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El lector filólogo:
La ficción suprema: Gonzalo Rojas y el viaje a los comienzos de Marcelo Pellegrini

Por Ismael Gavilán Muñoz
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I

En una sociabilidad literaria que se precie, resulta normal que toda generación que acude a escena, prodigue desde sus filas un contingente de escritores y poetas que cultive la crítica literaria. Más que el crítico en estado puro, ya en sus versiones académicas o de difusión más amplia, el escritor y poeta devenido crítico es un actor cultural asumido plenamente a las reglas del juego de nuestro medio. Actor y parte que desde enfoques más puristas o cuestionadores, es visto como protagonista interesado. Pero sin restar importancia a esa aseveración, sería atractivo preguntar si acaso aquel fenómeno corresponde a una práctica recurrente o a una excepción. Y si miramos la historia de nuestra literatura nacional y aún continental, aquello no nos parece nada raro o ajeno: al menos desde el modernismo rubendariano a falta de cuadros críticos preparados, autónomos en su ejercicio y cultivados en su sensibilidad intelectiva –a pesar de los elocuentes procesos de alfabetización y desarrollo de la cultura letrada, con todos sus logros, miserias y fracasos ya en nuestro país como en el continente- son los mismos poetas y escritores los primeros en tomar la pluma para engarzarse en la disquisición crítica con mayor o menor acierto. Pero dejando a un lado por ahora tal debate que, ciertamente, daría mucho que hablar y bastante tela que cortar –sobre todo dadas las condiciones socio-culturales que enmarcan el ejercicio de la crítica literaria en Chile- lo que se mantiene como cierto es el surgimiento de un puñado de escritores y poetas que fungen también de críticos en toda la línea, ya en el ámbito académico, ya en el de medios de difusión más masiva. Sin duda aquello no es novedad: la crítica literaria ejercida por Enrique Lihn, Jorge Teillier, Miguel Arteche, Armando Uribe, Pedro Lastra, Alfonso Calderón, Waldo Rojas, Oscar Hahn y más cerca de nosotros en lo temporal por Eduardo Llanos, Jorge Montealegre y Andrés Morales, por ejemplo, ha sido una práctica que ha ocupado espacios y géneros diversos: desde la columna y reseña periodística, el ensayo de revista cultural o literaria hasta el artículo de corte más académico y otras formas no tan comunes como es el libro que reúne una selección de textos como los antedichos, como a su vez, el libro de carácter monográfico y de largo aliento con mayor o menor densidad analítica o interpretativa.

Así, el cultivo de la crítica es efectuado por un creador que reflexiona, por un poeta crítico que ante la circunstancia epocal, la necesidad interna, lo perentorio de su gesto autorreflexivo y hasta por razones materiales de sobrevivencia, lleva a cabo este ejercicio. El comentar, el valorar, el contraponer y razonar, el zaherir o discutir, el poner sobre la balanza el sentido posible de los textos del presente y del pasado y su circulación en medio de la sociabilidad que los sustentan y amparan es algo que, teniendo buenas o malas épocas de desarrollo y difusión, de todas maneras, es un acto primordial para que esa misma sociabilidad se legitime ante sí misma y el cuerpo social. Dadas las condiciones de “operación” en el neoliberal Chile de la postdictadura, aquel ejercicio como tendencia, se acrecienta o consolida cada vez más a partir de los años 90. De aquel modo la crítica literaria cultivada por poetas y escritores como Carlos Henrickson, Cristian Gómez, Bruno Cuneo, Matías Ayala, Jorge Polanco, Leonardo Sanhueza, Javier Bello, Roberto Onell, Jaime Pinos y varios otros, densifica una atmósfera, patentiza un gesto lector diverso y hace creer que la partida crítica no está del todo derrotada o evanescentemente difusa. Ya como norma permanente o acción esporádica, estos escritores y poetas y otros –algunos más jóvenes como Víctor Quezada, Guido Arroyo, Diego Zúñiga, Rodrigo Arroyo o Daniel Rojas, por ejemplo- llevan a cabo su escritura con variable intensidad y agudeza.

