposición son la fuerza fundamental de su escritura poética, ello no es tanto por un afán de transgresión despreocupada o un gesto humorístico de nihilismo exasperante que apela a una genealogía dadaísta, sino un procedimiento o más bien un camino a seguir motivado por algo primordial: la dolorosa y traumática experiencia personal y social de los años 20 que sobrevivió a la catástrofe de la Primera Guerra Mundial.

Es de esa manera que los textos críticos de Eliot siempre van a poseer una felina sagacidad con tal de requerir para sí mismos esa provisionalidad de juicio que se debe, sin duda, a la inherente complejidad del mundo y la relativa opacidad que opone a la razón a la fractura y el desastre. Por ello hay que comprender esos textos cuando toman distancia tanto de las pretensiones totales de construcción mental y social que poseen la idea de aclararlo todo para hacer asequible el poema a un entendimiento constatable, como de ese otro extremo que hace de una crítica disolvente del sentido, su virtual y eficaz portavoz para sustituir la realidad o la experiencia a cambio de una singular voluntad de juego o poder —que a veces son lo mismo— por medio de una fascinante y envolvente retórica. Es así que Eliot irá paso a paso elaborando su pensamiento que incluye y reafirma un rol preponderante para la tradición, ya no sólo literaria, sino también cultural y espiritual. Sin duda, una de sus más famosas y relevantes opiniones críticas aparece en el ensayo "Tradición y talento individual" donde hallamos una vigorosa y singular reacción contra el pensamiento de raíz romántica que nos muestra al poeta como un ser especial y único, capaz de conseguir y consignar la originalidad como un valor insustituible y que si no se vuelve eje rector, al menos es primordial para ciertas concepciones modernas de valoración literaria. Para Eliot sin embargo, el verdadero artista de genio es aquel que de mejor manera asimila la tradición, única posibilidad de crear la genuina obra de arte. En ese mismo ensayo, Eliot añade algo que resulta interesante y que trae sugerentes resonancias: el artista y el ser humano que sufre son dos realidades distintas en la misma persona, y es la disposición a asumir la tradición por medio de una lectura concienzuda, lo que puede provocar que ese artista de genio convierta y transfigure la aparente contradicción entre el material de su obra y la experiencia personal en algo único que permita la apertura hacia lo nuevo, en tanto que el valor de su trabajo consistirá, precisamente, en articular un vínculo creativo con las obras valiosas del pasado que, por medio de este gesto, se ven reivindicadas, aclaradas y actualizadas con una fuerza que vuelve espuria cualquier sospecha de anquilosamiento o parálisis.

En The Sacred Wood, el libro que recogió originalmente "Tradición y talento individual", incluye asimismo una serie de ensayos sobre obras que han configurado la tradición literaria inglesa y europea, como Hamlet, y la Divina comedia, respectivamente. A través de la lectura de aquellos ensayos, vemos la defensa que Eliot lleva a cabo de los problemas críticos importantes al señalar que éstos no poseen una solución local (la vieja idea romántica de una "literatura nacional") o esteticista en exclusiva (la ya vieja idea "moderna" de la inmanencia absoluta de la obra de arte), sino que esos problemas también son necesarios de plantear desde una panorámica más vasta que implica el apremio de constituir un canon literario que, a su vez, se transforme en una apoyatura vital e inteligente tanto de la actividad literaria, creativa y crítica como de la actividad simplemente lectora.

