En nuestra literatura continental y aún del
idioma, no es raro o infrecuente encontrar
frente a las así llamadas “voces representa-
tivas”, “relevantes” o “necesarias” y que abarcan casi
todo el horizonte hacia donde pueda apuntar nuestra mirada, aquellas otras que encarnan en autores
o tendencias que, de una u otra forma, tildaríamos
de excéntricas, secretas, marginales, adyacentes o
como quisiéramos mejor decir en el trato que mantienen con el secreto o la reserva. Cuando pienso en
esta “definición negativa”, vienen a mi mente nombres y escrituras tan disímiles como las de Alejandro Rossi, Nicolás Gómez Dávila, José Bianco, Raúl
Deustua o Luis Loayza, entre otros.
Tal vez nada o muy poco hay en común entre
todos ellos, salvo esa excentricidad o apartamiento
que por circunstancia o destino, cada uno asumió
o padeció según su peculiar modo de encarar el
lenguaje. Nadie dudaría de su maestría o de la intensidad de su visión o pondría en tela de juicio el
talento que sustentan de libro en libro o la belleza,
sugerencia o densidad de sus respectivos procedimientos formales. Pero por esas razones que escapan a nuestro control, sus obras han devenido una
curiosa opacidad. Algunos son reconocidos por un
texto en específico, otros por la resonancia que ha
tenido uno o dos de sus temas predilectos devenidos obsesiones que marcan época y lenguaje. En
algunos casos ha sido la fantasmagoría de una biografía anodina la que seduce nuestra atención más
allá de las luces que tantas veces inundan la escena
literaria. Sea por el motivo que sea, volver a leerlos
es volver la mirada sobre un fenómeno no menor:
mientras cualquier “voz representativa” de la índole
que sea, es lo “esperable” respecto a lo que enuncia
y aún del modo en que lo podemos recepcionar,
muchas veces la “voz excéntrica”, por llamarla así,
es la concentración intensificada de aquellas intuiciones, imágenes o fantasmas que en muy pocas
oportunidades se muestran en su exaltada brillantez o desconsolada opacidad a nuestra experiencia
de lectores. El espacio que habita la “voz excéntrica”
se debe menos a su propia contradicción que a su
mismo impulso configurador allende toda negatividad: es un espacio que aún siendo colonizado o al
menos vuelto reconocible, es un país extranjero: de
ahí su seducción, pues nos muestra como nuevo o
llamativo, todo aquello que sería menos intenso en
cualquier obra “consagrada”. El precio de la lucidez,
la belleza, la forma consumada y de la propia ley
que se auto arrogan esas “voces excéntricas” es, en
aparente paradoja, su propia excentricidad: pocos
pueden tolerar, aceptar o comprender esa concentración que más que mal, es la singularidad de lo
que hace a toda escritura ser sí misma: su estilo.
Creo que la poesía del venezolano Guillermo
Sucre (1933-2021) puede perfectamente inscribirse
en las coordenadas arriba descritas. Así, la publicación en 2019 de su poesía reunida bajo el título
de La segunda versión (Pre-textos) es un aconteci-miento significativo en diversos niveles: en el más
obvio permite acercarnos a una poesía que fuera
del reducido círculo iniciático de lectores fieles,
apenas era conocida en públicos más vastos. Pero
también esta publicación nos permite constatar la
“puesta en obra” de uno de los más significativos
poetas que, en lo que va del siglo, ha reflexionado
en torno a la poesía escrita en castellano en nuestro
continente. La alusión no es gratuita: apunta a La
máscara, la transparencia, el libro capital de Sucre
que le permitió ganar ciudadanía en el concierto de
la crítica literaria continental y que ha sido punto de
referencia ineludible para vérnosla con un modo de abordaje respecto a la poesía escrita entre nosotros.
Por lo mismo, leer su poesía reunida es un ejercicio
que implica entrever su propio aporte al concierto
que tan bien ayudó a delinear en sus aristas varias y finísimas. Pero soy cauto de inmediato: no me
propongo la titánica tarea de dilucidar la poesía de
Sucre a la luz comparativa de su propia y vasta reflexión en torno a la poesía del continente y menos
establecer el lugar que su obra en verso ocupa en
un presunto mapa real o imaginario de referencias
aclaradoras. Más bien y de modo más modesto, se
trata de atisbar aún de modo parcial y fragmentario,
la peculiaridad de su poesía.
Como bien indica Antonio López Ortega en la
presentación introductoria al volumen, pareciera
ser que la proyección internacional de la poesía venezolana ha sido insuficiente. El siglo XX fue jalonado con nombres y obras reconocibles en su cimera maestría formal, imaginativa y estilística: Ramos
Sucre, Sánchez Peláez, Cadenas, Montejo. También
hubo una reconocida labor editorial de resonancias
continentales. Monte Ávila y la Biblioteca Ayacucho
fueron, sin duda, proyectos editoriales que estuvieron al servicio de la difusión internacional de buena
parte de las letras hispanoamericanas en fiel emulación a lo que durante todo el siglo pasado iniciativas como las del Fondo de Cultura Económica o
Losada, por mencionar dos altamente reconocibles,
asumieron de forma semejante.