Y es que a pesar de listados como éstos, tentativos y para nada definitorios, lo que hay en el gesto crítico –al fin y al cabo, en el gesto de leer- es un afán irrenunciable de desplegar aún a tientas, un espacio intelectual donde pueda ser aprehendida la resonancia que prolonga o contradice la obra literaria que suscita nuestra necesidad simbólica de cuestionamiento, sentido, asombro o placer. El lugar común y bien pensante nos indica que en ese espacio intelectual debería llevarse a cabo el encuentro de las obras literarias, su posibilidad de diálogo, su más que pertinente intercambio, su radical expectativa auscultadora de potenciales significados y su más que tensa representación -contradictoria y problemática- respecto de lo histórico. Ese espacio intelectual es frágil entre nosotros. Muy frágil, a veces hasta tentadoramente inexistente. Y no porque los escritores y poetas arriba mencionados no posean cada uno a su manera talento para discernir los eventuales sentidos que poseen las obras literarias que se prestan a su anónimo y recurrente escrutinio -escrutinio alejado del espectáculo en que muy a menudo deviene esa misma sociabilidad literaria que dice sustentar sus ejercicios-, sino porque, tal vez, la práctica crítica sigue siendo para nosotros casi cualquier cosa, menos un campo de afinidades y oposiciones. En la violencia gratuita del comentario irresponsable, como en la vaciedad discursiva que le da amparo o en el lucimiento personal de enfant terrible, se encarna lo que en diversos instantes aparece como grito desde el púlpito o insidia desde el fondo de la sala. Obviamente nunca como razonamiento. Tal vez porque, como diría Octavio Paz, olvidamos –o queremos ignorar con desidia e insolencia- que la crítica es lo que constituye eso que llamamos literatura y que no es tanto la suma de opiniones bienintencionadas en torno a textos variopintos, sino más bien es el modo en que opera un sistema de relaciones.

II

En este contexto, la aparición a principios de este año 2014 en Editorial Cuarto Propio de La ficción suprema: Gonzalo Rojas y el viaje a los comienzos del poeta, ensayista y traductor Marcelo Pellegrini, es un caso, a mi parecer, decidor de lo que estoy tratando de plantear acerca de la crítica literaria actual. Por supuesto que el libro de Pellegrini no es un caso aislado, ni mucho menos. Porque de un tiempo a esta parte, varios han sido los libros de carácter monográfico o de reunión de textos diversos que han aparecido en la escena crítica. Pienso, entre otros en Maquinarias deconstructivas: poesía y juego en Juan Luis Martínez, Diego Maquieira y Rodrigo Lira (2013) de Marcelo Rioseco; Constitución de un sujeto sobreviviente. Una lectura a la poesía de Tomás Harris (2013) de Mary Mac Millan y El paraíso vedado. Ensayos sobre poesía chilena del contragolpe 1975-1995 (2010) de Sergio Mansilla. Pero no se trata solamente, en mi opinión, de que el libro de Pellegrini sea una publicación “académica”, algo de todos modos fácil de decir y despachar en la pereza lectora que carece de discurso. Como los libros de Mansilla y Rioseco acá señalados y otros más que han visto la luz años anteriores como los de Matías Ayala, Jorge Polanco y Luis Correa Díaz [1], por ejemplo, es claro que la ritualidad universitaria solicita sus gestos de legitimación, aunque cada vez teniendo menos en cuenta al libro como soporte y transporte de ideas, opiniones y reflexiones en aras de ese insípido texto llamado paper. Pero de ninguna manera es posible considerar este libro en torno a la poesía de Gonzalo Rojas pensado para los regodeos universitarios. Eso sería un flaco favor para Rojas y Pellegrini. Más bien, este libro lo veo como una plataforma giratoria de sentidos posibles que implican, entre otras varias cosas, una manera de entender lo que puede ser una “lectura crítica” y, por otro lado y de no menor relevancia, una forma de rendir cuentas a una memoria personal y, por qué no, hasta generacional. Intentaré argumentar en torno a estos dos puntos.

