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Palabra y desamparo: Raíz del aire
Ismael Gavilán, Revista de poesía Antítesis: Cuaderno de Poesía N°6. 2008.

Por Benjamín Carrasco
Publicado en Revista Elipsis, 4 de noviembre de 2021


.. .. .. .. ..

subiendo hacia el abrasador conocimiento del padre,
subiendo hacia el frío, oh conocimiento del hombre,
sin raíces, eternamente movido [...]

Hermann Broch, La muerte de Virgilio

 

“[La poesía] ha de separarnos de la contingencia y de la circunstancia, o, por lo menos, mostrarnos, al fondo de lo múltiple y lo variable, la raíz elemental que lo une con lo absoluto. Raíz permanente, oculta para la mirada habitual, presente siempre en la esencia de las cosas y de nuestros actos”, dice Dámaso Alonso, palabras que en sus propios términos provienen de un poeta “desarraigado”. Desarraigado, puesto que no ve en el mundo más que una profunda angustia, acompañada de indescifrables y feroces apariencias, pero también consciente de un desgarramiento fundamental con lo absoluto, del cual avizora solamente su huella. El saber, para el poeta desarraigado, se suspende en la incertidumbre de una armonía que, invariablemente, se oculta. La raíz permanente es así aquel rastro que patenta lo imposible del absoluto.

Con tales ideas es posible reflexionar acerca de Raíz del aire (2008), de Ismael Gavilán, pequeña plaquette en que la voz se atenúa por dicha sensación de huerfanía elemental. Silencio y callar, a saber, son palabras que deambulan entre los poemas, tal si fuesen una ventisca que entra por los recovecos de una casa desvencijada. Raíz del aire, dado que entre el cielo y la tierra, diremos, sólo hay un inagotable cisma, unido por la leve y transparente liana que es la palabra; la raíz, el hedor de la descomposición que sube a lo divino como derrotado. La materia invisible del canto que se arraiga como una fe inexorable, también imposible.

Puesto que el hambre, sofocante y latente como toda pérdida, puesto que el silencio es también una pregunta y una desavenencia, un laberinto impenetrable, no se puede sino responder con la misma moneda al silencio insobornable de una divinidad en huida:

En la Constelación
no leas: es imposible.
En el corazón, si puedes,
como dispersión
del viento herido; ajeno
ante Dios, leve:
callado ante otra estirpe.

La nostalgia por el ardor caído que se pudo reconocer en poemarios anteriores de Gavilán —también en los posteriores, dígase a su vez— se percibe en este conjunto como un derruido aliento, en que la unidad, la unidad con la totalidad que es el destello perdido, se ha erosionado antes de llegar a ser sílaba en la boca, constatando con ello el gélido interior con que ahora se pronuncia cada palabra:

          En la pérdida
tus palabras
son un pequeño fruto bermejo.
Lo inaudible en ellas
es un sueño dado al inicio
gracias a gotas nunca dichas.
En su límite
no retornan como piedras
como voz o como fuego.
No regresan
sino como hielo en la herida
que abre una y otra vez mi piel.

Dámaso Alonso decía, justamente: “La mano de Dios llaga o hiela; el poeta no la puede resistir” (376). Ante esta pérdida, la voz, el perfil bronco de la desdicha, desciende como un murmullo dispersado, presa del viento. La sed del habla es resultado de una palabra de sal, cristalizada en la sequedad de los versos: diminutos granos deslizándose entre las yemas. Allí está la piel herida, elemento de todo principio, por la que recorre la búsqueda infatigable de una imagen ya marchita. Allí un aire doloso entra por boca y oídos y saca palabras con el ímpetu cansino de un pedernal. En el aire, ante cada nuevo intento, anida la raíz transparente en que la voz entrecorta sus vástagos. Tiempo en que los lamentos parecen un ingenuo e inútil suplicio, ¿a qué? Se pregunta uno entonces. ¿A un Nombre al que, sin embargo, estamos todavía atados?

El Nombre negado: lo es tanto por su naturaleza impronunciable como por su testimonio, ante la situación de total desamparo debida a ese “vocablo original”. Ante todo, no hay capricho en negarse un nombre, hay una inconsolable e irresoluta tensión. Cualquier intento por sobreponerse a ella quedaría patéticamente dispuesto como un abrupta herejía, al atribuirle voluntades a una verdadera incógnita y, de paso, obrando con completa soberbia: “como un nombre inocente / derribado por Dios”. No obstante, resistirse a él, al nombre, es también precaver que la experiencia humana no se entienda cerrada como una totalidad lingüística, más bien, concebir que hay un infranqueable fondo detrás de toda habla. Esta lectura bien puede asemejarse a un joven José María Valverde, cuando escribía:

          Solo quedan
unos ojos que miran las sombras, mas sin verlas,
y, detrás de esos muros, el palpitar de Dios.

Mientras que en Raíz del aire se dice:

          Bajo el ramaje de toda distancia
se hermana a la sombra
que silencia mis ojos.

