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Ismael Gavilán | Autores |












La huidiza necesidad de la presencia
La segunda versión (Poesía reunida) (2019) de Guillermo Sucre.


Por Ismael Gavilán
Publicado en WD40, N°3, Valparaíso, verano de 2021/2022



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En nuestra literatura continental y aún del idioma, no es raro o infrecuente encontrar frente a las así llamadas “voces representa- tivas”, “relevantes” o “necesarias” y que abarcan casi todo el horizonte hacia donde pueda apuntar nuestra mirada, aquellas otras que encarnan en autores o tendencias que, de una u otra forma, tildaríamos de excéntricas, secretas, marginales, adyacentes o como quisiéramos mejor decir en el trato que mantienen con el secreto o la reserva. Cuando pienso en esta “definición negativa”, vienen a mi mente nombres y escrituras tan disímiles como las de Alejandro Rossi, Nicolás Gómez Dávila, José Bianco, Raúl Deustua o Luis Loayza, entre otros.

Tal vez nada o muy poco hay en común entre todos ellos, salvo esa excentricidad o apartamiento que por circunstancia o destino, cada uno asumió o padeció según su peculiar modo de encarar el lenguaje. Nadie dudaría de su maestría o de la intensidad de su visión o pondría en tela de juicio el talento que sustentan de libro en libro o la belleza, sugerencia o densidad de sus respectivos procedimientos formales. Pero por esas razones que escapan a nuestro control, sus obras han devenido una curiosa opacidad. Algunos son reconocidos por un texto en específico, otros por la resonancia que ha tenido uno o dos de sus temas predilectos devenidos obsesiones que marcan época y lenguaje. En algunos casos ha sido la fantasmagoría de una biografía anodina la que seduce nuestra atención más allá de las luces que tantas veces inundan la escena literaria. Sea por el motivo que sea, volver a leerlos es volver la mirada sobre un fenómeno no menor: mientras cualquier “voz representativa” de la índole que sea, es lo “esperable” respecto a lo que enuncia y aún del modo en que lo podemos recepcionar, muchas veces la “voz excéntrica”, por llamarla así, es la concentración intensificada de aquellas intuiciones, imágenes o fantasmas que en muy pocas oportunidades se muestran en su exaltada brillantez o desconsolada opacidad a nuestra experiencia de lectores. El espacio que habita la “voz excéntrica” se debe menos a su propia contradicción que a su mismo impulso configurador allende toda negatividad: es un espacio que aún siendo colonizado o al menos vuelto reconocible, es un país extranjero: de ahí su seducción, pues nos muestra como nuevo o llamativo, todo aquello que sería menos intenso en cualquier obra “consagrada”. El precio de la lucidez, la belleza, la forma consumada y de la propia ley que se auto arrogan esas “voces excéntricas” es, en aparente paradoja, su propia excentricidad: pocos pueden tolerar, aceptar o comprender esa concentración que más que mal, es la singularidad de lo que hace a toda escritura ser sí misma: su estilo.

Creo que la poesía del venezolano Guillermo Sucre (1933-2021) puede perfectamente inscribirse en las coordenadas arriba descritas. Así, la publicación en 2019 de su poesía reunida bajo el título de La segunda versión (Pre-textos) es un aconteci-miento significativo en diversos niveles: en el más obvio permite acercarnos a una poesía que fuera del reducido círculo iniciático de lectores fieles, apenas era conocida en públicos más vastos. Pero también esta publicación nos permite constatar la “puesta en obra” de uno de los más significativos poetas que, en lo que va del siglo, ha reflexionado en torno a la poesía escrita en castellano en nuestro continente. La alusión no es gratuita: apunta a La máscara, la transparencia, el libro capital de Sucre que le permitió ganar ciudadanía en el concierto de la crítica literaria continental y que ha sido punto de referencia ineludible para vérnosla con un modo de abordaje respecto a la poesía escrita entre nosotros. Por lo mismo, leer su poesía reunida es un ejercicio que implica entrever su propio aporte al concierto que tan bien ayudó a delinear en sus aristas varias y finísimas. Pero soy cauto de inmediato: no me propongo la titánica tarea de dilucidar la poesía de Sucre a la luz comparativa de su propia y vasta reflexión en torno a la poesía del continente y menos establecer el lugar que su obra en verso ocupa en un presunto mapa real o imaginario de referencias aclaradoras. Más bien y de modo más modesto, se trata de atisbar aún de modo parcial y fragmentario, la peculiaridad de su poesía.

Como bien indica Antonio López Ortega en la presentación introductoria al volumen, pareciera ser que la proyección internacional de la poesía venezolana ha sido insuficiente. El siglo XX fue jalonado con nombres y obras reconocibles en su cimera maestría formal, imaginativa y estilística: Ramos Sucre, Sánchez Peláez, Cadenas, Montejo. También hubo una reconocida labor editorial de resonancias continentales. Monte Ávila y la Biblioteca Ayacucho fueron, sin duda, proyectos editoriales que estuvieron al servicio de la difusión internacional de buena parte de las letras hispanoamericanas en fiel emulación a lo que durante todo el siglo pasado iniciativas como las del Fondo de Cultura Económica o Losada, por mencionar dos altamente reconocibles, asumieron de forma semejante.