Ciertamente la obra del poeta chileno Gonzalo Rojas (1917-2011), si bien desde la aparición misma de su primer libro La miseria del hombre en 1948, ha suscitado una paulatina e intensa atención crítica, sólo a partir de los libros inaugurales de Marcelo Coddou y Nelson Rojas -Poética de la poesía activa y Estudios sobre la poesía de Gonzalo Rojas, respectivamente, ambos de 1984- podría decirse que despierta el activo interés de la crítica académica que se ha prodigado en varios volúmenes monográficos, homenajes, libros y en sinnúmero de artículos, notas, reseñas y ensayos. Rojas, en ese sentido, nunca fue un poeta de cuya obra se desentendiese la versión académica de la crítica literaria chilena. Aún más, desde la década de los 80, esa obra poética siempre provocó la más ferviente recepción y la más elocuente justificación interpretativa. Un gesto así, implica, sin duda, un acumulamiento de material, una suma si no portentosa, al menos bastante significativa de interpretaciones posibles –la Babel de la literatura secundaria en el decir de Steiner-: auscultada con minuciosidad en varios ensayos, tesis y libros, la poesía de Rojas parecía aclarada, explicada y comentada con una solvencia que ya se querría la obra de cualquier otro poeta chileno o latinoamericano. Es así que su resonancia continental no ha dejado de ser menor y sus lectores, desde el adolescente meditativo que busca en esta poesía una manera de entender su propia experiencia vivencial, hasta el scholar de universidad estadounidense, no han menguado, ni mucho menos han desaparecido.

¿Posee entonces una obra poética como ésta, acaso la resolución de sus nudos críticos, la claridad de una interpretación ajustada y convincente? Pareciera ser que sí. Pero, afortunadamente, sólo pareciera. Como en muchas otras cosas de la vida, los consensos no son necesariamente pertinentes: las opiniones se cristalizan, las lecturas se solidifican y devienen cualquier cosa y se corre el riesgo cierto que monumentalicen a esa misma obra que pretenden valorar. La crítica literaria en torno a la poesía de Gonzalo Rojas ha sido, justamente, salvo contadas excepciones, una paulatina construcción de consensos críticos que, en su claridad expositiva y densidad interpretativa, han ido constituyendo el cuerpo de una opinión consolidada. Y eso, tal vez, no sé hasta qué punto implica entender las aproximaciones a la poesía como una especie de conocimiento acumulativo que se autocerciora a sí mismo una y otra vez: quizás terminamos escribiendo sobre las opiniones de tal o cual ensayo que manifestó tal o cual opinión o escribimos para defender, refutar o proponer tal o cual tesis que un ensayo, un libro o un paper dijeron, manifestaron o aseveraron. Y sin negar la necesidad que a veces eso significa, vemos que la obra, el poema, queda en un horizonte cada vez más difuso o alejado. Soy de los que creen –y no soy para nada original en ello- que una lectura que monumentalice al objeto de su deseo, es una lectura que socava los fundamentos dinámicos, variables y sorpresivos que la propia poesía posee como parte de su manera de ser. Por eso, cuando aparece una nueva lectura de esa misma obra que, siendo absolutamente respetuosa y comprensiva con el acerbo bibliográfico de opiniones vertidas durante años y hasta décadas, pero que asimismo pone en entredicho varias de esas opiniones, haciendo que la obra sea vista desde otro ángulo, suscitando incluso, un cambio o modificación de la perspectiva con la cual, finalmente, leemos, pues esa nueva lectura, sin ser tal vez audaz en su gesto iconoclasta, baraja el naipe de la interpretación con una nueva mano que nos deja, gozosamente, fuera del juego, para reiniciarlo con atención, otra vez.

