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        Errancia sin fin: observaciones a la crítica  literaria chilena actual.
          
          Por Ismael Gavilán
          Universidad de Viña del Mar   Chile
    
          Ensayo publicado en la revista española Cuadernos Hispanoamericanos Nº 760, octubre de 2013.
        
        
 
         
        
          
        
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            I  
        En lo que sigue, tal vez sea relevante advertir que las páginas que vienen son un mero esbozo a  mano alzada de un escenario móvil y que rehúye ser fijado con el afán definitorio con que el  mundo académico establece su legitimidad explicativa. En ningún caso un fresco detallado de  una escena heroica. Porque ciertamente si hemos de refugiarnos en el étimo de la palabra  crítica, éste nos otorga una serie de alusiones significativas para llevar a cabo nuestra empresa:  una relación conflictuada y diversa con momentos límite, con el despunte de lo diferente y aún  contradictorio.
         Desde esta perspectiva intentar hacer un breve recuento del estado de cosas de la crítica  literaria chilena al menos desde fines de los años 80 y principios de los 90 –en concordancia  para nada anecdótica con el fin de la Dictadura militar- hasta manifestaciones actuales a inicios  de esta segunda década del siglo XXI es a primera vista, sin duda, una tarea desmesurada que  escapa a los límites objetivos del presente ensayo. Ciertamente con la vuelta formal de la  democracia tras el plebiscito de 1988 y la elección presidencial de 1989, eventos que supusieron  el fin de la dictadura de Pinochet, el contexto en el cual la crítica literaria chilena aparecía  emergiendo del precario escenario cultural de la dictadura, era un espacio que propiciaba una  discursividad en absoluto inmóvil, anquilosada o estéril. Más aún, la crítica literaria chilena  comenzaba a asumir y elaborar acerca de sí misma un diagnóstico que no rehuía la polémica,  examinando sus fundamentos, sus características y su rol histórico, haciendo patente una vasta  reflexión desde diversos ángulos y perspectivas y por un número no menor de actores –críticos,  escritores, editores, académicos universitarios- en torno a temas y cuestionamientos tales como  sus desafíos en las nuevas e inminentes circunstancias democráticas, la legitimidad de su  inscripción socio-política, la siempre opaca relación entre crítica de medios y crítica universitaria,  como a su vez, la implicancia de las políticas educacionales y de fomento de la lectura en  relación al fenómeno lector y de recepción crítica como, asimismo, la constatación de un estado  de crisis crítica respecto a la función social y cultural de su propio discurso ante la emergente y  poderosa industria cultural representada por el mundo editorial transnacional [1].
         Vicente Bernaschina y Paulina Soto[2], resumen este abigarrado escenario de múltiples aspectos  y perspectivas en cuatro puntos fundamentales: en primer término, la convicción de acuerdo a la  cual escritores y críticos afirman que Chile enfrenta una crisis de la crítica literaria en tanto que,  en el periodo dictatorial, ésta fue homogénea y complaciente con una idea o concepto de cultura  conservadora y desligada de la realidad social del país. Incluso se manifiesta que la crítica  literaria no existe, pues es sólo la reproducción de comentarios y ofertas de libros al servicio de  la industria editorial y su agenda. En segundo término, una visión ambivalente respecto del  pasado, pues por un lado se da una recuperación nostálgica de ciertas figuras de la crítica  chilena y de la diversidad de su práctica y por otro se observa un claro escepticismo ante este   fenómeno. Como manifiestan Bernaschina y Soto, citando a la académica Soledad Bianchi [3],  durante los años previos al golpe militar, si bien existió un ejercicio crítico diverso y  heterogéneo, aquello no logró fundar una continuidad que fuese duradera. En buena parte se  trató de intentos aislados que no pudieron transformar de modo efectivo las nociones  conservadoras de la cultura hegemónica. Desde esta perspectiva, resulta relativamente fácil  culpar de modo exclusivo a la política represiva de la dictadura pinochetista por el quiebre de la  continuidad de las prácticas críticas y culturales que en Chile se venían desarrollando desde los  años 60. Pero esta visión no toma en cuenta que hubo muchas prácticas culturales de resistencia  al régimen, aunque éstas no lograron reacciones inmediatas en la opinión pública. En tercer  término y desprendido de lo anterior [4], se constata que si bien existe un público lector, éste es  reducido. El ejercicio de la crítica literaria es, entonces, a pesar de los esfuerzos por salir de un  círculo cerrado, una actividad circunscrita a escritores y especialistas que no logran alcanzar a la  sociedad de modo masivo. Esta dicotomía se extiende a las relaciones habidas entre crítica  académica y crítica de medios: sus contactos son breves, esporádicos y la mayoría de carácter  negativo, acusándose mutuamente de carencia de rigor, sesgo ideológico, hermetismo,  populismo y elitismo. En cuarto y último término, Bernaschina y Soto [5] plantean el  surgimiento creciente de una conciencia respecto a la función de la crítica literaria ya no como  una mera tarea de recomendación de lecturas o de difusión de opiniones, sino como una práctica  que propone una manera de comprender e interpretar la sociedad, comprensión e interpretación  que debe ser debatida constantemente en relación a lo que sucede o acontece en ellas. De ahí la  relevancia y necesidad de efectuar lecturas que recanonicen la historia literaria chilena.  
