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Una clara densidad
Prólogo a  Mundo  visible. Poesia reunida 1995-2020 de Ismael Gavilán
  Ediciones Altazor, Viña del Mar, 2021.


Por Marcelo  Pellegrini



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La feliz ocasión que se presenta ante nosotros con la publicación de Mundo visible. Poesía reunida 1995-2020 de Ismael Gavilán nos lleva a reflexionar no sólo acerca del hecho (rito, ceremonia, fiesta) de un poeta que realiza una mirada retrospectiva sobre su obra, sino también sobre las marcas más destacadas de la misma. Por cierto, el “mundo visible” al que alude su título es el lugar hacia donde va la mirada de estos poemas: la realidad plena, encarnada casi siempre como otra cosa, transfigurada por una revelación. Pero también hay otro paradójico mundo visible más allá de la realidad sublunar aludida y transformada por los poemas: las marcas de un lenguaje agónico[1] gracias al que este poeta ha mantenido una lucha a muerte con su ángel poético, desplegada en un campo de batalla específico: el poema largo.

Mundo visible, por supuesto, no es un conjunto de poemas extensos solamente, aunque una rápida mirada al índice revela que de sus siete secciones, tres (Eurídice duerme en nuestro sueño; Claro azar y Voz de ceniza) son o poseen composiciones largas. En la sección que corresponde a Vendramin hay poemas que podríamos calificar de largo aliento; y en secciones como Fabulaciones del aire de otros reynos, Raíz del aire y Rompiente hay poemas más breves e incluso brevísimos. No pretendo hacer con este rápido catastro una encuesta de ninguna especie, ni tampoco diferenciar esencialmente un tipo de poema de otro en la obra de Gavilán; lo que intento es trazar los límites dinámicos de una respiración verbal que lucha consigo misma entre un tipo de composición y otra. Digo esto porque lo sorprendente para mí es que un poeta haya probado suerte desde sus mismísimos comienzos literarios con el poema extenso, un tipo de composición que la tradición literaria occidental parece reservar más para los avatares de la vejez literaria. Anoto esto como lector temprano de los poemas de Gavilán, y recuerdo aquí la impresión y la sorpresa que tuve, a mediados de la década de los 90, en plena vida universitaria, ante ese gran atrevimiento poético, ante esa apuesta arriesgada que un joven poeta hizo en sus comienzos y le ha dado a mi juicio enormes réditos y un logro pocas veces emulado. Desde que comencé a leer esta poesía me he preguntado cuáles serían las consecuencias de esa apuesta; ahora, con la ventaja de los años transcurridos y de esta oportuna reunión de sus poemas, puedo, quizás, comenzar a responder esa pregunta que siempre vuelve cuando leo su obra. Esa respuesta necesariamente tiene que hacer distinciones críticas que ayuden a desarrollar la reflexión con algo de claridad. De esta manera, pido al hipotético lector de este prólogo algo de paciencia ante las líneas divisorias que trazaré porque no tengo otra manera de hacerlo. Porque lo que veo en este poeta es el registro de distintas modalidades del decir que desembocan en una sola poética. Esas modalidades se presentan ante el lector de la siguiente manera: primero, como poemas donde predomina la meditación sobre la poesía y los alcances de la misma (poemas largos); en segundo lugar, como poemas donde hay una aplicación de ciertos guiños culteranos guiados por una fina ironía no siempre bien entendida; y en tercer término, como poemas donde los breves destellos verbales, verdaderas anotaciones sobre el esplendor del mundo, consagran una meditación sobre el instante que paradójicamente nos llevan o nos ponen ante una intuición de la eternidad.