El libro de Pellegrini sobre Rojas, a mi entender, hace eso. Como en el Cuarteto para cuerdas nº 1 de Arnold Schonberg, Pellegrini es un scholar aplicado y consecuente: nadie objetaría la rigurosidad de corte académico con todo el aparataje teórico y de citas generosas que surgen una y otra vez en el cuerpo del texto, rigurosidad que aparece en la superficie de su escritura, pero ella misma no va en contra de sus argumentos, aún más, no se queda detenida en sus fronteras, ni menos inmoviliza su trama que teje y desteje con avidez. Sin duda otra es la rigurosidad del ojo crítico de Pellegrini, una que tiene mucho de riesgo: el querer leer como si fuera la primera vez. Pero su audacia y perspicacia de lector pueden más que cualquier convencionalismo al uso: una amplitud de diseño, una secuencia prolija que no renuncia a los detalles, prosa clara y bien argumentada que rehúye cualquier idiolecto académico de corrección calculada, una prosa diáfana incluso en pasajes que la hacen más que legible, incluso amena, una obra de crítica literaria de cabo a rabo, donde su voluminosidad –más de 300 páginas- no se nota con esa pesantez que lamentamos en tantas otras escrituras críticas. El gesto de Pellegrini es cordial, pero firme: respetuoso de las opiniones y pareceres de ese conocimiento acumulativo en torno a la poesía de Rojas, nuestro autor las despacha según su necesidad interpretativa y según la pertinencia de sus argumentos. Sin duda que este libro se haya atento a la crítica anterior, pero se vuelve una y otra vez insistente y convincente en sus puntos de vista sin renunciar a la prueba del poema mismo, a lo que la propia escritura de Rojas manifiesta y dice. En ese sentido hay pasajes donde el comentario de tal o cual poema aparece intenso, de una lealtad abrumadora para con el poema mismo. Pienso por ejemplo cuando Pellegrini aborda la génesis y exégesis de un poema ya clásico de Rojas como es Perdí mi juventud o como cuando explora el ámbito erótico/amoroso en poemas como Oscuridad hermosa o como cuando indaga los fundamentos de la genealogía del poeta en otro poema ya clásico de Rojas como lo es Carbón. Los ejemplos se podrían prodigar una tras otro. Pero lo que, insisto, resalta de su tratamiento es esa manera de intentar ser fiel a lo que el propio poema otorga en su significación posible. Por ello, acudir a los niveles fónicos, sintácticos, prosódicos y rítmicos es esencial acá para llevar acabo una lectura pertinente, pero de todas formas, no son los únicos caminos para allanar el eventual sentido que Pellegrini busca para establecer las coordenadas de la densidad de la obra rojiana. Pues no se trata sólo de ver al poema como transmisor de información para justificar las propias opiniones que se van vertiendo página tras página, si no más bien, estamos en presencia de un gesto filológico que convierte el acto de lectura en un encuentro amoroso que no vacila en discernir verso a verso, palabra a palabra, el cuerpo textual que se ofrece a la mirada que constituye el centro principal de los afanes interpretativos de Pellegrini. Ese cuidado, esa forma de responder a los requerimientos del poema creo que, hoy por hoy, es raro o muy poco común en la crítica literaria chilena. Porque no se trata solamente de contar sílabas o describir la retórica de tal o cual imagen empleando códigos preestablecidos del repertorio académico estándar. Pienso que se trata de otra cosa: de ir deshilvanando nociones de sentido en la filigrana espesa del poema, donde no cualquier opinión, aun razonadamente manifiesta, puede ser cierta o valedera a pesar de tener de su parte la justificación de su enunciado. Es, ni más ni menos, la dificultad de leer un poema, la conciencia crítica de la dificultad del acto de leer. Y con la dificultad añadida que esa lectura no se nos vaya de las manos o se precipite al abismo de las significaciones redundantes o vacías del lugar común. Eso es tal vez lo medular del gesto filológico que lleva a cabo Pellegrini. Y ese mismo gesto hace que su lectura, en tanto conjunto, sea coherente y creíble críticamente hablando. Este proceder, por supuesto, tiene sus riesgos. Pues se tiene la impresión de estar leyendo una obra de crítica literaria en el más tradicional sentido del término –Pellegrini ha sido ávido lector de esa tradición que tiene a Curtius y Auerbach entre sus mejores representantes- y ello implica, sin duda, una manera inactual de vérselas en el entendimiento del acto crítico: su libro no es sociología, ni estudios culturales, ni psicoanálisis postfreudiano o postlacaniano. No vemos en él nociones de “margen”, “agenciamiento” o citas a Foucault o Derrida. En el modo en que Pellegrini lee el detalle del poema –haciendo de su libro una fascinante acumulación articulada de detalles-, es posible advertir, por ejemplo, su filiación con la ensayística de Pedro Lastra. En ello veo algo relevante ya que comprendemos mejor su accionar y proceder.