        Este apretado resumen del estado de cosas de la crítica literaria chilena a inicios del más  reciente periodo democrático, es decir a principios de la década de los 90, dibujaba un escenario  cuyo diagnóstico, desde diversas fuentes y actores, parecía ser relativamente concordante y  consensuado, a veces con un tenor poco optimista, pero en ningún caso entregado a un  fatalismo inmovilizante y, de todas formas, a la expectativa de lo que traería la política cultural  de los futuros gobiernos democráticos. Sin embargo, en el transcurso de la última década de  siglo XX e inicios de 2000, este escenario se fue, en nuestra opinión, fragmentando y  enrareciendo cada vez más, entre otras razones, por el cierre paulatino y ostentoso de una serie  de medios –como los diarios y periódicos La Epoca, Diario Siete, El Metropolitano y revistas  como Cauce, Apsi, La Bicicleta, Piel de Leopardo, Rocinante entre varias otras-; por la  discontinuidad, ambivalencia y transformación de las políticas editoriales de los suplementos  literarios y/o culturales de medios más tradicionales y conservadores como El Mercurio y La  Tercera; por la cada vez más distanciada y conflictiva relación, salvo contadas excepciones,  entre la crítica literaria efectuada en medios masivos y la crítica literaria llevada a cabo en el  mundo universitario; por la articulación de una estrategia cultural por parte de los gobiernos  democráticos basada, en lo fundamental, en fondos concursables altamente burocratizados,  cuyo horizonte ha sido, por un lado, fomentar la industria cultural a gran escala y, por otro,  transformar a nivel de emprendimiento privado y con carácter asistencialista y con escasas  posibilidades de continuidad temporal, las eventuales iniciativas de implementación de  publicaciones periódicas de carácter literario donde pudiera efectuarse el ejercicio crítico. A su  vez, como marco de referencia no menor de todo esto, las políticas educativas gubernamentales  que, en decenio y medio, han apuntado hacia la desmantelación oficiosa de la literatura en los  planes de estudio de la enseñanza primaria y secundaria en pos de un concepto eminentemente  funcional y comunicacional del lenguaje [6].  
        Entrados ya a la segunda década del siglo XXI, se vuelve evidente que la expectativa de remozar  las condiciones estructurales para llevar acabo de modo adecuado el ejercicio de la crítica  literaria con sus implicancias socio-culturales no han respondido a los planteamientos originales  que se esbozaron a inicios de los años 90. Pero no se trata tampoco que en este instante   presente asistamos a una debacle de postulados que fueron pensados programáticamente En  absoluto. Más bien sería pertinente decir que las condiciones sociales y culturales en Chile se  han desplegado hacia rumbos que se podían entrever ya desde fines de la dictadura, dado el  carácter neoliberal de sus premisas sociales y económicas, pero que en todo caso, muchos y  muchas no pensaron que se radicalizarían hacia un estado de cosas que siempre ha valido la  pena cuestionar en pos de una versión más integral, crítica y distinta [7]. Me parece que desde  ahí es desde donde debemos intentar comprender los avatares de la crítica literaria chilena  actual, avatares que han llevado en los últimos años a su paulatina cristalización, pero a su no  menos interesante exploración de intersticios de sentido que hace década y media eran  impensables o poco tenidos en cuenta.  
        Ante esto y sin afán de exhaustividad analítica, deseo detenerme en algunos elementos o  instancias que, creo, son imprescindibles para comprender en algún detalle lo recién planteado  respecto a la crítica literaria chilena actual. En ningún caso como instancias que se contraponen  y donde su validez sólo pueda ser aceptada en tanto situaciones estancas o desligadas entre sí,  sino como todo lo contrario: imbricadas estrechamente unas con otras.
