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El poema es la única patria visible.
Entrevista al poeta venezolano Arturo Gutiérrez Plaza

Por Ismael Gavilán
Publicada en revista WD40 Nº 2, verano 2020-2021



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Introducción.

Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962) es uno de los más relevantes poetas venezolanos de las últimas décadas. Entre 1991 y 2020 ha publicado 6 libros de poemas de los cuales, el último es la antología El cangrejo ermitaño (Visor, 2020) que efectúa un recorrido por cerca de 30 años de escritura. Asimismo es ensayista y docente universitario, habiendo, entre otros, obtenido el Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz en 1999. Vinculado estrechamente a la Universidad Simón Bolívar de Caracas y al proyecto La Poeteca de la misma ciudad, Arturo Gutiérrez Plaza es también editor de la revista Latin American Literature Today y colaborador de otras tantas a nivel internacional.

Para cualquier lector chileno informado, Venezuela, literariamente hablando, es una especie de mito: un país de proyectos editoriales, con resonancias continentales, como Monte Ávila o Biblioteca Ayacucho, un país que dio acogida a sinnúmero de emigrados chilenos durante años, entre otros a Gonzalo Rojas y Martín Cerda, un país que posee una tradición poética de las más sobresalientes del idioma: Ramos Sucre, Liscano, Gerbasi, Sánchez Peláez, Montejo, Cadenas, entre otros muchos nombres. Un país, asimismo, con una no menor tradición ensayística y crítica desde Rufino Blanco Fombona y Mariano Picón Salas hasta Francisco Rivera, Guillermo Sucre y Miguel Gomes, entre tantos otros. En ese contexto, atravesado asimismo por los avatares de una “vida civil” plagada de conflictos, violencia e incertidumbre, ¿cómo te sitúas a ti mismo, con tu poesía, en este concierto de voces y escrituras? ¿es para ti un desafío, un estímulo o un callejón sin salida?
Curiosamente, al comienzo de tu pregunta haces mención a dos instituciones que caracterizas como parte de ese mítico ámbito cultural y literario venezolano. Creo que, sin duda, por su legado histórico y por su proyección más allá de Venezuela, esas instituciones merecen ser destacadas, junto a otras como, tal vez, el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, que entre muchas otras actividades ha organizado y administrado el Premio Internacional de Novela del mismo nombre, cuya importancia en la historia de la literatura de nuestra lengua es indiscutible. En esas tres instituciones he participado en distintos roles, en diversos momentos de mi vida. Sin embargo, lo que me interesa poner de relieve en este momento es lo siguiente. Las tres fueron creadas en los años 70, en una etapa de gran bonanza petrolera que coincide, justamente, con la época en que una importante migración chilena, así como de muchos otros países, llegó a Venezuela por razones políticas, económicas y sociales. Esas tres instituciones se crearon con la misión de fortalecer la integración latinoamericana. Señalo esto, porque creo que una característica importante de la venezolanidad, y en eso posiblemente haya una diferencia, al menos de grado, con Chile, es esa conciencia de lo latinoamericano que a veces, incluso, desplaza a lo propio venezolano. Es imposible que esa idea de integración continental no gravite en la cultura del venezolano tomando en cuenta que en ese país, y particularmente en Caracas, nacieron entre 1750 y 1783 figuras como Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, Andrés Bello y Simón Bolívar, cuyas vidas estuvieron comprometidas a fondo con ese proyecto de integración, que muchos años después el cubano José Martí denominaría “Nuestra América”. En tal sentido, si bien soy venezolano, o tal vez por serlo, me siento ante todo latinoamericano. Quizás por eso también, así como me siento partícipe de la tradición cultural y literaria de mi país, no de otro modo me veo con respecto a la de Latinoamérica.

