El otro día visité mi pueblo natal. Mis pasos me llevaron hasta unas viejas pistas de cemento donde jugué de niño. No eran gran cosa: un rectángulo marchito, cuarteado, desvaído por el sol, y con las hierbas —frutos del abandono y la desidia— imponiendo su dominio. Apenas me detuve a contemplarlas, acaso unos segundos, pero el tiempo se plegó sobre sí mismo y me trajo el griterío de quienes fuimos, la certeza de que algo se quedó allí para siempre, aguardando, ávido por demostrar que el gozo que moraba en esa patria llamada infancia era cotidiano en aquel reino sin fronteras del que éramos reyes.
Discurrían los años noventa. El aire vibraba con nuestra expectación. Los «capitanes» —reconocidos por unanimidad como los más duchos en el arte de la pelota— sorteaban a pares o nones el derecho a elegir en primer lugar. Nunca podían compartir equipo: hacerlo desajustaría las ilusiones y quebraría el equilibrio que gobernaba en nuestro perfecto caos. Si tu nombre salía el primero, sentías de inmediato que ya habías ganado. Algo en el interior clamaba que habías nacido para aquello y que nada podría estropearlo. El último, en cambio, cargaba con el estigma de ser el portero inicial, un mártir que se turnaba cada dos goles.
Las porterías no eran más que sudaderas enrolladas y arrojadas al suelo como ofrendas a un dios cualquiera. El larguero, por su parte, lo trazaba la altura del guardameta: un límite que encendía disputas tan feroces como las de un consejo tribal. El esférico, despellejado y rugoso, te lamía la piel con ardorosa intensidad. Calzábamos zapatillas del mercadillo —los más afortunados de supermercado— y estaban a siglos luz de las que solían llevar las estrellas de nuestro club favorito. Pero no importaba: según los padres, las nuestras «corrían mucho más». Y así volábamos, persiguiendo la redonda como devotos la religión, viviendo el momento sin ocuparnos jamás de la hora.
Al lado, las niñas habitaban su propio cosmos. Era un territorio tan sagrado que muchos considerábamos prohibido. Casi nunca cruzábamos el umbral invisible que nos separaba; ni siquiera cuando el balón huía en busca de otros tactos más civilizados. En ese caso, les gritábamos que nos lo «echaran», y ellas, entre risas y alguna burla, lo devolvían con la precisión de un francotirador ciego. Sus artes brillaban en otros juegos: la comba, el elástico, las palmadas, la rayuela. Qué sé yo. Solo si la pelota faltaba por el azar, ellas se apiadaban de la tamaña desgracia y nos dejaban atravesar sus límites: nos divertíamos entonces al tranco burro, al escondite inglés, a policía y ladrón, a la botella o a otros recreos más imaginativos. Sin embargo, en el fondo, nosotros preferíamos nuestro barbarismo democrático, donde el partido, sin importar el marcador, siempre se
resolvía con un «quien marque gana». Ellas, mientras tanto, se entregaban cantarinas a resolver un crimen atroz ocurrido en la calle Veinticuatro: al parecer, una vieja mató a un gato con la punta de un zapato.
Hoy la infancia viste otro ropaje. Distinto. Desconozco si peor —pues ya saben que tendemos a engalanar el pasado—, pero con la posibilidad de que ahora los niños hayan cambiado de deidades: en su Olimpo, la tecnología les brinda consuelo y protección. Muchos no sabrán —salvo en la edad adulta y con mala suerte— lo que duele un codo raspado ni lucirán con orgullo parches molones en las rodillas. Tampoco lo que significa el rechazo o ser el último elegido. Y quizá esté bien. ¿Quiénes somos para juzgarlos? No obstante, déjenme preguntarme si son más felices de lo que fuimos en aquel tiempo en que no perseguíamos el deleite ni buscábamos la dicha en las novedades digitales, sino que simplemente acontecía, revelándose en los amigos, dándose con la misma naturalidad con que llega la sed o la voz de una madre poniendo fin a la lúdica tarde. Había que cenar y ducharse. Mañana nos esperaba un largo día de colegio.
Días después de aquel reencuentro con las pistas, me vi pateando un balón en un campo de tierra bajo una lluvia pertinaz. Los hierbajos, húmedos y resbaladizos, conspiraban contra cada paso. Acabé empapado, con el barro trepándome por las piernas y con un eco de risas pueriles resonando en la memoria. Más tarde me contaron que aquel partido —sucio y salvaje— se convirtió en algo extraordinario para uno de los críos con los que compartí ilusión y que lo guardaría para siempre en su recuerdo como un tesoro raro y secreto, como una chispa débil y fugaz que busca amparo en un mundo de pantallas. Y pensé: lo que para él ha sido inolvidable por insólito, para nosotros lo era por común. Es decir, por ser parte del pulso diario de una niñez donde la alegría se vendía tan barata que llenaba las calles como la risa una boca.
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Por Ismael López Gálvez