        
           II  
        Hace algunos años atrás (2006), la crítica y académica Patricia Espinosa constataba un hecho  que había devenido cierto, pero sobre el cual escasamente se había reflexionado en aquel  momento y aún ahora: la pérdida casi absoluta de influencia de la crítica literaria más allá del  campo propiamente literario[8]. Espinosa, que fundamentaba su opinión en una recepción de las  ideas y reflexiones de Edward Said y Pierre Bourdieu, efectuaba tal aseveración al considerar al  crítico literario una figura intelectual caracterizada por un tono confrontacional que produce y/o  distribuye conocimiento, convertido en un agente cultural que ocupa una posición en el campo  cultural en el cual se desenvuelve y que posibilita su accionar. Es en este campo donde el  intelectual se define por la cantidad de capital que posee y por aquello por lo que lucha. Desde  esta posición, Espinosa se preguntaba si acaso los críticos literarios chilenos a inicios del siglo  XXI eran y son detentadores de un verdadero capital simbólico, en otros términos, si eran o son  capaces de construir la verdad y dar cuenta de una determinada visión del mundo social. Y no  dudaba en, al menos, ponerlo en entredicho, pues el verdadero poder simbólico se encuentra  cooptado por las lógicas del mercado, en los poderes fácticos, en las grandes instituciones. De  ahí se derivaría entonces que para mantener algo de su posición y más que virtual presencia, el  crítico literario ejecutase tácticas cuyo diseño se halla entrelazado con el consumo promovido  por el mercado. En ese sentido, es este último el que legitimaría el derecho a hablar o  manifestar opinión[9]. Por otro lado, el crítico literario adscrito formalmente al mundo  universitario chileno, según Espinosa, debe padecer la “privatización” de su saber intelectual. Es  así que en el ámbito de la crítica literaria académica, la legitimidad se encuentra arraigada en  el paper ISI como casi exclusivo referente de validación: ciertamente muchos críticos académicos  no se interesan o se abstienen de participar en medios masivos, pues la lógica que subyace es  que no vale la pena publicar en revistas que no se encuentren indexadas [10]. Eso, por un lado,  institucionaliza aún más el enclaustramiento del conocimiento universitario y, por otro, establece  diferencias de fondo y grado respecto a las prácticas escriturales que se llevan a cabo en diarios  y periódicos, resultando de aquello una más que virtual invisibilización del quehacer crítico,  quedando éste relegado a un relato que habita una “zona fantasma”[11].  
        Matices más, matices menos, lo que Espinosa manifiesta respecto a la presencia/ausencia del  crítico en el actual campo literario chileno, implica pensar cuál sería su rol deseable en un  escenario cultural de cambio constante, diverso y que se ha ido fragmentando cada vez más,   pero del que creo siempre hay que esperar su recomposición, su rearticulación a la luz de las  ruinas heredadas desde el fin de la Dictadura. De todas formas, frente al riesgo de una crítica  fosilizada y fosilizante que permitiría una clausura de la literatura donde la neutralización de la  figura intelectual implicaría silenciar en vez de abrir los textos, concuerdo con Espinosa cuando  manifiesta que se hace más que necesario recuperar al crítico como una figura que debe  arriesgarse en el Chile de hoy a efectuar una lectura de las obras literarias desde una incómoda  incomodidad para articular una exposición responsable de la emergencia epocal. Esa emergencia  me parece que se halla signada tanto por el carácter situado del ejercicio crítico, como por la  elaboración de criterios poseedores de rasgos estéticos y sociales que creo irrenunciables, entre  los cuales el placer, la imaginación, la memoria y el cultivo de una actitud disidente ante la  reiteración superficial del discurso monocorde que se ha instalado en la administración neoliberal  del imaginario, necesitan replantearse, al menos para ser reflexionados críticamente.
         
         
        
 
          III
         A pesar que la crítica literaria chilena se articuló durante el siglo XX como una discursividad de  una pluralidad paulatina[12], la sociabilidad literaria adscrita a ella siempre fue proclive a erigir  efigies casi absolutas del homme de lettres como verdadero árbitro del gusto y la creatividad.  Esto no sólo puede ser atribuido –y con razón- a las condiciones socio-culturales de una elite  hegemónica que desde los medios de prensa a ella vinculados –vgr los diarios La Nación y El  Mercurio- posibilitaba tal gesto de absolutización, sino también por un fenómeno  extremadamente arraigado en el imaginario literario chileno en lo que respecta a una más que  virtual totemización de una idea de “poeta único”, en tanto vate o profeta de un pueblo, una  sociedad o una raza. El caso paradigmático de Pablo Neruda y, en cierto sentido de modo algo  más contemporáneo, el de Nicanor Parra, delatan la figura de un poeta todo poderoso, poseedor  de una prestancia imaginativa, verbal y política capaz de entender e interpretar lo histórico no  tanto como sucesión de acontecimientos datables en una cronología de hechos, sino más bien  como una vasta comprensión metafísica del sentido de la historia en tanto se asumiese como un  destino. El vigoroso mesianismo poético –que pasa desde Pablo Neruda y en algún sentido hasta  Pablo de Rokha y que se actualiza en la hora presente en Raúl Zurita- ha tenido su correlato un  tanto más templado, pero no menos decidor al articularse como “opinión bien fundada” en el  sector más tradicionalista de la crítica literaria chilena que va desde Omer Emeth, pasando por  Alone (pseudónimo de Hernán Díaz Arrieta) hasta llegar a la figura de Ignacio Valente  (pseudónimo de José Miguel Ibáñez). A la figura del “poeta único” corresponde la efigie del  “crítico único” [13]. Y eso sin que creamos o constatemos la inexistencia de muchos otros poetas  y escritores y de multitud de críticos en una diversidad de medios que, hasta 1973 al menos,  develaban una pluralidad altamente constante y pujante de la escena crítica en Chile.  