A veces, cuando leemos ensayos extensos que manifiestan afiliarse a una noción de crítica literaria más amplia, con pretensiones de ser discursos de crítica cultural, esa misma amplitud, generosa en correr el horizonte de expectativas de comprensión, nos hace olvidar desde dónde estamos leyendo y qué estamos leyendo: el poema, la novela, un texto literario. Tal vez ahí radica un desvío que nos aleja de la conmoción que la lectura provoca de modo inusitado y desde la cual se justifica, tal vez, todo ejercicio lector. El ensayista y crítico argentino, Alberto Giordano, siguiendo una propuesta de Deleuze –“las supersticiones son creencias que separan a un cuerpo (en este caso, la literatura y el lector) de su potencia de actuar, que disminuyen esa potencia, que limitan lo que ese cuerpo puede”- se ha referido a esto identificando los “tics” que desplazan y aplazan esa conmoción denominándolas supersticiones del lector crítico: en primer lugar, la superstición política que consiste en creer que la literatura es útil porque cumple una función crítica, desmitificadora, al servicio de una causa justa, moralmente fundada (todavía no podemos pensar el poder de lo inútil). En segundo lugar, una superstición sociológica que consiste en creer que la literatura es homogénea a los discursos sociales, que se mueve en el mismo medio de generalidad que ellos, que sólo actúa sobre ellos en tanto los padece directamente (todavía no podemos pensar el poder de lo singular). Por último, una superstición histórica que consiste en creer que el sentido de la literatura es contemporáneo del de los discursos sociales, que las morales con referencia en los cuales estos discursos circulan funcionan como contexto, es decir, como límite de sentido de la literatura (todavía no podemos pensar el poder de lo inactual) [2].

Puestas así las cosas, me convenzo cada vez más que este libro de Pellegrini, el gesto de lector crítico que articula y sustenta es un gesto inútil, singular e inactual. Por eso mismo su cariz filológico suscita una extrañeza, una extrañeza que se funda no tanto en la peculiaridad de una lectura privativa, sino en el afán de establecer un sistema de relaciones que nos permita situar del mejor modo a la poesía de Rojas. Ese sistema parte de la materialidad misma de los versos de Rojas: sus ecos, sus resonancias, su sentido entrevisto en referencias de difícil acceso, en la construcción de una genealogía de mundos y referentes que Pellegrini pone en evidencia y hace circular ante nuestra mirada. Lo interesante, es que Pellegrini no sólo hace eso, sino que nos desea persuadir argumentativamente que es así.