El gesto de Eliot apunta a un canon universal de grandes libros, como a su vez, al establecimiento de criterios lectores para discernir y actualizar las cualidades de los clásicos, las obras de mérito y aún de los así llamados "escritores menores", apoyándose en instancias culturales e históricas que develan la vieja tradición humanista de raigambre latino-cristiana. Pero ese gesto eliotiano no se agota en sí mismo ni se limita a su propia inmanencia: es posible verlo como una sugestiva premonición de lo que posteriormente críticos como Harold Bloom y George Steiner plantearán en libros tan provocativos y necesarios, singulares y polémicos como La angustia de las influencias, El Canon occidental (pdf), Presencias reales y Gramáticas de la creación (pdf). Sin embargo, aun apreciando e indagando las fuentes culturales y espirituales de la poesía, para Eliot, ésta no sustituye a la vida, ni se convierte en su principio rector —cosa distinta a manifestar que es un valioso e insustituible principio orientador— como a su vez, tampoco habría que ver en ella la expresión de una totalidad, ni tampoco el reemplazo de una función religiosa o la constatación afirmativa "del curso de la Historia" —que es casi igual que ponerse a favor y de manera sagaz o cínica del "lado correcto" de la misma— o de asumirla como mera consolación compensatoria frente a la angustia metafísica en tiempos de disolución.

Pareciera que en sus ensayos críticos, Eliot intentara una y otra vez delimitar con justeza aquellas pretensiones —legítimas por cierto— en pos de aspirar a circunscribir de alguna forma la peculiaridad de la poesía como también el afán de situarla en un diseño cultural más abarcador, donde lo humano debe ser entendido respecto a sus diversas esferas de experiencia y acción. De aquella manera es posible entender que los textos críticos de Eliot poseen una densidad estética y cultural que es elaborada como un modo experiencial de entender aquella misma densidad y no como mera teoría en abstracto y, por supuesto, avaladas por el gusto, la sensibilidad y carentes, sobre todo, de la ilusión de atribuirse en su ejercicio cognitivo, la comprensión total del objeto que aborda o lee. Esto conlleva algo que muchas veces pasamos de largo: la capacidad de estos textos críticos de apelar ciertamente al sentido poético que le propone al lector, sin la necesidad de pedir ni menos exigir lealtades perentorias. Como pocas, la crítica literaria de Eliot deja un amplio margen al disenso.

A fin de cuentas, pareciera ser que Eliot se disgusta constantemente con los afanes de definición total o de fórmulas acabadas que explican el poema o dan su razón de ser. Pero ese disgusto, si bien signo epocal de un tiempo que ha padecido la destrucción de la razón como soporte configurador, no se halla en la estela de un Nietzsche, por ejemplo, sino como la constatación de reconocer la imperfección del conocer humano, imperfección que, de todas formas, no inmoviliza el anhelo de aproximarse a la posibilidad del sentido, sentido que en la poética de Eliot es memoria, conciencia del tiempo y meditación asombrada ante el misterio. Así, puede observarse en su ensayo "Goethe como sabio" cómo nuestro poeta se da a la empresa de indagar y auscultar el significado de la palabra "sabiduría" y donde siente la necesidad de pensarla como una noción que engloba elementos literarios, culturales, filosóficos y religiosos que hicieron del poeta alemán, una de sus mejores encarnaciones. Lo que aquí se advierte es una búsqueda, no tanto para explorar un territorio desconocido, sino más bien para constatar posibilidades de intelección y arraigo. Esa búsqueda posee sus exigencias y una de ellas es la necesidad de entenderla como un afán intersubjetivo, según lo expuesto en Función de la poesía y función de la crítica:


El crítico, es de suponer que si ha de justificar su existencia, debería esforzarse por disciplinar sus prejuicios personales y manías —taras a las que todos estamos sujetos— y componer sus diferencias con las de tantos colegas como sea posible, en la búsqueda común del juicio verdadero.