En Lom, hace ya unos 10 años, se publicó una antología de poesía venezolana que preparé por encargo de esa editorial, llamada Las palabras necesarias. En el prólogo de esa antología hago un breve recuento de los muchos cruces y relaciones que históricamente han existido entre la poesía, la literatura y la cultura chilenas y venezolanas. Menos gente de la que debiera tiene noticias de ello. La antología se la dediqué a algunos chilenos, además de a Gonzalo Rojas, que vivieron en Venezuela en tiempos incluso anteriores a esos 70s, como Humberto Díaz Casanueva, por ejemplo, y a otros que lo hicieron fundamentalmente en parte de esa década y la siguiente, como Isabel Allende, Miguel Castillo Didier, Mario Milanca Guzmán y Nelson Osorio Tejeda. Pero hubo un caso singular, objeto también de la dedicatoria, que alguna vez un amigo —parte en serio y parte en broma— calificó como el correspondiente al pago a Venezuela, en retribución a los servicios prestados por Andrés Bello a Chile en el siglo XIX. Me refiero al del notable geógrafo Pedro Cunill Grau, quien aún vive en Caracas, donde ha hecho inmensos aportes como profesor universitario e investigador en el campo de los estudios geográficos, y donde, además, ejerce como miembro de las Academia Nacional de la Historia de Venezuela y la de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales de Venezuela.

Para un venezolano, y esto tal vez le luzca extraño a un poeta chileno, el fundador de nuestra tradición poética es Andrés Bello. Así nos lo enseñan —o nos lo enseñaban, no sé cómo sea ahora— desde la escuela primaria. Recuerdo, por otra parte, que el primer libro de poesía que compré en mi vida fue una antología de Pablo Neruda, con prólogo de Rafael Alberti, publicada por Espasa-Calpe, en Madrid, en 1982. Nunca he dudado de que se trata de un poeta de mi tradición como lo son también Enriqueta Arvelo Larriva, José Antonio Ramos Sucre y Vicente Gerbasi, o entre los más recientes Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas o Eugenio Montejo, poetas que admiro, leo y de los que he sido muy cercano amigo. Con todos ellos me siento comprometido en la tarea de buscarle salidas al callejón, en que a veces en estos tiempos confusos y violentos se nos ha tornado la poesía.




Es interesante lo que manifiestas acerca del sentir múltiple que un poeta venezolano como tú experimenta: por un lado, el arraigo en la tradición poética del país natal, pero también y simultáneamente la apertura hacia el continente -y de ahí, al mundo- en lo referido a considerar como referentes de su aprendizaje no sólo a poetas nacionales, sino a continentales como Neruda y Martí. Desde ahí, supongo, también el diálogo con lo que hay al otro lado del Atlántico, es decir España. No en balde has publicado en Visor una antología de tu trabajo que abarca casi 30 años de escritura. En ese sentido, ¿crees que en una época como la nuestra, presta al resurgimiento de fuertes identidades regionales bajo el alero de sendos malestares políticos de estirpe reivindicatoria, un poeta de nuestro idioma puede o debe estar dispuesto a terciar en esa tensión? ¿Qué prevalece para la escritura en un poeta como tú: la identidad territorial o la apertura global/cosmopolita?
Creo que el primer compromiso de un poeta es con la poesía misma. Como ciudadano debe atender los deberes que su conciencia política y social le reclame. Si esos imperativos producen un estado psíquico y emocional en los que el poema ocurra, se produzca —no el simple panfleto o el manifiesto— su responsabilidad estará salvada, no porque haya escrito un poema “de emergencia”, como diría Benedetti, sino porque ha sido fiel con un compromiso previo con el lenguaje y con la poesía, asideros fundamentales sobre los cuales se sostiene su oficio. En mi caso, habiendo vivido como he vivido la tragedia venezolana de los últimos veinte años, varios poemas han surgido y he escrito sobre esa dolorosa experiencia de pérdida, de desengaño, de exilio y de ruina. Sin embargo, ninguno de ellos nació de un a priori, quiero decir, de una propuesta programática con fines propagandísticos o destinada a reforzar trincheras. Nacieron de una emergencia interior, muy honda y dolorosa, nacieron de modo inevitable.