        Porque, ciertamente, cuando me refiero a la existencia de un poeta y críticos únicos, no me  estoy refiriendo a una sola presencia real o concreta de un solo individuo que monopoliza la  opinión o la creatividad –aunque en los años más álgidos de la Dictadura, en la década de los  70, pudiera entenderse eso, sobre todo por la censura, el exilio y el autoexilio que propició que  buena parte del mundo literario chileno quedara subsumido en lo que se ha denominado como  “apagón cultural” y frente al cual el ejercicio crítico se vio drásticamente reducido, al menos en  los medios de prensa más convencionales y masivos-. No, me refiero más bien sobre todo a  partir de 2000, a una especie de actitud “absoluta”, a una actitud “total” y de sesgo autoritario  que implica entender el discurso crítico y, aún más, el literario, como la articulación de grandes  monólogos de carácter endogámico que no salen de su propio autismo y que se atribuyen su  legitimidad en tanto discursos “verdaderos”, “ciertos” o “agudos”. Pluralidad, sí, efectivamente,  pero de grandes monólogos que más que propiciar un intercambio de opiniones para dar cuenta   de un discurso público, contrastante y complementario respecto del fenómeno literario, han  propiciado una especie de opinión única dilatada en voces disímiles y a veces sordas entre ellas  mismas. La paradoja es que desde fines de la Dictadura y agregados a los problemas  estructurales mencionados páginas atrás, respecto a la posibilidad de inventar o construir un  espacio propicio para la emergencia del discurso crítico, éste se ha engalanado, salvo contadas  excepciones, en una verdadera pasión, fría e indolente, por excluir el debate, la toma de  posición y la discusión informada, responsable y aquilatada[14].  
        Es de suponer que tanto en la crítica literaria de medios como en la efectuada en el ámbito  académico es rastreable, salvo excepciones, un riesgo de anquilosamiento que se brinda entre  los compromisos de marketing de la crítica vinculada a soportes tradicionales, como pueden ser  los de la prensa escrita, como en la escritura académica que mostraría un “rapto” hacia la  privacidad del conocimiento en pos de articularse en un circuito restringido de especialistas –la  idea supersticiosa de la “comunidad científica”- que se rigen bajo parámetros ISI. Frente a este  estado de cosas que grosso modo acontece en los medios tradicionales, ya de prensa o  universitarios, es posible visualizar de manera creciente la emergencia de la crítica literaria en  diversos medios digitales que, desde 2000 en adelante, han ido ampliando, diversificando y  renovando el espacio crítico.  