Una afirmación como ésta no supone tanto un distanciamiento irónico, ni menos un guiño hacia lo políticamente correcto. Para nada: son interesantes premoniciones de diversos hallazgos que la crítica literaria del siglo XX efectuó respecto de sí misma y que Eliot otorga en la peculiaridad de su pasión discursiva como un correlato arraigado desde la experiencia lectora. Esa misma experiencia es fundamental, pues se halla en el corazón mismo de todo afán de comprensión e interpretación y aún de recepción. Como un clarín que anuncia las futuras ideas de un Jauss o un Iser, Eliot indica una serie de observaciones que aún nos son necesarias para vérnoslas con ese ejercicio superior de la imaginación y la inteligencia que llamamos "lectura". En su ensayo "La música de la poesía", leemos lo siguiente:


El primer peligro es el de asumir que debe haber sólo una interpretación del poema como un todo, que debe ser verdadera. Habrá detalles de explicación, especialmente con poemas escritos en otra época que la nuestra, cuestiones de hecho, alusiones históricas, el significado de ciertas palabras en un cierto momento, que pueden ser establecidos, y el profesor puede ver que sus alumnos entiendan estas cosas. Pero por lo que toca al significado del poema como un todo, no se agota por una explicación, porque el significado es lo que el poema significa a diferentes lectores sensibles.


Por otro lado, en el ensayo sobre el dramaturgo isabelino Philip Massinger, escrito en 1920, es posible hallar in nuce, la descripción de aquella noción capital de la teoría literaria contemporánea: la intertextualidad. Aquel concepto que ha hecho fortuna de la mano de Todorov, Kristeva, Genette y tantos otros, es un concepto que Eliot deja entrever desde la praxis misma del ejercicio lector:


Los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban; los malos poetas desfiguran lo que toman, y los buenos poetas lo convierten en algo mejor, o al menos, diferente. El buen poeta coordina su robo en una unidad nueva de sentimiento, completamente distinta de aquella de donde fue arrancado; el mal poeta lo arroja dentro de algo que no tiene cohesión. Un buen poeta tomará prestado generalmente de autores remotos en el tiempo, o extranjeros en el idioma, o de diversos en el interés.


Vemos una y otra vez a un poeta sagaz, un poeta atento a las fidelidades primordiales de su sensibilidad imaginativa y que identifica a ésta con su escritura poética. Eso le permite permeabilizar de modo adecuado cualquier arranque teórico que ponga en riesgo la constitución misma de aquella sensibilidad, siendo muy cuidadoso de quedar enclaustrado en nociones preconcebidas o en dogmas críticos carentes de fundamento pragmático. De esa manera, Eliot no se aparta de su experiencia personal como lector y creador. Y ésta reaparece sintomáticamente una y otra vez para poder ser comunicada al lector, como cuando, por ejemplo, reflexiona acerca de la imagen poética. Como señala al respecto de modo especial sin que pueda atribuírsele ningún psicologismo huero o estrecho, sus observaciones siguen teniendo una estimulante vigencia:


Sólo una parte de la imaginería de un autor procede de sus lecturas. ¿Por qué, para todos nosotros, a partir de lo que hemos escuchado, visto, sentido, durante nuestra vida, ciertas imágenes recurren, cargadas con emoción, más que otras? Tales recuerdos pueden tener un valor simbólico, pero no lo podemos determinar, porque vienen a representar las honduras de sentimiento a las que no somos capaces de asomarnos.


Todas estas características que podemos apreciar sobre los textos críticos de Eliot —su apuesta por la belleza expositiva, la comunicación, la sorpresa, la intuición y el valor literario—, dejan para el final algo que uno de sus mejores traductores y apologetas en el mundo de nuestro idioma, ha efectuado de modo insuperable. Refiriéndose a esa particularidad de estilo que estos textos poseen como algo fundamental, el poeta español Jaime Gil de Biedma indica lo que, al fin de cuentas, nos vuelve a Eliot imprescindible:


Eliot es un gran poeta y un gran escritor, su prosa la precisión misma: toda palabra cuenta. Y tras la palabra escrita se transparenta siempre, dándole viveza, la palabra hablada, el modo de entonar y acentuar, el tono ligeramente más bajo que en el diálogo se marca uno de esos incisos, tan frecuentes en esta prosa escrupulosa, que parecen reflejar los rodeos del pensamiento hasta llegar a la formulación exacta, una vez hechas todas las salvedades y habida cuenta de cada posible excepción.


 

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