Tal vez producto de esa experiencia vivida en los últimos dos decenios, en los que he vivido alternativamente dentro y fuera de mi país por múltiples razones, me siento hoy, sobre todo, un extranjero en cualquier parte. Quizás ese sea el sentido verdadero del cosmopolitismo. No lo sé. Al hablar de esto, me gusta recordar un texto que ya he citado en otras ocasiones, debido a Hugo de San Víctor, teólogo y filósofo medieval, nacido en la Sajonia del siglo XI: “El hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante, aquél para quien cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquél para quien el mundo entero es como un país extranjero”.         

¿Acaso sentir la extranjería en el mundo y atisbar la patria en el poema? Pregunto esto, pues en el epílogo que Miguel Gomes escribe a uno de tus libros – Cuidados intensivos (2014)- hace un par de observaciones que me llaman la atención para comprender tu trabajo poético. Por un lado, la afirmación de que tu poesía tiene mucho de “autobiografía lírica” no como mero confesionalismo, sino en el sentido de Baudelaire o Whitman, es decir un poeta convertido en máscara y purificado por sus palabras. Y por otro, lo que ahí se denomina como “materialidad de la despedida” que tiene que ver menos con la agonía de estados anímicos específicos que con la recuperación de ciertos estados mentales, físicos y aún espirituales que conllevan una idea o noción de rescate en un plano, diríamos “órfico”. ¿Crees que es tan así, donde la biografía y el destino se entrelazan bajo la mirada de Orfeo convirtiendo al poema en la única patria posible?
Abordar la dialéctica instaurada en la relación entre el extranjero y la patria, entre la extranjería y lo patrio, es otra forma de aproximarnos a las tensiones entre lo uno y lo otro, entre lo propio y lo ajeno. Tal dialéctica y tales tensiones, inevitablemente, se escenifican en el espacio del poema. Quizás, de modo instintivo, escribimos en parte para disipar dichas polaridades, para lidiar con ellas, para entender —como bien dices— que “el poema es la única patria posible” y que en él, eventualmente, se sintetizan dichas oposiciones. En un texto incluido en El cangrejo ermitaño, llamado “La valija” se plantea precisamente esto. Allí se conjugan la experiencia de la extranjería y la noción de la pérdida. Allí se hace referencia a las páginas en blanco del cuaderno de notas, con borradores de poemas, contenido en una valija extraviada en un aeropuerto del extranjero, y se dice: “Ellas en su silencio ya perdido,/ son las verdaderas señales de tu rendición,/ las cartas de renuncia al único país que te quedaba”. Y es que, en efecto, para el poeta la lengua es lo único que le es propio, con ella y desde ella indaga en las diversas dimensiones del misterio de existir, de la condición humana, del estar en el mundo, de la otredad, de ser parte de un todo junto con otros que también son y están en uno. En fin, tras diversos viajes, aventuras y obstáculos, muchos de los que se dedican al oficio de la poesía en algún punto del camino alcanzan a comprender, como Ulises respecto a Ítaca, que esa es su única patria: la lengua en el hacer del poema.   
 
En cuanto a esa virtual relación entre lo órfico y la “materialidad de la despedida” o de la pérdida, a la que se refiere Miguel Gomes, creo que la imagen del descenso resulta pertinente. Ella encarna esa necesidad de hurgar, de cavar (Seamus Heaney hablaría de “digging”) en nuestra propia psiquis, en nuestros recuerdos, sueños y emociones más recónditos, con el fin de rescatar de allí lo ausente, lo perdido, lo que ya no está. Dicha necesidad surge de una toma de consciencia: la de nuestra fugacidad, la de sabernos sujetos sometidos al paso inexorable del tiempo, condenados a un tránsito en el que se suceden inevitables e irremediables pérdidas. Lo órfico siempre pervivirá en el poeta, al menos en ese que se “autobiografía líricamente”, en la medida que ese descenso hacia sí mismo tenga como propósito hacer de nuevo presente lo perdido, aquello de lo que nos hemos despedido. Por ello, también, todos llevamos dentro nuestra Eurídice. De allí el continuo florecer del dolor, la nostalgia y la melancolía.     