        En todo caso, no se trata de apoyar o blandir la opinión a favor o en contra de uno u otro  formato, pues digamos que entre el tradicional soporte “letrado” y el más actual o  contemporáneo soporte “digital” o “cibernético” se modulan guiños cómplices, colaboradores  comunes y, a veces, puntos de vista que son fomentados con mayor o menor prestancia por la  “autoridad” académica de turno frente a una más que virtual disidencia de parecer u opinión. Por  otro lado, soy escéptico respecto del modo en que se plantean las políticas editoriales que la  mayoría de tales medios digitales sustentan: su aparición y desaparición en un ritmo a veces  muy espasmódico, la construcción de un sujeto crítico móvil que puede ir de medio en medio; la  eventual inflación de palabrería un tanto impostada que implica la articulación de un idiolecto  pseudocrítico, otorgado por las variantes de una subjetividad empeñada más en “aparecer” o  “mostrarse” que en leer críticamente; de lo anterior, la deflación del rigor analítico dada la  dispersión de opiniones, etc. No obstante todo lo dicho, me parece que aún no se calibra de  manera adecuada el surgimiento de estos medios digitales y, en ellos, el ejercicio de la crítica  literaria. Porque a parte de un natural escepticismo que ha de esperarse ante una escena a  veces en exceso adocenada por viejas prácticas culturales, lo que me parece interesante de  apreciar son un puñado de cosas positivas que no hay que desdeñar en absoluto y que, a la  larga, implicarían la modificación del campo literario en un desplazamiento sugestivo de sus  parámetros de sentido. Es así que es dable constatar el surgimiento de nuevas voces críticas con  un repertorio no sólo de carácter letrado, sino también de impronta visual y aún medial,  ampliando la frontera de la percepción crítica más allá de los límites escritos hacia ámbitos de  experiencia de cariz semiótico y cultural, cosa que implica, a su vez, una intensificación y hasta  una complejización de los puntos de vista desde donde se aborda, enjuicia y valora la literatura.  Por otro lado, es posible advertir una apropiación de una serie de obras que se encuentran fuera  del circuito formal de los conglomerados editoriales tradicionales, apostando por leer y  contextualizar los productos emergentes de un fenómeno no menor en la constitución del campo  literario chileno actual y que hace referencia al trabajo de las así llamadas “editoriales  independientes”[15] y que poseen, la mayoría, un gesto de autogestión, muy acorde con el  encapsulamiento de las políticas nacionales referidas al fomento de la empresa editorial. Es de  este modo que muchos de estos nuevos medios digitales que mantienen un staff flotante de  críticos variados, se hacen cargo del objeto libro de un modo que lo comprende como parte  fundamental de una sensibilidad que se niega a ser subsumida por el mercado y que avala una  conciencia disidente y crítica de los postulados neoliberales vigentes.  
        En buena parte del ejercicio crítico digital es posible hallar una especie de fe en la trascendencia  de la obra literaria y su lectura, una defensa de la esfera de lo literario respecto del mercado en  donde la función de la crítica sería avalar el valor cultural, la espesura axiológica y política de lo  literario, su densidad significante y la pluralidad de formas que adquiere en este nuevo escenario  virtual y de nuevos soportes electrónicos. Esto, ante la usurpación mercantil para poder  propagar una idea o concepto amplio de lo “literario” e intentar una cercanía con el público.  Desde esta perspectiva, el rol de la crítica sería ser rotundamente “literaria” – aún a pesar o más  bien en contigüidad con el recurso de lo visual, lo medial y el origen multidisciplinario de varios  de sus cultores-, para comentar y difundir obras que merecen una atención detenida o no se  hallan inscritas en el circuito más convencional de las editoriales tradicionales. Ciertamente los  cultores de la crítica literaria digital creen en el abandono de los recursos academicistas  ortodoxos y demasiado especializados –tengan éxito o no en esta tarea– y privilegian, en  cambio, el formato blog, la página web en sus más diversas conformaciones y maneras, viendo  en el recurso digital la potencialidad del diálogo en relación a la obra y su crítica[16].  
        Revistas digitales de una primera hornada como Plagio (www.plagio.cl); Crítica (www.critica.cl) y  Letras.s5 (www.letras.s5.com), creadas a fines de los años 90, vienen a ser la punta de lanza  que instaura la nueva manera de sacar provecho de los recursos cibernéticos e Internet, en pos  de una idea de literatura que, si bien arraiga en una concepción tradicional, muy pronto se  despliega hacia la tarea de comprender, leer y criticar las nuevas manifestaciones de la literatura  chilena hacia ámbitos que mezclan lo medial y visual, enriqueciendo la perspectiva crítica de lo  que hasta ese instante predominaba en tanto crítica literaria.  
        Avanzando la década de 2000, es posible advertir el surgimiento de una segunda y fecunda  hornada de revistas, blogs y sitios entre los cuales destacan Sobrelibros (www.sobrelibros.cl)  fundada el 2003, por Mónica Ríos y Carlos Labbé; La Calle  Passy 061 (http://lacallepassy061.blogspot.com/) iniciado por Víctor Quezada, Simón Villalobos,  Rocío Cano, David Villagrán, Juan Manuel Silva en  2006; Lanzallamas (http://www.lanzallamas.org) fundado en 2006 por Jaime Pinos y Roberto  Contreras; 60 watts, (www.60watts.cl) creada el 2009 por Diego Zúñiga, Denisse Valdenegro y  Manuel Illanes; Letrasenlinea (www.letrasenlinea.cl) creada en 2010 por Fernando  Pérez; Intemperie (http://revistaintemperie.cl/) creada y gestionada desde 2010 por Felipe  González, Andrés Olave, Rodrigo Marín y Pablo Torche; La cabina  invisible (http://lacabinainvisible.wordpress.com/) creada en 2010 por Diego Alfaro, Ignacio  Rojas, Ignacio Rauld y Macarena Acuña y más recientemente, fundada en 2012, Poesía y  crítica (http://poesiaycritica.wordpress.com) gestionada por Manuel Vallejos y Nelson Zúñiga.