En 1995, Gavilán publicó una plaquette titulada Ella y las palabras, poema que al año siguiente fue incorporado como cierre a Llamas de quien duerme en nuestro sueño, su primer libro; en Mundo visible ese poema pasó a llamarse, con algunas modificaciones, “Eurídice”. Dividido en cuatro partes, se trata de una meditación lírica donde el pensamiento erótico revitaliza, en clave latinoamericana de fines del siglo XX, los hallazgos del Romanticismo cultivado por autores como Novalis (de especial importancia para Gavilán en sus años formativos) y Gérard de Nerval, pasando por las enseñanzas de poetas igualmente importantes para él como Octavio Paz y Gonzalo Rojas (la clave latinoamericana finisecular, precisamente), herederos simultáneos del romanticismo, del simbolismo modernista y de la vanguardia. Cuando hablo de “pensamiento erótico” me refiero a esa conversación que la voz del poema sostiene con “Ella”, siempre con mayúscula, en un coloquio casi platónico en cuyo centro se despliega una idea. Así, por ejemplo, en estos versos de la última sección:


Quise besaros e indagar con mi piel
la consistencia que enceguece: fue mi error
que se hizo sangre en la herida de la mano,
error de creer en lo tangible
y de apostar a la presencia
que desea retener lo que llamamos realidad.


“Retener lo que llamamos realidad” es un vano ejercicio que siempre terminará en “la consistencia que enceguece”. La voz poética quiere creer en la presencia de las cosas (la realidad) pero su fe en “lo tangible” se disuelve en la ilusión, ese lugar en donde lo único que queda es el intento del diálogo amoroso, transformado aquí en ese “apostar a la presencia”. ¿Qué poeta de veintidós años tiene la osadía de escribir así? Con ese poema, Gavilán iniciaba su reflexión sobre la percepción de una realidad que está más allá de lo que podemos percibir con los sentidos, continuada y reelaborada en “Voz de ceniza”, poema divido en siete secciones[2]. Como si se tratara de una extensión de “Ella”, la del primer poema, “Voz de ceniza” se dirige a un tú nunca del todo revelado, invocado a través de la memoria: “En su luz pasajera, / mi memoria empieza este cielo / que hace aparecer siluetas / como calendarios sin valor / al contacto de la escarcha”, comienza el poema, entre la “eternidad o [el] instante”. Todo en este poema apunta hacia la lejanía, a lo perdido que se recupera en unas pocas palabras aunque no enteramente, porque “Todo se deshace / mientras huye el día de sí mismo”. Aquí, las palabras “estuvieron antes que tú al borde del brocal”, a orillas de ese pozo (¿el tiempo?) y como tales poseen una preeminencia en el mundo imaginario del poeta. Pero esas palabras dibujan el rostro de ese tú, porque “dijeron tu cuerpo / sin duda”. Si la memoria comienza a dibujar un cielo, ese firmamento teológico de dioses que son “formas y nombres”, la más importantes de las entidades que lo habitan es la “identidad transparente / hecha de mi respiración que otra boca exhala”. El “error de creer en lo tangible” presente en “Eurídice” se problematiza ahora “en la cáscara corroída de los signos”, en ese “gusano [que] anuncia enfermedad y sequía”. La finitud es, como dice el poema, “lo sustancial del acontecer”.

Si bien es cierto que “Eurídice”  y “Voz de ceniza” son poemas que pueden plantarse frente al mundo solos y ser leídos como entidades verbales autónomas muy notables, lo que los lectores (o este lector en particular, mejor dicho) atisba en ellos se encuentra plenamente realizado en “Claro azar”, sin duda el poema extenso más complejo de Gavilán y especie de culminación de su poética. Lo primero que llama la atención es la forma misma del poema: sus tres secciones están escritas en versículos, en una casi prosa cristalizada en la pura reflexión, sin dejar de lado, por supuesto, la vibración lírica de alto vuelo. Ese detalle formal tiene a mi juicio una función muy específica dentro de la lógica del poema: si “Eurídice” y “Voz de ceniza” son las visiones de una pérdida, “Claro azar” es la pérdida de la condición misma de lo visionario; no hay otra manera de desplegar ese hecho fundamental sino con el verso extendido o versículo, que le sirve al hablante para designar las marcas de su “mudez cargada de presentimientos”, como dice hacia el final de la tercera sección, y para elaborar in situ el despliegue de su poética. Cito sólo un par de ejemplos:

En el mejor de los casos era la afirmación de un modelo
pensado como referente de nuestra memoria, un autorretrato
empujado por su propio impulso hacia una finalidad perdida
en la indistinción del horizonte como un anciano ciego
atravesando una tierra estéril o como el naufragio
de nuestra conciencia que cristalizaba los recursos
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . de una textura reconocible.
(…)
En el dictum de Adorno, aquello es la asunción de la negatividad
como representación, pero eso, sólo es una jerga hueca:
perdido todo principio, la proporción de una belleza ideal
es la inversión del espejo y el despojamiento de la luz,
la proyección en una pieza oscura de una sombra redondeada.