Esa ligazón con lo “órfico” -seña ineludible de una poesía que busca su raíz- es uno de los rasgos que, quizás arbitrariamente, he advertido en varios poetas venezolanos a pesar de las diversas maneras de enfocar el poema con distintas retóricas o procedimientos formales. Pienso asimismo cómo un poeta chileno tan marcado por ese “orfismo” como lo fue Rosamel del Valle logró una recepción no menor en Venezuela como si hubiese sido su segunda patria. En ese plano, ¿cuál fue tu relación personal y cómo ves como lector el trabajo de autores como Eugenio Montejo y Armando Rojas Guardia que, ciertamente, podrían ser inscritos en esa tradición “órfica” que estamos merodeando?
El caso de Rosamel del Valle, necesariamente, tendríamos que vincularlo con el de otros dos notables poetas que fueron protagonistas del fructífero intercambio poético entre Chile y Venezuela en el siglo XX: Humberto Díaz Casanueva y Juan Sánchez Peláez. El primero, como bien se sabe, fue el más cercano amigo de del Valle y con él compartió inquietudes y búsquedas existenciales y poéticas. Vivió en Venezuela a finales de la década de los 30, adonde fue a dar como parte de una misión de universitarios chilenos que ayudaron a extender los programas del Instituto Pedagógico de Caracas, gracias a la iniciativa de Mariano Picón Salas tras su regreso a Venezuela, luego de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, en 1935. Entre 1922 y 1936 Picón Salas había vivido, estudiado y trabajado en Chile. Díaz Casanueva fue, además, un colaborador muy cercano del grupo literario venezolano Viernes, en cuya revista participó activamente. Esta agrupación y esta revista son fundamentales en la historia de la poesía venezolana, como impulsoras de un movimiento de renovación estética en el país, en sintonía con las tendencias vanguardistas de la época. Vicente Gerbasi, quien estuvo entre sus miembros más jóvenes, fue gran amigo de Díaz Casanueva. Por su parte, Juan Sánchez Peláez, quien vivió en Chile durante su juventud y tuvo cercanía con los poetas de La Mandragora, fue muy amigo de Braulio Arenas y sobre todo de Gonzalo Rojas; además de un declarado y ferviente admirador de Rosamel del Valle. Fue justamente y no por azar, en la época en que Sánchez Peláez estuvo a cargo de la gerencia editorial de Monte Ávila, que se publicaron sendos libros de Rosamel del Valle y Díaz Casanueva en esa editorial (Antología, 1976 y Conjuro, 1980; respectivamente). Posteriormente, otros libros del poeta de El aventurero de Saba serían publicados en Venezuela: La aparición. Ediciones Con Textos, 1984 y Obra poética. Biblioteca Ayacucho, 1988.

Al hablar de una poesía órfica, entendida en términos de una concepción según la cual el poeta visionario asume la experiencia poética como profética y como forma de internación en los abismos de lo mistérico, de lo onírico, de lo más oculto, cuyo lenguaje es por naturaleza hermético pues se desentiende del logos como factor condicionante de los impulsos primigenios del ser, yo diría que Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva y Juan Sánchez Peláez serían, sin duda, tres de los más importantes exponentes de dicha concepción poética no solo en Chile y Venezuela, sino en el más amplio ámbito de nuestra lengua. Gerbasi también, pero fundamentalmente en su primera etapa, la más cercana a la experiencia de Viernes.    
  