En el mismo margen de materias, en consonancia con la expresión templada y parca de los poemas, los versos tienen esquemas relativamente regulares: ningún poema superará las quince líneas y en contadas oportunidades habrá versos de más de diez sílabas métricas. Lo que se consigue con esto es una cadencia mucho más flemática, sin abandonar por completo la inseguridad y la incertidumbre. Son versos cortos en que entre uno y otro tarda en enunciarse una palabra, sin intensidad y silenciándose progresivamente ante la nada. Y en la nada queda también el recurso dialógico que aparece constante en Raíz del aire: la apelación presuntamente cómplice —por no decir amorosa— hacia un “tú” obnubilado, oculto en el anonimato, reacio a ser dibujado como entidad corporal.

Es cierto, el cuerpo en los poemas nunca es el cuerpo como rasgo distintivo. No oculta una identidad carnal, más bien, el Otro es un oidor incorpóreo o desfigurado. Respecto a este punto, la presencia del segundo Pedro Salinas es insoslayable como punto de encuentro, aquel que en La voz a ti debida, como ha anotado Leo Spitzer, reducía al “tú” o lo negaba, como si no fuera más que un fenómeno de conciencia. Así replica el libro de Gavilán. Y quizás esta lectura sea más acertada si se recuerdan dos endecasílabos de la Tercera égloga de Garcilaso, de los que precisamente Salinas toma el nombre para el libro ya referido:

          mas con la lengua muerta y fría en la boca
pienso mover la voz a ti debida.

En Raíz del aire leemos:

A ti que no te nombro
empiezas frente a mí
la erosión en la anchura de otra boca.

          No más que principio
como imagen imposible.

          Voraz,
mi tacto pertenece
como Rosa enmohecida
a la boca que te niega cuando habla.

A pesar de la ambigüedad que puede significar la mayúscula en “Rosa”, pudiendo aludir a un nombre propio y a una elevación simbólica de la flor por igual, se encuentra en esta conjetura por la nominación algo muy diferente a una amada desdibujada como en Pedro Salinas. El diálogo que establece la voz, proyección de su propia conciencia tal vez, lo hace con una entidad impalpable, lejana a lo sumo. Una respuesta negada funda en sí misma un vacío. Como ha escrito Dámaso Alonso: “Porque, en definitiva, el vacío en el hombre es sólo un ansia de Dios. Y por ser infinito lo buscado, el no encontrarle es un infinito negativo: una angustia infinita, un vacío absoluto” (375).

El conjunto comienza con un epígrafe de la magnum opus de Schönberg: Moses und Aron; y a raíz de esta vinculación se desprende una serie de sensibilidades compartidas, y que a todas luces alimenta una vía interpretativa para nada despreciable, no obstante no se trate a modo de écfrasis, sino como otro punto de encuentro. Tal como el Sprechgesang, el canto hablado de Moisés en la ópera de Schönberg, en Raíz del aire hay una voz taciturna que no se contenta con los medios expresivos disponibles para dar cuenta de lo inconcebible, como aquello que a Moisés le ha sido revelado en el desierto, precisando de otra lengua, la de Aarón, profundamente traicionera, para comunicar su mensaje. Aarón, en la ópera citada, pregunta: “¿puedes amar / aquello que no puedes imaginar?”; Moisés responde (y este es el epígrafe de Raíz del aire):

[¿Poder?] Inconcebible por invisible;
por inconmensurable;
por imperecedero;
por eterno;
por omnipresente;
por omnipotente.


¿Cómo dar cuenta de aquello inimaginable, cuando toda posible elocuencia es una suprema traición? Se señala en el poemario:

          Dijiste sol
donde hubo escarcha.
[...]
Dijiste agua
donde hubo fango.
[...]
Dijiste nacimiento
donde hubo noche.

He aquí una constricción en el ejercicio poético al ver contenido en la palabra un inevitable desvío. Como en cada uno de ellos, articular palabras es una acción profanadora cuyo empleo decanta en vano si tienta el nombre divino. Tal como en Moses und Aron, que según George Steiner se condensa en la partícula (Un)vorstellbar (In-concebible), la tensión comunicativa en nuestro poemario es el eje que moviliza el conflicto: la presencia y la ausencia, la representación en que la voz es insuficiente a la hora de descifrar lo indiscernible. El hablante, sin construir un contrapunto protagónico distinguible, como sí sucede en la historia del Pentateuco, traspone en el Otro de los poemas su propia realidad expresiva: el espacio entre la palabra venidera y el incontrarrestable silencio que tal espera produce. En ese ineludible umbral, acechado por el vacío, la mudez y las sombras, se esparce el ocre otoñal, el aire anegado de invierno.

Como tantos otros que vislumbraron esta trágica paradoja, podemos recordar a Franz Werfel, poeta austriaco, quien se refería a este contenido engañoso de la palabra:

Ah, no es bueno decir,
porque el que dice niega

Pero nosotros, una semilla negra,
mentirosos que hablamos

asesinamos a Dios y a nosotros con los nombres,
con los nombres.

De tal modo, en Raíz del aire, el tremendo desahucio y desamparo en que está sumergida la voz entrega abstraídas imágenes, marchitas; la llanura polvorienta de un horizonte abierto, donde cada palabra cava tumbas en el cuerpo:

          La sed que sabe beberte
es vastedad de una palabra
que en mi carne se hunde
como navío sin sombra.

 


Viña del Mar, XI-020

 

 

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