El caso de Sucre es el de un poeta cuya poesía
vive a la sombra de su vasta obra ensayística. Revisando sus hitos editoriales, esta poesía se enmarca en fechas precisas y distanciadas (1961, 1970,
1976, 1977, 1988, 1994), con tirajes menores y con
libros que privilegian la concentración y para nada
el desborde. Pero esta peculiar discreción no basta
para comprender su excentricidad. Más bien es el
rostro externo de una configuración interior que
se vuelca en priorizar ciertas maneras de proceder
que en el deslumbramiento anodino de la expresión. Así, desde su primer libro Mientras suceden
los días (1961) asistimos a una apertura material
de la experiencia: ríos, paisajes, luz y materia conforman una sensibilidad que no teme ser abarcadora. Pero desde ese punto inicial, esta poesía se
retrotrae hacia si misma en un gesto cada vez más
denso y restrictivo. En La mirada (1970) y en El
verano cada palabra respira en el verano (1976)
nos encontramos con una poesía cada vez más
condensada que se vuelca hacia la expectativa secreta de preguntar con insistencia sobre sus propias posibilidades. La pregunta sobre los orígenes
se vuelve hacia la pregunta sobre la vocación de
soledad que autoriza preguntar sobre ese mismo
origen. Y en ese plano, la poesía de Sucre devela
una preocupación que se transforma en admonitoria. Contemplar y querer decir el mundo se convierte paulatinamente en esta poesía en sentenciar
la necesidad de silencio que habita en el lenguaje
para ver si acaso esa pregunta es viable. Muchos
poemas reunidos, posteriormente, bajo el título
La vastedad (1988) se convierten en exploraciones
mentales que recurren al cruce entre memoria y
escritura para dar cuenta de una opacidad que deviene oblicua respecto a su pasión por el mundo de
las cosas. Hay una reticencia, una distancia y una
autoconciencia por parte de esta poesía para entregarse en la expresión:
Escribo con palabras que tienen sombra pero no dan
sombra
sombra
apenas empiezo esta página la va quemando el insomnio
no las palabras, sino lo que consuman es lo que va
ocupando
la realidad-
el lugar sin lugar
la agonía el juego la ilusión de estar en el mundo
Bajo estas premisas, la poesía de Sucre no deja
de hacernos pensar en Alberto Girri, en cierto Enrique Lihn. Pero el laberíntico juego de espejos men-tales y verbales del argentino, como la explosiva fiereza del chileno, no concuerdan demasiado con los
afanes que Sucre va delineando en su poesía. Quizás
fuera más certero emparentarlo con esas poéticas
de la discreción como las de Pedro Lastra o Hugo
Gola, por mencionar algunas referencias e incluso
con ese Borges poeta –tan amado por Sucre– que
hace de ese gesto de reserva, una marca ineludible
de su estilo.
En el poema que Gonzalo Rojas le dedica a Sucre, pueden leerse los siguientes versos:
. . . Te digo que es inútil
lamentarse. Esto somos: testigos de la tierra, y ahí el trabajo.
Inútil escribir y
escribir,
y vender, y venderse. ¿Para qué
tanta tinta, si el mundo sólo nos pide fuego?
Ahí emerge un llamamiento, una “advertencia” al amigo respecto a la difícil tarea que implica
asumir la poesía. Paso a paso, poema tras poema,
Sucre parece haberse desleído casi por completo:
su despojo se convierte en una contra-voz que en
cierta forma sabotea el gesto ingenuo, no meditado, de articular sin contradicciones a la memoria,
pero sobre todo de justificar la materialización
verbal de las sensaciones. Ya no parece una preocupación que las imágenes se vuelvan signos, que
las experiencias se tornen figuraciones. El decir de
los poemas de Sucre se transforma poco a poco en
un dictum sentencioso que devela la necesidad de
articular una dinámica menos evocativa que acaso
discursiva.
En Sucre, el despojamiento convierte a su
poesía en una especie de escritura desierta que
desnuda no tanto una forma de expresión, sino
una meditación azorada respecto de la realidad y
el embargo emocional y mental que ello trae para
el oficio poético. En una poesía así, el silencio es
umbral y destino para obtener sus logros mejores.
En una poesía como la de Sucre, incluso el desencanto puede llegar a ser productivo y, más que
nada, necesario para con nuestras pretensiones de
querer abarcar todo y decirlo todo, cuando en verdad, sólo podemos dejar testimonio del despojo.
Un poema de Cualquier tierra (1983) lo dice sin
reticencias:
Ya no hay palabras que no sean las últimas
Podemos invocar a los dioses pero nunca llegaremos . . . . . a amistar con ellos.
No hemos sabido nombrar el mundo y apenas hablamos . . . . . con sonoros equívocos.
La palabra es una parábola que nunca se cierra: no . . . . . hemos vislumbrado el horizonte para extenderla.
El arco se nos quebraba con el solo impulso.
En un mundo poético como el hispanoamericano, donde la premisa que ha prevalecido una
y otra vez es la confianza en los medios expresivos para poder decir y conjurar la realidad –y aun
más, reinventarla e inventariarla con afanes a veces
fuera de la misma poesía– el trabajo de Sucre es
de suyo un acto excéntrico, casi suicida. Más que
nada porque nos indica que la presencia, tan cara a
nuestros devaneos de sentido, es en el fondo rehuible, difusa o simplemente un fantasmagórico gesto
imposible.
Imagen superior: Guillermo Sucre retratado por Vasco Szinetar.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La huidiza necesidad de la presencia
La segunda versión (Poesía reunida) (2019) de Guillermo Sucre.
Por Ismael Gavilán
Publicado en WD40, N°3, Valparaíso, verano de 2021/2022