El caso de Sucre es el de un poeta cuya poesía vive a la sombra de su vasta obra ensayística. Revisando sus hitos editoriales, esta poesía se enmarca en fechas precisas y distanciadas (1961, 1970, 1976, 1977, 1988, 1994), con tirajes menores y con libros que privilegian la concentración y para nada el desborde. Pero esta peculiar discreción no basta para comprender su excentricidad. Más bien es el rostro externo de una configuración interior que se vuelca en priorizar ciertas maneras de proceder que en el deslumbramiento anodino de la expresión. Así, desde su primer libro Mientras suceden los días (1961) asistimos a una apertura material de la experiencia: ríos, paisajes, luz y materia conforman una sensibilidad que no teme ser abarcadora. Pero desde ese punto inicial, esta poesía se retrotrae hacia si misma en un gesto cada vez más denso y restrictivo. En La mirada (1970) y en El verano cada palabra respira en el verano (1976) nos encontramos con una poesía cada vez más condensada que se vuelca hacia la expectativa secreta de preguntar con insistencia sobre sus propias posibilidades. La pregunta sobre los orígenes se vuelve hacia la pregunta sobre la vocación de soledad que autoriza preguntar sobre ese mismo origen. Y en ese plano, la poesía de Sucre devela una preocupación que se transforma en admonitoria. Contemplar y querer decir el mundo se convierte paulatinamente en esta poesía en sentenciar la necesidad de silencio que habita en el lenguaje para ver si acaso esa pregunta es viable. Muchos poemas reunidos, posteriormente, bajo el título La vastedad (1988) se convierten en exploraciones mentales que recurren al cruce entre memoria y escritura para dar cuenta de una opacidad que deviene oblicua respecto a su pasión por el mundo de las cosas. Hay una reticencia, una distancia y una autoconciencia por parte de esta poesía para entregarse en la expresión:

Escribo con palabras que tienen sombra pero no dan sombra
sombra
apenas empiezo esta página la va quemando el insomnio
no las palabras, sino lo que consuman es lo que va ocupando
la realidad-
el lugar sin lugar
la agonía el juego la ilusión de estar en el mundo

Bajo estas premisas, la poesía de Sucre no deja de hacernos pensar en Alberto Girri, en cierto Enrique Lihn. Pero el laberíntico juego de espejos men-tales y verbales del argentino, como la explosiva fiereza del chileno, no concuerdan demasiado con los afanes que Sucre va delineando en su poesía. Quizás fuera más certero emparentarlo con esas poéticas de la discreción como las de Pedro Lastra o Hugo Gola, por mencionar algunas referencias e incluso con ese Borges poeta –tan amado por Sucre– que hace de ese gesto de reserva, una marca ineludible de su estilo. 

En el poema que Gonzalo Rojas le dedica a Sucre, pueden leerse los siguientes versos:

. . . Te digo que es inútil
lamentarse. Esto somos: testigos de la tierra, y ahí el trabajo. Inútil escribir y
escribir,
y vender, y venderse. ¿Para qué
tanta tinta, si el mundo sólo nos pide fuego?

Ahí emerge un llamamiento, una “advertencia” al amigo respecto a la difícil tarea que implica asumir la poesía. Paso a paso, poema tras poema, Sucre parece haberse desleído casi por completo: su despojo se convierte en una contra-voz que en cierta forma sabotea el gesto ingenuo, no meditado, de articular sin contradicciones a la memoria, pero sobre todo de justificar la materialización verbal de las sensaciones. Ya no parece una preocupación que las imágenes se vuelvan signos, que las experiencias se tornen figuraciones. El decir de los poemas de Sucre se transforma poco a poco en un dictum sentencioso que devela la necesidad de articular una dinámica menos evocativa que acaso discursiva.

En Sucre, el despojamiento convierte a su poesía en una especie de escritura desierta que desnuda no tanto una forma de expresión, sino una meditación azorada respecto de la realidad y el embargo emocional y mental que ello trae para el oficio poético. En una poesía así, el silencio es umbral y destino para obtener sus logros mejores. En una poesía como la de Sucre, incluso el desencanto puede llegar a ser productivo y, más que nada, necesario para con nuestras pretensiones de querer abarcar todo y decirlo todo, cuando en verdad, sólo podemos dejar testimonio del despojo. Un poema de Cualquier tierra (1983) lo dice sin reticencias: 

Ya no hay palabras que no sean las últimas
Podemos invocar a los dioses pero nunca llegaremos
. . . . . a amistar con ellos.
No hemos sabido nombrar el mundo y apenas hablamos
. . . . . con sonoros equívocos.
La palabra es una parábola que nunca se cierra: no
. . . . . hemos vislumbrado el horizonte para extenderla.
El arco se nos quebraba con el solo impulso.

En un mundo poético como el hispanoamericano, donde la premisa que ha prevalecido una y otra vez es la confianza en los medios expresivos para poder decir y conjurar la realidad –y aun más, reinventarla e inventariarla con afanes a veces fuera de la misma poesía– el trabajo de Sucre es de suyo un acto excéntrico, casi suicida. Más que nada porque nos indica que la presencia, tan cara a nuestros devaneos de sentido, es en el fondo rehuible, difusa o simplemente un fantasmagórico gesto imposible. 



 

Imagen superior: Guillermo Sucre retratado por Vasco Szinetar.




 



 

 

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