         En casi todas estas publicaciones digitales es posible apreciar el modo en que la crítica literaria  de la postdictadura chilena exacerba su situación de ente separado de las instituciones, y por lo  tanto, naturaliza, en cierto sentido, una idea de que la crítica puede ser vista y ejercitada como  puerta hacia lo trascendente de lo literario mismo, en donde esa trascendencia implica una  comprensión que desea ver o entender lo literario, no como algo desgajado de la realidad y sus  fisuras de sentido, sino que en tanto discurso autónomo que proviene de lo real y está frente a  éste. En un momento histórico como el actual, marcado por un escepticismo ante toda  manifestación cultural que se halle raptada por la razón mercantil y su administración  espectacularizada o del entendimiento funcional a/crítico del lenguaje que permea el aprendizaje  escolar, la crítica literaria cultivada en los medios digitales se ve como una instancia donde es  aún posible meditar sobre la literatura como un espacio libre y aún lúdico en sus  manifestaciones de consideración valorativa. Por otro lado, no hay en ella restricciones al ámbito  nacional de las obras. De hecho, casi todas las publicaciones digitales mencionadas más arriba  incluyen un registro bastante internacional de novelas, ensayos y poemarios, amén de comentar  o referirse a obras visuales, teatrales y aún performáticas. A pesar de las aprensiones que uno   como lector pudiese manifestar ante este variopinto despliegue de publicaciones digitales, no  deja de ser relevante que la crítica ejercida en este tipo de medios desmitifica o socava la idea  de que la crítica literaria está escondida en la academia, media temerosa, media elitista y  arrinconada o que la que aparece en los medios de prensa tradicionales con su pleitesía ante la  marejada del mercado o la rareza de sus manifestaciones, posea el sello distintivo de  lo verdadero o cierto en un eventual monopolio simbólico respecto de la evaluación del estado  de cosas que vive la literatura chilena actualmente. Ante esto, parece emerger una  consideración que obligaría a pensar o repensar las características del espacio público, en tanto  espacio asumido como crítico y la reconfiguración que ello implica a la luz del ejercicio crítico  digital, ampliándolo hacia la columna de opinión, el ensayo de cariz más analítico y la nota  aclaratoria de los diversos procesos culturales, políticos y sociales en que se desenvuelve el país.
        
           IV
         A modo de conclusión es posible advertir tres modos posibles en el Chile actual, heredero de la  Dictadura y de los gobiernos democráticos habidos desde 1990, donde el discurso de la crítica  literaria puede apreciarse con sus limitaciones, legados y expectativas: la crítica académica con  sus pretensiones de explicación y constatación rigurosa basada en presupuestos de cariz  científico y que corre el riesgo cierto de convertirse en un discurso tautológico  hiperespecializado, sin conexión con la opinión pública, sea cual sea el modo en que ésta se  reconfigure en el devenir histórico más próximo; la crítica de medios tradicionales, sobre todo de  prensa escrita, cada vez más acorralada por la presión de los grandes consorcios periodísticos y  sus políticas culturales –o la ausencia de ellas- junto al monopolio de las grandes editoriales, la  mayoría transnacionales que obedecen a la normativa neoliberal y la emergente, variada y  también cambiante e hiperfragmentada crítica en medios digitales.
         Sin duda que esta diversidad puede parecer positiva o deseable a primera vista. Pero soy de los  que creen que tal vez, más –o menos- que una diversidad en sí, lo que hay en la descripción de  estos modos, muestra el peligro del gueto donde es plausible la fantasía –cercana a lo real y no  como mera ficción- del surgimiento de lectores específicos para escrituras específicas, lectores y  escrituras diferenciadas entre sí hasta llegar al punto de su mutua ignorancia o indolencia que  reproducirían, en su alienación, las prácticas sociales regresivas que el momento actual desea  subvertir y hasta desterrar. Con la emergencia de lectores específicos para escrituras críticas  específicas se habría consumado, en mi modesta opinión, la derrota de la literatura como  discurso utópico. Da para pensar si acaso estaremos como críticos, académicos universitarios,  poetas, ensayistas o literatos, proyectando una segregación, ya no sólo social, sino también una  eventual segregación referida a la manera de imaginar o entender a esa misma imaginación que  el fenómeno literario asume como parte de sí mismo. Ante esto, la convergencia de diversos  discursos al interior de la crítica literaria, como a su vez los deseables cruces entre sus variados  soportes donde la impronta argumentativa se instale como índice de criterio articulatorio, ayuda  a entender un espacio crítico que se haya, en la actualidad, en pleno proceso de reconfiguración,  donde me parece una necesidad perentoria que la crítica literaria en Chile pueda dar cuenta de sí  misma y de su objeto siempre problemático: las obras de una literatura siempre cambiante.