Los casos de Eugenio Montejo y Armando Rojas Guardias serían distintos, aunque deudores, cada uno a su modo de ese legado. Ambos reconocían en ellos a verdaderos maestros. En la poesía de Montejo, que ha sido calificada frecuentemente como “cósmica” prevalece la noción de “terredad”, neologismo acuñado en su obra referido a la experiencia anímica de estar en la Tierra. Ciertamente, la figura de Orfeo es recurrente en su escritura, pero en un sentido distinto. Más que para invocar su atracción por los abismos y el poder profético de lenguajes cifrados, lo hace para preguntarse por el sentido y la posible vigencia del poeta y la poesía en estos tiempos. Por eso, en un poema emblemático en su obra, que lleva por nombre justamente el del poeta, cantor y músico de la legendaria Tracia, se pregunta: “Orfeo, lo que de él queda (si queda), / lo que aún puede cantar en la tierra, / ¿a qué piedra, a cuál animal enternece? /…/ Solo, con su perfil en mármol, pasa / por nuestro siglo tronchado y derruido/ bajo la estatua rota de una fábula. / Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta, / ante todas las puertas. Aquí se queda, / aquí planta su casa y paga su condena / porque nosotros somos el Infierno”. De él fui devoto admirador y amigo, entre los poetas venezolanos, sin duda, es uno de los que ha dejado más honda huella en mi trabajo y en mi manera de entender la relación del poeta con el mundo y con la poesía. Sin acogerse a dogmas ni ortodoxias religiosas, su poesía lo es y de modo raigal, pues no hace sino insistir en buscar formas de religare con lo esencial, con lo que perdura del ser y la vida más allá de su efímero tránsito por la Tierra. Para él, la poesía era “un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario”, pero ese Dios al que se refería no tenía otro santuario que el mismo poema, por eso afirmaba también: “Para que Dios exista un poco más / —a pesar de sí mismo— los poetas / guardan el canto de la tierra. / Para que siempre esté al alcance / la cantidad de Dios/ que cada uno niega diariamente / y puedan ser al fin ateos / los hombres, las nubes, las estrellas, / los poetas en vela hasta muy tarde / se aferran a viejos cuadernos.”

Armando Rojas Guardia sí fue católico practicante desde muy joven, fue seminarista formado por los jesuitas, pero abandono finalmente la opción sacerdotal. Estuvo cercano a la Teología de Liberación y vivió un tiempo en Solentiname, bajo la guía de Ernesto Cardenal. Su caso es muy singular por heterodoxo. En su poesía y en su vida confluyen la exploración mística de raigambre cristiana, una psique atormentada por recurrentes episodios de locura, y una manifiesta y aceptada homosexualidad. Su padre, Pablo Rojas Guardia, fue una figura principalísima del grupo Viernes. Armando siempre vio en él al poeta por antonomasia y al hombre también coartado por algunas de las condiciones que signaron su propia existencia. Si su padre fue el redactor del manifiesto de Viernes, en 1936,Armando hizo lo propio con el grupo Tráfico, en los ochenta. Esa agrupación tuvo un papel protagónico en la renovación de la poesía venezolana de aquellos años, al proclamar una poesía solar y de la calle, cultora de un lenguaje coloquial y cotidiano, en absoluta oposición, justamente, a esa tendencia que podríamos llamar órfica que se promovía y practicaba mayoritariamente en los talleres literarios del país, en aquella época. Además de poeta, Armando fue sobre todo un extraordinario pensador y ensayista. Ta vez allí se encuentre lo más valioso de su legado. Para mí, él representó una referencia ineludible cuando me inicié en el oficio de la poesía. Gracias a su obra, junto a la de otros que formaron parte de esa agrupación, como Yolanda Pantin, Igor Barreto, Rafael Castillo Zapata, Miguel Márquez y Alberto Márquez, me familiaricé con la poesía conversacional, valorándola, ponderándola y a la vez advirtiendo sus riesgos: el de pasar de los inventarios inextricables de los abismos oscuros a los de una superflua y farragosa exterioridad.         