Ambos fragmentos están precedidos por reflexiones sobre lo que significa perder una imagen que se recuerda en el momento de la escritura: el primero habla de “el desborde imaginario de las estaciones” de una época “anterior y prohibida”; el segundo es un juicio irónico sobre la dialéctica negativa de Theodor W. Adorno, quien afirmaría la imposibilidad del “advenimiento de algo más vasto que el silencio”. Estamos, por cierto, ante un poema, pero su desplazamiento gnoseológico, al menos en estos dos fragmentos citados (hay más en “Claro azar” pero no los transcribo aquí en honor a la brevedad) acercan al lector a una reflexión de corte ensayístico. Gavilán hace que su poema (y su poesía) se expanda hacia terrenos expresivos en donde la poesía y la filosofía amalgaman en eterna polémica la imagen y la idea. Se perdió la condición de lo visionario, como dije líneas atrás, pero se ganó la consciencia de esa pérdida, transformada, a su vez, en alta poesía. Un poeta tiene que ser muy valiente para aceptar esos designios y animarse a ponerlos en la página en blanco.

A la meditada discursividad lírica de los poemas extensos Gavilán agrega un segundo registro en su poesía que podríamos calificar de “culterano”. Fabulaciones del aire de otros reynos, libro que tuvo dos ediciones (1999 y 2002) es a mi juicio la culminación de esa especie de manierismo literario que Gavilán ha cultivado no sin un aire de provocación hacia las embestidas más simplistas de la poesía chilena del momento, que pedían “dar cuenta de la realidad” y que hoy han mutado en las diversas fórmulas anodinas de lo territorial documental político revolucionario y la antropología de salón. Alguien que escribe una paráfrasis a un poema de Julián del Casal o se imagina un monólogo del emperador Heliogábalo sencillamente está en otra cosa. Ese gesto se continúa en Vendramin (2014), pero con la presencia agregada de un lenguaje a ratos llano y hasta conversacional y la inclusión de figuras de la cultura popular como Janis Joplin y Syd Barrett, ellos mismos símbolos modernos del destino de poetas como William Blake o las heroínas del Orlando furioso. Cabe aclarar, ciertamente, que, en estos tiempos en donde pocos entienden de ironía y juego, Gavilán está precisamente haciendo eso con sus referentes; los “manes de Rubén Darío”, como dice la advertencia a su libro Fabulaciones del aire de otros reynos, son una reverencia juguetona a los maestros de una estética pasada pero aún vigente en sus logros poéticos e imaginativos. Ahí tenemos, por ejemplo, el poema “Monje de Cluny glosa su transcripción de la Eneida”:


Somos silencio que descansa pasado mediodía,
viviendo con el compromiso de no estorbar
momentos venideros,
hundidos en un mundo
que antaño fue razón de dioses;
la tortura de Eneas
al mirar Cartago a sus espaldas;
nada más que un fulgor oculto
cuando el Libro nos advierte
que toda epopeya es fantasía.

Muchos otros ejemplos podríamos espigar de esas fabulaciones; dentro de la variedad histórica y estética de sus personajes, lo que predomina en esos poemas es la distancia entre el deseo y lo que existe; la realidad y el deseo, expresión que le sirvió a Luis Cernuda (poeta muy cercano a la estética de Fabulaciones del aire de otro reynos) para darle título a toda su obra, es aquí un verdadero destino, como lo consigna este fragmento de ese notable poema llamado “Kavafis regresa a Alejandría”:


Es inútil alejarse
y sellar un pacto entre el deseo y lo que eres.
Difícil cuando el aliento hace rodeos
para cristalizar como visión
al final de una humareda desangrada.
Es inútil alejarse:
lo que un dios designa es mandato
y aunque joyas, túnicas,
héroes, palacios y cuerpos relucientes
sean el obsequio luego del banquete
muestran sólo angustia al tener que regresar.