        
            Viña del Mar, Chile, marzo-abril, 2013.
         
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        Notas
        [1]  Existen una serie de ensayos, estudios y recopilaciones que han abordado con detalle los  avatares de la crítica literaria chilena entre 1973 y 1990, durante la dictadura, como asimismo  desde el retorno a la democracia a partir del año señalado y hasta el presente, respecto de sí  misma, en su relación con la industria del libro y el contexto cultural chileno en un amplio  sentido. Algunos textos que son relevantes en esta breve cartografía que elaboro, son por  ejemplo La crítica literaria chilena de María Nieves Alonso, Mario Rodríguez y Gilberto Triviños  (editores), Editorial Aníbal Pinto, Concepción, Chile, 1994; Orientaciones actuales de la crítica  literaria y cultural de Andrés Cáceres y Eddie Morales (editores), Ediciones de la Facultad de  Humanidades de la Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 2003; La crítica literaria chilena de  Patricia Espinosa (editora), Ediciones del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad  Católica de Chile, Santiago de Chile, 2009. Asimismo los ensayos que sobre este tema ha escrito  Bernardo Subercaseaux Historia, literatura y sociedad: ensayos de hermenéutica cultural,  Ediciones Documentas, Ceneca y Cesoc, Santiago de Chile, 1991 e Historia del libro en Chile, Ed  LOM, Santiago de Chile, 2000. Más recientemente el trabajo de Vicente Bernaschina y Paulina  Soto Crítica literaria chilena actual. Breve historia de debates y polémicas: de la querella del  criollismo hasta el presente, 2011, disponible como recurso electrónico en  http://www.historiacritica.cl/
          [2]  Bernaschina, V y Soto, P. “Crítica literaria chilena actual: un breve balance de las últimas  décadas” en op cit, pp 3-45
            [3]  Op cit, p. 19.  
              [4] Op cit, pp 19-20.
              [5]  Op cit, p. 20.
              [6]  Hasta ahora los trabajos que se han dedicado ha rastrear el lugar de la literatura en el  curriculum escolar chileno de modo crítico y, por ende, el examen de la idea o concepción acerca  del lenguaje que es posible advertir en él, son escasos. Entre los más relevantes al respecto,  destacan el libro de Sergio Mansilla Torres: La enseñanza de la literatura como práctica de  liberación: hacia una epistemología crítica de la literatura, Editorial Cuarto Propio, Santiago de  Chile, 2003 y el trabajo de Vicente Bernaschina La lectura en la crisis de la educación:  reconsideraciones para el Bicentenario, Ediciones UDP, Santiago de Chile, 2011. Asimismo, el  ensayo de Roberto Suazo “El rol de la literatura en la educación escolar actual” en la  revista 2010, nº 2, primavera de 2011, pp 26-33.  
              [7]  El libro del sociólogo Tomás Moulian Chile anatomía de un mito, Ed Lom, Santiago, 1997,  sigue siendo fundamental para comprender la violenta instauración del modelo económico-social  de carácter neoliberal efectuado en Chile por la dictadura militar (1973-1990) y su posterior  consolidación por parte de los gobiernos democráticos de la Concertación de Partidos por la  Democracia que gobernó entre 1990 y 2010.
              [8]  Espinosa, P: “Residualidad y resistencia en la crítica literaria” en La crítica literaria  chilena, ed cit, pp 47-56.  
              [9]  Sólo como anécdotas ejemplificadoras, valga mencionar un par de pequeñas polémicas  acaecidas, la primera, a mediados de la década de 2000, cuando el poeta y crítico literario  Leonardo Sanhueza, en su columna del diario Las Ultimas Noticias se “atrevió” a mal comentar el  último bestseller del escritor chileno Roberto Ampuero y donde éste le enrostra a aquél que es  un “don nadie”, “que no conoce nadie” y “ningunea a la literatura” cuando él, en tanto autor, “es  publicado por Planeta y vende miles de ejemplares de su obra en toda América Latina”. La  segunda sucedió a inicios de abril de 2013 cuando el crítico de la revista electrónica Intemperie,  José Ignacio Silva, se refirió al libro La calle me distrajo. Diarios 2009-2012 del mediático  periodista Patricio Fernández de modo bastante crítico ante la más que evidente banalidad de los   textos reunidos en aquel volumen, publicado por Random House Mondadori. A la palestra salió la  periodista del establishment criollo Elizabeth Subercaseaux con una columna donde se  lamentaba del “maltrato” que su amigo Fernández (el “Pato”) recibía de manera injusta por unos  “tipos” que no conocen la “decencia” de las usos sociales, analogando la crítica literaria adversa  con el gesto indecente.  