III

Ahora bien, si acaso es verdad lo que afirma el poeta y crítico Luis Correa Díaz al decir que este libro nos ayuda a reexaminar el punto exacto en que la biografía y el discurso literario entran en contacto y se fusionan, creando una tercera dimensión que Enrique Lihn llamó “biopoética” –en tanto esclarecimiento de los complejos juegos referenciales poéticos, lingüísticos y filosóficos de una obra como la del poeta de Oscuro- aquello no sería posible si no atendiéramos a la propia recurrencia de Pellegrini como poeta lector de Rojas. Me explico: manifestaba páginas atrás que dentro de los sentidos posibles que se desprendían de un libro como éste, estaba una forma de rendir cuentas a una memoria personal y, por qué no, hasta generacional. Así, este libro es también una obsesión, una marcada obsesión para articular una memoria poética en un contexto desolado y cuyas referencias nos hacen pensar, nuevamente, en el modo en que los así llamados poetas de los 90 han ejercido ya no tanto la crítica literaria con más o menos fortuna, sino como manera de buscar en su naufragio, puntos de referencia para ser ellos mismos y enfrentar la vorágine de lo histórico. Puntales de escritura que no desaparecieran del horizonte y que pudieran ser atisbados como una posibilidad de sentido. Creo que la lectura que Pellegrini efectúa de la poesía de Rojas, cabe dentro de ese gesto mayor -o más amplio si se quiere- que desea dar cuenta del afán por esclarecer un asedio a la memoria que dibuja la apropiación de un imaginario –no sólo literario- que fue devastado por la dictadura y que, en su gesto de aprehensión, es posible advertir como un gesto político de reinvención tanto poiética como cultural. No es gratuito, ni azaroso el rescate, la lectura, la discusión y la apropiación de una serie de poéticas y posturas estéticas que ayudaron no sólo a un proceso identificatorio de los poetas de los 90 en tanto cohesión grupal, sino más bien en advertir que en tal apropiación lectora lo que había era un esfuerzo por inquirir, un esfuerzo por tender lazos y comprender la necesidad de obviar por espurias las pretensiones neofundacionales de los agentes dictatoriales y sus adláteres en lo referente a inaugurar o instaurar una sensibilidad no conectada con el pasado, visto éste como algo malévolo y equívoco en sí mismo. De alguna manera, el “sentido de tradición” de la poesía chilena del siglo XX, en los poetas de los 90, no es una recuperación monumental de íconos de una supuesta representatividad de cariz espectacular, tan al uso hoy en día, sino más bien un esfuerzo por esclarecer una genealogía, un contacto vital y no amnésico y menos museal con poéticas tales como las de Rosamel del Valle, Mandrágora, Eduardo Anguita, Carlos de Rokha, Humberto Díaz-Casanueva, Boris Calderón y Gustavo Osorio, entre las cuales, la de Gonzalo Rojas es ciertamente relevante.

Como bien indica en el prefacio del libro, Pellegrini ha asumido ese afán desde aquel lejano abril de 1989 cuando, siendo aún un joven adolescente, vio y escuchó por vez primera a Rojas leer sus poemas en un acto en la Universidad Católica de Valparaíso. Desde ese instante hasta este libro han pasado 25 años. Ahí vislumbro un gesto radical, no sólo de fidelidad y obsesión para con una memoria personal, sino para con esos cruces necesarios que toda “biopoética” encuentra en el fundamento mismo de su constitución. En el ámbito de las humanidades, en contra de los discursos que relegan la memorización al tacho de las tecnologías arcaicas, no acordarse simplemente es no saber. En poesía es lo mismo, pero como nos enseña en sordina este libro, no acordarse implica también el olvido y, por ende, la muerte.  


Viña del Mar, invierno de 2014.

 

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Notas

[1] Jorge Polanco: La zona muda, una aproximación filosófica a la poesía de Enrique Lihn. Ediciones Universidad de Valparaíso/ RIL Editores, Stgo, 2004; Matías Ayala: Lugar incómodo: poesía y sociedad en Parra, Lihn y Martínez. Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado, Stgo, 2010; Luis Correa Díaz: Lengua muerta. Poesía, post-literatura & erotismo en Enrique Lihn. Ediciones Altazor, Viña del Mar, 2012.

[2] Alberto Giordano: Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política. Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1999.



 



 

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