Has nombrado a una serie de poetas venezolanos que son para ti referentes para tu propio desarrollo poético. Para finalizar esta entrevista, ¿cómo ves a tu poesía frente a esos referentes, transcurridos ya los años y dado el contexto actual que parece en su velocidad inmediata devorarlo todo? Y sea cual sea tu respuesta, ¿qué espera el poeta Arturo Gutierrez del futuro?
En el prólogo de El cangrejo ermitaño, Rafael Courtoisie hace referencia a una anécdota vivida por él, en ocasión de una lectura que debía efectuar en Londres, junto con Rafael Cadenas. Copio la cita, pues me parece propicia para responder, al menos parcialmente, a tu pregunta.

Una tarde de otoño de 1997, en Londres, mientras esperábamos para brindar una lectura vespertina de poesía en el campus Strand del King´s College, el poeta Rafael Cadenas respondía con monosílabos a mi extenso y tal vez impertinente interrogatorio acerca de los rumbos de la poesía venezolana en el siglo que terminaba.

“¿Usted se siente más cerca de Ramos Sucre que de Vicente Gerbasi?” fue una de las numerosas preguntas a que lo sometí. En ese caso, la timidez proverbial de Cadenas cedió un instante y la respuesta fue, significativamente, un poco menos escueta: “En la poesía venezolana de la segunda mitad del siglo XX uno no está cerca, siempre se está lejos, siempre se vuelve a comenzar”.

Obviamente, me resulta difícil caracterizar mi propia poesía en relación con otras contemporáneas o que la han antecedido en Venezuela. Tal vez, como dijera Cadenas, de algún modo todos estamos siempre lejos y siempre recomenzando, pero siempre, también, haciéndolo a partir de la relectura de esos múltiples afluentes que forman una especie de inmenso delta, en el cual confluyen diversas búsquedas y tendencias poéticas. Como venezolano, al decir esto, me cautiva la posibilidad de imaginar que ese lugar de confluencia tiene un correlato geográfico en el suceder del largo y ancho río Orinoco que desemboca en el Atlántico, como si se tratara del encuentro de dos océanos. Fue por cierto allí, donde Colón se encontró con la tierra firme de este continente por primera vez y donde creyó, según lo anotó en su diario, haber llegado al Paraíso Terrenal.

Convidado a singularizar mi búsqueda poética “frente a esos referentes” que mencionas en tu pregunta, me atrevería a señalar dos características que, en términos generales, son infrecuentes en la poesía venezolana; hecho sobre el cual he ido tomando lenta conciencia con el paso del tiempo. Ellas son: el cultivo de una ironía soterrada y de un lenguaje cautivado por la difícil sencillez. Dos breves poemas de El cangrejo ermitaño, posiblemente logren dar una idea más cabal de lo que quiero expresar:


ENTRE LA ESPADA Y LA PARED

La ironía no es asunto de elección.

Es una imposición de la realidad
que acosa al lenguaje.

 

ARS NIMIA

Un lenguaje que encubra
(y descubra)
sin hacerse notar,
que oculte
(y revele)
con sigilo.

Un arte de lo mínimo
(o con una m menos, de lo nimio),
en el que sin excesos
se haga sentir
el cartílago de la lengua.


Para concluir y para contestar la segunda parte de tu pregunta, diría lo siguiente. Del futuro tan sólo aspiro a que sea mejor que el presente. Es decir, que a pesar de estar viviendo estos confusos tiempos que nos ocupan, logremos, de alguna forma, enmendar las planas y enderezar los cauces que nos han llevado hasta acá. De no ser así, no hay mucha vuelta que darle, no quedará por demasiado tiempo una especie humana que habite la Tierra, ni tal vez un planeta que vuelva a permitir alguna vez que algo parecido lo vuelva a habitar. No quedará, por tanto, tampoco lugar para la poesía. Ese “algo que será”, al que se refería Huidobro, no será más que nostalgia cósmica.

 

 

 

 



 

 

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El poema es la única patria visible.
Entrevista al poeta venezolano Arturo Gutiérrez Plaza
Por Ismael Gavilán
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