              [10]  Al respecto y como contribución al debate, vale la pena revisar los trabajos de José Santos  Herceg, “Treinta años de filosofía-FONDECYT. Construcción de una elite e instalación de un  patrón investigativo”. La Cañada, nº 3, 2012: 76-116 y “Tiranía del paper. Imposición  institucional de un tipo discursivo”. Revista Chilena de Literatura, noviembre 2012, nº 82: 197-  217.
              [11]  La noción de “zona fantasma” la tomo del novelista y crítico literario Alvaro Bisama que al  referirse al ejercicio crítico, lo caracteriza como un tanteo “donde se buscan, infructuosamente, a  veces, las señales de ruta hacia un lugar que no existe, una zona fantasma, un sitio baldío  donde alguna vez hubo una casa”. Bisama, A: “Apuntes desde la zona fantasma: diez  anotaciones sobre la crítica literaria en Chile” en La crítica literaria chilena, ed cit, pp 21-30.
              [12]  Al respecto vale la pena revisar el ensayo de Bernardo Subercaseaux: “La crítica literaria  (entre la democracia y el autoritarismo). Transformaciones de la crítica literaria en Chile 1960-  1983” en Historia, literatura y sociedad: ensayos de hermenéutica cultural, ed cit, pp 117-151.
              [13]  Pienso esta idea de “crítico único” en el sentido en que T.S. Eliot le ha dado al referirse a lo  que él llama el “supercrítico”, es decir, el crítico oficial de una revista o periódico que con su  juicio monumentaliza una tendencia, obra o ideología en torno a la cual elabora un discurso  distintivo. Vid “Criticar al crítico” en Criticar al crítico y otros escritos Ed Alianza Editorial, Madrid,  1967, pp. 9 y sgts.
              [14]  Refiriéndose a la escena literaria chilena actual, el fallecido poeta Gonzalo Millán (1947-  2006) manifestaba ácido en una entrevista: “No hay debate de escuelas, de proyectos teóricos,  de crítica. Es como si los poetas se hubieran ido para la casa. El debate ha sido reemplazado por  el cahuín (…) Hay un individualismo exacerbado y, sobre todo, mucho exitismo: premios,  envidia, chaqueteo. Es un ambiente muy pobre (…) Antes el hecho de discutir tenía un sentido  por sí mismo, te ponía en situación, podías exhibirte con tus ideas, hacer polémica (…) Hoy  predominan el relativismo, la indiferencia. Se tiende a aplaudir al que no toma partido, al  conformista, al tibio, al que no se inmuta por nada”. Pedro Pablo Guerrero, “La mirada lúcida de  Millán”, en Revista de Libros de El Mercurio, 22 de octubre de 2006.  
              [15]  Esta noción hace referencia a la experiencia editorial de carácter autónomo y  autogestionado que una serie de colectivos y agrupaciones literarias asumen de modo  transversal en el mundo literario chileno y latinoamericano como un modo de ofrecer una  alternativa locuaz al intenso mercadeo de las editoriales transnacionales que, además y salvo  muy contadas excepciones, no se interesan en publicar a autores que no se encuentren  sancionados por alguna inclinación de carácter comercial. Según la poeta y gestora Gladys  González: “(La editorial) independiente es el rechazo a la serialización, a la pasividad de lo vacuo  y lo colonizador (le interesa) respetar las generaciones anteriores e incluirlas, (ve) la necesidad  de cooperatividad y rescate de las ideas locales y universales en pos de una mejora social. El  editor independiente es cabal, pero silencioso, (deja) que las obras brillen y hablen por sí  mismas, buscando un nicho intelectual y afectivo que las contenga y haga crecer con otras  lecturas y con las contingencias sociales y políticas”. Prólogo a las actas del Encuentro Chileno  de Editoriales Independientes: propósitos y experiencias, Ediciones Inubicalistas, Valparaíso,  2012.  
              [16]  Bernaschina, V y Soto, P. “Una educación sentimental literaria: nuevas formas de la crítica  literaria hoy: revistas literarias digitales de la década del 2010” en op cit, pp 3-40.  
 
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