Si bien es cierto es posible observar dramatismo y seriedad en estos versos (siendo “dramatismo” y “seriedad” palabras que no uso en absoluto como términos derogatorios), insisto aquí en que el gesto Gavilán es fundamentalmente distante respecto de la estética que el poema elabora. De la misma manera, Gavilán configura algo similar en su poema sobre la versión cinematográfica de La muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann, llevada al cine por  Luchino Visconti, en uno de los logros poéticos más extraordinarios del cine y que para nuestro autor representa el summum de esa estética que, de la mano de Rilke, nos advierte que todo ángel es terrible. El poema “Der Tod in Venedig”, incluido en Vendramin es para mí el mejor resumen de ese espíritu. Cito un fragmento:

No la belleza, sino su representación:
lo que el ángel permite conocer como intensidad,
como ofrecimiento, tal vez como experiencia.
De todos modos, para Visconti
lo primordial es la representación, no la belleza en sí misma,
no la intensidad angélica que promete destrucción (…)


Nuestro autor sabe demasiado bien que ese tipo de poema y ese tipo de escena que decide dramatizar ya no tienen la vigencia que tuvieron, pero ahí está precisamente la clave: su no vigencia, su no actualidad, es lo que los hace atrayentes, en una especie de estética del apartamiento y el lujo necesariamente irónica y provocadora. Gavilán tuvo la inteligencia para trazar con esos poemas un sutil signo de modernidad que no habla sino de lo adecuadas que siempre han sido sus herramientas poéticas y la habilidad de su imaginación verbal para usarlas.

El tercer aspecto de esta poesía que quiero destacar aquí son los poemas breves que Gavilán ha cultivado con felicidad a lo largo de toda su trayectoria poética. Conjuntos como Raíz del aire o Rompiente reúnen poemas que son la flecha de un instante en donde las obsesiones del poeta se elaboran con la rapidez de una ráfaga de viento. Aparentemente, estos poemas están en las antípodas de los poemas largos, pero esa es una afirmación que debe ser hecha con cuidado, porque, bien mirados y bien leídos, esos poemas buscan lo mismo que los de largo aliento. De nuevo nos encontramos con el afán de aprehender un presente, pero con otra respiración: la brevedad, la anotación de las piedras y los guijarros, la noche sobre el mar, la música, el fuego, todos los elementos sagrados del mundo visible que el poeta quiere abarcar. No es extraño de que encontremos, hacia el final de Rompiente con este poema que resume las búsquedas y los logros de esta obra:

Escribir
en el visible círculo del aire,

en la inminencia que presiente
el enrojecido soplo de las olas.

Escribir
sobre el rostro de la sombra,
en ese borde oscuro
que vuelve inaudible el cristal del eco.

La “sombra” y el “borde oscuro”, límites de lo escrito, bordes de un pozo sin fondo “en la fidelidad de la roca”, como dice otro poema de Rompiente. O en Raíz del aire, donde “En la pérdida / tus palabras / son un pequeño fruto bermejo” y donde, como dice el último poema de ese conjunto, “En la Constelación / no leas: es imposible”, pero en el corazón sí, “si puedes”, porque frente a Dios estás “callado ante otra estirpe”. La paradójica brevedad de estos poemas nos pone ante un panorama sin límites. Sólo un poeta con la imaginación y la exactitud verbal de Gavilán es capaz de lograr algo así.

Termino diciendo lo que señalé al comienzo de estas páginas: motivo de celebración es este Mundo visible. Ha llegado el momento para Ismael Gavilán de echarle un vistazo retrospectivo a lo escrito, con miras hacia un futuro que, aunque a veces incierto, está lleno de promesas de realización. A los lectores, por otra parte, nos es dado el privilegio de poder visitar esos parajes.

 

 

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Notas


[1]Utilizo aquí el término “agónico” en el sentido en que Harold Bloom lo usó para elaborar su teoría crítica e histórica de la poesía occidental moderna: como un deseo revisionista que se examina y reelabora a medida que avanza en sus hitos.

[2]Si bien es cierto “Voz de ceniza” se ubica en este libro después de “Claro azar”, lo comento antes que este último poema porque Gavilán escribió el primero años antes. “Voz de ceniza” había permanecido hasta ahora inédito, y el orden de los poemas en Mundo visible ubica primero los textos publicados y los inéditos al final.

 

 

 

 



 

 

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